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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (14 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Una flecha se le clavo en un muslo y el niño rodó como una piedra. Ruth, entonces, mi valiente y maravillosa Ruth, lo alcanzó en tres zancadas y lo alzó en sus brazos. Los mercenarios dispararon el resto de las flechas, volvieron grupas y se alejaron a la carrera; y yo sólo recuerdo que corrí tras ellos, gritando como un loco, cuchillo en mano, hasta que Eleazar me alcanzó, luchó conmigo y me contuvo. Solté el cuchillo, que cayó al suelo.

Ruth estaba muerta, pero el muchacho vivía; lo había protegido con sus brazos y su cuerpo, convirtiéndose en una coraza contra las flechas. No pudo haber sufrido mucho, porque dos flechas le atravesaron el corazón. Yo lo sé; yo se las arranqué. La alcé del suelo y la lleve a la casa de su padre y me quedé toda la noche sentado junto a ella. A la mañana siguiente volvió Judas.

Hay algunas cosas de las que no soy capaz de hablar, pero que no tienen tampoco especial importancia en esta historia de mis gloriosos hermanos. No puedo hablar de lo que sentí aquella noche, noche sin fin que de algún modo terminó finalmente. La gente se fue entonces de la casa y Moisés ben Aarón y su esposa se durmieron vencidos por el cansancio. Me quedé solo. No creo haber dormido, pero pasé por un intervalo de duermevela. Me había apoyado en la mesa, con la cabeza entre los brazos, cuando oí pasos. Levanté la cabeza; había amanecido v a la luz del alba, que inundaba la habitación, vi a Judas.

No era el mismo Judas que se había ido cinco semanas atrás.

Había una diferencia que no vi de inmediato; la sentí más bien.

Tuve la sensación de que era un muchacho el que había partido y un hombre el que había vuelto. Era como si hubiera perdido la humildad, y sin embargo seguía siendo humilde. Tenía arrugas en el rostro y una franja de color gris en el castaño rojizo del cabello.

Y en una mejilla se veían los bordes en carne viva de una herida a medio cicatrizar. Llevaba la barba descuidada y el cabello hirsuto, y estaba cubierto del polvo y la suciedad del viaje. Pero todo eso era en la superficie; en su interior también algo había cambiado. Su aspecto, sin embargo, le hacia parecer mucho más viejo y más voluminoso; una especie de gigante sombrío, no exactamente hermoso como lo fuera en un tiempo, sino espléndido, aunque de distinta manera.

Nos miramos durante un rato que me pareció largo, muy largo.

Luego me preguntó Judas:

-¿Dónde está, Simón?

Lo llevé hasta donde se hallaba el cuerpo y destapó el rostro.

Parecía estar durmiendo. Volví a cubrirlo.

-¿No sufrió? -preguntó con sencillez.

-Creo que no. Yo le arranqué dos fechas del corazón.

-¿Apeles?

-Si, Apeles -confirmé.

-Debes de haberla amado mucho, Simón –dijo Judas.

-Llevaba a mi hijo en su seno, y cuando murió todo lo que en mi ser tenía capacidad de querer murió con ella.

-Volverá a vivir -dijo con llaneza-. Esta es una casa de muerte, Simón ben Matatías. Salgamos al sol.

Salimos a la calle. La aldea despertaba, con lo que daba su prueba diaria de la tenacidad de la vida. En alguna parte rió un niño. Tres polluelos pasaron batiendo las alas a ras del suelo. Jonatás y Eleazar salieron de la casa de Matatías y se reunieron con nosotros.

-¿Dónde está el adón? -les preguntó Judas.

-Ha ido a la sinagoga con Juan y el rabí Ragesh.

-Tráeme agua –dijo Judas a Jonatás- para lavarme antes de ir a rezar.

Jonatás le trajo una palangana con agua y una toalla, y Judas se lavó allí mismo, delante de la casa de Moisés ben Aarón. Los hombres de la aldea que pasaban para ir a la sinagoga saludaban a Judas silenciosamente, y las mujeres se detenían en las puertas de las casas, algunas de ellas llorando y otras mirándonos compasivamente.

-Id vosotros delante –dijo Judas a mis hermanos.

Nosotros los seguimos, y Judas me rodeó los hombros con el brazo.

-¿Quién te dijo lo de Ruth? -pregunté.

-El adón.

-¿Todo?

-Lo demás me lo imagino. Sólo te pido una cosa, Simón; que cuando llegue el momento, Apeles sea mío, no tuyo.

A mí no me importaba. Ruth estaba muerta y nada podía resucitarla.

-Prométemelo, Simón.

-Como tú quieras. No tiene importancia.

-Sí la tiene. Esto es el fin de algo, y también el principio.

Llegamos a la sinagoga y entramos. El arca seguía descubierta y profanada; nadie había vuelto a colgar los cortinajes rasgados. Los hombres de la aldea rodearon al adón y a otra persona. Cuando se aproximó Judas se abrió el círculo y pude ver junto al adón a un hombre menudo, increíblemente feo, de mirada penetrante y alerta. Tendría algo más de cincuenta años, probablemente.

-El rabí Ragesh –dijo Judas-; y éste es mi otro hermano, Simón ben Matatías.

Ragesh se volvió. Era extraordinariamente ágil y vivaz, con unos pequeños ojos azules que parecían relampaguear continuamente.

Tomándome las dos manos, respondió:

-
Shalom
. Saludo con placer a un hijo de Matatías. Que seas un amparo para Israel.

-Contigo sea la paz -contesté con voz opaca.

-Funesto día éste, de un año funesto -prosiguió Ragesh-. Pero que tu corazón rebose odio, Simón ben Matatías, y no desesperación.

Odio, pensé; no tenían que enseñarme lo que era. Hubo un tiempo en que supe lo que era el amor, la esperanza y la paz; ahora sólo conocía el odio; era lo único que quedaba.

El rabí Ragesh, en su calidad de huésped, dirigió las oraciones.

Los hombres se envolvieron de pies a cabeza en las capas listadas y permanecieron en pie, inmóviles, con el rostro cubierto, mientras Ragesh entonaba:

Shma Israel, Adonái Elohenu, Adonái ejad...

(Oye, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno.)

Busqué con la mirada a Moisés ben Aarón y lo encontré; luego salió el sol e inundó la vieja sinagoga de luz. Oramos por los muertos.

Yo también estaba muerto; vivía, pero estaba muerto. Cuando concluimos casi toda la aldea estaba en la sinagoga, tanto los hombres como las mujeres y los niños.

-¿Qué pide el Señor? -preguntó el rabí Ragesh, declamando como si entonara una oración-. Pide obediencia.

-Amén. Así sea -dijeron todos.

-La resistencia a la tiranía, ¿no es obediencia a Dios? –preguntó amablemente el diminuto forastero.

-Así sea -contestaron todos.

-¿Si una serpiente me ataca el talón, no debo aplastarla con el pie?

-Así sea -dijeron, las mujeres llorando suavemente.

-¿Y si Israel es atacado, no debe levantarse?

-Así sea -repitieron.

-¿Y si no hay ningún hombre que juzgue a Israel, debe creer que Dios la ha abandonado?

-Así sea -dijeron los presentes.

-¿O debe surgir del pueblo un Macabeo?

-Amén -contestaron.

-Amén; así sea -concluyó Ragesh.

Avanzó por entre los presentes hasta donde estaba Judas, le puso las manos en los hombros, y lo besó en los labios.

-Háblales -le dijo.

He dicho que Judas era humilde, pero ahora la humildad había desaparecido. Se dirigió al frente de la sinagoga y allí se detuvo, bañado por la luz del sol, la capa manchada del viaje, colgando de sus anchos hombros, la cabeza inclinada, la barba rojiza refulgiendo como si fuera de fuego. Miré a mi padre, el adón; el viejo lloraba sin avergonzarse.

-He recorrido el país -empezó Judas en voz muy baja, tanto que la gente tuvo que apretujarse para poder oírlo-, y he visto el sufrimiento del pueblo. En todas partes ha ocurrido lo mismo que en Modin; no hay felicidad en Judea. Yen todas partes pregunté a los pobladores: ¿Qué pensáis hacer? ¿Qué pensáis hacer?

Judas hizo una pausa. En la profunda quietud de la sinagoga se oyó un solo sonido, el llanto de la madre de Ruth. En un tono de voz más alto, más profundo, más sonoro, dijo Judas:

-¿Por qué lloras, madre mía? ¿No hay más que lágrimas para nosotros? No he venido aquí a buscar lágrimas; bastante he llorado ya y bastante lo ha hecho Israel. He visto la fortaleza del pueblo, de sus millares de personas. Pero un solo hombre sabía lo que debía hacer: el rabí Ragesh, a quien llama padre todo el pueblo del sur. En la aldea de Dan preguntó al pueblo:

»-¿Qué preferís vosotros que sois judíos y habéis hecho la antigua promesa de no arrodillaros ante nadie, ni siquiera ante Dios, qué preferís, morir de pie o vivir de rodillas?

»Y cuando llegaron los mercenarios, condujo al pueblo a los cerros, y yo fui con él. Durante diez días vivimos en cavernas. Teníamos solamente cuchillos y unos cuantos arcos; eran nuestras únicas armas, pero podíamos haber luchado. Mas Filipo fue con sus mercenarios un sábado, el pueblo no quiso luchar porque era el día de Dios, y los mercenarios lo segaron. Yo, sin embargo, luché, y Ragesh también lo hizo; y seguimos viviendo para volver a luchar. Yo pregunto entonces a mi padre, a Matatías, el adón, ¿qué manda Dios? ¿Debemos dejarnos matar, o debemos luchar?

La asamblea volvió sus ojos hacia el adón, que miraba a Judas.

Pasaron los minutos, hasta que al cabo de mucho rato, dijo el adón:

-El sábado es sagrado, pero la vida es más sagrada.

-¡Escuchad a mi padre! –gritó Judas, con voz vibrante.

Las mujeres seguían llorando, pero los hombres miraban a Judas como si lo vieran por primera vez.

¿Cómo podría explicar lo que sentí, y el cambio que experimenté cuando murió aquella mujer, que fue la síntesis de todas las mujeres? ¿Cómo podría expresarlo yo, Simón, el hijo de Matatias? Los escribas que registran esas cosas dejaron constancia escrita de que contraje matrimonio. Pero eso fue después, mucho después.

En aquel entonces sólo había un implacable odio en mi alma, y una mutación en la de Judas. Tampoco Eleazar seguía siendo el mismo de antes; Eleazar el afable, el coloso, el más fuerte y el más tranquilo de todos los hombres de Modín. Ni mi hermano Jonatás, apenas algo más que un muchacho. Hasta Juan era extrañamente diferente, Juan el amable, el pasivo, casi santo; Juan, que ya había caído en la antigua rutina de tantos judíos: trabajar todo el día en el campo, darse un baño, cenar con la familia e ir luego a la sinagoga a estudiar los rollos, los rollos sagrados, los rollos que nos hicieron el pueblo de la Biblia, del Verbo y de las palabras, allí donde dice:

¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh, Jacob, tus tabernáculos, oh, Israel!
[ 10 ]

Qué vibración tan cálida, envolvente la de esta frase: «Tus tiendas, oh, Jacob; tus tabernáculos, oh, Israel». Nosotros somos un pueblo de paz. Tenemos un saludo tan viejo como el mundo, en el que decimos:
shalom
, y contestamos:
aleikem shalom
. «Paz» y «Contigo sea la paz». No sé lo que dirán en otros países, pero nosotros cuando alzamos una copa de vino, es uno solo el brindis que pronunciamos:
lejaim
, que significa «vida». ¿No dicen acaso los textos que hay tres cosas más sagradas que otras: la paz, la vida y la justicia?

Somos un pueblo pacifico y paciente y tenemos mucha memoria, tanta que llega perpetuamente hasta la época en que éramos esclavos, en que fuimos cautivos en Egipto. Para nosotros la guerra no significa gloria, y nosotros somos los únicos que no tenemos mercenarios. Pero nuestra paciencia no es interminable.

Debo relatar el retorno de Apeles, y la causa de que su nombre haya sido registrado por nuestros escribas, para que los judíos lo recuerden siempre. Antes de que regresara Apeles a la aldea, los hijos de Matatías nos reunimos bajo el techo del viejo, nosotros cinco y el adón. También estaban el rabí Ragesh y Rubén ben Tubel, el herrero. Hombre extraño ese Rubén; era de baja estatura, ancho de espaldas y tan fuerte que doblaba una barra de hierro con las manos; moreno, de piel y cabello oscuros, tenía los ojos negros y estaba completamente cubierto, de la cabeza a los pies, de vello negro y duro como el alambre. Pertenecía a una familia muy antigua, de la tribu de Benjamín; desde cien años antes del destierro sus antepasados fueron todos forjadores de hierro, hombres de fragua y martillo. Durante el destierro su familia fue una de las que no salieron de Judea, y por espacio de tres generaciones vivieron en cuevas, como bestias. Rubén sabía trabajar todos los metales, y como tantos judíos forjadores de hierro conocía el secreto del silicato del mar Muerto, sabía combinarlo, fundirlo y soplarlo para hacer vidrio. No era un hombre instruido, y siendo niño más de una vez me burlé de su dificultad para leer la Tora.

Pero cuando una vez me reí de él abiertamente, el adón me propinó un fuerte golpe en la oreja.

-Guarda tus risas para mofarte de los tontos -me dijo-, y no de un hombre que posee secretos ni soñados por ti.

Aquella tarde el adón le pidió que fuera a reunirse con nosotros. No eran frecuentes sus visitas a nuestra casa. Su mujer le había lavado la ropa, dejándola reluciente, blanca como la nieve. Entró, sin embargo, cautelosamente, y cuando el adón le hizo una seña invitándolo a sentarse a la mesa, sacudió la cabeza.

-Me quedaré en pie, si le parece bien al adón.

Mi padre, que era tan notablemente discreto con todo el mundo, no insistió, y Rubén permaneció de pie durante todo el tiempo que duró nuestra conversación. Su tranquilidad, su calma profunda e implacable, contrastaban curiosamente con la nerviosa vitalidad del rabí Ragesh, que no podía quedarse quieto en su asiento, que recorría continuamente la habitación de un lado para otro y que se lanzaba de pronto sobre nosotros como una flecha, subrayando las palabras con repetidos golpes de puño que se asestaba en la palma de la mano. Como cuando dijo:

-¡Resistir, resistir, resistir! Esa debe ser la consigna; debe ser como un faro para todo el país, para todos los lugares donde haya judíos. ¡Resistir! Hay que golpear al conquistador...

-Y él contesta los golpes -dijo suavemente el adón.

-¡Oh, ya estoy harto de esas frases! -gritó Ragesh.

-A mí me hierve la sangre tanto como a ti -repuso fríamente mi padre-. Apeles me abofeteó cuando estaba delante de todo mi pueblo, y yo no me moví para que el pueblo pudiera seguir viviendo y contemplar una nueva aurora. Y cuando fui al Templo y vi una cabeza de cerdo en el altar, me tragué el dolor y la cólera. ¡Es fácil morir, rabí! ¡Dime cómo se puede luchar y seguir viviendo!

-Ya no podríamos retroceder –asintió Juan, con una expresión de tristeza y preocupación en su rostro alargado-. No ha de ser como en el sur, rabí Ragesh, donde unas cuantas personas fueron a los cerros y allí murieron. Todo el país se levantará cuando sepa que el adón Matatías ben Juan se ha sublevado contra los griegos. Y cuando vengan con veinte, treinta o cien mil mercenarios, ¿quién quedará en Israel para llorar?

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