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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (29 page)

—¡Dinos dónde
coño
está!

La joven, aterrorizada, se limitó a negar con la cabeza.

—Muy bien, esperaremos.

¿De verdad nos disponíamos a quedarnos en aquella habitación? Me acometieron unas terribles ganas de largarme. Sentía claustrofobia e incomodidad. Pero el subinspector parecía decidido a cumplir su amenaza. Lo miré, casi esperando indicaciones, y vi cómo se sentaba frente a la chica con toda calma. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Busqué un acomodo que me permitiera soportar la situación sin perder el poco temple que me quedaba. Coloqué una silla junto a la ventana y observé la calle. Era una jornada tranquila para el resto de la gente. Los autobuses se detenían en las paradas y recogían a los viajeros. Un joven paseaba tres perros de raza pequeña. Se oía el griterío de niños en el patio de un colegio. Envidié a los ciudadanos normales que iban o volvían del trabajo, compraban en las tiendas, se reunían en un bar. Pero no tenía derecho a quejarme, para no hacer toda aquella clase de cosas cotidianas me había convertido en policía. Y había acabado sentada absurdamente en una casa oprimente frente a una joven en estado de pánico. Sufrí una extraña crisis de identidad, ¿quién era yo, qué hacía allí?, ¿quién era aquel hombre voluminoso empeñado en maltratar psicológicamente a una niña que podía ser su hija? Me adormecí, quizá para huir del horror, apoyé los brazos en la ventana, me dejé ir. La voz de la chica me despertó un rato más tarde. ¿Qué había dicho? Vi cómo Garzón la cacheaba, salía con ella, volvía un rato después.

—Ha ido al lavabo —me dijo.

—¿Hasta cuándo nos quedaremos aquí?

—Hasta que ese tipo aparezca.

—¿Y si no aparece?

—Aparecerá. De lo contrario, ella hubiera dicho algo, no hubiera soportado tenernos aquí indefinidamente. Además, estaba arreglada para salir.

—La que no sé si lo soportaré soy yo misma.

—Váyase, puedo hacerlo bien solo.

—Me quedaré.

—Vigílela ahora usted. Voy a echar una ojeada por el piso. No creo que encuentre nada pero...

La joven estaba ya a nuestra espalda, frágil y arrugada como un papel. Se sentó de nuevo y levantó los ojos hacia mí. Le alargué un cigarrillo y se lo encendí. Me sentía incapaz de hablar con ella. Entonces sonó el teléfono que había sobre una mesita auxiliar. Garzón corrió, precipitándose hacia la sala.

—¡No lo coja! —gritó.

Ella no había hecho indicación de moverse siquiera. Se mordió el labio.

—¡No lo coja! —volvió a chillar Garzón.

La chica, mansamente, empezó a llorar. Las lágrimas le caían por la cara, manando desde los ojos y la nariz.

—¿Puedo ir a buscar un pañuelo? —preguntó.

Garzón le hizo un gesto negativo. El teléfono enmudeció. Dos minutos más tarde, volvió a sonar de nuevo. Hasta tres veces se repitió la misma escena. Después no hubo más llamadas. Pensé que quizá no contestando estábamos alertando al asesino, pero debía confiar en Garzón, parecía muy seguro de lo que estaba haciendo. Ahora, la chica se limpiaba con el borde de la falda. Busqué en el bolso un pañuelo de papel y se lo tendí.

Y esperamos, esperamos, esperamos. Garzón tomó el mando de la televisión y cambió de canal. Escogió un programa de deporte en el que se mostraban fragmentos de partidos de fútbol. Se abstrajo por completo. Era increíble, de vez en cuando emitía pequeñas exclamaciones ante una jugada fallada, mugiditos de placer frente a un gol. ¿Lo hace de verdad o está disimulando?, pensé inocentemente, hasta que en una ocasión subió el tono de voz y me dijo como si estuviéramos en La Jarra de Oro:

—¡Ya lo creo que ha sido penalti! ¿Lo ha visto usted, inspectora?

Lo hubiera asesinado allí mismo, pero me limité a soltarle una mirada reprobatoria, ya que la situación estaba en sus manos y había testigos.

Pasó más de una hora. Garzón se había servido una cerveza de la nevera y yo creí que iba a enloquecer, pero entonces se oyó una llave en la puerta. La joven irguió la espalda, los ojos se le salían de las cuencas. Oímos abrirse la puerta de la entrada, pero no se volvió a cerrar, una voz de hombre dijo:

—¿Patricia, Patricia, estás ahí?

Cuando pude reaccionar comprobé que Garzón le había puesto una pistola en la cara a la chica y le dijo en voz baja:

—Contesta, contesta con calma.

La chica se esforzaba pero de su garganta parecía no poder salir ni una palabra. El subinspector le hincó el arma en la mejilla.

—¡Contesta, hija de puta!

Emitió un «¡Hola!» espantado y siniestro. Nadie contestó, nadie entró. Garzón se precipitó hacia fuera. Empezó a gritar:

—¡Deténgase, policía, deténgase!

Corrí tras él. Descendía a toda prisa por las escaleras, sin dejar de dar el alto a una sombra que huía y que yo no podía distinguir. Se oyó un disparo. Me agaché y miré por los barrotes del pasamanos, pero el automatismo de la luz saltó y quedó todo a oscuras.

—¡Garzón! —grité—. ¡Garzón!

No hubo respuesta. Blasfemando entre dientes volví tras mis pasos y entré en la casa. Volé hacia la ventana y la abrí. Disparé al aire. Inmediatamente los policías del coche salieron y corrieron hacia la entrada. Paré un instante mi loca carrera, respiré hondo. La chica estaba sentada en el suelo, se tapaba la cara con las manos y lloraba.

Intentando conservar cierta calma bajé por la escalera. En el segundo descansillo estaba Garzón, en el suelo, encorvado sobre su estómago. Me arrodillé a su lado.

—Fermín, ¿qué le pasa?, ¿le ha dado? Levantó la cara, sudorosa y dolorida.

—No se asuste, inspectora, es en el brazo. No se asuste.

Se habían abierto algunas puertas. Una vieja gritaba como un loro:

—¿Quién hay? ¿Qué pasa ahí?

Desde abajo sonó fuerte la voz de uno de nuestros agentes:

—¡Lo tenemos, inspectora, lo tenemos!

Me senté junto a mi compañero. Hubiera matado por un cigarrillo.

—¿Por qué no se callan todos de una puta vez? —murmuré. Y, contra todo pronóstico y lógica, Garzón se echó a reír.

9

Agustín Orensal. No quise interrogarlo yo misma. Olía a muerte como un zorro después de cazar. Un profesional, un auténtico profesional. Lo negó todo, pero llevaba encima la semiautomática con la que se cometieron los crímenes, había empleado la misma munición. No hacían falta más pruebas. Al parecer, podía formar parte de un grupo organizado de sicarios, pero no quería hablar.

Garzón, con el brazo en cabestrillo, sí asistió a los interrogatorios, junto a dos inspectores de Madrid. Debieron de ser muy duros. Al tercer día cantó: Nogales le había contratado para matar a Ernesto Valdés. Al confidente se lo cargó él por propia iniciativa. Había cometido la equivocación de hablar con él durante una borrachera. Le contó que se había cargado a Ernesto Valdés y que Valdés conocía a Rosario Campos. Sin duda, Higinio Fuentes pretendía vendernos esa doble información a mí y a Moliner y cobrarnos por separado. La intuición de Moliner fue certera.

Alguien había informado a Orensal de que la mujer de Higinio Fuentes había hablado conmigo. Tuvo que actuar. En su profesión no podían permitirse indiscreciones y él había cometido una. Era un fallo que debía reparar. Juraba no haber tenido nada que ver con las muertes de Rosario Campos ni de Marta Merchán. Los compañeros habían sido incapaces de sacarlo de ahí.

—¿No tiene curiosidad por hablar con él? —me preguntó el subinspector.

—Ni la más mínima.

—Van a seguir interrogándolo para ver si le sacan algo más, aparte de los nombres de la presunta red.

—¿Le han pegado?

Garzón me mostró su aparatosa venda.

—Yo soy un mutilado, a mí no me mire.

—¿Y la chica que encontramos en el piso?

—Vivían juntos, es una putilla juvenil.

—¿Sabe ella algo?

—Sólo ha hablado con el juez. Supongo que estaría al tanto de las actividades de su amado, pero poco más.

—Se llevan mucha edad.

—El amor es ciego, Petra.

—Eso dicen. ¿Qué pasará ahora con ella?

Garzón se volvió abiertamente hacia mí, empezó a cabecear con cara de pitorreo.

—Es usted cojonuda, inspectora, con el debido respeto. Me pega un tiro que hubiera podido enviarme al otro mundo un tipo que ni siquiera sabemos aún a cuánta gente se ha cepillado, y ¿qué hace usted? Se interesa por si han golpeado al agresor, teme por el futuro de su amante... ¡Petra, debería haberse hecho asistente social, o incluso monja!

—No me joda, Fermín. Usted sabe que, en el fondo, no tengo sentimientos.

Se quedó muy parado, luego rió:

—Lo malo es que igual habla en serio.

No sé si hablaba en serio o no, pero es cierto que nunca me ha gustado maltratar al animal capturado, quizá porque todos lo somos un poco, y es terrible saber que no podemos escapar. No haría lo mismo con Nogales, a él pensaba estrujarlo como a una bayeta hinchada de agua sucia. Sólo teníamos pruebas para inculpar al matón de dos muertes, las que había confesado. De modo que alguien más había cedido a la tentación absurda de matar.

—¿Cómo contactó Nogales con él?

—Uno de los periodistas de investigación de
El Universal
sabía cómo hacerlo.

—Informe de eso al juez por si es delito.

—Invocarán el secreto profesional.

—Ya no es problema nuestro, pero hágalo.

—Sé que soy un poco insistente, pero yo creo que debería interrogar también usted al sicario.

—¿Sabré hacerlo mejor que tres fornidos policías que se han dedicado a hostiarlo?

—Decir eso es exagerar.

Mi mente y mi voluntad se decantaban hacia otro lado, lo teníamos todo listo para cargar contra el principal sospechoso: órdenes judiciales, estudios de balística, declaraciones firmadas... y ahí sí picaba como una víbora mi curiosidad: quería interrogarle yo antes de que fuera formalmente acusado por el juez. Tenía derecho a hacerlo, faltaban dos muertes por clarificar: la primera y la última, como en un caprichoso juego ideado para pasar las tardes de domingo.

Hice que lo trajeran a comisaría. El pelmazo de su abogado vino acompañándolo. Yo ya no tenía ninguna prisa, estaba tranquila, podía dedicarme a ponerlo nervioso, todo mi tiempo estaría destinado a que completara una declaración que presentaba lagunas tan profundas como para contener dos cadáveres.

Había hablado largamente por teléfono con Moliner y me encontraba informada de la situación en Barcelona. Raquel Valdés no reveló más datos que pudieran interesarnos. Mi compañero estaba convencido de que no sabía todos los detalles de la vida de su madre, pero conocía a Nogales, lo conocía y lo apreciaba. Él había pasado fines de semana en su casa, charlaban a veces por teléfono... en una ocasión, ella viajó a Madrid, donde los tres lo pasaron bien visitando lugares turísticos. Saber eso era importante para mí antes de entrar en la sala de interrogatorios. Tenía abundantes informaciones y el convencimiento de que no tardaría en hallar la verdad.

Al entrar, descubrí enseguida el rostro de Nogales. Unos días de estancia en la cárcel de preventivos habían hecho mella en sus facciones, pero seguía pareciendo un ciudadano distinguido que acude a una cita. Achicó un poco los ojos tras sus gafas: descubrí en él curiosidad al volver a verme. No estaba alterado, no estaba hundido, no parecía triste. Una indiferencia grave y altiva se había instalado en él. Se permitió una levísima sonrisa desencantada. El abogado saltó instantáneamente sobre mi pobre cerebro dolorido de tanto pensar.

—Inspectora. Mi cliente no ha sido informado de...

Garzón estaba cerrando la puerta. Atajé con una mano el discurso del letrado. Me senté. En voz completamente relajada le dije:

—Abogado, tiene usted derecho a estar presente en este interrogatorio, también a indicarle a su cliente, con toda brevedad, lo que considera que el Derecho le exime de contestar. Todo eso usted lo sabe bien; lo que quizá no sepa es que a la primera interrupción que yo considere injustificada, a la primera frase innecesaria, pienso echarlo de aquí y no volverá a entrar. Entonces puede usted ir a protestar frente a un juez, llamar a los periodistas o mentar a la madre que me parió; pero le aseguro que lo haré, como me llamo Petra Delicado que lo haré.

La sorpresa no dejaba que el odio saliera por sus ojos a plena intensidad. Abrió la boca de par en par y luego la contrajo en un rictus cabreado. Garzón estaba disfrutando con todas las células de su cuerpo, ni siquiera se molestó en disimular la sonrisa. Me dirigí a Nogales.

—Señor Nogales, voy a decirle todas las cosas que ya no puede negar a estas alturas. Después le preguntaré y usted contestará. Así de fácil.

—Inspectora, un momento. He sabido por mi abogado que han detenido a ese hombre, y que ha confesado, pero no sé cuál ha sido su confesión.

—¿Qué quiere saber?

—¿Por qué mató a Marta?

—Jura no haberlo hecho. Dice que hace tiempo que no sale de Madrid.

—¿Y...?

—Están comprobándolo, pero parece que es verdad.

—¿Cómo se justifica entonces que Marta muriera con la misma munición que Valdés y de la misma manera?

—No sé, ya se verá.

Subió el tono de voz.

—¿Es eso todo lo que hace la policía, decir ya se verá?

—Señor Nogales, quizá usted no se haya dado cuenta, pero quien pregunta aquí soy yo.

—Tengo derecho a saber...

El abogado intervino brevemente.

—Calla, Andrés, por favor.

Lo miré con sorna y dije:

—Muy bien, abogado, muy bien. Creo que todos vamos comprendiendo cuál es nuestro papel en esta habitación.

Mis maneras eran buenas, mi estado de ánimo también. Me sentía orgullosa por mi modo de comenzar aquella difícil sesión. Sin embargo, las cosas pronto se torcieron. No había calculado el impacto emocional que provocaría en Nogales la falta de noticias sobre la declaración del sicario. Perdió la tranquilidad, se levantó y empezó a dar cortos paseos. Hubiera debido imaginarlo, no sólo operaba en él la pérdida sentimental, sino el síndrome de la falta de poder. Nogales debía de saber habitualmente todo cuanto quería en cuestión de segundos. Le bastaba con llamar a cualquiera de los redactores a su despacho. Y ahora yo lo sometía a la presión de la ignorancia. De pronto se revolvió contra mí lleno de violencia:

—Inspectora Delicado, ya puede marcharse por donde ha venido. Acúseme de lo que le dé la gana, porque yo no hablaré. Usted está ocultándome datos de la investigación.

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