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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (40 page)

—Oh, le he prometido a Arrendajo que le enviaría a su oscuro calabozo a la más hermosa de todas las hadas. En agradecimiento ella le susurrará que Cabeza de Víbora llegará a Umbra dentro de cinco días, aunque las mujercitas de musgo empedren su camino de maldiciones y nosotros intentemos dar trabajo a Pífano para que no le quede demasiado tiempo de torturar a sus prisioneros.

Dedo Polvoriento cerró el puño izquierdo.

—Todavía no me has preguntado por qué te he mandado llamar —dijo mientras soplaba el puño suavemente—. Pensé que te gustaría ver esto…

Colocó el puño cerrado contra el muro del castillo y de entre sus dedos brotaron arañas de fuego, que ascendieron veloces por las piedras cada vez más hacia arriba, tan numerosas como si nacieran dentro del puño de Dedo Polvoriento.

—Pífano teme a las arañas —susurró—. Las teme más que a las espadas y a los cuchillos, y cuando éstas se le metan por su elegante atuendo, acaso olvide durante un rato lo mucho que le gusta golpear por la noche a sus prisioneros.

—¿Cómo las haces? —preguntó Farid cerrando también el puño.

—No lo sé… lo cual significa que por desgracia no puedo enseñarte. Ni tampoco esto —Dedo Polvoriento unió las manos. Farid lo oyó susurrar, pero no entendía las palabras. La envidia le picó como una avispa cuando un arrendajo de fuego escapó volando de las manos de Dedo Polvoriento y ascendió hacia el cielo nocturno con plumas de fuego blanco azuladas.

—¡Enséñame! —volvió a musitar—. ¡Por favor! ¡Déjame al menos intentarlo!

Dedo Polvoriento lo miró meditabundo. Encima de ellos uno de los centinelas dio la alarma. Las arañas de fuego habían alcanzado las almenas del castillo.

—Me lo enseñó la Muerte, Farid —repuso en voz baja.

—Bueno, ¿y qué? Yo estuve tan muerto como tú, aunque no mucho tiempo.

Dedo Polvoriento se echó a reír. Rió tan fuerte que uno de los centinelas miró hacia abajo y tuvo que arrastrar consigo a Farid hasta las sombras más negras.

—Tienes razón. ¡Lo había olvidado por completo! —musitó, mientras los centinelas en el muro gritaban todos a la vez, presos del nerviosismo, y disparaban contra el arrendajo de fuego flechas que se extinguían despacio entre sus plumas—. ¡De acuerdo, haz lo mismo que yo!

Farid dobló deprisa los dedos, excitado como siempre que se disponía a aprender algo nuevo sobre el fuego. No fue fácil imitar las extrañas palabras que susurraba Dedo Polvoriento, y el corazón de Farid se sobresaltó como si realmente sintiera un hormigueo de fuego entre los dedos. Al momento siguiente también pulularon de su mano al muro cuerpos ardientes que treparon deprisa por las piedras como un ejército de chispas. Dirigió una sonrisa orgullosa a Dedo Polvoriento, pero cuando lo intentó con el arrendajo, sólo salieron volando de sus manos unas cuantas polillas descoloridas.

—No pongas esa cara de desilusión —susurró Dedo Polvoriento mientras soltaba dos arrendajos más en la noche—. Tienes que aprender un montón de cosas. Pero ahora deberíamos escondernos de Nariz de Plata.

La piel del castillo de Umbra ardía cuando se apartaron entre los árboles, y el fuego de Pájaro Tiznado se había apagado. El cielo pertenecía al fuego de Dedo Polvoriento. Pífano envió patrullas, pero Dedo Polvoriento formó con las llamas gatos y lobos, serpientes que se retorcían en las ramas, y polillas de fuego que volaban a la cara de la Hueste de Hierro. El bosque al pie del castillo parecía en llamas, pero el fuego no mordía, y Farid y su maestro eran sombras en medio del resplandor rojizo, incólumes ante el miedo que sembraban.

Finalmente Pífano mandó arrojar desde las almenas agua, que se congeló en las ramas de los árboles, pero el fuego de Dedo Polvoriento siguió ardiendo, formando criaturas siempre nuevas y no se durmió hasta el amanecer, como un espectro de la noche. Sólo los arrendajos de fuego continuaron describiendo círculos sobre Umbra, y cuando Pardillo envió a sus perros al bosque apagado, liebres de fuego los desviaban de cualquier rastro que encontrasen. Farid, sentado con Dedo Polvoriento entre matorrales de estramonio y espino de duende, experimentaba una felicidad cálida en su corazón. Qué agradable volver a estar por fin cerca de Dedo Polvoriento, igual que antaño, en las noches en las que él le había velado o protegido de los malos sueños. Pero ahora ya no parecía necesitar protección. «Salvo de ti mismo, Farid», pensó el joven, y la felicidad se apagó como las criaturas de fuego con las que Dedo Polvoriento había protegido a Arrendajo.

—¿Qué sucede? —la mirada de Dedo Polvoriento parecía adivinar sus pensamientos con la misma facilidad que los de Lengua de Brujo.

Después cogió la mano de Farid y sopló suavemente dentro, hasta que entre sus dedos se alzó una Mujer Blanca de fuego.

—No son tan malas como piensas —le dijo Dedo Polvoriento en voz baja—, y si vuelven otra vez a buscarme, no será por tu causa. ¿Entendido?

—¿Qué quieres decir con eso? —a Farid le dio un vuelco el corazón—. ¿Qué volverán a buscarte? ¿Y eso por qué? ¿Pronto? —inquirió mientras la Mujer Blanca sobre su mano se convertía en una polilla que se alejó volando antes de disolverse en la luz grisácea de la mañana.

—Eso depende de Arrendajo.

—¿Qué?

Dedo Polvoriento le tapó la boca con la mano en un gesto de advertencia y separó las ramas espinosas. Debajo de las ventanas de los calabozos se habían apostado soldados que escudriñaban el bosque con los ojos dilatados por el pánico. Pájaro Tiznado los acompañaba. Inspeccionaba el muro del castillo como si pudiera leer en las piedras el método de Dedo Polvoriento para incendiar la noche.

—¡Fíjate en él! —susurró Dedo Polvoriento—. Odia el fuego, y el fuego le odia a él.

Pero Farid se negaba a hablar de Pájaro Tiznado y cogió por el brazo a Dedo Polvoriento.

—Ellas no pueden llevarte otra vez. ¡Por favor!

Dedo Polvoriento lo miró. Desde su regreso su mirada era distinta. Ya no había miedo en sus ojos, sólo la antigua precaución.

—Te lo repito. Todo depende de Arrendajo, de manera que ayúdame a protegerlo. Porque necesitará protección. Cinco días con sus noches en poder de Pífano son mucho tiempo. Nos alegraremos cuando por fin llegue Cabeza de Víbora.

Farid quería seguir preguntando, pero notó que Dedo Polvoriento no le respondería más.

—¿Y qué me dices de la Fea? ¿No crees que ella pueda protegerle?

—¿Lo crees tú? —le preguntó Dedo Polvoriento a su vez.

Un hada se abrió paso entre los zarzales. Casi se desgarró las alas entre las ramas, pero al final se posó exhausta sobre la rodilla de Dedo Polvoriento. Era la que Dedo Polvoriento había enviado a buscar a Arrendajo. Lo había encontrado y le transmitió su agradecimiento, no sin precisar que él le había confirmado que era el hada más hermosa que jamás había visto.

NIÑOS ROBADOS

cuando yo era niño

era una ardilla

una urraca azul

un zorro

y hablaba con ellos en su lengua

trepaba a sus árboles

ahondaba en sus cuevas

y conocía el sabor de cada hierba

y cada piedra

y el augurio del sol

el mensaje de la noche.

Norman H. Russell
,
The Message of the Rain

Nevaba, diminutos copos gélidos, y Meggie se preguntó si su padre también los vería caer en el lugar donde lo mantenían encerrado. «No», se contestó a sí misma, «las mazmorras de Umbra están a demasiada profundidad debajo del castillo», y la idea de que Mo se perdiera las primeras nieves en el Mundo de Tinta la entristeció casi tanto como el hecho de que estuviera prisionero.

«Dedo Polvoriento lo protege.» Con cuánta frecuencia se lo había asegurado hasta entonces el Príncipe Negro. También Baptista y Roxana se lo repetían sin cesar. «Dedo Polvoriento lo protege.» Pero Meggie sólo pensaba en Pífano y en lo frágil y joven que había parecido la Fea a su lado.

A Cabeza de Víbora ya sólo le faltaban dos jornadas, según había informado Ortiga el día anterior. Dos días, y todo se decidiría.

Dos días.

Recio atrajo a Meggie a su lado y señaló entre los árboles. Dos mujeres intentaban abrirse paso entre la espesura nevada.

Traían a dos niños y una niña. Desde que Arrendajo se había entregado prisionero, los niños de Umbra desaparecían uno tras otro. Sus madres se los llevaban consigo a los campos, al río a lavar la ropa, a buscar en el bosque leña para el fuego… y regresaban sin ellos. Había cuatro lugares en los que hombres del Príncipe esperaban a los niños, cuatro lugares que se transmitían de boca en boca, de oído en oído, y en cada uno de ellos esperaba un bandido y una mujer, para que a los niños no les costara demasiado soltar la mano de su madre.

Resa los recibía con Baptista y Ardacho en el Hospital de Incurables que dirigía Buho Sanador. Roxana esperaba con Espantaelfos donde las curanderas recogían corteza de roble. Otras dos mujeres se hacían cargo de los niños junto al río, y Meggie aguardaba con Doria y Recio en una choza de carboneros abandonada, no lejos del camino que conducía a Umbra.

Los niños vacilaron al ver a Recio, pero sus madres tiraron de ellos, y cuando Doria recogió unos copos de nieve con su lengua estirada, la más pequeña, una niña de unos cinco años, soltó una risita.

—¿Y qué pasará si escondiéndolos con vosotros enfurecemos a Pífano? —preguntó la madre de la pequeña—. ¿Y si él no se propone en modo alguno llevarse de nuevo a los niños, ahora que Arrendajo es su prisionero? ¡Porque el único que le ha importado siempre ha sido Arrendajo!

A Meggie le hubiera gustado golpearla por la frialdad que latía en su voz.

—Sí. Y ésta de aquí es su hija —informó Recio, mientras pasaba el brazo por los hombros de Meggie en ademán protector—. Así que no hables como si su destino te resultara indiferente. Sin su padre, jamás habrías recuperado a tu niña, ¿acaso ya lo has olvidado? Pero Cabeza de Víbora sigue necesitando niños para sus minas, y los vuestros son una presa fácil.

—¿Esa es su hija? ¿La bruja?

La otra mujer abrazó a sus hijos, pero la niña miró a Meggie con curiosidad.

—Hablas como los hombres de la Víbora —Recio rodeó a Meggie aún más fuerte con su brazo, como si de ese modo pudiera protegerla de las palabras—. Pero ¿qué pasa? ¿Queréis que vuestros hijos estén a salvo o no? Porque podéis llevároslos de nuevo a Umbra y confiar en que Pífano no llame a vuestra puerta.

—Pero ¿adonde vais a llevarlos? —inquirió la mujer más joven con lágrimas en los ojos.

—Si os lo digo, podríais revelarlo —Recio alzó al chico más pequeño encima de sus hombros sin el menor esfuerzo, como si pesara menos que un hada.

—¿Podemos acompañarlos?

—No. No podemos alimentaros a todos. Bastante difícil será saciar a los niños.

—¿Y cuánto tiempo pensáis esconderlos? —qué desesperación se desprendía de cada palabra.

—Hasta que Arrendajo haya matado a Cabeza de Víbora.

Las mujeres miraron a Meggie.

—¿Es posible? —inquirió una en murmullos.

—Lo matará, ya lo veréis —contestó Recio, y su voz denotaba tanta confianza que por un instante delicioso hasta Meggie olvidó todo su miedo por Mo. Pero ese instante pasó, y ella volvió a sentir la nieve en la piel, tan fría como el final de todas las cosas.

Doria se subió a la niña a su espalda y sonrió a Meggie. Intentaba animarla sin descanso. Le traía las últimas bayas, duras por la helada, flores cubiertas de escarcha —las últimas de ese año—, y le hacía olvidar su pena preguntándole por el mundo del que procedía. Ella comenzó a echarle de menos cuando no se encontraba cerca.

Cuando las mujeres se marcharon, la niña lloró, pero Meggie, acariciándole el pelo, le contó lo que Baptista le había referido sobre la nieve: que algunos copos eran elfos diminutos que te besaban la cara con sus labios helados antes de derretirse sobre la piel caliente. La niña alzó la vista hacia la nieve remolineante y Meggie prosiguió su relato, consolándose con las palabras, mientras el mundo a su alrededor se tornaba blanco, devolviéndose a sí misma a los días en los que su padre le contaba historias… antes de que él mismo se convirtiera en parte de una historia de la que Meggie hacía mucho que era incapaz de decir si también era la suya.

No nevó durante mucho tiempo. Sólo un fino plumón claro quedó depositado sobre la tierra fría.

Otras doce mujeres llevaron a sus hijos a la choza de carboneros abandonada, con caras de miedo y de preocupación, asaltadas por la duda de si estaban haciendo lo correcto.

Algunos niños ni siquiera seguían con la vista a sus madres cuando éstas se marchaban. Otros corrían tras ellas, y dos lloraron tanto que sus madres se los llevaron de nuevo a Umbra, donde Pífano los esperaba como una araña de plata. Al anochecer, diecinueve niños se apiñaban entre los árboles todavía nevados como una bandada de polluelos. Recio a su lado parecía un gigante, cuando les hizo seña de que lo siguieran. Doria les sacó bellotas de sus naricillas, y recogía monedas de su pelo cuando alguno empezaba a llorar. Recio les enseñaba el lenguaje de los pájaros, y montó sobre sus hombros a tres niños a la vez.

Meggie les contaba cuentos mientras la oscuridad se abatía sobre ellos, cuentos que Mo le había relatado tantas veces que a cada palabra que pronunciaba creía escuchar su voz. Todos estaban exhaustos cuando llegaron al campamento de los ladrones. Numerosos niños pululaban entre las tiendas. Meggie intentó contarlos, pero renunció enseguida. ¿Cómo alimentarían los bandidos a tantas bocas, si el Príncipe Negro apenas lograba llenar los estómagos de sus propios hombres?

Los rostros de Birlabolsas y Ardacho revelaban con claridad meridiana lo que pensaban al respecto. ¡Niñeras!, susurraban todos en el campamento. ¿Para esto nos vinimos al bosque? Birlabolsas, Ardacho, Espantaelfos, Pata de Palo, Azotacalles, Barbanegra… Eran muchos los que se quejaban. Pero ¿quién era el hombre enjuto de expresión dulce situado junto a Birlabolsas que miraba a su alrededor como si nunca antes hubiera visto todo lo que le rodeaba? Parecía… No. No, eso era imposible.

Meggie se pasó la mano por los ojos. Al parecer el cansancio le hacía ver fantasmas. Pero de pronto dos brazos vigorosos la rodearon estrechándola con tanta fuerza que casi no podía respirar.

—¡Hay que ver! ¡Pero si ya estás casi tan alta como yo, desvergonzada!

Meggie se volvió.

Elinor.

¿Qué pasaba ahora? ¿Se estaba volviendo loca? ¿Acaso había sido todo un sueño y se estaba despertando? ¿Se disolverían los árboles al momento siguiente? ¿Desaparecería todo, los bandidos, los niños, y Mo estaría junto a su cama preguntando si de veras pretendía perderse el desayuno por dormilona?

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