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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (35 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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Cuando llegó a Campo Santi Giovanni e Paolo, fue hacia la parte posterior del hospital, sin reparar en nadie. Una vez hubo dejado atrás el departamento de Radiología y enfilado el estrecho corredor que conducía al depósito, ya no pudo seguir abstrayéndose del entorno: en el pasillo había mucha gente, y no circulaba, sino que se agolpaba en grupitos que charlaban animadamente. Había pacientes en pijama y bata, visitantes en ropa de calle y enfermeros y enfermeras con bata blanca. En la puerta del departamento de Patología, Brunetti distinguió un uniforme que le era familiar: allí estaba Rossi, con una mano levantada para contener a la multitud.

—¿Qué ocurre, Rossi? —preguntó Brunetti, abriéndose paso entre la primera fila de curiosos.

—No lo sé con seguridad, señor. Nos han llamado hará una media hora. Han dicho que una anciana de la residencia de al lado se había vuelto loca y había empezado a romper cosas. Hemos venido Vianello, Miotti y yo. Ellos han entrado y yo me he quedado en la puerta, para impedir que entre la gente.

Brunetti empujó la puerta que guardaba Rossi. Al otro lado, la escena era muy similar a la del pasillo: grupos que charlaban y comentaban. Pero aquí todos llevaban la bata blanca del personal del hospital. Hasta él llegaban palabras y frases sueltas: «
impazzita
», «
terribile
», «
che paura
», «
vecchiaccia
». Ello confirmaba lo que había dicho Rossi, pero no daba a Brunetti una idea de lo sucedido.

Fue hacia la puerta de las salas de reconocimiento. Al verle, un enfermero se separó del grupo en el que estaba hablando y le cerró el paso.

—No puede entrar ahí. Está la policía.

—Yo soy de la policía —informó Brunetti, disponiéndose a pasar por su lado.

—No puedo dejarle entrar si no se identifica —insistió el hombre poniendo la mano en el pecho de Brunetti.

La oposición del enfermero volvió a desatar en Brunetti toda la cólera que había sentido ante Viscardi; echó el brazo hacia atrás, cerrando la mano involuntariamente en un puño. El hombre retrocedió, y este movimiento bastó para hacer reaccionar a Brunetti. Abrió la mano, sacó la cartera del bolsillo y mostró su credencial al enfermero. Aquel hombre estaba haciendo su trabajo.

—Sólo trato de cumplir con mi obligación, señor —se disculpó abriendo la puerta a Brunetti.

—Gracias —aceptó el comisario mientras pasaba por delante de él sin mirarle a los ojos.

Dentro vio a Vianello y a Miotti al otro extremo de la habitación. Se inclinaban sobre un hombre que estaba sentado en una silla apretándose la cabeza con una toalla. Vianello tenía la libreta en la mano y parecía estar interrogándole. Cuando se acercó Brunetti, los tres le miraron. Entonces Brunetti reconoció al que estaba sentado: era el doctor Ottavio Bonaventura, el ayudante de Rizzardi. El joven médico le saludó con un movimiento de cabeza, dobló el cuello hacia atrás y cerró los ojos sin apartar la toalla de la frente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Brunetti.

—Es lo que tratamos de averiguar, comisario —respondió Vianello señalando a Bonaventura con un movimiento de cabeza—. Hace media hora, nos ha llamado una enfermera de ahí fuera —señaló, refiriéndose a la recepción—. Ha dicho que una loca había atacado a un médico y hemos venido inmediatamente. Al parecer, los enfermeros no podían sujetarla, a pesar de ser dos.

—Tres —concretó Bonaventura sin abrir los ojos.

—¿Qué ha pasado?

—Aún no lo sabemos, comisario. Estamos tratando de averiguarlo. Cuando hemos llegado, ella ya no estaba, pero ignoramos si se la han llevado los enfermeros. Aún no sabemos nada —terminó, sin hacer nada por disimular la irritación. ¿Tres hombres no habían podido con una anciana?

—Dottor Bonaventura —preguntó Brunetti—, ¿puede usted explicarnos lo ocurrido? ¿Se encuentra bien?

Bonaventura asintió ligeramente. Retiró la toalla de la cabeza, y Brunetti vio que tenía un corte profundo que partía del pómulo y desaparecía entre el pelo encima de la oreja. El médico dobló la toalla de manera que quedara a la vista una parte limpia y se la aplicó a la herida.

—Yo estaba sentado a esa mesa —empezó, sin molestarse en señalar la única mesa de la habitación—, despachando papeles, cuando de repente, no sé de dónde, ha aparecido esa mujer, gritando como una loca. Se me ha echado encima agitando algo que traía en la mano, no sé qué, quizá sólo el bolso. Gritaba, pero yo no entendía lo que decía. Quizá de la sorpresa. O del susto. —Volvió a dar la vuelta a la toalla; la herida no dejaba de sangrar.

—Se ha acercado a la mesa, me ha golpeado y se ha puesto a romper papeles. Entonces han entrado los enfermeros, pero estaba frenética, histérica. Ha tirado al suelo a uno y el otro ha tropezado con él. No sé qué ha pasado entonces porque me ha entrado sangre en el ojo. Cuando he vuelto a mirar, ella ya no estaba. Había dos enfermeros en el suelo, y ella se había ido.

Brunetti miró a Vianello, que respondió.

—No, señor. No está ahí fuera. Ha desaparecido. He hablado con dos de los enfermeros, pero no saben nada de ella. Hemos llamado a la
casa di riposo
, pero no falta ningún residente. Como era la hora del almuerzo han podido contarlos fácilmente.

Brunetti miró otra vez a Bonaventura.

—¿No tiene idea de quién pudiera ser,
dottore
?

—No la había visto nunca. Ni me explico cómo ha podido entrar.

—¿Estaba usted con algún paciente?

—No; como le he dicho, estaba escribiendo.

Con aquel revuelo y el confuso relato de Bonaventura, Brunetti había olvidado su furor. Ahora, bruscamente, quedó paralizado, helado hasta los huesos, pero no por un sentimiento de cólera.

—¿Cómo era esa mujer,
dottore
?

—Era, sencillamente, una mujer vieja y gruesa, vestida de negro.

—¿Qué era lo que usted escribía, doctor?

—Ya se lo he dicho, un informe. De la autopsia.

—¿Qué autopsia? —preguntó Brunetti, aunque no tenía necesidad de preguntar.

—La de ese chico que trajeron anoche. ¿Cómo se llamaba… Rigetti, Ribelli?

—No,
dottore
; Ruffolo.

—Eso es. Acababa de terminar. Ya está cosido. La familia tenía que venir a recogerlo a las dos, pero terminé temprano y trataba de hacer el informe antes de empezar con el siguiente.

—¿Recuerda algo que ella dijera,
dottore
?

—Ya le he dicho que no se la entendía.

—Se lo ruego, trate de recordar —solicitó Brunetti esforzándose por mantener la voz serena—. Podría ser importante. Una palabra. Una frase. —Bonaventura no contestaba, y Brunetti apuntó—: ¿Hablaba italiano, doctor?

—Algo parecido. Algunas palabras eran italianas, pero el resto era dialecto, el más cerrado que he oído en mi vida. —Ya no había zonas limpias en la toalla de Bonaventura—. Me parece que vale más que vaya a que me curen esto —añadió.

—Sólo un momento,
dottore
. ¿Entendió usted alguna palabra?

—Alguna sí, claro. Gritaba: «
Bambino, bambino
», pero no creo que ese chico fuera su
bambino
. Esa mujer debía de tener más de sesenta años. —No los tenía, pero Brunetti no creyó necesario sacarlo de su error.

—¿Entendió algo más,
dottore
? —insistió.

Bonaventura cerró los ojos bajo el peso combinado del dolor y el esfuerzo por recordar.

—Decía «
Assassino
», pero supongo que me lo decía a mí. Me amenazaba con matarme, pero sólo me ha golpeado. Es inconcebible. De su boca no salían palabras, sólo ruido, como de un animal. Me parece que entonces llegaron los enfermeros.

Brunetti se volvió y señaló con un movimiento de cabeza la puerta del depósito.

—¿El cadáver está ahí?

—Sí; como ya le he dicho, se ha avisado a la familia para que vengan a recogerlo a las dos.

Brunetti fue hasta la puerta y la empujó. Dentro, a pocos metros, en una camilla metálica, estaba el cuerpo de Ruffolo, desnudo. La sábana estaba en el suelo, arrugada, como si la hubieran arrojado violentamente.

Brunetti se acercó unos pasos y contempló al joven. Al ver la gran oreja, cerró los ojos un momento. El cuerpo tenía la cabeza vuelta hacia un lado, por lo que Brunetti podía ver la herida de la trepanación que había hecho Bonaventura para examinar los daños del cerebro. La gran incisión en forma de mariposa cruzaba tórax y abdomen, la misma línea horrible que había surcado el cuerpo joven y fuerte del norteamericano. El círculo de la muerte se cerraba como trazado con un compás, situando a Brunetti otra vez en el punto de partida.

Andando hacia atrás, se alejó de los restos de Ruffolo y volvió al despacho. Ahora había otro hombre con bata blanca que se inclinaba sobre Bonaventura, manipulando delicadamente en la herida. Brunetti hizo una seña a Vianello y Miotti, pero antes de que ellos pudieran moverse, Bonaventura dijo, mirando a Brunetti:

—Hay otra cosa extraña.

—¿Qué otra cosa,
dottore
? —preguntó Brunetti.

—Esa mujer creía que yo era de Milán.

—No entiendo. ¿A qué se refiere?

—Cuando dijo que me mataría, me llamó «
milanese traditore
», pero luego sólo me pegó. Gritaba que me mataría y me llamaba «
milanese traditore
». Es absurdo, no lo entiendo.

De pronto, Brunetti lo entendió.

—Vianello, ¿ha traído la lancha?

—Sí, señor.

—Miotti, llame a la
questura
y diga que envíen inmediatamente la Squadra Mobile al
palazzo
de Viscardi. Vamos, Vianello.

La lancha de la policía estaba amarrada a la izquierda del hospital, con el motor en marcha. Brunetti saltó a bordo seguido de Vianello.

—Bonsuan —señaló el comisario, contento de ver junto al timón al excelente piloto—, a San Stae, al nuevo
palazzo
que está al lado del
palazzo
Duodo.

Bonsuan no necesitó más indicaciones: el terror de Brunetti era contagioso. Conectó la sirena de dos tonos, empujó la palanca hacia adelante y, con un cerrado viraje, sacó la lancha al canal. Al llegar al extremo, giró por Rio San Giovanni Crisostomo, con la sirena aullando, hacia el Gran Canal. Minutos después, la embarcación salía disparada a las anchas aguas del Gran Canal, casi rozando una lancha-taxi y levantando olas que golpeaban las embarcaciones y los edificios. Pasaron rápidamente junto a un
vaporetto
que atracaba en San Stae, al que la estela lanzó contra el embarcadero haciendo tambalearse a más de un turista.

Junto al
palazzo
Duodo, Bonsuan acercó la lancha a la uva, y Brunetti y Vianello saltaron a tierra, dejando para el piloto la operación de atraque. Brunetti subió corriendo las escaleras, se paró un momento para orientarse tras esta llegada por agua y giró hacia la izquierda, donde estaba el
palazzo
.

Cuando vio que la pesada puerta del patio estaba abierta, comprendió que había llegado tarde: tarde para Viscardi y tarde para la
signora
Concetta. Encontró a ésta al pie de la escalera que arrancaba del patio, con los brazos sujetos a la espalda por dos de los invitados al almuerzo de Viscardi, uno de los cuales todavía llevaba la servilleta prendida del cuello de la camisa.

Eran hombres muy corpulentos los invitados del
signor
Viscardi, y a Brunetti le pareció que no era necesario que sujetaran a la
signora
Concetta con tanta fuerza. Por un lado, ya era tarde y, por otro lado, ella no ofrecía resistencia. Estaba tranquila, casi feliz, mirando lo que tenía a los pies. Viscardi había caído de bruces, y no se veían las heridas que la escopeta de caza le había abierto en el pecho; sólo se veía la sangre que se extendía por las losas de granito. Al lado del cuerpo, cerca de la
signora
Concetta, donde ella la había dejado caer, estaba la escopeta. La
lupara
de su difunto esposo había cumplido su misión de vengar el honor de la familia.

Antes de que Brunetti pudiera decir algo, en la puerta de lo alto de la escalera apareció un hombre que, al ver el uniforme de Vianello, preguntó:

—¿Cómo han podido llegar tan pronto?

Brunetti no le contestó y se acercó a la mujer. Ella le miró y le reconoció, pero no sonrió: su cara hubiera podido ser una máscara de hierro. Brunetti dijo a los hombres:

—Suéltenla. —Ellos no se movieron y él repitió, todavía con voz neutra—: Suéltenla. —Ahora le obedecieron, soltaron los brazos de la mujer y se alejaron de ella prudentemente.


Signora
Concetta —dijo Brunetti—, ¿cómo se enteró? —No era necesario preguntarle por qué lo había hecho.

Lentamente, como si le dolieran, ella empezó a mover los brazos hasta cruzarlos sobre el pecho.

—Mi Peppino me lo contó.

—¿Qué le contó,
signora
?

—Que esta vez ganaría suficiente dinero para que pudiéramos irnos a casa. A casa. Hace mucho tiempo que falto de allí.

—¿Qué más le dijo,
signora
? ¿Le habló de los cuadros?

El hombre de la servilleta al cuello le interrumpió con voz atiplada e insistente.

—¿Se puede saber quién es usted? Sepa que soy el abogado del
signor
Viscardi. Le advierto que está dando información a esta mujer. Yo he sido testigo del crimen, y nadie debe hablar con ella hasta que llegue la policía.

Brunetti miró al hombre y luego a Viscardi.

—Él ya no necesita abogados. —Se volvió hacia la
signora
Concetta—: ¿Qué le contó Peppino,
signora
?

Ella hizo un esfuerzo por hablar con claridad, prescindiendo del dialecto. Al fin y al cabo, era la policía.

—Yo lo sabía todo. Los cuadros. Todo. Sabía que mi Peppino iba a hablar con usted. Estaba muy asustado mi Peppino. Tenía miedo de este hombre —indicó señalando a Viscardi—. Encontró algo que le hizo sentir mucho miedo. —Su mirada fue de Viscardi a Brunetti—. ¿Puedo irme de aquí,
dottore
? Ya he terminado mi trabajo.

El hombre de la servilleta insistió:

—Usted está haciendo preguntas capitales a esta mujer, y yo he sido testigo de los hechos.

Brunetti extendió la mano y tomó del brazo a la
signora
Concetta.

—Venga conmigo,
signora
. —Hizo una seña a Vianello, que rápidamente se puso a su lado—. Vaya con este hombre,
signora
. Él la llevará en barco a la
questura
.

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