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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (28 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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La muerte de Eleazar había provocado un cambio en Judas, como si algo se hubiese roto o derrumbado en su alma. Cuando le dije:

-¿Qué podemos hacer nosotros con las murallas? ¡Las murallas no son para nosotros!

Me respondió:

-Mis hermanos están allí.

-Pues nos reuniremos con ellos, ¿y luego? ¿Esperaremos a que Lisias vaya a buscarnos?

-¿Qué puedo hacer? ¿De nuevo la guerra? –preguntó Judas con desaliento-. El pueblo está en las aldeas. ¿Tendré que pedirles que peguen fuego a sus casas y se vayan a Efraín? No me prestarán atención.

-Tú eres el Macabeo -dije-. Judas, hermano mío, escúchame. Tú eres el Macabeo, y el pueblo te prestará atención.

Guardó silencio durante mucho rato, y luego sacudió la cabeza.

-No, Simón -dijo-, no. Yo no soy como tú. Tú eres como mi padre, el adón; pero yo no soy ni como él ni como tú. Iré a reunirme con mis hermanos en Jerusalén. Si tú quieres hacer la guerra desde el desierto, llévate a los hombres. Yo iré solo a Jerusalén y lucharé junto con mis hermanos.

-Tú eres el Macabeo -repetí.

Al día siguiente nos reunimos con Jonatás y Juan en el Templo y les comunicamos la muerte de Eleazar...

Judas convocó el consejo y concurrieron Ragesh, Samuel ben Zabulón, Enoch ben Samuel, el de Alejandría, y otros veinte adones y rabies, algunos de los cuales habían asistido al primer consejo reunido hacia tanto tiempo. Mientras nosotros nos congregábamos hacían su entrada en la ciudad las tropas de elefantes. El grupo de ancianos escuchó con el ceño fruncido y el ánimo inquieto el breve y penoso informe de la derrota que dio Judas.

-Y así fue -concluyó diciendo-. Mi hermano Eleazar murió, y junto con él muchos otros judíos. Yo regresé a defender el Templo. Los muros del Templo son fuertes, y si así lo queréis moriré aquí; o si queréis iré a Efraín a librar de nuevo nuestra vieja guerra. No creo que los elefantes sean invencibles. Mi hermano Eleazar mató uno de un solo martillazo. Son animales creados por Dios, y el hombre puede matarlos. Sólo tenemos que descubrir de qué modo.

Los gritos de los mercenarios que llenaban las calles de la ciudad llegaban hasta el Templo. Pero la ciudad estaba vacía y devastada. ¿Qué mayor destrucción se podía acumular en lo que ya era una tumba derruida?

-¿Qué opina Simón? -preguntó Samuel ben Zabulón.

Miré con curiosidad al colérico y altivo anciano del sur.

-¿Pides opinión a un hijo de Matatías? -dije.

-Te la pido a ti, Simón.

-Yo no soy el Macabeo -respondí-. No soy adón ni rabí. Soy Simón, el más inferior de los hijos de Matatías. Yo juzgué en Efraín; pero aquí no estamos en el desierto, sino en Jerusalén.

-¿Y qué harás tú? -preguntó Ragesh secamente.

-Seguiré a mi hermano Judas.

Ragesh se encogió de hombros.

-Y habrá guerra y más guerra; y siempre guerra. Guerra sin fin -dijo.

-No he conocido otra cosa -repuse-. Y sin embargo todavía no me he doblegado.

-Eres un hombre altivo -dijo Ragesh-. ¿Quieres ponerte al frente de Israel?

Jonatás le contestó, con enfado, casi con furia.

-¿Acaso mi hermano Judas se puso al frente de Israel? -exclamó-. ¿O mi padre? ¿Estamos vestidos de seda, y adornados de oro y diamantes?

Judas lo tomó de un brazo. El muchacho temblaba de indignación; gruesas lágrimas le rodaban por las mejillas.

-Ahora me reprenden los niños -dijo suavemente Ragesh.

-¿Soy un niño yo? –gritó Jonatás-. A los catorce años ya empuñaba un arco, y a los quince maté a un hombre. ¡Te conozco, viejo!

-¡Basta! -rugió Ragesh.

-Basta -dijo Judas-. Calla, Jonatás; calla.

Levantóse Enoch de Alejandría, un espléndido anciano septuagenario, barbiblanco, alto, benévolo, de mirada amable. Era uno de los viejos
kohanim
y había regresado de Egipto a pasar en el Templo los años que le quedaban de vida. Alzó los brazos pidiendo silencio.

-Así sea, y paz. Yo soy un hombre viejo, Judas Macabeo, pero te rindo honor, y considero que no hay en Israel ningún hombre que valga más que tú. Yo quería ver dos cosas antes de morir, el santo Templo y el rostro del Macabeo. He visto ambas, y ninguna de las dos me ha decepcionado. Pero..., soy judío al fin.

Hizo una pausa y suspiró.

-Soy judío, hijo mío -prosiguió-, y nuestras costumbres no son las de los
nokrim
. ¿Debemos seguir matando sin cesar? ¿No dejaremos de ser criaturas de vida para convertirnos en seres de muerte? Cuando pasé por las aldeas vi al pueblo dedicado pacíficamente a reconstruir sus casas, y vi las vides cargadas de uvas. ¿Que pide Dios a los hombres sino que hagan justicia y cumplan con la alianza? El orgullo asiste, te lo aseguro. Hemos hecho comprender bastante bien a los griegos que los judíos no somos seres mansos y humildes con los que se puede hacer lo que se quiera. Ahora, en Antioquía, dos partidos luchan por el poder. Yo lo sé, hijo mío, y conozco muy bien las formas de obrar de los reyes y de las cortes. Lisias hará la paz con nosotros si le ofrecemos buenas palabras en lugar de obstinados rencores. Preferirá luchar por el poder en Antioquía y en Damasco y no aquí en Jerusalén. Y si pide tributo, nosotros le pediremos paz y el derecho a vivir a nuestra manera, a aplicar nuestras leyes, y a observar nuestra alianza con nuestro Dios. Eso es lo mejor, hijo mío. No te rechazamos. Por el contrarío, te ofrecemos la más alta honra de Israel, el sacerdocio del Templo...

Todas las miradas se volvieron hacia Judas, que permanecía de pie rodeando con un brazo a Jonatás. Judas no respondió enseguida, ni se vio ningún signo de emoción en su hermoso rostro barbirrojo. Alto, fatigado, manchado de sangre y lodo de la reciente batalla, la capa listada colgando de sus anchos hombros, la espada de Apolonio pendiendo al costado, era menos más que un ser humano. ¡Cuántos recuerdos evoco de Judas! ¡y qué poco logro aprehenderlo, o descubrirlo, o conocerlo! Lo judío era la esencia de Judas; su estructura y su muerte. Sólo un judío podría haber escuchado al viejo, como él lo hizo, pensando entretanto en Eleazar, a quien debió de haber amado tanto, y recordando las innumerables veces que había luchado a su lado. «¿Qué daño puedo sufrir yo, Simón, me dijo una vez, teniendo ese martillo a un lado y tu espada al otro lado?» Sólo un judío podría haber escuchado como él lo hizo, para preguntar finalmente con la voz ahogada por la angustia:

-¿Y todo lo que hemos luchado, todas nuestras batallas, todos nuestros sufrimientos, todos nuestros esfuerzos, todo eso lo pondréis a la merced de la palabra de un griego?

Hasta Ragesh sintió compasión, y dijo con tono insinuante:

-No, Judas, hijo mío; a la merced de la palabra de un griego, no. Hay ahora un equilibrio político de poder que no existía hace cinco años, y que no ha modificado esta pequeña derrota infligida por los elefantes. Nosotros tenemos armas y miles de hombres adiestrados, y los griegos ya han aprendido a no desdeñar a los judíos. Estamos, por lo tanto, en condiciones de negociar, de aprovechar la delicada situación que se planteó con la muerte de Antioco y de aprovecharla en nuestro favor. No se trata de una decisión improvisada o precipitada, Judas.

-¿Si yo hubiese rechazado el ataque de los elefantes –arguyó Judas-, habrías dicho lo mismo? Tú me llamaste Macabeo, ¿es ésta la primera batalla que he librado? Cuando todos estaban desalentados, cuando sólo veíamos por todas partes muerte y destrucción, cuando el Templo, ese mismo Templo, estaba profanado, ¿no salí con mi padre y mis hermanos a hacer la guerra por la libertad de Israel? ¿Y no triunfé? ¿Puede borrar una sola derrota las victorias que obtuvimos? ¿Por qué os volvéis ahora contra mí? ¿Por qué? Me ofrecéis el sumo sacerdocio, pero yo no le he pedido; yo no he luchado para obtener recompensas. ¡Esto que veis es todo lo que poseo, mi capa y mi espada! ¿Alguien puede decir que haya visto a un hijo de Matatías saquear a los muertos? ¿Me creéis ambicioso? ¡Preguntadle a mi hermano Eleazar, que yace allí abajo, aplastado por las patas de cien bestias! No quiero recompensas. Sólo quiero la libertad de mi patria, ¡y me habláis de venderla, de negociar y confiar nuestras vidas a la palabra de un griego!

-Judas -insistió pacientemente Ragesh-, Judas ben Matatías, no se trata de una sola victoria o una sola derrota. Nosotros ya nos habíamos reunido antes de la batalla para discutir las condiciones que le íbamos a pedir a Lisias...

-¡Antes de la batalla! –dijo Judas-. ¡Mientras yo y mis hermanos luchábamos, vosotros os confabulabais con ellos, a nuestras espaldas! ¡Que Dios se apiade de ti, Ragesh, porque me has vendido y has vendido a mi pueblo!

Yo esperaba que Ragesh se inflamara de ira, pero las tajantes palabras de mi hermano le cayeron como un latigazo en el rostro, y el altivo hombrecito bajó la cabeza y movió silenciosamente los labios.

-Haz lo que quieras -dijo Judas-, haz lo que quieras, viejo. Cuando me llamaste Macabeo por primera vez, dije que depondría la espada cuando me lo ordenaras. La depongo ahora.

Y volviéndose hacia nosotros, añadió suavemente:

-Venid, hermanos míos, ya no tenemos nada más que hacer aquí.

Salimos de la sala del consejo, y más de uno de los ancianos, adones y rabies que quedaron en ella se taparon la cara con las manos y lloraron...

Y la asamblea de dignatarios hizo la paz con el griego Lisias. El tributo, diez talentos de oro por año, era pequeño comparado con los centenares que extraían a Judea anteriormente. En retribución se concedió a los judíos plena libertad religiosa y el derecho a sostener el Templo contra los helenistas que ocupaban la fortaleza y se negaban a doblegarse ni ante Lisias ni ante el consejo de ancianos. Lisias se comprometió además a no mantener mercenarios en Judea, con la sola excepción de Bet Zur, y a reconocer a los voluntarios judíos el derecho a patrullar los caminos y las fronteras.

Así fue; en el término de dos días Lisias y sus tropas de elefantes abandonaron Jerusalén y regresaron a Antioquía.

Por otra puerta salimos también de la derruida ciudad Judas, Jonatás, Juan y yo. Lo único que poseíamos era la ropa que llevábamos puesta, manchada en las batallas, nuestras espadas, nuestros arcos y nuestros cuchillos. Fuimos a Modín, donde ya estaban la esposa de Juan y sus dos hijos, y aquella misma noche Judas, Jonatás y yo dormimos en la dehesa de la colina, detrás de la casa de Matatías.

A la mañana siguiente nos pusimos a trabajar en la casa; retiramos los maderos ennegrecidos por el fuego y moldeamos nuevos ladrillos de barro que pusimos a secar al ardiente sol del verano; y es tan fundamental la vida misma en la existencia del hombre, en esa existencia simple, objetiva, de todos los días, que no tardaron los aldeanos en acostumbrarse a ver al Macabeo trabajando en la casa, con la cara y los brazos sucios de barro, tierra y sudor. ¡Qué rápido había revivido Modin! De nuevo Lebel el maestro daba sus clases en la sinagoga de piedra, paseando arriba y abajo por la fresca sala, vara en mano, y aguzando el oído, atento y crítico, a la menor imperfección de pronunciación o enunciación de sus alumnos. De nuevo la forja de Rubén fulguraba con sus rojos y furiosos resplandores, despidiendo sus lluvias maravillosas de chispas ante los grupos de niños boquiabiertos. Y de nuevo estaban llenas las cisternas de aceite de oliva, y crecía el trigo en los terraplenes, en densas espigas, y maduraban en las vides las uvas cargadas de sol. Las gallinas volvían a corretear por la polvorienta calle de la aldea, y las madres volvían a sentarse, en los umbrales de las puertas, a la caída de la tarde, fresca y umbría, a cuidar a los niños y a charlar con las vecinas.

Y también al caer la tarde Jonatás salía a pasear por los olivares con Raquel, la hija de Jacob ben Gedeón, el curtidor. Y subían luego a las altas dehesas y a los terraplenes para contemplar el sol poniente hundiéndose en el Mediterráneo, y extasiarse con la gloria que la vida brinda a un hombre y una doncella...

Judas y yo hacíamos una vida muy simple y tranquila. Trabajábamos hasta que oscurecía, con la imperiosa intensidad de los hombres que no persiguen otro objetivo más que el trabajo mismo.

Nos alimentábamos con un poco de pan y vino, una cebolla y un rábano, y de tanto en tanto un trozo de carne. Nos acostábamos temprano y nos levantábamos temprano, y nosotros mismos atendíamos nuestras escasas necesidades. Aunque casi todos los hombres de la aldea eran viejos camaradas de armas, había algo que les impedía intimidar con el Macabeo. No podían equipararse con él.

Judas era el Macabeo y lo seria siempre. Aunque trabajara en las mismas tareas que ellos, estaba en un plano distinto del de ellos.

Lo mismo sucedía con los judíos de otras aldeas que pasaban por Modín. Iban a ver al Macabeo, lo saludaban, y a veces le besaban las manos o la mejilla. Para ellos Judas jamás podía cambiar; nada podía disminuirlo ni menoscabarlo.

Pero él cambió. Siempre fue benévolo, y se volvió más benévolo aún; casi como si lo envolviera un manto de pureza, una pureza que ningún otro hombre podría ostentar con la misma dignidad natural y despojada totalmente de todo egotismo. Siempre estábamos juntos Judas y yo, más aún después de que Jonatás comenzara a frecuentar la casa de Jacob ben Gedeón. Hablábamos poco, y siempre del pasado; nunca del futuro.

Una tarde fue a vernos Rubén. Nosotros estábamos sentados a la mesa, comiendo pan y bebiendo vino. El herrero entró indeciso, vacilante, mirándonos con los ojos sombreados por esas cejas negras y abundantes que tenía. Avanzó lentamente, paso a paso, de puntillas, moviendo pesadamente su enorme cuerpo, bajo pero poderoso. Luego se detuvo, como un niño extraviado, acariciándose la barba, negra y dura, y pasándose repetidamente la lengua por los labios.

-Paz -dijo Judas-. La paz sea contigo, Rubén.

-
Aleichem shalom
. Contigo sea la paz -respondió Rubén, como si se disculpara.

-Entra -dijo Judas sonriendo.

Se levantó y tomando al herrero de la mano lo condujo hasta la mesa. Yo partí pan y se lo ofrecí, y le serví vino. Comió entonces con nosotros, riendo y llorando alternativamente. Hablamos toda la tarde, de los viejos tiempos, de las viejas glorias, de las antiguas batallas. Hasta que mi sangre, que se había enfriado en mis venas, volvió a correr ardiente y orgullosa...

Fue el día anterior a la llegada de la delegación de levitas que, descalzos y encabezados por Enoch, el anciano rabí de Alejandría, acudieron a decirle a Judas que la asamblea, reunida en el Templo por la presidencia de Ragesh, lo había designado sumo sacerdote de todo Israel.

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