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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (31 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Pero lo milagroso era el cambio que se había operado en Judas. Había revivido. Era de nuevo el Judas de antes, paciente, amable, vehemente, indulgente o severo, según las circunstancias. Era el Macabeo, y Macabeo le llamaban, y la palabra Macabeo resonó durante toda la noche.

-¿Dónde está el Macabeo?

-Traigo noticias para el Macabeo.

-Vengo de Shmoal con veinte hombres para el Macabeo.

-Yo luché con el Macabeo durante cinco años. El Macabeo me necesita.

Sí, los necesitábamos, y los recibíamos complacidos; aquella noche fue pronunciada muchas veces la bendición del vino, repitiéndose cada vez que llegaba un capitán, fatigado del viaje, y se presentaba en la casa de Matatías a rendir su voto de fidelidad. Y al despuntar la aurora, la segunda desde que Jonatás había llevado las noticias a Efraín, teníamos un ejército en Modin y doscientos arqueros adicionales en las lomas, apostados para darle la bienvenida a Nicanor si iniciaba su marcha de noche. Y nuestro ejército de Modin se componía de dos mil trescientos hombres, recios veteranos heridos en cien batallas...

Obligué a Judas a que se acostara a dormir, cerré la puerta de la casa y aposté a dos hombres para que la guardaran y evitaran que Judas fuera molestado. Ya comenzaba a teñir el aire la primera claridad rosada de la aurora; la franja de luz rosácea que venia del este, donde estaba la ciudad santa, encontraba su réplica en la coloración rosada de los altos y feraces terraplenes. Caminando por la hierba húmeda por el rocío nocturno subí hasta el pequeño olivar donde Ruth había estado entre mis brazos, extendí la capa y dejé reposar en el suelo mi cuerpo fatigado.

Me sentía feliz. Yo, Simón; el de la mano de hierro y el corazón de hierro; el último, el más indigno de todos mis gloriosos hermanos; el hijo menos brillante de Matatías, simple, estólido y afanoso. Pero me sentía feliz, como jamás había soñado que pudiera volver a serlo. Por primera vez después de muchos años gozaba mi corazón de paz y se expurgaba mi alma de su acerbo rencor. Mis recuerdos eran gratos, y tendido allí en la hierba, sentía la proximidad de vivos y muertos, y unos y otros me confortaban. No había demonios que me importunasen ni odios que me royesen. El viejo imperioso y colérico, el adón, dormía apaciblemente, como también la alta y esbelta mujer que se había apoderado de mi corazón, como no podría hacerlo ninguna otra mujer, y que me había besado en los labios y me había dado toda su alma. Probablemente me había quedado adormilado, acariciado por la fresca brisa matutina, porque tuve la impresión de que estaba mezclando los sueños con los recuerdos, extrayendo el material de mis ensoñaciones de esta antiquísima tierra de Israel que crió a un pueblo tan extraño como el nuestro. Vibraban en mi mente, como una bendición, las palabras de la oración matinal: «¡Qué hermosas son tus tiendas, oh, Jacob, tus tabernáculos, oh, Israel!». Palabras que se repitieron hasta que me adormecí más profundamente; o me dormí quizá. Y desperté con el cálido sol de la mañana en los ojos.

Nicanor tomó por el valle que conducía directamente a Modin; era el mismo camino que seguíamos nosotros cuando íbamos con el adón al Templo. Salió de Jerusalén de madrugada al frente de nueve mil hombres con armadura pesada, y aunque nuestros grupos de veinte hombres los hostilizaron en todos los pasos y todos los desfiladeros, siguieron avanzando protegiéndose con los escudos levantados e imbricados. De Jerusalén a Gibeón, y de Gibeón a Bet Horón marcharon en medio de una lluvia de nuestras delgadas y mortíferas saetas de cedro; Nicanor supo de una vez por todas a qué se referían los griegos cuando hablaban de la fatal y serpenteante «lluvia de Judea», y sus hombres sembraron de muertos el asoleado trayecto que recorrían. Pero Nicanor no se apartó de su ruta y continuó avanzando, quemando entretanto las aldeas vacías que encontraba a su paso. Acamparon en Bet Horón para pasar la noche, pero dormir no pudieron, porque toda la noche silbaron y granizaron las flechas en sus tiendas; a la mañana siguiente, con los nervios tensos y cegados por el odio, prosiguieron la marcha por el valle, en dirección a Modín. Ya tres millas de Modín, en un lugar donde corría un apacible arroyo en el fondo del valle, paralelo al camino, donde las colinas y los terraplenes eran casi verticales, levantamos una barricada para bloquearles el camino.

Nuestras tácticas ya no eran nuevas, pero Nicanor no las había experimentado aún. Toda una generación de mercenarios yacía enterrada en el suelo de Judea debido a que todos los desfiladeros del país eran trampas de muerte para los invasores. Pero Nicanor entró en el paso, en la trampa, porque no podía hacer otra cosa. Nosotros le cortábamos el camino, y él tenía que apartarnos o regresar a Jerusalén, si podía. Optó por apartarnos.

Detrás de la barricada apostamos a ochocientos de nuestros mejores hombres, armados de lanzas, espadas y martillos. A los restantes los desplegamos en las lomas armados de arcos y cuchillos y de paquetes con millares de fechas cortas, rectas y puntiagudas como agujas. La barricada estaba hecha de rocas, tierra y arbustos, y tenía ocho pies de alto y veinte de espesor; no proporcionaba la protección de una muralla, pero constituía un estorbo para una falange. Nuestros hombres la guarnecían y delante de ella, a varios metros de distancia, nos encontrábamos Rubén, Judas y yo, observando la gran masa metálica de los mercenarios que se desplazaban sinuosamente por el camino, protegidos por la capa de los escudos sobrepuestos y la espinosa valía de las largas y pesadas lanzas, que abarcaban íntegramente los ochocientos pies de ancho del valle. Los mercenarios marchaban vadeando el arroyo y rozaban con los hombros la vertiente de la montaña; y de tanto en tanto alguno de ellos se inclinaba hacia adelante, con una mejilla, un ojo o el cerebro atravesado por una de nuestras flechas, quedaba sostenido un instante por la misma masa de la falange, y luego caía al suelo para ser pisoteado por los demás.

Ya estaban bastante cerca de nosotros; tanto que alcanzábamos a ver sus rostros furiosos, sucios, relucientes de sudor, y a percibir lo que significaba marchar horas enteras bajo el ardiente sol de Judea, llevando encima ochenta libras de metal recalentado; y casi alcanzábamos a sentir, traído por el viento de la mañana, el cálido y repugnante hedor de sus cuerpos mugrientos, y el del cuero de sus arneses. El estrépito del metal llenaba el desfiladero, mezclándose con el furioso vocerío de nuestros arqueros, con el estruendo más intenso de las rocas que eran despeñadas desde los cerros, con los gritos de los heridos y los sollozos de los moribundos, y con la inmundicia que vomitaban los labios de los mercenarios, en su arameo corrompido y restallante.

A menos de doscientos pies de donde estábamos nosotros se detuvieron. Cinco hombres los conducían, y uno de ellos era Nicanor, que se adelantó con un brazo en alto; el estruendo y el griterío se extinguieron, y cesó la lluvia de fechas.

-¿Quieres hablar, Macabeo? -gritó Nicanor.

-No tengo nada que decir -respondió Judas, con voz fría y cortante.

-Tú mataste a Apolonio, que era mi amigo, Macabeo. ¡Lo mataste, con tus inmundas trampas y trucos judíos! ¿Vas a negarlo,

Macabeo?

-Yo lo maté -confirmó Judas.

-¡Te juro entonces, judío, que hoy te mataré con mis propias manos, abriré este paso y lo limpiaré de esa escoria judía! ¡Y haré colgar a un judío en cada olivo de Judea, y matar un cerdo en cada sinagoga!

Mientras hablaba avanzaba hacia nosotros; Judas le salió al encuentro. Nicanor llevaba escudo, pero tenía la espada envainada; Judas no llevaba escudo ni armadura, sólo la larga espada de Apolonio, colgada del cuello sobre el pecho. Judas caminaba como un tigre; desnudo hasta la cintura, vestido solamente con el pantalón de lino blanco y las sandalias, sus músculos largos y elásticos se movían bajo la piel al compás de su paso. Y lo mismo que un tigre se acurrucó y saltó. Pocos hombres conocían su fuerza como yo.

Nicanor trató de rechazarlo con el escudo mientras desenvainaba la espada, pero Judas se lo arrancó y por encima del estruendo de voces que estalló de pronto oímos el crujido del brazo de Nicanor que se quebraba. Judas mató al griego con las manos vacías, de dos terribles golpes que le asestó en la cabeza; luego alzó en vilo el cuerpo, lo balanceó por encima de la cabeza y lo arrojó contra las lanzas de la falange que había iniciado la embestida.

El estruendo de voces borraba todos los demás ruidos. Judas corrió hacia atrás y cien manos se tendieron para ayudarnos a pasar la barricada. La falange cargó y los mercenarios comenzaron a trepar por la barricada; vi entonces a los arqueros judíos que se precipitaban como enloquecidos cuesta abajo, descendiendo de los cerros e irrumpiendo en el valle, donde acometieron al enemigo luchando con piedras y cuchillos y hasta con las manos desnudas, llenos de un odio furioso, salvaje, terrible; llenos del tormento acumulado en diez años de invasiones crueles e insensatas; llenos del recuerdo de incontables crímenes, de innumerables torturas y violaciones, de interminables incendios y destrucciones; llenos del furor de hombres libres que nunca pidieron nada más que su libertad; llenos del recuerdo de profanaciones, insultos y calamidades.

Si los mercenarios hubiesen tenido jefe, si se hubiesen mantenido firmes, si no hubiesen estado tan amontonados en el fondo del valle, habrían podido lograr su propósito; pero la muerte de Nicanor y la salvaje decisión de la carga judía les quebrantaron la moral. Las filas delanteras trataron de retirarse de la barricada, y las filas posteriores empujaron a las anteriores para arrollar a la barricada; y en la barricada nuestros lanceros se inflamaron y se lanzaron al valle...

Ellos eran nueve mil y nosotros menos de tres mil; durante cinco horas, largas y tremendas, combatimos en aquel fondo del valle, Judas y Jonatás a mi lado. Fue una espantosa e infernal carnicería. Muchas partes de aquella batalla se han borrado de mi memoria; la mente no podría retenerlas y seguir existiendo, porque jamás, ni antes ni después, se libró una lucha como aquélla, ni siquiera cuando llegó el fin. Pero recuerdo algunas cosas. Recuerdo que me detuve un momento, una de esas pausas obligadas que deben hacer los combatientes para descansar; yo estaba en el arroyo y sentía correr entre las piernas un líquido rojo, espeso, pesado, en el que la sangre superaba al agua en cantidad. Recuerdo haber caminado entre pilas de muertos más altas que yo, y haber quedado apresado en un amontonamiento de hombres en el que había mercenarios y judíos, cara a cara, hombro con hombro, sin que nadie pudiera levantar un brazo. Y recuerdo cuando nos quedamos finalmente inmóviles durante mucho rato, rodeados de enormes pilas de cadáveres, sin ver un solo ser viviente a diez yardas de distancia...

Por último terminó; concluyó; habíamos triunfado. Luchando hombro con hombro y cara a cara habíamos eliminado a un gran ejército de mercenarios, ¡pero a qué costo! En aquel terrible valle de la muerte habían quedado en pie menos de mil judíos, todos ellos cubiertos de sangre de la cabeza a los pies; desnudos a causa del combate, con solamente un trozo de tela empapado en sangre colgando de los hombros o de la cintura, la sangre de las heridas les corría por el cuerpo y gota a gota se hundía en el suelo, reblandecido y teñido de rojo.

Busqué a mis hermanos, pero en aquel lugar de pesadilla todos los hombres eran iguales. Gimiendo, sollozando de extenuación y temor, los llamé y acudieron: Judas, Jonatás y Juan. Juan estaba muy herido, tanto que tuvo que arrastrarse por entre los cadáveres; pero haciendo un esfuerzo se levantó para estar en pie junto con nosotros...

Obtuvimos una victoria; pero como dijo Judas cuando nos dirigimos A Jerusalén con el cuerpo dolorido transportando a los gimoteantes heridos, fue una victoria sin triunfo, sin regocijo. La noche anterior, en Modin, aquella jubilosa expectación de los preparativos había sido nuestra última alegría. ¿Cuántos eran ahora en Modin, o en Gumad, o en Shiló, los que no habían perdido al padre, a un hermano o al marido? Quedaban más hombres en Israel, pero en aquel valle del odio había caído la flor de nuestro ejército, los leales veteranos de las primeras horas. De los hombres de Gumad sólo quedaron veintidós, y de los hombres de Modín sólo doce, aparte de mis hermanos y yo. ¿Qué consuelo podía darnos el hecho de que los mercenarios hubiesen muerto todos, hasta el último, incluso los que se despojaron de la armadura y huyeron del valle, para ser acribillados por arqueros, y hasta por niños, en las vecinas aldeas de Gibeón y Gezer? Lo mismo había sucedido al principio, y volvió a suceder otra vez, y otra vez, y volvería a suceder nuevamente, porque los mercenarios, suministrados por el mundo entero, eran inagotables. ¿Acaso toda la vida tendría que ser únicamente eso, la pesadilla de una interminable, una incontable sucesión de invasores derramándose en nuestra pequeña patria? ¿No habría fin, ni término, ni respiro? ¿Qué consuelo podía darnos aquel hecho si Lebel, el maestro, había muerto en el valle; si Natán ben Borak, que a los trece años de edad nos acompañó en nuestra primera batalla, había dejado los huesos en el valle, y si también los habían dejado, para que se pudrieran con los huesos de los mercenarios, Melek, Daniel, Esdras, Samuel, David, Gedeón y Ajab, hombres a quienes conocí toda la vida, compañeros de mi infancia o padres de otros compañeros? ¿Qué consuelo...? ¿Pero cuándo terminaría aquello, y cómo?

Fuimos a Jerusalén y descansamos tres días antes de que los judíos y los griegos del acra conociesen nuestras pérdidas. Pero aguardaron demasiado, porque al final del tercer día recibimos un refuerzo de doscientos hombres, doscientos de los bravos judíos del sur, y cuando los judíos ricos salieron de la fortaleza con sus mercenarios les salimos al encuentro en las calles, los golpeamos cruelmente y los obligamos a refugiarse de nuevo en su conejera. Pero nosotros sufrimos nuevas pérdidas. A mí, por mi parte, no me abandonaba nunca el lacerante aguijón de la fatiga y mis heridas me daban la impresión de que no curarían jamás. Rubén ben Tubel había perdido la mitad de los dedos de una mano y a pesar de los vendajes los muñones se habían ulcerado y sangraban. Mi hermano Juan, cuyas heridas supuraban, yacía en Modín presa de una ardiente fiebre. Y en cuanto a Jonatás había perdido, para no recuperarla jamás, la alegría de su maravillosa y chispeante juventud. Era demasiado joven y había visto demasiadas cosas; se volvió taciturno, y su incipiente barba creció salpicada de gris.

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