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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (19 page)

BOOK: Muertos de papel
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—No se canse, inspector Moliner, nunca la convencerá.

A continuación, puso cara de mártir resignado con su cruz y ambos intercambiaron una mirada llena de complicidad masculina.

—Las mujeres... —empezó a decir Moliner, pero yo le interrumpí enseguida.

—Las mujeres no somos una raza aparte, ni una categoría social, ni una estirpe maldita, querido Moliner. Simplemente hemos estado muy puteadas. Quizá eso nos ha generado ciertos resabios, pero la mayor parte de las veces los justifica la realidad.

—No me negarás al menos que tenéis una característica común.

—¿Cuál?

—Sois completamente imprevisibles.

Garzón se echó a reír. Le encantaba que alguien le quitara de las manos el testigo de la eterna batalla. Moliner subrayó su comentario sonriendo:

—Petra, Petra, dura como la piedra.

—Filosofal, ¿y sabes qué era la piedra filosofal?

—Reconozco que no.

Garzón soltó una imprevista carcajada.

—¿Ve?, ya lo ha jodido, inspector. Cuando menos lo esperas echa mano de algo cultural y te jode vivo.

Ahora parecía que le divirtiera una hipotética victoria mía en aquel absurdo pique dialéctico. Le palmeé la espalda a Moliner para que considerara todo aquello en su justa medida de juego.

—¿Qué les parece si nos vamos a dormir y dejamos de decir chorradas?

En el fondo Moliner era buen tipo porque lejos de haberse mosqueado de verdad, respondió:

—Es lo único sensato que se ha dicho esta noche aquí.

El hotel se encontraba justo al lado, de modo que no fue necesario caminar.

En cuanto entramos en recepción la vi. Estaba sentada en unos sillones, leyendo una revista como si tal cosa. ¿Era ella en verdad?

—¡Amanda! —solté sin poder reprimir mi sorpresa.

Moliner se quedó de una pieza, era evidente que tampoco la esperaba. Farfulló un saludo impreciso. El único que supo reaccionar fue Garzón. Se encaminó hacia ella y le dio la mano.

—¿Ha decidido sumarse al grupo? —le dijo cordialmente.

—Mi hermana me dijo que estarían en este hotel; de modo que he tomado una habitación. Me apetecía pasar unos días en Madrid.

—Pero... estamos trabajando —dije como toda bienvenida.

—Ya lo sé, y no pienso molestaros. Yo también tengo cosas que hacer.

Moliner permanecía a mi lado, quieto y callado como un pasmarote. Amanda, que estaba mirándome con desafío, metamorfoseó la mirada hacia la dulzura y empezó a dirigirse a él:

—¿Qué tal estás, tienes tiempo para tomar una copa?

Mi colega se debatía a mi lado sin saber qué actitud tomar. Me miraba como pidiéndome permiso, sonreía como un párvulo. Decidí acabar con aquella violenta situación. Cogí a Garzón del brazo y dije:

—El subinspector y yo nos vamos a dormir, ha sido un día pesado. Amanda, llámame mañana si quieres que comamos juntas, quizá pueda arreglarlo.

—Veremos. De momento, no te preocupes por mí.

En el ascensor, Garzón sonreía en silencio como un asceta poseedor de la verdad. Cometí el grave error de no callarme yo también.

—¿Por qué sonríe de ese modo?

—Pensaba que el inspector Moliner llevaba razón sobre el asunto de la imprevisibilidad de las mujeres.

Me cabreé.

—¡Subinspector, creí que habíamos acordado algo sobre los comentarios personales!

—¿Era eso un comentario personal?

—No se haga el tonto conmigo.

—¿Ve, inspectora?, no es justo. Pase lo que pase, siempre he de cargármelas yo.

—Buenas noches —le dije secamente—. Mañana le espero a las ocho en punto para desayunar.

Tiré el bolso sobre la cama. No sabía si estaba más enfadada por Garzón, por la presencia de mi hermana allí o por mi propia sarta de errores concatenados. ¡Cojonudo! Había creado una situación entre mi hermana y yo que no llevaba camino de corregirse sino todo lo contrario. Había discutido estúpidamente haciéndome la sabia con Moliner. Encima, el subinspector estaba en lo cierto, siempre se la cargaba sin comerlo ni beberlo. Pero es que el pobre tenía la cualidad del niño tonto que se acerca a tocar las narices del maestro cuando éste lleva todo el día aguantando y, claro, el grito que estaba dirigido para todos, acaba tragándoselo él.

Mal, mal, muy mal, me dije a mí misma. Uno se pregunta por la impresión que causa a los demás y empieza a hacer esfuerzos porque esa imagen sea buena. Ése era el primer error, todos los demás venían solos. Pero daba igual, todo daba igual. Sin duda se trataba de la influencia pasajera de aquel caso y todos sus oropeles. Por suerte tenía el presentimiento de que no tardaríamos mucho en resolverlo.

Fui al lavabo y mientras me desmaquillaba y lavaba los dientes, no me miré ni una sola vez en el espejo. ¡Al carajo con la imagen! Era una resistencia pasiva un tanto infantil, pero lo mismo dijeron de Gandhi antes de que derrotara a los ingleses con su fuerza interna.

Sólo conseguí serenarme leyendo en la cama un ensayo sobre el proceso de la civilización occidental. Me dormí pensando en qué etapa primaria del mismo nos encontraríamos aún.

El teléfono me sobresaltó en pleno sueño. Miré el reloj. Las cinco de la mañana. Descolgué con el corazón batiéndome en el pecho.

—¿Inspectora Delicado? La llamo de recepción. Lamento molestarla a estas horas pero es que no sé qué hacer. Han llamado de una comisaría de Madrid preguntando por el inspector Moliner, dicen que es urgente y que no contesta en su móvil. Pero es que tampoco está en su habitación, por mucho que le llamo... Como sé que están en el mismo grupo, pensé que quizá usted sepa dónde localizarlo.

—Sí, gracias, lo sé. Páseme con la habitación de Amanda Delicado, por favor.

No más errores, no más errores, repetía, martilleando mi cabeza.

—¿Amanda?

—¡Pero, Petra! ¿Sabes qué hora es?

—Sí, lo siento. ¿Está ahí el inspector Moliner?

—¡Petra, te advierto que...!

—Es una cuestión urgente de servicio, pásamelo enseguida, por favor.

Tras una pausa oí la voz culpable y soñolienta de mi compañero.

—Moliner, ponte en contacto inmediatamente con la comisaría donde estés trabajando en Madrid. No podían localizarte y es urgente.

—Voy enseguida.

Volví a llamar a recepción.

—¿Conoce usted físicamente al inspector Moliner?

—Sí, le vi ayer, ¿lo recuerda?

—Bien, pues en cuanto lo vea pasar por ahí dígale que me espere, estoy a punto de bajar. Y si no le hace caso, llámeme usted mismo a mi habitación.

—Descuide, así lo haré —dijo algo desconcertado el recepcionista. Aún no era seguro que nuestros casos fueran el mismo, pero no pensaba perderme los primeros momentos de aquella urgencia.

Cuando llegamos a casa del ministro ya estaba el circo montado. Gente de la comisaría de Tetuán, un forense, un juez... El ministro, de nombre Jorge García Pacheco, yacía desmadejado sobre un sillón de su despacho, vistiendo un pijama de seda gris y una bata del mismo color y material. Según nos informaron enseguida, se había pegado un tiro en el paladar con su escopeta de caza. Había dejado una carta para su esposa y otra para el juez.

—Debí haberlo imaginado —dijo Moliner.

—No podías hacer más de lo que hiciste.

—Me equivoqué. Le puse vigilancia por si escapaba, hubiera debido detenerlo cautelarmente.

—Estamos empatados a muertos.

—¿Cómo?

—Tú dos y yo otros dos. Coronas se va a poner muy contento.

—Me lo imagino. Lo malo es que habrá que esperar hasta que el juez abra la carta. Según lo que haya escrito en ella, quizá no haga falta nada más.

—¿Dónde está su mujer?

—En el salón, con los hijos.

—¿La han interrogado ya?

—Me esperaban a mí. Habrá que hablar con ella de momento, aunque sin conocer los hechos no sé qué voy a exponerle ni a comentarle. Acompáñame, Petra, será mejor que vayamos los dos.

Entramos en el amplio y sobrio salón. La imagen que vi me impresionó vivamente. En la esquina que formaban una butaca y un sofá había un grupo humano colocado como para posar en un retrato. No se movieron al vernos. En el centro destacaba una mujer de unos cincuenta y tantos. A su alrededor seis jóvenes, chicos y chicas de edades descendentes. No lloraban, no mostraban expresión, sólo seriedad. El hieratismo y la posición que habían adoptado era lo que causaba la impresión extraña de que se habían preparado para la inmortalidad.

—Buenos días a todos —dijo cortésmente mi compañero—. Somos los inspectores Delicado y Moliner, de Barcelona, y ante todo queremos presentarles nuestras condolencias por la pérdida.

—Gracias —contestó la mujer sin rastro de emotividad, y añadió con una voz clara y dura—: Éstos son todos mis hijos, a excepción del mayor que está casado y al cual aún no se ha podido avisar. Me gustaría que, si no tiene nada que preguntarles, abandonaran la habitación durante nuestra charla.

Moliner asintió, y todos aquellos chicos rubios, que tenían un idéntico aire de familia, salieron ordenadamente por la puerta conteniendo a la perfección los sentimientos que sin duda debían experimentar tras la trágica muerte de su padre. Cuando estuvimos a solas, la señora García preguntó con sequedad.

—¿Puedo saber qué hacen aquí si pertenecen a una comisaría de Barcelona?

Moliner me miró, tomé la palabra:

—Verá, señora, es posible que este caso esté relacionado con uno sucedido en Barcelona y del que nosotros nos ocupamos.

—No sé a qué caso se refiere.

—Su esposo...

—Mi esposo ha sufrido un triste accidente mientras limpiaba la escopeta.

—Al parecer se ha suicidado —dijo Moliner.

La mujer se puso roja como la grana.

—¡No vuelva a decir eso en mi casa nunca más, ni en la calle tampoco!, ¿entendido? Somos una familia religiosa y de orden y vamos a seguir siéndolo.

Intervine enseguida viendo que Moliner podía explotar:

—Ha quedado muy claro, señora. Para todo el que quiera saberlo, su esposo no se suicidó.

Volvió a su inexpresiva normalidad.

—Hay una carta que ha dejado para usted, ¿podemos saber qué dice?

—No.

—Quizá sea necesario que nos la enseñe.

—Tendrá que ordenarlo un juez.

—Señora... —dijo Moliner—. ¿Sabía usted que su esposo tenía una joven amante en Barcelona y que la asesinaron tan sólo hace unos días?

—No contestaré a nada, y menos si es ofensivo.

Entró sin llamar un hombre de unos treinta y cinco, con el aspecto rubio y desvaído de la familia, y se precipitó hacia la mujer.

—No digas nada, mamá. El abogado viene hacia aquí. La policía no tiene ningún derecho a interrogarte.

Lo miré del modo más despreciativo que figuraba en mis registros y dejé que mi voz sonara llena de cinismo.

—Puede estar bien tranquilo. Su madre conoce perfectamente los derechos que la asisten. De cualquier manera, ya nos ha quedado todo muy claro: su padre no se suicidó y no tenía una amante en Barcelona a la que han asesinado.

Moliner me tocó en el brazo y salimos sin despedirnos.

—Sólo les importa que todo quede en orden —comentó yendo hacia la salida.

—Defienden lo que queda.

Garzón nos esperaba con los ojos como platos. Ya se había informado de todo, pero esperaba de nosotros una última palabra de clarificación que no pudimos darle.

—Esto parece que está liquidado —aventuró.

—Yo creo que lo más probable es que la carta del tipo contenga una confesión general diciendo que él ordenó los asesinatos —respondió Moliner.

Lamentaba no compartir para nada sus certidumbres. ¿Se suicida un tipo que ha tenido la sangre fría de contratar a un asesino profesional para liquidar a su amante? ¿No sería más lógico que intentara escaparse? Puede que me fallara la psicología aplicada, y contratar a un sicario fuera una manera suave de asesinar, algo de lo que no acababas de tomar conciencia exacta, como si realmente el crimen lo hubiera cometido otra persona. Pronto lo sabríamos, el juez nos citó a las cuatro de la tarde en el juzgado número diez.

Moliner se largó a comer con mi hermana mientras Garzón y yo tomamos cualquier cosa en un bar. Sólo intercambiamos dos o tres comentarios, y esta vez no porque mediara enfado o mosqueo alguno sino porque nuestras mentes especulaban en solitario a todo tren.

Sentados los tres frente al juez, parecíamos una familia expectante y recelosa esperando conocer el testamento del patriarca. Al juez no le importaba demasiado lo que se disponía a leer; de modo que imprimió a toda la ceremonia un carácter funcionarial que no consiguió despejar nuestra tensión. Después de hacer dos o tres interminables comentarios sobre las delicias ciudadanas de Barcelona, y de nombrarnos por si los conocíamos a todos los jueces con los que allí tenía amistad, abrió la carta del difunto ministro. Efectuó un carraspeo tradicional y leyó con un sonsonete legaloide.

Señor juez:

En pleno disfrute de mis facultades mentales y con plena conciencia de lo que hago me dispongo a poner fin a mi vida hoy, día veinte de los corrientes a las tres de la madrugada en el despacho de mi domicilio, utilizando para ello mi escopeta cuya licencia figura a mi nombre en el registro.

Deseo pues hacer constar que no debe culparse a nadie de mi muerte.

El motivo que me lleva a tomar tan execrable decisión no es otro que el sufrimiento en el que me encuentro y al que no veo más salida que la muerte.

He pecado. Cometí el error imperdonable de apartarme de los sagrados vínculos del matrimonio y enamorarme de Rosario Campos, una joven barcelonesa a la que creí pura e inocente. Sin embargo, esta mujer, sin duda dirigida por otros, intentó chantajearme con amenazas de que contaría nuestra historia amorosa a los medios de comunicación. Me encontraba meditando sobre qué hacer, y me hallaba ya dispuesto a no ceder ante sus presiones aunque estallara el escándalo, cuando alguien asesinó a Rosario, supongo que alguno de sus cómplices, por razones que desconozco.

Desde entonces vivo en la desazón de que alguien vuelva a amenazarme surgiendo de las sombras. Tampoco soporto la duda de pensar si fui responsable indirecto de la muerte de Rosario.

Todo esto es demasiado para mí y no tengo fuerzas para confesar la verdad a mi esposa o a la policía. En el cargo que ocupo, el escándalo sería excesivo.

Otro pecado, el de quitarme la vida que el Creador me dio, será ya el último que cometa. Él me juzgará y, quizá en su misericordia infinita, decida perdonarme. Mientras tanto, el oprobio no caerá sobre mi familia y no les causaré sufrimientos.

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