—¿Ves esto? —Móller dio un golpecito en la pantalla con el bolígrafo—. ¿La cicatriz correspondiente por el otro lado? Son unas cicatrices muy tenues…, quizá tengan cinco o seis años. ¿Sabes de qué son?
—Sí, lo sé —dijo Fabel. Después de todo, él también tenía dos cicatrices parecidas.
Móller volvió a recostarse en la silla.
—Creo que esto limitará un poco los parámetros de su identificación. Porque a ver, en los últimos diez años, ¿a cuántas jóvenes se habrá atendido en Hamburgo de una herida de bala?
Llovía con fuerza. A pesar del aguacero, Fabel sintió el impulso de salir al exterior, de dejar que la lluvia y el aire húmedo purgaran su ropa y sus pulmones del olor a moho del depósito de cadáveres. Tenía el coche aparcado a un par de calles y cuando llegó a su refugio, tenía el pelo rubio pegado al cuero cabelludo. Condujo hasta los muelles del barrio del Hafen. En pocos minutos, las enormes grúas que flanqueaban los márgenes y dársenas del Elba comenzaron a dominar el horizonte. Fabel llamó a su despacho desde el móvil y pidió hablar con Werner; pero en su lugar le pasaron con Maria Klee, quien le contó que Werner estaba hablando con el equipo de vigilancia que seguía a Klugmann. Fabel informó a Maria sobre la herida de bala del cadáver y le pidió que llevara a cabo una investigación minuciosa de los archivos referentes a hospitales y clínicas de Hamburgo de quince a cinco años para acá. Por ley, cualquier hospital o profesional médico que hubiera tratado una herida de bala estaba obligado a informar de ello a la policía. Maria señaló que existía la posibilidad de que si la chica era prostituta y había resultado herida en algún tipo de tiroteo en los bajos fondos, podía ser que algún médico poco ético le hubiera tratado la herida «extraoficialmente». Fabel le dijo a Maria que creía que era posible, pero no probable.
—¿Algún otro mensaje? —le preguntó a Maria.
—Werner ha dejado una nota para decirte que mañana tienes una cita con el profesor Dorn. A las tres. —Maria levantó las cejas—. ¿El profesor Dorn es algún tipo de experto forense?
—No —dijo Fabel—. Es historiador. —Se quedó un momento callado antes de añadir—: Creía que era historia. ¿Algo más?
Maria le contó que una periodista había llamado un par de veces: una tal Angelika Blüm. A Fabel el nombre no le dijo nada.
—¿La has remitido al departamento de prensa?
—Sí. Pero ha insistido bastante en que tenía que hablar contigo. Le he dicho que todas las informaciones para la prensa las llevaba el Polizeipressestelle, pero me ha contestado que no quería datos para un artículo, sino que tenía que hablar contigo de un tema muy importante.
—¿Le has preguntado de qué tema se trataba?
—Por supuesto. Y básicamente me ha dicho que me metiera en mis asuntos.
—¿Ha dejado un número de teléfono?
—Sí.
—Vale. Te veo cuando vuelva. Tengo una reunión con la división de crimen organizado a las dos y media.
El puesto de comida rápida Schnell-Imbiss estaba situado junto a las dársenas del Elba, empequeñecido por el montón de grúas que sobresalían a su alrededor. Era una caravana con una gran ventana abierta, desde la cual se servía la comida, y un toldo de colores claros. Estaba rodeado, a intervalos regulares, por mesas con parasoles a las que se sentaba un puñado de clientes a comer Bockwurst o a beber cerveza o café. Había un pequeño expositor de periódicos al lado de la ventana. A pesar de lo soso que era el entorno y del tiempo, el Schnell-Imbiss se las arreglaba para parecer alegre y escrupulosamente limpio.
Fabel detuvo el coche y corrió bajo la lluvia hasta el refugio que ofrecía el toldo. Un hombre rechoncho de cincuenta años, de mejillas rubicundas y con un delantal blanco y un gorro de cocinero estaba detrás del mostrador. Se inclinó hacia delante apoyándose en los codos cuando Fabel se acercó.
—Buenos días, Herr Kriminalhauptkommissar —le dijo, con un acento que era tan cerrado y llano como el paisaje frisio al que pertenecía—. Y permítame decirle que hoy tiene usted un aspecto horrible.
—He tenido una noche dura, Dirk —contestó Fabel, cambiando del duro
Hochdeutsch
a su
Frysk
natural—. Ponme una Jever y un café.
Dirk le sirvió la cerveza frisia y el café.
—¿Has visto a Mahmoot últimamente?
—No, hace bastante que no lo veo, ahora que lo mencionas. ¿Pasa algo?
Fabel dio un sorbo a la cerveza.
—Tengo que hablar con él, eso es todo. Si no lo localizo, luego lo llamo. Ya sabes cómo es. —Fabel dio un sorbo al café solo y espeso. Se quemó los labios, así que lo dejó y dio otro sorbo a la Jever.
—¿Vas a almorzar eso? —Dirk señaló con la cabeza la cerveza y el café.
—Vale, dame un Käsebrot para acompañar. Si ves a Mahmoot, ¿puedes decirle que lo estoy buscando? Ya sé que no hace falta que te diga que seas discreto. —Fabel miró detrás de Dirk; en la pared de la caravana había una fotografía suya, unos quince años más joven y más delgado, con su uniforme verde de la Schutzpolizei. Fabel señaló con la cabeza la fotografía—. ¿No te da mal rollo?
Dirk le dio a Fabel un panecillo partido por la mitad con queso y pepinillo dentro y se encogió de hombros. Le sonrió aún más.
—De vez en cuando. A veces alguien se pone violento, pero me he dado cuenta de que normalmente mi diplomacia da resultado… —Metió la mano debajo del mostrador y sacó una pesada Glock automática. Fabel se atragantó con la cerveza y miró a su alrededor para comprobar que los demás clientes no lo habían visto.
—Por el amor de dios, Dirk, guarda eso. Voy a fingir que no lo he visto.
Dirk se echó a reír y alargó la mano para darle un bofetón cariñoso a Fabel en la mejilla.
—Venga, venga. No te pongas nervioso, Jannik… —Pequeño Jan. Era el apodo que Dirk le había puesto a Fabel cuando sirvieron juntos.
A pesar del rango inferior de Dirk, que era Obermeister, y del hecho de que estaba en la sección uniformada, la Schutzpolizei, el joven Kommissar Fabel había reconocido rápidamente la riqueza de experiencia que tenía por ofrecer aquel policía mayor que él. Dirk le había enseñado de buena gana a Fabel cómo funcionaba todo. Había hecho lo mismo por Franz Webern, el joven policía que murió el mismo día que dispararon a Fabel. La muerte de Franz afectó mucho a Dirk. La única vez que Fabel no había visto a Dirk exhibir su contagioso buen humor fue cuando lo visitó en el hospital.
Ahora había dejado de llover, y un rayo de sol se colaba por entre las nubes, grabando la sombra enrejada de la superestructura de las grúas sobre el aparcamiento. Fabel pagó la cerveza y el café. Dejó unas monedas de más.
—También cojo el
Schau Mal
! —dijo, y sacó un ejemplar del expositor de periódicos.
—No pensaba que leyeras el
Schau Mal
! —dijo Dirk.
—Y no lo leo… —Fabel abrió el tabloide. El titular lo cogió desprevenido.
¡EL DESTRIPADOR MANÍACO ACTÚA DE NUEVO!
¡LA POLICÍA DE HAMBURGO, INCAPAZ DE DETENER AL LOCO!
Debajo del titular había una fotografía de Horst Van Heiden con el siguiente pie:
EL KRIMINALDIREKTOR VAN HEIDEN:
EL HOMBRE QUE NO PUEDE GARANTIZAR LA SEGURIDAD DE LAS MUJERES DE HAMBURGO.
—
Scheisse
… —dijo Fabel entre dientes.
Van Heiden se subiría por las paredes. El editorial arremetía contra la policía de Hamburgo y ofrecía una recompensa a quien pudiera aportar algún dato. Las páginas centrales también estaban dedicadas a aquella historia. Otro titular estridente proclamaba:
¿A QUIÉN LE INTERESA ATRAPAR A ESTE MONSTRUO?
¡A SCHAU MAL! ¡PAGAREMOS 10.000 EUROS A QUIEN PROPORCIONE INFORMACIÓN QUE LLEVE AL ARRESTO Y CONDENA DE ESTE MANÍACO!
—¿Qué pasa? —preguntó Dirk. Fabel lanzó el periódico sobre el mostrador para que Dirk lo viera—. Vaya, ya veo… Deja que lo adivine. ¿Es tu caso?
—Bingo. —Fabel se acabó la cerveza y luego el café y dejó el panecillo sin tocar en el mostrador—. Mejor me marcho ya. Antes de que Van Heiden ponga precio a mi cabeza.
—
Tschüss
, Jan.
POLIZEIPRÄSIDIUM (HAMBURGO)
El LKA7 —la división de crimen organizado— está separado del resto del Polizeipräsidium de Hamburgo por unas puertas de seguridad robustas, que a su vez se controlan desde un mostrador de seguridad. Las cámaras de seguridad del circuito cerrado rastrean los pasillos que llevan al LKA7, y todo aquel que se acerca al departamento está vigilado por los agentes armados del mostrador de seguridad. Un entorno seguro dentro de un entorno seguro: una comisaría dentro de una comisaría.
La lucha contra el crimen organizado en Hamburgo se había convertido en un juego hermético y violento. Las mafias inmigrantes —en concreto, turcas, rusas, ucranianas y lituanas— se enfrentaban constantemente con las bandas autóctonas alemanas por el control de los dos mercados criminales más lucrativos: el sexo y las drogas. Incluso había un departamento especial, el LKA7.1, dedicado a la lucha contra los Ángeles del Infierno de Hamburgo, que se habían hecho con una parte del mercado del crimen organizado.
El LKA7, en consecuencia, también se había ganado la reputación de ser hermético. Era una guerra, y los agentes de la división habían adquirido una mentalidad más propia de soldados que de policías.
Fabel se acercó a la puerta de seguridad y tocó el timbre. Obedeciendo las órdenes de un altavoz situado encima de la puerta, se identificó y mostró su placa de policía a la cámara. Un potente zumbido eléctrico y un fuerte clic le confirmaron que había obtenido el permiso para entrar. Un agente uniformado mayor de constitución fuerte y con la cabeza rapada esperaba a Fabel en el mostrador de seguridad.
—En seguida vendrá alguien, señor. —El hombre del mostrador sonrió. Era evidente que le faltaba práctica—. Le acompañarán a ver al Hauptkommissar Buchholz.
Fabel acababa de sentarse en la pequeña área de recepción cuando otro hombre corpulento se le acercó. Llevaba el pelo rubio muy corto y se le marcaban los músculos debajo del tejido apretado del polo negro. Los hombros anchos estaban enmarcados por una pistolera de cuero oscuro que guardaba una enorme magnum automática no reglamentaria. Al acercarse, el hombre musculoso le sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos perfectos. Fabel pensó: «¿Morderá?».
—Buenos días, Herr Kriminalhauptkommissar. Soy el Kriminalkommissar Lothar Kolski; trabajo con el Hauptkommissar Buchholz.
Fabel se puso en pie y se dio cuenta de que seguía teniendo que alzar la vista para mirar a Kolski mientras se daban la mano.
—Sígame, por favor, Herr Fabel; le acompañaré.
Kolski habló de temas banales mientras recorrían el pasillo. A Fabel aquella experiencia le pareció surrealista: caminar junto a una mole armada hasta los dientes que charlaba sobre el tiempo y lo mucho que deseaba tomarse las vacaciones que le debían. A Gran Canaria, seguramente.
El despacho de Buchholz estaba en una hilera uniforme de oficinas que flanqueaban el pasillo. Mientras los otros despachos tenían dos mesas de trabajo una frente a la otra y estaban ocupados sin duda por equipos de dos agentes, Buchholz tenía uno para él solo. Kolski sujetó la puerta para que Fabel entrara, y éste se sintió como un satélite insignificante que órbita alrededor de un planeta gigantesco al pasar al lado del cuerpo de Kolski para acceder a la sala. Detrás de una gran mesa con un ordenador estaba un hombre de unos cincuenta y cinco años. Se estaba quedando calvo y los cabellos negros que le quedaban eran cortos y ásperos, y a su vez se extendían hacia una barba de cuatro días que oscurecía la mitad inferior de su rostro de tipo duro. Parecía como si le hubieran roto la nariz en más de una ocasión. Fabel había oído que, de joven, Buchholz había sido boxeador, y vio que en la pared de detrás había unas fotografías enmarcadas: la misma cara pero más joven; una constitución más delgada pero igualmente fuerte. Cada fotografía mostraba al joven Buchholz en distintas etapas de su carrera de boxeador amateur y su nariz en distintas etapas de destrucción. Una fotografía mostraba a un Buchholz adolescente, vestido de boxeador, levantando un trofeo. El pie rezaba: «Campeón júnior de los pesos semipesados de Hamburgo-Harburg, 1964».
—Pase y siéntese, Herr Fabel. —Buchholz medio se levantó de su asiento y señaló una de las dos sillas que tenía enfrente. Fabel se sentó y se sorprendió al ver que Kolski ocupaba la otra silla.
—El Kriminalkommissar Kolski dirige el equipo Ulugbay —dijo Buchholz—; seguramente él podrá contarle más que yo.
—Puede que no tenga nada que ver con el caso, pero como parte de la investigación de este asesinato sería ideal poder coordinarnos con el LKA7. Evidentemente, sería con usted, Herr Kolski. Creemos que la víctima era prostituta y que posiblemente trabajaba para Ulugbay, mediante un hombre llamado Klugmann…, un ex agente de la policía de Hamburgo.
Buchholz y Kolski se miraron con complicidad.
—Claro, sí —dijo Kolski—, conocemos bastante bien a Herr Klugmann. ¿Es sospechoso en su investigación?
—No. De momento, no. ¿Debería serlo?
—Usted cree que se enfrenta a un asesino en serie. ¿Un psicópata? —preguntó Buchholz.
—Sí… —Fabel abrió la carpeta y entregó una fotografía de la escena del crimen a Buchholz. Este estudió la foto en silencio antes de pasársela a Kolski, quien soltó un silbido lento y largo mientras asimilaba la imagen—. Es obra de nuestro hombre —prosiguió Fabel—. ¿Hay alguna razón por la que debiéramos investigar más detenidamente a Klugmann?
Buchholz sacudió la cabeza con incredulidad y miró a Kolski, que encogió los hombros enormes para descartar esa posibilidad.
—No, conozco a Klugmann desde hace mucho tiempo. Es un policía que se volvió corrupto… y Ulugbay recurre a su fuerza alguna vez, pero no me imagino a Klugmann haciendo algo así. Es un matón, no un psicópata.
—Tengo entendido que antes de que lo echaran, Klugmann trabajó para el LKA7, en el Mobiles Einsatz Kommando destinado a su unidad de narcóticos…
—Así es…, por desgracia —respondió Buchholz—. Algunas operaciones salieron mal. Era como si los objetivos consiguieran información de alguien de dentro, pero no pensamos por nada del mundo que uno de los nuestros fuera la fuente. Luego, por supuesto, se supo que Klugmann estaba intercambiando información por drogas. Si no lo hubiéramos descubierto cuando lo hicimos, quién sabe el daño que podría haber ocasionado…