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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies (34 page)

—Desde luego que me entristece presenciar el funeral de un hombre valiente muerto en batalla —dijo con toda la frialdad de que fue capaz—, pero si queréis arrojar a alguien al fuego por su muerte, capitán, deberíais ser vos quien entrara en las llamas.

—¡¿Qué?! —gritó Bosendorfer—. ¿Qué decís?

Félix se acercó más a él, mientras, por todo el patio de armas, los hombres se volvían para escuchar.

—La otra noche, cuando estábamos brindando, nos pedisteis a todos que brindáramos por la muerte del hombre que había asesinado a los heridos que habían muerto en sus lechos. ¿Lo recordáis?

—¡Por supuesto que lo recuerdo! —dijo Bosendorfer ¿Qué tiene eso que ver con esto?

—Nada, salvo por el hecho de que el asesino sois vos —dijo Félix—. Vos sois quien mato a esos hombres. Y sois quien ha matado a Hinkner.

Bosendorfer alzó la espada por encima de su cabeza, gruñendo, pero en sus ojos había una sombra de inquietud, como si temiera estar enfrentado con un loco.

—¿Qué estáis diciendo? ¡Yo no he matado a nadie!

—¿Ah, no? —preguntó Félix—. ¿Quién obligó a Von Geldrecht a esconder al cirujano Tauber porque temía por su vida? ¿Y cuantos hombres vivirían aun si el medico hubiera estado libre para cuidarlos? Hinkner no murió en batalla. Murió a causa de sus heridas porque Tauber no pudo atenderlas. Lo matasteis vos, capitán. Vos los matasteis a todos. Y si deseáis pelear conmigo por eso, estoy preparado.

Desenvainó a
Karaghul
y saludó, para luego recular y ponerse en guardia, mientras el gentío que iba reuniéndose murmuraba y observaba.

Bosendorfer lo miró con ferocidad, y luego se puso también en guardia.

—Puede ser que hayan muerto hombres, pero he salvado al resto de algo peor. Tauber nos habría envenenado a todos. —Levantó el mentón—. Cuando estéis preparado,
mein herr
.

Kat se quedó con las piernas flexionadas, el cuchillo desenvainado y aspecto de tener ganas de intervenir, pero, al fin, retrocedió. Ahora aquello era un asunto de honor. Era sólo entre Félix y Bosendorfer.

O lo habría sido, si no hubiese intervenido un poder superior.

—¡Alto! ¡Los dos! —gritó Von Volgen, que atravesó el patio a grandes zancadas a la cabeza de sus caballeros—. ¡No habrá peleas entre nosotros!

Bosendorfer se volvió para encararse con los de Talabecland, y sus espadones se llevaron las manos a las armas.

—Vos no sois mi comandante —dijo Bosendorfer con rigidez—. No podéis darme órdenes.

—No es una cuestión de órdenes y mando —aclaró Von Volgen al detenerse ante ellos—. Es una cuestión de supervivencia. Debemos matar enemigos, no matarnos los unos a los otros.

—¡Pero él me ha acusado de matar a mis propios hombres! —gritó Bosendorfer.

—¡Y lo habéis hecho! —gritó alguien desde la multitud.

—Eso carece de importancia —dijo Von Volgen con los ojos encendidos—. Ambos sois necesarios para defender el castillo Reikguard. —Se volvió hacia Félix—. Disculpaos,
herr
Jaeger, por el bien del Imperio.

Félix frunció los labios, desafiante. ¿Por qué tenía que disculparse por decir la verdad? Pero tras pasar un segundo bajo el calor de la calcinante mirada de Von Volgen, suspiró. El señor de Talabecland tenía razón. Pelearse unos con otros era una locura. Se inclinó hacia Bosendorfer.

—Perdonadme, capitán —dijo—. He hablado a destiempo.

Bosendorfer lo miró con expresión desdeñosa.

—¿Eso es todo? ¡También habéis mentido! Vos…

Von Volgen se volvió hacia él y lo hizo callar con un gesto.

—¡Basta, espadón! Aceptad la disculpa.

—¡Maldito sea si la acepto! —dijo Bosendorfer, al mismo tiempo que avanzaba—. ¡Ha mentido! El…

Von Volgen le cerró el paso con la espada.

—Aceptadla, capitán —dijo—, y continuad con el funeral.

—¡¿Quién sois vos para dar órdenes a mis soldados?!

Félix, Kat y los otros se volvieron y vieron a Von Geldrecht que bajaba dando bandazos por la escalera de la torre del homenaje, ante Classen y un puñado de caballeros del castillo, con la cara floja enrojecida, y temblando de cólera.

Von Volgen le hizo una reverencia, y la multitud guardó silencio.

—Perdonadme, mi señor, pero ¿habríais preferido que los dejara asesinarse el uno al otro?

—Preferiría que dejarais las órdenes a mi cargo —gruñó Von Geldrecht, que avanzó cojeando—. ¡Aquí no tenéis ninguna autoridad, con independencia de cuál sea vuestro rango!

—No busco tenerla —dijo Von Volgen—. Pero si vos estáis ausente cuando comienzan los problemas, ¿qué alternativa me queda?

—Tenéis la alternativa de abandonar el castillo si no os gusta la manera en que dirijo las cosas —contestó Von Geldrecht.

Von Volgen calló al oír eso; tenía la cuadrada mandíbula tensa, y Félix aguardó la explosión. Pensó que era allí donde el señor de Talabecland rompería sus principios. Allí donde caería el hacha. Ante una incompetencia tan arrogante como ésa, ¿podía Von Volgen continuar con sus reparos y permitir que Von Geldrecht siguiera al mando? ¿Podía realmente dejar pasar semejante estupidez sin hacer comentarios? Félix esperaba que no.

Von Volgen se inclinó, tan tieso como una tabla.

—Gracias, señor comisario, pero me quedaré. Debemos continuar unidos si queremos que el castillo Reikguard resista. Sólo pido…, sólo pido que volváis con nosotros lo antes posible, y nos preparéis para la batalla que se avecina.

Félix gruñó, decepcionado. El código moral de aquel hombre iba a condenarlos a todos a permanecer bajo el mando de Von Geldrecht, el cual los condenaría a la destrucción.

El comisario, no obstante, no pareció complacido con la respuesta de Von Volgen.

—¡Estáis dándome órdenes otra vez, Von Volgen! —gritó—. ¡Estáis diciéndome qué debo hacer!

—No, mi señor —respondió Von Volgen, con los dientes apretados—. Estoy pidiendo que se me den órdenes. ¡Estoy pidiéndoos que toméis el mando!

La cara de Von Geldrecht se puso roja de furia y dio la impresión de que iba a arremeter contra Von Volgen, pero luego apareció en sus ojos una expresión astuta, y alzó el mentón.

—Muy bien, mi señor. Entonces, os ordeno que me deis vuestra espada y que le entreguéis el mando de vuestros hombres al sargento Classen. Seréis el huésped de la torre del homenaje hasta que lleguen los refuerzos.

Von Volgen se quedó mirándolo, atónito, y no pareció saber qué decir, pero sus hombres no estaban tan consternados. Uno de los capitanes desenvainó la espada, y los otros lo imitaron.

—No os prenderá sin luchar, mi señor —dijo el capitán.

Von Geldrecht retrocedió ante ese despliegue de agresividad, y les hizo un gesto a Classen y Bosendorfer.

—Caballeros, espadones —dijo—, arrestadlos.

Los dos capitanes vacilaron, y luego avanzaron al mismo tiempo que sus hombres se alineaban detrás de ellos. Von Volgen los observó, y Félix vio que sopesaba las opciones. ¿Se defendía? ¿Se rendía? ¿Ordenaba a sus hombres que atacaran?

Félix miró a Kat. Ella asintió con la cabeza y se situaron a ambos lados de Von Volgen, mientras los presentes en el patio de armas miraban, y Bosendorfer y Classen continuaban avanzando con sus soldados.

—Estamos a vuestras órdenes, mi señor —murmuró Félix—. Haremos lo que digáis.

Von Volgen gruñó, con el puño de blancos nudillos cerrado en torno a la empuñadura de la espada, y al fin alzó su cabeza de bulldog y se dispuso a hablar.

Un potente trueno que sonó en lo alto lo interrumpió, y las losas de piedra del patio de armas se estremecieron bajo los pies de todos. Los señores y sus hombres quedaron petrificados y miraron hacia las murallas, pero los arcabuceros no habían dado la alarma. El sonido había llegado del cielo. Las nubes bajas que había encima del castillo se habían oscurecido y se habían cargado mientras se desarrollaba el drama del suelo, y ahora destellaban rayos en sus profundidades. Los hombres se quedaron mirándolas, como clavados en el sitio, con las espadas colgando de los brazos flojos, y alguien dijo lo que todos estaban pensando.

—¡Lluvia! ¡Va a llover!

—¡Agua limpia! —gritó un lancero.

—¡Traed un barreño! —gritó un arcabucero.

En todo el patio de armas, los hombres dieron media vuelta y corrieron hacia sus alojamientos, olvidado el enfrentamiento entre Von Geldrecht y Von Volgen. Incluso sus propios soldados miraban al cielo.

Pero cuando los hombres comenzaron a colocar en el patio cacerolas, barreños y cubos, Von Volgen volvió los ojos hacia Von Geldrecht, quien también lo miró, y sus soldados se pusieron en guardia de nuevo. Félix contuvo el aliento, mientras Von Volgen apretaba los dientes y alzaba la espada…, para luego darle la vuelta y ofrecerla con la empuñadura por delante.

—Mi señor comisario —dijo—, no derramaré la sangre de hombres del Imperio. Podéis hacer conmigo lo que os plazca.

Von Geldrecht dejó caer los hombros con alivio, y les hizo un gesto a Bosendorfer y Classen para que volvieran a avanzar, pero ellos se detuvieron cuando Von Volgen alzó una mano.

—Pero —añadió— estaré eternamente en deuda con vos si podéis aguardar a que haya bebido un trago de agua antes de llevarme a la celda.

Von Geldrecht, que se había puesto rígido cuando Von Volgen volvió a hablar, se relajó y sonrió.

—Por supuesto, mi señor. No seré descortés. —Se inclinó—. Quedáis en libertad de moveros por el patio de armas hasta que llueva.

Von Volgen asintió con la cabeza a modo de agradecimiento, y se volvió hacia sus caballeros.

—Id a buscar vuestros pertrechos —dijo—. Cubos, yelmos, cualquier cosa que pueda contener agua. Id.

Los caballeros no lo escucharon. Se apiñaron en torno a el, protestando por su arresto, pero él los hizo callar y les dijo que hicieran lo que les ordenaba, y Félix dejó escapar la respiración cuando se dispersaron y corrieron a recoger cazos y otros recipientes.

Se habría puesto del lado de los de Talabecland, pero la idea de luchar contra hombres del Imperio le resultaba tan aborrecible como a Von Volgen, y se alegraba de que las cosas no hubiesen llegado a ese extremo, aunque fuera una pena que Von Geldrecht continuara al mando.

—No hay mal que por bien no venga —dijo Kat como un eco de lo que él pensaba.

Félix asintió con la cabeza y alzó la mirada hacia las nubes, mientras Classen y Bosendorfer despedían a sus hombres para que también fueran en busca de recipientes. Iba a ser una tormenta brutal. Raras veces había visto cumulonimbos tan amenazadores. Pero ¿era su imaginación, o los rayos parecían teñidos de rojo?

17

Por todo el patio de armas, los hombres que no estaban de guardia sobre la muralla desplegaron una actividad febril para poner en el suelo todos los recipientes que pudieron encontrar. Además de cuencos, cazuelas y cubos, colocaban yelmos, vasos para vino, jarras para cerveza, incluso orinales y barriletes de pólvora vacíos. Algunos hacían genuflexiones en dirección al templo de Sigmar para darle las gracias por la bendición. La hermana Willentrude se arrodilló para rezarle a Shallya. Los hombres de Von Volgen y Von Geldrecht, que apenas momentos antes habían estado dispuestos a matarse unos a otros, reían y se codeaban mientras sacaban al exterior sus recipientes para recoger agua de lluvia.

A Félix, sin embargo, estaba resultándole difícil dejarse contagiar por el ambiente festivo, y continuaba lanzando miradas de inquietud hacia las nubes cada vez más hinchadas. Sus vientres eran ahora del púrpura amoratado de las ciruelas demasiado maduras, y los rayos que las recorrían continuaban dejando una imagen residual roja en el fondo de sus ojos cuando apartaba la mirada. También se había formado una densa niebla, oleosa y fría, que ascendió contra las murallas del castillo como un mar gris, y luego descendió al interior del patio de armas hasta que resultó difícil ver las murallas de enfrente.

El trueno había despertado a Gotrek, Rodi y Snorri, que se habían reunido con Félix y Kat junto al puerto para mirar con expresión ceñuda y ojos suspicaces hacia el cielo.

—Sucede algo raro —dijo Gotrek.

—¿Podría Kemmler haber envenenado las nubes? —preguntó Kat.

Rodi se encogió de hombros.

—Los nigromantes son taimados.

—Snorri no cree que huela a lluvia —dijo Snorri.

Félix inhaló, pero no pudo oler otra cosa que cuerpos sin lavar, humo y enanos sucios.

—¡Raciones dobles de agua! —gritó uno de los cocineros desde la puerta del subterráneo de la torre del homenaje.

Aquel hombre y el resto de trabajadores de la cocina sacaban al exterior carritos de mano en los que llevaban barriles de agua abiertos.

—¡El comisario Von Geldrecht ha ordenado que se distribuyan dos cucharones por persona!

Se oyó una enorme aclamación, y tanto caballeros como soldados de infantería comenzaron a ir en masa hacia los barriles, recogiendo tazas y vasos del suelo al pasar.

Kat se quedó mirándolos.

—Pero…, pero ¿qué pasará si no llueve?

Mientras la inquietud le inundaba el pecho, Félix echó a andar por el patio de armas, con Kat a su lado, en busca de Von Geldrecht, a quien encontró en la entrada del subterráneo de la torre del homenaje, observando el apiñamiento que rodeaba los barriles como un noble señor benevolente en un día de festín.

—Mi señor —dijo, bajando la voz al acercarse a él—, éste es un gesto espléndido, pero ¿estáis seguro de que es prudente?

Von Geldrecht lo miró con ojos fríos.

—¿Pensáis que estoy interesado en cualquier cosa que podáis decir,
herr
Jaeger? Os pusisteis contra mí con Von Volgen.

Félix tragó saliva, y luego se encogió de hombros. No podía negarlo.

—Así es —dijo—, pero eso no cambia…

—¿Qué puede tener de malo darles a mis hombres algo que necesitan con desesperación? —le espetó el comisario.

—Nada, mi señor —dijo Kat con los dientes apretados—, a menos que no llueva.

El comisario les dedicó un ceño cómicamente fruncido.

—De verdad,
herr
Jaeger. Vos y vuestra…

Su voz se apagó cuando un viento gélido recorrió el patio de armas, arremolinando la niebla y haciendo oscilar la llama de las antorchas que había colocadas a ambos lados de la puerta del subterráneo de la torre del homenaje. En el viento se oyó un gemido que parecía formado por los gritos de los heridos después de una batalla, y al hacerse más sonoro, el último tinte purpúreo del crepúsculo desapareció de las pesadas nubes, y la oscuridad cayó en un instante.

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