El joven señor se volvió; los oscuros ojos centelleaban.
—¿Qué? ¿Qué decís?
Félix tragó, deseando no tener que continuar.
—Los resucitó, mi señor, pero me temo que eso fue sólo el principio…
El joven señor pareció conmocionado, y tuvo que sentarse, pero luego alzó la mirada y clavó los duros ojos en Félix.
—Contadme.
Félix se encogió de hombros.
—¡Ojalá supiera más para contároslo! Los resucitó y se los llevó, diciendo que tenían «trabajo que hacer». No sé a qué trabajo se refería. Pero lo mantuvo alejado de la batalla final.
Dominic ocultó la cara entre las manos.
—Pagará —dijo—. No importa lo que haya hecho. La muerte y profanación de mis padres no puede quedar sin venganza.
El sacerdote de Morr de tristes ojos se aclaró la garganta. —Esto no presagia nada bueno —dijo.
Von Uhland lo miró.
—¿Sabéis qué tiene intención de hacer, padre Marwalt? El sacerdote negó con la cabeza, pero fue su hermano quien respondió.
—No con exactitud —dijo el magíster del Colegio Amatista—. Pero si está usando al graf y la grafina en su ritual, podría significar que está preparando algo que afectará a toda Reikland.
Von Uhland frunció el ceño.
—No lo entiendo, magíster Marhalt —dijo—. ¿Cómo podrían ayudarlo sus cadáveres?
—En la magia, hay poder en los nombres y los lugares —entonó el padre Marwalt—. El castillo Reikguard es la casa familiar de los príncipes de Reikland, el lugar desde el que, en otros tiempos, fue gobernada la provincia, y que aún a veces es el hogar del gobernante de todos nosotros, Karl Franz.
—Y el graf y la grafina son los gobernantes del castillo Reikguard —continuó el magíster Marhalt—. Por lo tanto, al menos desde un punto de vista simbólico, son los gobernantes de Reikland.
—Un ritual llevado a cabo en el castillo Reikguard, sobre los gobernantes del castillo Reikguard, podría ser utilizado para afectar a todo el territorio que conforma sus dominios —acabó el padre Marwalt.
Von Uhland se quedó mirándolos.
—¿Qué podría hacer? —preguntó—. ¿Qué ritual sería ése? ¿Podría resucitar a todos los muertos desde aquí hasta Altdorf?
El padre y el magíster encogieron simultáneamente sus estrechos hombros.
—¿Quién puede saberlo? —dijeron al unísono—. Podría ser cualquier cosa.
—¿Y cuánto tiempo? —preguntó Von Uhland, lamiéndose los labios—. ¿Cuánto tiempo podría tardar en hacer un hechizo semejante?
Los gemelos volvieron a encogerse de hombros.
—Un ritual tan poderoso podría requerir días o semanas —respondió el magíster Marhalt.
—Y ya han pasado días —precisó el padre Marwalt.
Von Uhland palideció y se puso de pie.
—No puede perderse más tiempo —dijo, a la vez que se dirigía hacia la puerta—. Inspeccionaré la posición, y luego nos pondremos en marcha.
—Yo iré con vos —dijo Dominic, que se le acercó—. Conozco el castillo como la palma de mi mano, así como los pasadizos secretos de entrada y salida.
Félix pensó en Kat, y se esforzó por levantarse de la cama. —Yo también os acompañaré —dijo—. Debo regresar a…
Von Uhland posó una mano sobre uno de sus hombros y lo empujó con suavidad hacia atrás.
—Descansad,
herr
Jaeger. La Reiksguard tiene la situación controlada. Pero gracias por vuestra percepción e información.
—Pero… —dijo Félix.
El general ya estaba saliendo por la puerta, y Dominic Reiklander le pisaba los talones. Félix los miró con ferocidad. ¿Quién era Uhland para decirle que descansara? No iba a quedarse haraganeando en la cama cuando Kat estaba en peligro. Apartó sábanas y mantas, y se incorporó hasta quedar sentado, y entonces se aferró a los bordes del camastro cuando la habitación comenzó a girar.
Félix respiró profundamente hasta que la sensación pasó. Sentía un deseo desesperado de volver a tenderse, pero no iba a hacerlo. Tenía que ir con Von Uhland y Dominic. Pasó las piernas por el costado del camastro y se puso de pie, oscilando, para detenerse una vez más a esperar que el mundo dejara de dar vueltas; y luego se encaminó hacia la puerta.
Max apareció antes de que hubiese llegado a ella.
—Félix —dijo con expresión grave—. Gotrek está muriéndose. Ven conmigo.
Max condujo a Félix a través de la puerta de borde rojo de la tienda enfermería, y luego se apartó a un lado. El Matador yacía sobre un camastro, contra la pared del fondo, con su único ojo cerrado y los brazos, piernas y torso cubiertos de magulladuras, vendajes y heridas suturadas. Snorri estaba de pie junto a él, con una pata de palo nueva, y lo miraba en silencio. A un lado, la hermana de Shallya ayudaba a un cirujano a recoger los escalpelos agujas y sutura.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido, Félix —dijo Max—. Los cirujanos han limpiado y curado todas las heridas, mientras la abadesa le rezaba a Shallya para que curara el daño causado a los órganos internos de Gotrek. Yo he hecho todos los hechizos de purificación y curación que conozco, pero… no ha habido ningún cambio. Parece que hemos llegado demasiado tarde.
Félix asintió débilmente, y luego se acercó al camastro y se detuvo junto a Snorri. Gotrek yacía como si estuviera dormido, con las cejas fruncidas, pero su pecho no parecía subir y bajar. No había ningún movimiento en él.
—Aún vive —dijo Max—, pero no durará mucho. Es sólo cuestión de tiempo.
Félix se arrodilló junto al camastro y se inclinó.
—Gotrek —dijo—, por favor, no permitas que tu fin sean unas pocas esquirlas de cristal. Krell está vivo. Vuelve y acaba con él. Véngate y ayúdame a rescatar a Kat.
No se produjo ningún cambio en la cara del Matador. La verdad era que Félix no había esperado que se produjera, pero a pesar de eso, fue doloroso. Dejó caer la cabeza, y luego volvió a ponerse de píe, con los puños cerrados.
—Debería tener su hacha —dijo de repente—. No debería morir sin su hacha.
—Snorri irá a buscarla —dijo Snorri con lentitud, para luego dar media vuelta y salir de la tienda.
Max tosió, junto a la puerta.
—Si necesitas algo, Félix… —dijo.
Félix negó con la cabeza.
—Sólo…, sólo un poco de tiempo.
Max asintió con la cabeza, les hizo un gesto al cirujano y la abadesa, y se encaminó hacia la puerta cuando ellos salían.
—Me ocuparé de que no os molesten.
La furia hervía en el pecho de Félix cuando bajó la mirada hacia el Matador. No era así como debía acabar. El Matador no debía morir en la cama. No debía marcharse en silencio. Se suponía que debía caer luchando, sangrando por cien tajos y hecho pedazos por los golpes asestados durante los estertores de muerte de un enemigo monstruoso al que acabara de matar. Aquello era patético, la peor de las muertes que podía imaginar para la saga de Gotrek. Nunca la habría escrito así. ¡Nunca!
Más de veinte años viajando con el Matador, luchando junto a él, aguantándole el malhumor y compartiendo sus triunfos, todo eso le había dado la impresión de que era en preparación de algo importante. Había pensado que la obra épica tendría un final digno de los capítulos precedentes. ¡Maldito Krell! ¡Lo maldecía por tramposo y cobarde envenenador! Y maldito fuera también Rodi, por robarle a Gotrek una auténtica muerte de matador, cuando aún estaba lo bastante bien como para aprovecharla.
Félix apartó la mirada, gruñendo. Ahora todo estaba mal. ¡Todo! El Matador había tenido una muerte poco digna, y aunque Félix, debido a eso, había quedado ya libre del juramento que le había hecho, ¿qué prometía esa libertad? Nada. Debería haber sido un nuevo comienzo para él, una nueva vida con Kat, en la que habrían ido allá donde les apeteciera y habrían hecho lo que les viniera en gana, solos y juntos al fin; pero hacía al menos dos días desde que él, Snorri y Gotrek habían caído de las murallas del castillo Reikguard. No había posibilidad alguna de que Kat continuara con vida después de todo ese tiempo. Por supuesto que él iría con el general Uhland para averiguarlo por sí mismo, pero ya conocía la respuesta. Estaba muerta, y con la muerte de ella, también habían muerto los sueños de un futuro mejor que él había tenido.
Snorri volvió a entrar, cojeando, en la tienda, y le presentó el hacha rúnica de Gotrek.
—Aquí la tienes, joven Félix —dijo.
Félix se le acercó y aceptó el arma, y estuvo a punto de dejarla caer. Era inquietantemente pesada. Con un gruñido, la levantó y fue hasta el camastro de Gotrek, para depositarla sobre el barbudo pecho y cruzar las manos del Matador sobre ella.
—Ahí la tienes, Gotrek —dijo al mismo tiempo que se erguía—. Vas a necesitar eso en los Salones de Grimnir.
Snorri se situó al otro lado del camastro e inclinó la cabeza.
—Que Grimnir te dé la bienvenida, Gotrek, hijo de Gurni —dijo.
«Al menos esto está bien», pensó Félix, el hecho de que él y Snorri se encontraran allí, y que hubieran sido pronunciadas las frases apropiadas. Decidió que se quedaría a velar a Gotrek hasta que las hermanas le dijeran que había muerto. Le había jurado al Matador que sería testigo de su fin, y si éste tenía que ser aquel triste y silencioso fallecimiento, él no faltaría a la palabra empeñada. Si al menos no se sintiera como si estuviera a punto de caerse en cualquier momento…
Félix miró a su alrededor y vio una silla plegable apartada a un lado. La arrastró hasta el camastro y se sentó en ella. Permanecería en vela allí. Sería lo mismo.
Félix despertó con un sobresalto, y el pánico hizo presa en el. ¿Durante cuánto tiempo había dormido? Miró hacia la puerta. El rojo crepuscular entraba en la tienda. ¡No! No era ni mediodía cuando se había sentado en la silla. ¿Cómo había sucedido eso? ¿Cómo se había permitido quedarse dormido?
Miró el camastro de Gotrek.
Estaba vacío.
El pánico del pecho de Félix se transformó en pavor frío, y luego en demoledora culpabilidad. Gotrek había muerto. Snorri se lo había llevado para quemarlo, y Félix se había perdido todo el proceso. No había presenciado el fin del Matador. No había estado a su lado en los últimos momentos. Había fallado en el deber que había jurado cumplir durante veinte años. Y entonces, el enojo apareció para unirse a la culpabilidad. ¡Maldito Snorri! ¿Por qué no lo había despertado? ¿Por qué no le había advertido cuando se aproximaba el final?
Félix se levantó con torpeza de la silla y estuvo a punto de caer de cara. Estaba muy recuperado de las heridas y el brazo ya no le palpitaba, pero el mareo continuaba presente, y él tenía tanta hambre que apenas se sostenía en pie.
Se recuperó y salió con paso inseguro a un laberinto de tiendas de campaña. En el poco tiempo que habían pasado allí, los soldados de la fuerza de rescate habían transformado el pequeño poblado en un animado campamento, que, además, se preparaba para la guerra. Caballeros, escuderos y mozos pasaban apresuradamente llevando armaduras y sillas de montar, y los ásperos gritos de los sargentos resonaban en todas direcciones.
Félix giró a la derecha para dirigirse —así lo esperaba— hacia la calle principal que atravesaba la aldea. Tenía que encontrar a Max, a Snorri o a la hermana de Shallya, para preguntarles qué había sucedido; y les diría cuatro frescas por dejarlo dormir mientras moría su más querido amigo.
Tras girar una vez más, encontró la calle y miró en ambas direcciones. Más allá de la choza en la que él y Snorri se habían refugiado, se veía una tienda grande, sobre la cual se agitaba el estandarte de los caballeros de la Reiksguard. Esa sería la tienda de mando. Se encaminó hacia ella, pero antes de haber dado cinco pasos, un olor embriagador lo hizo detenerse en seco. Alguien estaba asando carne de cerdo, y también olía a salsa de carne.
Giró en dirección a los deliciosos aromas justo a tiempo de oír una voz conocida.
—A Snorri le gustaría comer más carne, por favor.
El corazón de Félix dio un brinco, y continuó avanzando con paso tambaleante. El viejo matador parecía muy tranquilo. ¿No sabía qué le había sucedido a Gotrek? ¿O lo había olvidado ya? ¡Sigmar, eso sería algo terrible! La tienda comedor estaba justo ante él, a la izquierda. Félix se inclinó para pasar entre las solapas de la puerta y buscó al viejo matador con la mirada.
—Snorri —dijo—. Ahí estás. Te…
Calló al enfocar la escena del interior de la tienda. Snorri estaba sentado ante una larga mesa de comedor colectivo, situada en medio de la tienda, con un banquete de comida ante sí y una enorme jarra de cerveza en un puño, y delante de él, con la cabeza inclinada mientras con el tenedor se echaba comida a la boca como una máquina, estaba Gotrek.
—Hola, joven Félix —dijo Snorri, agitando un hueso pelado.
Gotrek alzó hacia Félix su único ojo, con el ceño fruncido.
—¿Por fin despierto, humano? —preguntó—. Este no es el momento para dormir. Tenemos trabajo que hacer.
—¡Gotrek! —dijo Félix.
Pero entonces se le hizo un nudo en la garganta y se encontró con que no podía decir nada más, y era mejor así, en realidad. Sólo habría dicho algo sentimental, y Gotrek habría pensado que era débil.
—¿Sí? —replicó el Matador—. ¿Qué?
No era del todo el mismo de siempre. Parecía más fuerte que nunca y comía con la fruición habitual, pero sus movimientos eran un poco rígidos, y estaba inusitadamente pálido, mientras que en su cara había arrugas y cicatrices que no había tenido antes de llegar al castillo Reikguard. Pero ¿cómo era posible que estuviera vivo? Max había dicho que ni plegarias, ni hechizos, ni operaciones habían dado resultado alguno. ¿Acaso sólo habían tardado un poco en hacer efecto? ¿Se habría recuperado el Matador por mera fuerza de voluntad? Pensó en preguntarlo, pero era probable que Gotrek respondiera también a eso con un resoplido.
—Nada —dijo Félix, al fin, obligando al nudo de la garganta a bajar—. Es…, es agradable verte, eso es todo.
—
Herr
jaeger —llamó alguien—. Venid aquí. Comed mientras hablamos. Pronto tendremos que ponernos en marcha.
Al volver la cabeza, Félix vio al general Uhland. De hecho, ahora que había superado la sorpresa de encontrar a Gotrek con vida, veía que había una reunión muy numerosa en la tienda. El general Von Uhland y Dominic Reiklander, aún vestidos para explorar, se encontraban sentados con un pequeño círculo de oficiales, mientras que Max Schreiber, el padre Marwalt y su gemelo, el magíster Marhalt, estaban sentados junto a ellos.