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Authors: Charlaine Harris

Muerto y enterrado (14 page)

—¿Qué le hemos regalado?

—Llamé a mi padre y conseguí una tarjeta regalo para comprar muebles de su almacén.

—Eh, buena idea. ¿Qué te debo?

—Ni un centavo. Insistió en invitarnos.

Al menos, el feliz incidente se llevó la peor parte de mi enfado generalizado. Además, me sentía más cómoda a solas con Amelia, ahora que ya no arrastraba el vago resentimiento hacia ella por haber traído a Octavia a mi casa. Nos sentamos en la cocina y charlamos durante una hora antes de que cambiase el tema, a pesar de estar demasiado cansada para relatar lo que había venido ocurriendo últimamente. Nos acostamos en medio de un pico de amistad que no habíamos conocido en semanas.

Mientras me preparaba para meterme en la cama, me dio por pensar en nuestro práctico regalo a Octavia, lo cual me recordó la tarjeta que Bobby Burnham me había entregado. Saqué el sobre del bolso y lo abrí con la lima de uñas. Extraje la tarjeta de su interior. Contenía una foto que no había visto nunca, claramente tomada durante la sesión donde Eric había posado para el calendario que luego podría comprarse en la tienda de recuerdos de Fangtasia. En la sesión de posado, Eric (Míster Enero) estaba de pie junto a una enorme cama toda de blanco. El fondo era gris, con brillantes copos de nieve colgados por doquier. Eric tenía un pie en el suelo y la otra rodilla doblada sobre la cama. Sostenía una túnica de piel blanca en una extraña posición. En la foto que me había dado, Eric guardaba más o menos la misma pose, pero con una mano extendida hacia la cámara, como si invitase al espectador a unirse con él en el lecho. Y la piel blanca no lo cubría precisamente todo. «Espero a la noche en que te unas a mí», había escrito en la tarjeta con su seca letra.

¿Algo cutre? Sí. ¿Que invitaba a tragar saliva? No sabéis cuánto. Pude sentir, casi literalmente, cómo se me calentaba la sangre. Lamenté haber abierto el sobre justo antes de meterme en la cama. Definitivamente, me llevó un buen rato quedarme dormida.

Fue curioso no sentir a Octavia merodeando por la casa al despertarme la mañana siguiente. Se había desvanecido de mi vida tan rápidamente como había entrado en ella. Esperaba que, en alguno de sus momentos a solas, Octavia y Amelia hubiesen hablado acerca del estatus de ésta en lo que quedaba de la asamblea de brujas de Nueva Orleans. Era difícil de creer que Amelia fuese capaz de convertir a un hombre en gato (durante la consumación de una aventura sexual muy atrevida), pensé, mientras observaba cómo mi compañera de casa salía apresuradamente por la puerta de atrás de camino a la agencia aseguradora. Amelia, vestida con pantalones azul marino y un jersey a juego, parecía una Girl Scout dispuesta a vender galletas para sacar fondos. Cuando la puerta se cerró tras ella, lancé un hondo suspiro. Era la primera mañana que pasaba a solas en casa desde hacía siglos.

La soledad no duró mucho. Estaba tomándome la segunda taza de café y comiendo una galleta tostada cuando Andy Bellefleur y el agente especial Lattesta aparecieron frente a la puerta. Me puse a toda prisa unos vaqueros y una camiseta para abrir.

—Andy, agente especial Lattesta —dije—. Adelante. —Les hice un gesto para que pasaran a la cocina. No pensaba permitir que su visita me alejara de mi cafetera—. ¿Una taza de café? —les pregunté, pero ambos negaron con la cabeza.

—Sookie —dijo Andy con el gesto serio—, estamos aquí por lo de Crystal.

—Claro. —Mordí la galleta, la mastiqué y la tragué. Me pregunté si Lattesta estaba a dieta o algo. Seguía cada uno de mis movimientos. Me zambullí en su mente. No le agradaba que no llevara sujetador porque mis pechos lo distraían. Le parecía demasiado curvilínea para su gusto. Decidió que sería mejor dejar de pensar en mí desde esa perspectiva. Echaba de menos a su esposa—. Ya supuse que tendría prioridad sobre lo otro —dije, forzando mi atención de vuelta a Andy.

No estaba segura de cuánto sabía Andy (cuánto habría compartido Lattesta con él) acerca de lo ocurrido en Rhodes, pero Andy asintió.

—Creemos —dijo, después de pasear la mirada entre Lattesta y yo— que Crystal murió hace tres noches, en algún momento entre la una y las tres o cuatro de la madrugada.

—Claro —afirmé de nuevo.

—¿Lo sabía? —Lattesta estaba justo donde hacía falta, como un perro de caza.

—Es razonable. Siempre hay alguien por el bar hasta la una o las dos. Y más tarde viene Terry para limpiar el suelo, entre las seis y las ocho de la mañana. Terry no pensaba ir tan temprano ese día porque había estado atendiendo la barra y necesitaba dormir hasta más tarde, pero la mayoría de la gente no se daría cuenta de eso, ¿verdad?

—Verdad —dijo Andy al cabo de una pausa apreciable.

—Bien —afirmé, satisfecha de haberlo dejado claro, y me puse otra taza de café.

—¿Conoces bien a Tray Dawson? —preguntó Andy.

Ésa era una pregunta con trampa. Y la respuesta más ajustada era «no tanto como crees». Una vez me habían pillado con él en un callejón y estaba desnudo, pero no era lo que la gente pensaba (sabía que había dado mucho que pensar).

—Está saliendo con Amelia —dije, consciente de que era lo más seguro que podía decir—. Es mi compañera de casa —le recordé a Lattesta, que parecía algo despistado—. Se la presenté hace un par de días. Ahora está en el trabajo. Y, por supuesto, Tray es un licántropo.

Lattesta parpadeó. Le llevaría un tiempo acostumbrarse a que la gente dijera cosas así sin variar la expresión. La de Andy no cambió en absoluto.

—Vale —dijo Andy—. ¿Estaba Amelia con Tray la noche en que murió Crystal?

—No me acuerdo, habría que preguntárselo a ella.

—Eso haremos. ¿Te ha contado Tray alguna vez algo sobre tu cuñada?

—No recuerdo nada, la verdad. Sé que se conocían, al menos de vista, ya que ambos eran cambiantes.

—¿Cuánto hace que sabes de la existencia de los… licántropos? Y los demás cambiantes —preguntó Andy, como si no pudiese resistirse a la tentación.

—Hace bastante, ya —dije—. Sam fue el primero, y luego vinieron otros.

—¿Y no se lo comentaste a nadie? —preguntó Andy, incrédulo.

—Por supuesto que no —dije—. La gente piensa que ya soy bastante rarita yo sola. Además, no me correspondía hablar de un secreto que no era mío. —Era mi turno de lanzarle una mirada—. Andy, tú también lo sabías. —Tras aquella noche en el callejón, cuando nos atacó alguien que odiaba a los cambiantes, Andy al menos había oído a Tray en su forma animal y luego lo había visto completamente desnudo. Cualquiera que pudiese atar cabos sabría que se trataba de un licántropo.

Andy escondió la mirada en un bloc de notas que se había sacado del bolsillo. No escribió nada. Respiró hondo.

—Entonces, esa vez que vi a Tray en el callejón, ¿acababa de volver a su forma humana? Me alegro, la verdad. Jamás pensé que serías de esas mujeres que mantendrían relaciones sexuales con un hombre a quien apenas conocía. —Eso me sorprendió; siempre pensé que Andy se creía casi todo lo que se contaba de mí—. ¿Qué me dices de ese perro de caza que estaba contigo?

—Ése era Sam —respondí, levantándome para lavar la taza de café.

—Pero en el bar se transformó en un collie.

—Los collies son agradables —dije—. Pensaba que caería mejor a más gente. Es su forma animal habitual.

Lattesta tenía los ojos abiertos como platos. Era un tipo demasiado rígido.

—Volvamos al tema —dijo.

—La coartada de tu hermano parece sostenerse —explicó Andy—. Hemos hablado con Jason dos o tres veces, y dos con Michele, e insiste en que estuvo con él todo el tiempo. Nos ha contado todo lo que pasó esa noche al detalle. —Esbozó media sonrisa—. Demasiados detalles.

Así era Michele. Directa y descarada. Su madre era igual. Un verano, fui de vacaciones a una escuela bíblica, cuando la señora Schubert enseñaba a mi promoción. «Di la verdad y humilla al diablo», nos solía aconsejar. Michele se lo tomó al pie de la letra, aunque puede que no de la forma que pretendía su madre.

—Me alegro de que la creas —dije.

—También hemos hablado con Calvin —Andy se apoyó sobre sus codos—. Nos habló de Dove y Crystal. Según él, Jason estaba al corriente de todo.

—Es verdad —apreté la boca. No pensaba decir nada más acerca del incidente si podía evitarlo.

—Y hablamos con Dove.

—Claro.

—Dove Beck —dijo Lattesta, ojeando sus propias notas—. Veintiséis años, casado, dos hijos.

Dado que sabía todo eso, no añadí nada más.

—Su primo Alcee insistió en estar presente cuando nos entrevistamos con él —prosiguió Lattesta—. Dove afirma que estuvo en casa toda esa noche, y su mujer lo corrobora.

—No creo que Dove lo hiciera —dije, y ambos parecieron sorprenderse.

—Pero si tú nos diste la pista de que ella y Dove tenían una aventura —dijo Andy.

Me sonrojé de pura sofoquina.

—Lamento haberlo hecho. Es que no soportaba que todo el mundo mirase a Jason dando por hecho que había sido él cuando yo sabía que no. No creo que Dove asesinara a Crystal. No creo que le importase ella tanto como para hacerle eso.

—Pero quizá ella acabase con el matrimonio de Dove.

—Aun así, él no haría eso. Dove se enfadaría consigo mismo, no con ella. Y estaba embarazada. Dove no mataría a una embarazada.

—¿Cómo estás tan segura?

«Porque puedo leer su mente y ver su inocencia», pensé. Pero los que habían revelado su condición eran los vampiros y los cambiantes, no yo. Yo apenas podía catalogarme como criatura sobrenatural. Sólo era una variante humana.

—No creo que Dove sea así —respondí—. No lo veo así.

—¿Y deberíamos aceptar eso como una prueba? —intervino Lattesta.

—Haga lo que quiera —corté por lo sano, evitando que siguiera por donde quería—. Si se me pregunta, yo respondo.

—¿Entonces, no cree que sea un crimen pasional?

Me tocó a mí esconder la mirada en la mesa. No tenía un bloc de notas que garabatear, pero quería meditar lo que iba a decir.

—Sí —afirmé finalmente—. Creo que fue un crimen pasional. Pero no sé si era por razones personales, porque Crystal fuese una zorra… o por razones raciales, es decir, porque fuera una mujer pantera. —Me encogí de hombros—. Si oigo algo, lo contaré. Quiero que se resuelva ya.

—¿Oír algo? ¿En el bar? —La expresión de Lattesta era ávida. Por fin, un humano me veía como algo valioso. Era una pena que estuviese casado y que me considerase una loca.

—Sí —contesté—. Puede que oiga algo por el bar.

Poco después, se marcharon, y yo me alegré. Era mi día libre. Sentía que tenía que hacer algo especial para celebrar que había atravesado unos momentos muy difíciles, pero no se me ocurría nada. Puse el Canal Meteorológico y vi que las máximas para el día rondarían los quince grados. Decidí que el invierno se había terminado oficialmente, a pesar de que aún fuese enero. Volvería a hacer frío, pero estaba dispuesta a disfrutar del día.

Saqué mi vieja tumbona del cobertizo y la puse en el patio trasero. Me recogí el pelo en un moño para que no me cayera sobre los hombros y me puse el bikini más diminuto que pude encontrar, que era de un llamativo naranja y turquesa. Me embadurné en loción bronceadora. Cogí la radio, el libro que estaba leyendo y una toalla y regresé al patio. Sí, hacía frío. Sí, se me ponía la piel de gallina cada vez que soplaba la brisa. Pero siempre me habían encantado los días así, los primeros en los que me echaba a tomar el sol. Pensaba disfrutarlo. Lo necesitaba.

Cada año repasaba todas las razones por las que no debería tomar el sol. Cada año sumaba mis virtudes: no bebía, no fumaba y apenas practicaba el sexo, aunque estaba dispuesta a cambiar eso. Pero adoraba el sol, y ese día brillaba con fuerza en el cielo. Tarde o temprano pagaría por ello, pero seguía siendo mi debilidad. Me pregunté si mi sangre de hada me ayudaría a prevenir un posible cáncer de piel. No: mi tía Linda había muerto de cáncer, y ella tenía más sangre de hada que yo. Vaya…, maldita sea.

Me tumbé de espaldas, con los ojos cerrados, y manteniendo a raya el resplandor del sol con unas gafas oscuras. Suspiré de felicidad, omitiendo el hecho de que hacía un poco de frío. Me cuidé de no pensar en demasiadas cosas: Crystal, las misteriosas hadas malignas, el FBI… Al cabo de quince minutos, me tumbé sobre el estómago mientras escuchaba la cadena de música country de Shreveport, cantando de vez en cuando, ya que no había nadie allí para escucharme. Tengo una voz horrible.

—¿Quéestáshaciendo? —dijo una voz cerca de mi oreja.

Nunca había levitado antes, pero creo que eso fue lo que pasó cuando di un brinco de casi quince centímetros sobre la tumbona. Tampoco puede evitar emitir una especie de graznido.

—Dios mío de mi vida —resollé al percatarme de que se trataba de Diantha, la sobrina medio demonio del abogado semidemonio, también conocido como el señor Cataliades—. Diantha, me has dado un susto de muerte.

Diantha se rió entre dientes, meneando su cuerpo delgado y plano arriba y abajo. Estaba sentada sobre el suelo con las piernas cruzadas. Lucía unos pantalones cortos de licra roja y una camiseta estampada negra y verde. Unas Converse rojas con calcetines amarillos completaban el conjunto. Tenía una nueva cicatriz, larga, roja y arrugada, que le recorría la pantorrilla izquierda.

—Una explosión —dijo al darse cuenta de que se la estaba mirando. También había cambiado el color de su pelo; ahora era de un brillante platino. Pero la cicatriz se bastaba por sí sola para llamar mi atención.

—¿Estás bien? —pregunté. No costaba ser concisa con Diantha, ya que su conversación parecía sacada de un telegrama.

—Mejor —dijo, bajando la vista a la cicatriz. Entonces, sus extraños ojos verdes se encontraron con los míos—. Me manda mi tío. —Era el preludio del mensaje que había venido a darme, deduje, ya que lo dijo lenta y claramente.

—¿Qué quiere decirme tu tío? —Aún estaba tumbada sobre el estómago, así que me apoyé sobre los codos. Mi respiración había vuelto a la normalidad.

—Dice que las hadas se están moviendo por este mundo. Dice que tengas cuidado. Dice que te llevarán con ellas si pueden, y te harán daño. —Diantha me guiñó un ojo.

—¿Por qué? —pregunté, notando cómo el placer del sol se evaporaba como si nunca hubiese existido. Lancé una nerviosa mirada alrededor del patio.

—Tu bisabuelo tiene muchos enemigos —dijo Diantha, lenta y cuidadosamente.

—¿Y sabes por qué tiene tantos?

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