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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (28 page)

Holly le cogió por el brazo y señaló la ventana, hacia el satélite. Atracado junto a él había un Moonraker, con el número cinco pintado en un costado.

—La nave espacial de Drax.

—Está armada con un cañón láser. Me lo enseñó después de capturarme.

—¿Crees que podemos utilizarla contra esos globos de gas nervioso?

—¿Qué otra posibilidad tenemos?

Como para demostrar lo certero de su contestación, el pasillo gimió bajo la tensión y se apagaron todas las luces. Bond empezó a correr hacia el satélite. Escuchó un crujido, y por un instante pensó que se estaba desmoronando toda la estación. Fuera, en el espacio, una figura apareció por detrás del globo central y vio la nave espacial norteamericana. Al menos, alguien iba a salvarse. Bond lanzó el hombro contra la puerta que conducía hacia el satélite y rezó para que el cierre que rodeaba el morro del Moonraker no se hubiera abierto. Después de dar pasos en el interior de la cámara, aún podía tenerse en pie y respirar aire. El delgado cañón láser surgía de la base de la ventana de la cabina. Bond tiró de la escotilla que daba a la cámara de control y avanzó por entre los asientos. Holly se abrió paso hasta él y extendió la mano hacia una correa de seguridad. Se produjo una violenta sacudida y la cabeza de Bond chocó contra el techo de la cabina. El satélite se movió como si hubiera chocado contra algo. Bond sabía que todo el brazo del corredor iba a desmoronarse en cualquier momento. Si no se alejaban inmediatamente, quedarían unidos a él girando locamente en el espacio. Holly apretó un conmutador y después volvió a apretarlo. Unas líneas tensas aparecieron en su rostro.

—¿Qué pasa?

—Es el sistema de atraque. No puedo desengancharlo. Tiene que estar atascado.

Bond lanzó un juramento y activó la escotilla de salida situada en su lado de la cabina. Al abrirse, salió de un salto y se dirigió hacia el morro del Moonraker. Todo el conjunto de la barra de atraque se había doblado hacia un lado y ahora aparecía retorcido en su posición de encaje, de modo que no se podían abrir las gruesas pinzas de metal. Éstas se estremecieron febrilmente, como la boca de un pez moribundo. Bond se arrodilló y trató de separarlas. Un segundo esfuerzo fue suficiente para indicarle que estaba perdiendo el tiempo. Detrás de él escuchó un fuerte
crac
, como el de un iceberg que empezara a partirse. La frente de Bond estaba cubierta de sudor. Se sintió recorrido por una oleada de temor, como una corriente que se moviera con rapidez. Se volvió para ver si lograba encontrar algo que se pudiese utilizar como palanca. Casi al otro lado del morro del Moonraker había una rampa de lanzamiento de uno de los vehículos espaciales monoplazas. Bond se volvió de nuevo y se encontró cara a cara con Tiburón. Un hilillo de sangre le bajaba por la comisura de los labios y tenía las ropas desgarradas. Sus ojos eran los de un animal salvaje atrapado ante los faros de un coche.

Bond esperó a que el hombre actuara. ¿Qué iba a significar: vida o muerte? Tiburón miró a Bond y después hacia la barra de sujeción. Sin un gesto, se inclinó y se arrodilló. Sus enormes manos se cerraron sobre las barras de metal de las pinzas y tiró de ellas hasta que las venas le sobresalieron sobre la frente como lápices. Una de las barras se separó unos pocos centímetros de su posición y Tiburón bajó la cabeza y cerró sus dientes manchados de sangre alrededor de ella. Se produjo un ruido duro y rechinante, y Bond vio cómo los dientes de acero penetraban lentamente el metal. Se oyó un chasquido y en ese instante el satélite descendió tres metros. Bond se vio lanzado hacia atrás. Se levantó para ver que aunque se había liberado una de las barras de sujeción, la caída había hecho que el conjunto de atraque del morro se fundiera aún más firmemente en su alojamiento. Tiburón tiró de él con sus manos, pero no pudo separar el nudo gordiano del metal retorcido. Bond se unió a él, pero los esfuerzos combinados pronto demostraron que la tarea estaba más allá de toda fuerza humana. Tiburón se levantó, respirando pesadamente, y apretó sus manos contra el morro del Moonraker. Empujó y miró hacia abajo para ver lo que estaba sucediendo con el alojamiento de metal. Se había producido un débil movimiento ascendente. Tiburón miró alrededor del satélite. Ahora, los crujidos eran continuos, como si estuviera abriéndose una grieta en un glaciar. Tiburón se señaló a sí mismo y a continuación gesticuló hacia el vehículo espacial monoplaza. A continuación empujó a Bond hacia la puerta del Moonraker. Bond dudó, pero Tiburón ya estaba abriendo la escotilla del vehículo espacial monoplaza. Bond se metió en el Moonraker, junto a Holly. Ella se volvió ansiosamente hacia él.

—¿Qué ocurre?

—Realmente, no lo sé. Creo que va a tratar de empujarnos fuera de aquí.

Holly volvió a apretar el conmutador de desenganche y retrocedió en su asiento.

—¡Jesús!

Bond no dijo nada. Tiburón estaba ahora en el interior del vehículo espacial monoplaza, con aspecto de un pez que hubiera adquirido un tamaño superior a su pecera. Cuando el vehículo empezó a temblar, otra figura apareció en el satélite. Una hermosa mujer vestida con uniforme de astronauta. Corrió y golpeó el costado del vehículo espacial monoplaza. Tiburón abrió la escotilla y ella se introdujo en el vehículo a gatas. Entonces se produjo un sonido como el de un barco al empezar a hundirse, y Bond pudo sentir que la cola del Moonraker se elevaba. El satélite empezaba a desmoronarse, pero el morro del vehículo seguía firmemente sujeto. Sería arrastrado hacia la destrucción inevitable. Holly estaba manipulando los controles como si estuviera ante un órgano. El vehículo espacial monoplaza se lanzó rampa abajo como expulsado por un cañón y se produjo un choque que lanzó a Bond hacia adelante y después hacia atrás, en su asiento. Miró el rostro de Tiburón, apretado contra la pantalla de su vehículo, y entonces sintió cómo toda la estructura del Moonraker salía impulsada hacia atrás. De repente, el interior del satélite se alejó y él se encontró mirando a través del infinito del espacio, hacia millones de estrellas. Junto a él, Holly expresó su alegría.

—¡Estamos sueltos! ¡Estamos sueltos!

Bond miró a la derecha y vio el globo central de la estación espacial doblándose sobre sí mismo, como un balón de fútbol deshinchado. En alguna parte de su corazón había una parpadeante lengua de llamas. Los restantes satélites se estaban desmoronando, arrastrando con ellos los satélites que los unían. Mientras caían por el espacio para penetrar en la atmósfera de La Tierra, empezaron a adquirir un fuerte color rojo. Uno de ellos se desintegró en una lluvia de meteoritos. Bond giró la cabeza y buscó el satélite que acababan de abandonar. ¿Había arrastrado a Tiburón y a la mujer hacia la muerte?

Holly maniobró la palanca de control y dio una palmada a Bond en el hombro.

—Allí —señaló.

Bond se volvió y vio que Holly les había llevado a un curso casi paralelo al de un vehículo espacial monoplaza, que mostraba una gran abolladura en su morro y su cañón láser retorcido contra la ventana de la cabina, como un limpiaparabrisas. Detrás de la ventana estaba Tiburón, con una expresión de canina concentración en su rostro mientras manoseaba los controles. La hermosa mujer miró por encima de su hombro.

Holly sacudió la cabeza tristemente.

—No sé si ese vehículo es capaz de entrar en la atmósfera.

—Tiburón es capaz de entrar en cualquier cosa —comentó Bond sonriendo—. ¿A qué distancia estamos de La Tierra?

—A unos ciento sesenta kilómetros.

—Llegará a casa antes que nosotros —y de pronto, apareció una mueca en su rostro—. Si es que queda alguna casa a la que ir.

Holly no dijo nada, pero manipuló el radarscopio. Sabía de qué estaba hablando Bond. Afuera, en el espacio, seguía habiendo tres esferas de gas nervioso. A menos que las encontraran y las destruyeran antes de que penetraran en la atmósfera de La Tierra, morirían trescientos millones de personas, lo que podía poner en marcha una guerra atómica que destruiría al resto de la humanidad. Los desesperados ojos de Holly recorrieron la pantalla. Estaba a oscuras.

19. Destruir para vivir

Bond miró con ansiedad los círculos concéntricos del radarscopio. Se movían tan inocente y traicioneramente como pequeñas olas producidas por un hombre recién ahogado que acaba de hundirse.

—¿Cómo sabemos que no han entrado ya en la atmósfera?

—No lo sabemos.

Holly empuñó los controles y el Moonraker se lanzó a través del espacio.

—¡Mira!

—Son ellos.

Holly dirigió una experta mirada hacia los tres puntos que acababan de aparecer en la pantalla. El situado más cerca del centro de los círculos era el que palpitaba más dinámicamente.

—Deberíamos entrar en contacto visual dentro de pocos segundos.

—Supongo que con eso quieres decir que debería ver algo —dijo Bond—. ¿Por qué diablos no hablas de modo que te entienda? —miró la pantalla de alcance del cañón láser—. ¿Y cómo se dispara este trasto?

—Con mucha exactitud, si quieres salvarnos la vida —Holly apartó la mirada de los controles para mirar por la ventanilla delantera—. ¿Has estado alguna vez en un parque de atracciones? En esa pantalla aparecerán dos imágenes rojas. Nos representan a nosotros y a los globos de gas nervioso individuales. Manipula los dos botones hasta que los círculos se superpongan. Entonces se convertirán en un círculo verde. Eso significa que estás sobre el objetivo. Luego aprietas el botón de fuego. Te pasaré a automático y haré la programación a través de las posiciones de las esferas.

Ella habló con urgencia, pero sin el menor tono de pánico. Bond, a quien encantaban el orden y la serenidad en una mujer, la amó en ese momento. Miró hacia adelante y vio algo brillando en el espacio.

—Ahí lo tienes.

Bond contempló la pantalla de alcance y vio aparecer dos círculos rojos. Su movimiento era tranquilizadoramente lento. Una rápida corrección del botón de la mano derecha y uno de los círculos se dirigió hacia el camino seguido por el otro. El rojo se convirtió en verde y Bond apretó los botones situados en el centro de cada dial de control. Un relámpago de cegadora luz blanca surgió de la nariz del Moonraker y el círculo verde desapareció. La pantalla quedó vacía. Bond miró hacia adelante. Lo que antes había aparecido como un punto brillante ya no estaba allí.

—Un pájaro alcanzado dijo Bond.

Holly no volvió la cabeza para felicitarle.

—Empezarán a moverse las alas en cualquier momento.

Como para corroborar sus palabras, el Moonraker comenzó a sacudirse con violencia.

—Estamos deslizándonos por encima de la atmósfera terrestre.

Bond sabía lo que eso significaba. Más abajo empezarían a quemarse como la estación espacial. Su ángulo de descenso era totalmente incorrecto para efectuar la entrada en la atmósfera. Miró la pantalla de alcance. Habían aparecido otros dos círculos rojos. Bailaban como pelotas de ping-pong sobre la superficie de una cacerola de agua hirviendo. Empezó a apuntar con urgencia. Los círculos rojos se cruzaron momentáneamente y volvieron a separarse. La imagen verde se había visto sólo durante una fracción de segundo. Bond se apartó el sudor que tenía sobre los ojos y se concentró de nuevo. A su alrededor, la atmósfera se iba haciendo insoportablemente cálida. Holly miraba por la ventanilla delantera, con los labios apretados.

—¡Estamos a tiro!

—¡Ya lo sé, maldita sea!

Los dedos de Bond se tensaron contra los dos sensores de alcance. El Moonraker fue sacudido por otro violento estremecimiento. De pronto, el temblor cesó. Él hizo girar los botones con violencia. El sudor goteó sobre la pantalla.

—¡Vamos, queridas!

Era como un juego encontrado en una tienda de juguetes de Navidad. Sólo que de su resultado dependían la vida de cien millones de personas. Dos arcos rojos se cruzaron y el área de intersección se amplió hasta formar un círculo completo. Bond contuvo la respiración. Si le latía el corazón, no podía notarlo. El rojo sobre rojo se hizo verde y sus dedos apretaron el disparador. La lengua de luz atravesó el aire. Le pantalla quedó a oscuras.

—¿Qué tal lo estoy haciendo?

—Estás ganando.

La voz de Holly sonaba tensa. Miró el panel de control y se mordió un labio. Su rostro brillaba, cubierto de sudor. Bond tocó el costado de la pared de la cabina y lanzó un grito. Durante una fracción de segundo, su carne se pegó al metal. Apartó los dedos llenos de ampollas. Se estaban asando vivos como en una estufa. Movió los pies para dejarlos descansar sobre los tacones. La pantalla de alcance estaba vacía.

—Pásame el siguiente.

—Ya lo he hecho.

La pantalla de alcance seguía estando vacía. En el radarscopio sólo se podía ver un débil punteado. El Moonraker daba tumbos como una pelota que rodara por un tejado de uralita. Un amenazador color marrón se iba extendiendo a través del plexiglás de la ventana delantera. Podía oler que algo se quemaba. No tardaría en ser él mismo.

—¿Dónde diablos está?

Bond siguió la mirada de Holly hacia el panel de control. En la parte superior derecha tres agujas distintas iban acercándose a la marca de «peligro». Las luces rojas estaban encendidas por toda la consola. Todo se mostraba rojo, excepto la pantalla de alcance.

—Disponemos de otros quince mil metros —dijo Holly con una mueca—. Si no lo hemos atrapado para entonces, nos quemaremos.

Bond miró al altímetro: noventa mil metros, ochenta y cinco mil metros. Estaban cayendo en un ángulo suicida para efectuar una reentrada. Pero no les quedaba otra alternativa. Se trataba de eso o de permitir que murieran cien millones de personas.

—¡Ahí está!

Dos círculos rojos empezaron a bailar alocadamente sobre la pantalla. Holly miraba adelante, hacia un diminuto sol rojo que palpitaba en la distancia. Bond sabía por qué razón estaba rojo. Empezaba a fundirse en la atmósfera terrestre, del mismo modo que ellos. Los círculos rojos se acercaron el uno al otro y entonces se produjo un fogonazo de verde. Bond apretó el botón. Los círculos se mantuvieron en la pantalla. Rojos. Holly gritó de dolor mientras se agarraba a los controles.

—No puedo mantener este curso durante mucho más tiempo. Quedaremos desintegrados.

Bond no dijo nada. Estaban a ochenta mil metros de altura. Los ojos se le salían de las órbitas. El calor era terrible. Los dos círculos se superpusieron momentáneamente y vio otro fogonazo verde. Apretó al instante. Pero una vez más fue demasiado tarde. Los dos círculos giraban por la pantalla como ojos sin cuencas que se burlaran de su ineptitud. Un agudo zumbido surgió de alguna parte del panel de control. Toda una sección de luces comenzó a parpadear al unísono. Estaban a sesenta mil metros de altura. Y allí se encontraba la muerte.

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