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Authors: Charlaine Harris

Muerto y enterrado (11 page)

—Quiere protegerte manteniéndote a su lado, ahora que sabe de lo que eres capaz. Quiere aprovechar todas las ventajas que le procuraría tenerte frente a mí.

—Menuda gratitud. Tenía que haber dejado que Sigebert acabara con él. —Cerré los ojos—. Maldita sea, es que no levanto cabeza.

—Ahora no puede tenerte —dijo Eric—. Estamos casados.

—Pero, Eric… —Se me ocurrieron tantas objeciones a ese arreglo que ni siquiera supe por dónde empezar. Me había prometido no discutir por aquello esa noche, pero el asunto era tan ineludible como un gorila de una tonelada. No podía fingir que no estaba—. ¿Y qué pasa si conozco a otra persona? ¿Qué pasa si tú…? Eh, ¿cuáles son las reglas básicas de estar oficialmente casados? Dímelo.

—Esta noche estás demasiado alterada y cansada para mantener una conversación racional —dijo Eric.

Se echó la melena tras los hombros y se oyó cómo una mujer de una mesa cercana exclamaba de admiración.

—Comprende que ahora él no puede ponerte una mano encima, que nadie puede a menos que me lo pidan antes. Bajo pena de muerte. Y es ahí donde mi inmisericordia estará al servicio de ambos.

Respiré hondo.

—Vale, tienes razón. Pero aquí no acaba el tema. Quiero saberlo todo sobre nuestra nueva situación, y quiero saber que puedo salir de esto si no lo soporto.

Sus ojos parecían tan azules como un despejado cielo de otoño, e igual de puros.

—Lo sabrás todo cuando quieras saberlo —dijo.

—¿Sabe algo el nuevo rey acerca de mi bisabuelo?

La cara de Eric se petrificó.

—No soy capaz de predecir las reacciones de Felipe si lo descubre, mi amor. Bill y yo somos los únicos que lo sabemos por el momento. Y así debe seguir.

Extendió la mano para coger la mía de nuevo. Podía sentir cada músculo, cada hueso, a través de su fría piel. Era como hacer manitas con una estatua, una estatua preciosa. De nuevo, me sentí extrañamente tranquila durante unos minutos.

—Tengo que marcharme, Eric —dije, triste, aunque no por irme. Se inclinó hacia delante y me besó ligeramente sobre los labios. Cuando eché mi silla hacia atrás, él se levantó para acompañarme hasta la puerta. Sentía como las aspirantes me taladraban con miradas de envidia hasta la salida de Fangtasia. Pam estaba en su puesto y nos miró con una gélida sonrisa.

Para que la escena no se pasara de empalagosa, añadí:

—Eric, cuando vuelva en mí, regresaré para darte una soberana patada en el culo por ponerme en esta situación.

—Cielo, puedes patearme el culo cuando quieras —contestó, encantador y se volvió de regreso a su mesa.

Pam puso los ojos en blanco.

—Vaya dos —dijo.

—Eh, que esto no es porque yo lo quiera —me defendí, aunque no fuese del todo cierto. Pero era una buena salida, y me aproveché de ella para salir del bar.

Capítulo 7

A la mañana siguiente, Andy Bellefleur llamó para autorizar la reapertura.

Para cuando se quitó el precinto policial, Sam ya estaba en Bon Temps. Me alegré tanto de ver a mi jefe que los ojos se me humedecieron. Llevar el Merlotte’s había sido mucho más difícil de lo que habría imaginado. Había que tomar muchas decisiones cada día y que mantener contenta a un montón de gente: clientes, trabajadores, distribuidores, repartidores… El tipo que le llevaba los temas fiscales a Sam llamó y no pude responder a sus preguntas. Había que pagar la factura de los gastos en tres días, y yo no tenía poderes para firmar cheques. Había que depositar mucho dinero en el banco. Era casi día de paga.

A pesar de la tentación de soltarle todos esos problemas a Sam en cuanto entró por la puerta de atrás del bar, respiré hondo y le pregunté por su madre.

Después de abrazarme a medio gas, Sam se dejó caer sobre su crujiente silla, tras el escritorio. Giró sobre sí mismo para mirarme de frente. Apoyó los pies sobre el borde del escritorio con un gesto de alivio.

—Habla, camina y está mejorando —dijo—. Por primera vez, no tenemos que inventarnos una historia para explicar por qué se cura tan rápido. La llevamos a casa esta mañana y ya está intentando hacer sus tareas. Ahora que mis hermanos se han acostumbrado a la idea, le están bombardeando con preguntas. Hasta parecen un poco celosos porque yo haya heredado el rasgo familiar.

Sentí la tentación de preguntarle por la situación legal de su padrastro, pero Sam parecía muy ansioso por volver a su rutina normal. Aguardé un instante para ver si sacaba el tema. No lo hizo. En vez de ello, me preguntó por las facturas. Con un suspiro de alivio, le puse al día de las cosas que requerían su atención. Le había dejado una nota en el escritorio con mi mejor letra.

El primer asunto de la lista era el hecho de que había contratado a Tanya y a Amelia para suplir la salida de Arlene por las noches.

Sam lo miró con tristeza y dijo:

—Arlene ha trabajado para mí desde que compré el bar. Será muy extraño no tenerla por aquí. En estos últimos meses no ha dejado de dar la tabarra, pero tenía la esperanza de que volvería a ser ella misma tarde o temprano. ¿Crees que se lo pensará?

—Es posible, ahora que has regresado —dije, aunque albergaba serias dudas al respecto—. Pero se ha vuelto muy intolerante. No creo que pueda trabajar para un cambiante. Lo siento, Sam.

Meneó la cabeza. Su humor sombrío no era ninguna sorpresa, dada la situación de su madre y la reacción no precisamente entusiasta del pueblo americano ante el lado más extraño de su mundo.

Me fascinaba la idea de que, en el pasado, yo tampoco fui consciente de ello. No me había dado cuenta de que algunas de las personas a las que conocía eran licántropos porque sencillamente no concebía tal posibilidad. Puedes malinterpretar cualquier pista mental que recibes si no comprendes su procedencia. Siempre me había preguntado por qué me costaba tanto leer a algunas personas, por qué unas mentes daban unas imágenes tan distintas de otras. Simplemente no se me había ocurrido que esas mentes fuesen de personas que fueran capaces de convertirse en animales.

—¿Crees que bajará el negocio por mi condición o el asesinato? —preguntó Sam. Entonces se sacudió y añadió—: Lo siento, Sook. No recordaba que Crystal era tu cuñada.

—Nunca fui fan suya precisamente, como bien sabes —dije, con toda la naturalidad posible—. Pero creo que lo que le han hecho es horrible, al margen de cómo fuese ella.

Sam asintió. Nunca había visto su cara tan triste y seria. Sam era una criatura luminosa.

—Oh —exclamé, levantándome para marcharme. Me detuve y empecé a mecerme de un pie a otro. Respiré hondo—. Por cierto, Eric y yo estamos casados. —Si pensaba que mi salida iba a ser discreta, me equivocaba de cabo a rabo. Sam se incorporó de un salto y me agarró de los hombros.

—¿Qué has hecho? —preguntó. Estaba más serio que nunca.

—No he hecho nada —dije, perpleja ante su vehemencia—. Ha sido cosa de Eric. —Le conté lo del cuchillo.

—¿No pensaste que el cuchillo podía tener algún significado?

—No sabía que era un cuchillo —dije, empezando a sentirme bastante molesta, pero logrando mantener una voz calmada—. Bobby no me reveló nada. Supongo que él tampoco lo sabía, así que no pude leérselo en la mente.

—¿Y tu sentido común? Sookie, eso ha sido una soberana estupidez.

No era precisamente la reacción que me hubiera esperado de un hombre por el que me había preocupado tanto, alguien por quien había trabajado como loca durante días. Me arrebujé en mi dolor y orgullo.

—En ese caso, deja que esta estúpida se vaya a casa para que no tengas que soportar mi idiotez por más tiempo —dije, intentando que mi voz mantuviera el tipo—. Supongo que me quedaré allí, ahora que has vuelto y que no tengo que pasar aquí cada condenado minuto de mi día para que las cosas sigan funcionando.

—Lo siento —rogó, pero era demasiado tarde. Ya estaba acelerada, y dispuesta a largarme del Merlotte’s.

Salí por la puerta trasera antes de que nuestro parroquiano más bebedor pudiera contar hasta cinco. Me subí en mi coche y puse rumbo a casa. Estaba enfadada, triste, y algo me decía que Sam tenía razón. Es en situaciones así cuando una más se enfada, ¿no? Cuando una se da cuenta de que ha cometido una estupidez. Las explicaciones de Eric no habían disipado mis preocupaciones precisamente.

Tenía previsto trabajar esa noche, así que sólo disponía de tiempo hasta entonces para aclararme las ideas. La posibilidad de no presentarme estaba del todo descartada. Por mucho que Sam y yo estuviésemos de morros, debía trabajar.

No estaba preparada para quedarme en casa, donde tendría que dar vueltas a mis propios y encontrados sentimientos.

Así que giré y me dirigí a Prendas Tara. Hacía mucho que no veía a mi amiga Tara después de que se fugara con J.B. du Rone. Pero mi brújula interior me orientaba hacia ella. Para mi alivio, estaba sola en la tienda. McKenna, su «ayudante», no trabajaba a jornada completa. Tara apareció desde la trastienda al oír sonar la campanilla de la entrada. Al principio pareció un poco sorprendida de verme, pero enseguida su sorpresa se convirtió en una sonrisa. Nuestra amistad había pasado por sus altibajos, pero en ese momento las cosas estaban bien. Genial.

—¿Qué tal? —preguntó Tara. Estaba muy atractiva con su jersey de calceta. Tara es más alta que yo, y muy guapa, aparte de una excepcional empresaria.

—He cometido una estupidez y no sé cómo sentirme al respecto —dije.

—Cuéntame —ordenó, y nos sentamos a la mesa donde tenía todos los catálogos de bodas. Me acercó una caja de pañuelos. Tara sabe muy bien cuándo estoy a punto de llorar.

Le conté la larga historia, comenzando por el incidente de Rhodes, donde intercambié sangre con Eric en la que resultó ser una de demasiadas veces. Le hablé del extraño vínculo que compartimos como consecuencia.

—A ver si lo entiendo —dijo—. ¿Se ofreció a tomar tu sangre para evitar que te chupara un vampiro que era incluso peor que él?

Asentí mientras me secaba los ojos.

—Eso sí que es sacrificio. —Tara había tenido sus propias experiencias con vampiros. Su sarcasmo no me cogió por sorpresa.

—Créeme, lo que hizo Eric fue de lejos el menor de dos males —le aseguré.

De repente caí en la cuenta de que en ese momento sería libre si quien hubiese tomado mi sangre esa noche hubiese sido Andre. Éste había muerto por la bomba. Consideré durante un fugaz instante ese pensamiento y seguí adelante. Eso no había pasado y yo no era libre, pero las cadenas que me habían impuesto eran mucho más atractivas.

—¿Y qué sientes por Eric? —me preguntó Tara.

—No lo sé —admití—. Hay cosas suyas que me encantan y otras que me ponen los pelos de punta. Y la verdad es que…, ya sabes…, lo ansío. Pero se aprovecha de cuanto dice que me conviene. Sé que se preocupa por mí, pero más aún por sí mismo. —Respiré hondo—. Lo siento, sólo divago.

—Por eso me casé con J.B. —dijo—. Para no tener que preocuparme por cosas como ésta. —Asintió para confirmarse la buena decisión.

—Bueno, tú ya te has quedado con él, así que yo no puedo hacer lo mismo —dije. Traté de sonreír. Estar casada con alguien tan simple como J.B. parecía relajante, pero ¿debía entenderse el matrimonio como sentarse en una mecedora? «Al menos, estar con Eric nunca era aburrido». Por dulce que fuese J.B., tenía una capacidad de entretenimiento muy limitada.

Además, Tara siempre tendría que estar a cargo de todo. Ella no era tonta, y el amor nunca la había cegado. Otras cosas, puede que sí, pero el amor no. Sabía que comprendía a la perfección las reglas de su matrimonio con J.B., y no parecía importarle. Para ella, ser el timonel resultaba tan reconfortante como beneficioso. A mí también me gustaba tener el control de mi propia vida (no quería pertenecer a nadie), pero mi concepto del matrimonio iba más por los derroteros de una asociación democrática.

—Resumiendo —dijo Tara, imitando a la perfección a uno de nuestros profesores del instituto—. Eric y tú habéis hecho cosas feas en el pasado.

Asentí. Vaya si las habíamos hecho.

—Ahora perteneces a toda la organización vampírica por un servicio que les hiciste. No quiero saber qué fue ni por qué lo hiciste.

Volví a asentir.

—Además, también le perteneces más o menos a Eric por el rollo ese de la sangre. Cosa que no tuvo por qué haber planeado por adelantado, por decir algo en su favor.

—Sí.

—¿Y ahora te ha arrinconado hasta convertirte en su novia? ¿Su mujer? Pero tú no sabías lo que hacías.

—Así es.

—Y Sam te llamó estúpida por obedecer a Eric.

Me encogí de hombros.

—Sí, así es.

En ese momento, Tara tuvo que echar una mano a una clienta, pero sólo durante un par de minutos. Riki Cunningham quería pagar un vestido para la promoción de su hija que había reservado. Tara volvió a sentarse conmigo y siguió hablando.

—Sookie, Eric al menos se preocupa por ti en cierto modo y nunca te ha hecho daño. Podías haber sido más lista. No sé si no lo fuiste por culpa de ese vínculo que tienes con él o porque estás tan coladita por sus huesos que no haces las preguntas suficientes. Sólo tú puedes descubrirlo. Ningún humano tiene por qué saber nada del rollo del cuchillo. Y Eric no puede salir de día, así que tendrás mucho tiempo sin él para pensar. Además, también debe ocuparse de su propio negocio, así que no creo que vaya a estar detrás de ti a todas horas. Y los nuevos mandamases vampíricos tendrán que dejarte en paz porque quieren tener a Eric contento. No pinta tan mal, ¿verdad? —Me sonrió, y al cabo de un instante le devolví el gesto.

Empecé a animarme.

—Gracias, Tara —dije—. ¿Crees que a Sam se le pasará el cabreo?

—No esperes que se disculpe por decirte que te comportaste como una idiota —me advirtió—. Primero, porque es verdad, y segundo porque es un hombre. Es cosa de ese cromosoma. Pero vosotros dos siempre os habéis llevado bien, y te debe una por haber cuidado de su bar. Se le pasará.

Tiré mi pañuelo usado en la pequeña papelera que había junto a la mesa y sonreí, aunque estaba segura de que no había sido mi esfuerzo más memorable.

—Mientras tanto —dijo Tara—, yo también tengo noticias que darte. —Cogió aire.

—¿Qué? —pregunté, encantada de volver a nuestra mejor sintonía de amistad.

—Voy a tener un bebé —anunció, y su cara se petrificó en una mueca.

Huy, terreno peligroso.

—No pareces loca de alegría —dije, cauta.

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