Read Matar a Pablo Escobar Online
Authors: Mark Bowden
Acompañado de su primo y compañero infatigable, Gustavo Gavina, le dio por frecuentar por las noches un bar en el peligroso barrio del distrito Jesús de Nazareno. Le explicó a su madre que no encajaba en la escuela o en un empleo normal y corriente:
—Quiero ser importante —le dijo.
Sin embargo nunca abandonó del todo la idea de proseguir sus estudios, quizá consecuencia de la persistencia de Hermilda o acaso por sus propios planes, que siempre iban más allá. Dos años más tarde, durante un breve periodo, él y Gustavo regresaron al instituto, pero los dos primos, ya mayores que sus compañeros de clase y acostumbrados a la libertad y a las turbulentas calles de Medellín, eran considerados los bravucones de la clase. Ninguno de los dos acabó el curso escolar, aunque por lo visto Pablo intentó varias veces, pero sin éxito, completar los exámenes obligatorios para graduarse. Hasta que, finalmente, lo compró sin más. Años más tarde, llenaría las estanterías de sus casas de volúmenes de obras clásicas y a veces incluso mencionaría su interés por obtener una educación universitaria. Una vez incluso, a punto de ser encarcelado, comentó que tenía la intención de estudiar derecho. Pero de lo que no había duda era de que su falta de formación académica continuó alimentando su propia inseguridad y desilusionando a su madre. Pese a todo, nadie que le conociera ponía en duda su inteligencia innata.
Se volvió un gánster. Ya existía una larga tradición de negocios turbios en Medellín. El oriundo de Medellín —el «paisa» estereotípico— era un pícaro nato, un personaje dueño de habilidades naturales para sacar ganancias de cualquier empresa. La región era famosa por sus criminales, jefes de sindicatos del crimen organizado y profesionales de la tradición paisa del contrabando, una tradición que databa de siglos atrás; un oficio perfeccionado a través del comercio ilegal de oro y esmeraldas, aunque entonces se especializara en el tráfico de marihuana, y más tarde en el de cocaína. Cuando Pablo abandonó sus estudios en 1966, el tráfico de drogas ya era un negocio establecido y muy rentable; una actividad muy alejada de las aspiraciones de unos matoncillos de diecisiete años. Pablo dio comienzo a su carrera delictiva en las calles de Medellín timando a transeúntes. Pero él era ambicioso. Cuando le dijo a su madre que quería ser importante, tenía en mente muy probablemente dos tipos de éxito distintos. De la misma manera que los contrabandistas dominaban la vida ilícita en las calles de Medellín, las actividades mercantiles lícitas eran dominio político y social de un reducido número de ricos industriales textiles, mineros y poderosos terratenientes. Eran «los señores», individuos cultos y refinados cuyo dinero sustentaba iglesias, organizaciones de caridad y los exclusivos
country clubs
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hombres temidos y respetados por los campesinos que arrendaban sus tierras. Católicos, tradicionales y elitistas, eran ellos quienes ocupaban los puestos políticos de poder y que en definitiva representaban a Medellín en Bogotá, en el Gobierno nacional. Las ambiciones de Pablo abarcaban ambos mundos, el lícito y el otro, y es ésa la contradicción principal de su trayectoria.
Según la leyenda, Pablo Escobar y su pandilla comenzaron sus actividades criminales en los cementerios, robando lápidas que volvían a pulir con un chorro de arena, para luego venderlas como nuevas. Es cierto que Pablo tenía un tío que se dedicaba a vender lápidas y que Pablo trabajó para él cuando era un adolescente, así que en los años venideros solía causarle gracia escuchar la anécdota de las lápidas. Sin embargo siempre negaba que fuera cierta; ¿pero cuántas otras cosas negó? Hermilda desestimó la historia de las lápidas robadas. Y, pensándolo bien, es una historia bastante improbable. Por un lado, re-ciclar lápidas resulta una actividad demasiado honesta, y hay pocos indicios que sugieran que Pablo tuviera inclinaciones de ese tipo. Además, Pablo era un tipo supersticioso, adepto a esa peculiar y pagana rama del catolicismo común en la Antioquia rural, la que rinde tributos a ídolos —tales como el Niño Jesús de Atocha, a quien rezaba Hermilda— y que está en íntima comunión con los espíritus. El robo de lápidas no parece una vocación probable para alguien que temía al mundo de los espíritus. Lo que sí suena más creíble son las versiones que luego sí admitiría, los relatos de timos callejeros de poca monta, la venta de cigarrillos de contrabando o de billetes de lotería falsos y las estafas en las que, con una mezcla de engaño y encanto personal, desplumaba a los que acababan de salir del banco local. Pablo no iba a ser el primer fullero que en las calles descubriría que quitarle el dinero a otros es más fácil y más emocionante que ganarlo. Era un joven excepcionalmente temerario, quizá por su hábito de fumar marihuana. En algún momento de su juventud descubrió su capacidad para permanecer en calma, pausado y hasta alegre cuando los demás se asustaban o los nervios los traicionaban. Pablo utilizaba esa habilidad para impresionar a sus amigos o para asustarlos; ya de mayor presumiría de sus atracos a bancos a punta de rifle automático, charloteando animadamente con los empleados mientras éstos vaciaban sus cajas registradoras. Fueron aquella osadía y aquel aplomo las virtudes que hicieron que Pablo destacara entre sus colegas en el crimen, y las que lo llevarían a ser el líder de todos ellos. No mucho después, sus crímenes se tornarían más sofisticados y acrecentarían el riesgo.
Sus antecedentes policiales demuestran que Pablo ya era un ladrón de coches consumado antes de los veinte. Él y su banda se incorporaron al burdo negocio del hurto de automóviles y lo convirtieron en una pequeña industria, robándolos descaradamente (arrancando a los conductores de sus asientos a plena luz del día) y desguazándolos hasta obtener una colección de partes valiosas en cuestión de horas. La venta de esas piezas representaba un gran negocio que, además, no dejaba huella alguna para la policía.
Una vez hubo reunido capital suficiente, Pablo comenzó a sobornar a funcionarios públicos para que emitieran nueva documentación para los automóviles robados, eliminando así la tarea de tener que destazarlos. Pareciera que durante aquel período, la policía y él tuvieron varios roces, y aunque sus fichas hayan desaparecido se sabe que pasó varios meses en la cárcel de Medellín antes de cumplir los veinte años, lo que sin duda le brindó la oportunidad de crear vínculos con un tipo de criminales mucho más violentos, que años después le serían de gran utilidad. Queda claro que aquellas temporadas en prisión no le disuadieron de proseguir su carrera criminal.
Todas las versiones coinciden, no obstante, en que Pablo se lo estaba pasando en grande. Con su amplio inventario de motores y piezas robadas, él y Gustavo construían coches de carrera y competían en
ra-llies
regionales y nacionales. Su negocio evolucionó y con el paso de los años el hurto de automóviles se llegó a practicar con tal impunidad en Medellín que el mismo Pablo se hizo cargo de que había creado un mercado aún más lucrativo: la protección. La gente comenzó a pagarle para evitar que sus coches fueran sustraídos, por lo que Pablo comenzó a sacar provecho de sus robos y hasta de los coches que no había trincado. Siempre generoso con sus amigos, los obsequiaba con unidades robadas directamente de fábrica. Para evitar problemas, Pablo hacía preparar, por un lado, escrituras de venta, luego instruía a otros compinches para que publicaran anuncios en los periódicos en los que se publicitaba la venta de los automóviles. Lógicamente, los flamantes vehículos robados serían comprados legalmente por el amigo agraciado, con sus correspondientes papeles falsificados. Así se producía un laberinto de documentación tal, que creaba la ilusión de que la adquisición del automóvil había sido legítima.
Fue durante aquel período de jefe pandillero en ascenso, cuando Pablo se forjó una reputación por utilizar violencia letal. Como un sencillo método de recolección de deudas: reclutó matones para raptar a los deudores; el rescate ascendía a cuanto debían; si la familia no podía reunir el dinero o se negaban a pagar, la víctima era asesinada. Hubo casos en los que la víctima moría aunque el rescate ya hubiese sido pagado, pero se hacía para enviar un mensaje. Eran homicidios, sí, pero homicidios que podían llegar a comprenderse. Un hombre como Escobar tenía que cuidar sus intereses, y él vivía en un mundo donde la acumulación de dinero requería la capacidad de defenderlo. Incluso para un hombre de negocios decente, en Medellín había poco que la ley, que no siempre era tan honesta, pudiera hacer para protegerlo. Si uno era víctima de una estafa cabían dos posibilidades: o se aceptaban las pérdidas, o se tomaban medidas por cuenta propia hasta poner las cosas en su sitio. De tener éxito, uno tenía que vérselas con policías y funcionarios corruptos, ansiosos de beneficiarse con una tajada de esos negocios. Ese modo de actuación era especialmente habitual en el tipo de actividad ilícita en la que Escobar estaba involucrado. Al tiempo que se incrementaba la riqueza y el contrabando se hacía más lucrativo, crecía la necesidad de imponer disciplina, castigar a los enemigos, cobrar deudas y sobornar a funcionarios. El secuestro e incluso el asesinato no solamente ajustaba las cuentas, sino que dejaba claro quién estaba al mando.
Pablo se volvió un experto en adjudicarse crímenes con los que no se le podía relacionar directamente. Para empezar, se aseguraba de que aquellos que eran reclutados para cometerlos no supieran quién los había contratado. Con el paso del tiempo, Pablo se acostumbró a encargar asesinatos; aquello alimentaba su megalomanía y engendraba miedo, un sentimiento que no difería demasiado del respeto que parecía ambicionar cada vez más y más.
Muy pronto los secuestros de deudores se convirtieron en algo cotidiano. El más famoso de ellos —adjudicado al joven Pablo Escobar— fue el del industrial de Envigado Diego Echavarría, ocurrido en el verano de 1971. Echavarría, hombre orgulloso y dueño de una empresa, era conservador y, aunque respetado en la alta sociedad, era despreciado por muchos de los trabajadores pobres dé Medellín, que estaban siendo despedidos de las industrias textiles locales. En aquellos años, los ricos terratenientes antioqueños ampliaban sus propiedades por el sencillo sistema de expulsar aldeas enteras del valle del río Magdalena sin otra alternativa que refugiarse en los tugurios de la impetuosa ciudad. El odiado empresario fue hallado en un agujero no lejos de donde Pablo había nacido. Había desaparecido seis semanas antes y había sido golpeado y estrangulado, a pesar de que su familia había cumplido con los cincuenta mil dólares de rescate. El asesinato de Diego Echavarría funcionó a dos niveles: produjo ganancias y a la vez fue un acto legítimo en favor de una mayor justicia social. No había ninguna manera de probar que el instigador del crimen hubiera sido Pablo Escobar, y oficialmente nunca fue inculpado, pero fueron tantos quienes se lo adjudicaron que en los llamados «barrios de invasión» la gente comenzó a referirse a Pablo con el sobrenombre de
doctor Echavarría,
o
el Doctor
a secas. El asesinato tenía todos los sellos distintivos del joven capo emergente: cruel, mortal, cerebral, y con un ojo puesto en las relaciones públicas.
De un solo golpe, el secuestro de Echavarría elevó a Pablo al estatus de leyenda en la región. También hizo pública su falta de misericordia y su ambición, lo cual tampoco venía mal. Pero pronto llegaría a ser un héroe aún más renombrado para muchos de los habitantes de los tugurios gracias a actos de caridad muy hábilmente publicitados. Pablo, sin duda, se identificaba con el pueblo, pero sus aspiraciones eran estrictamente de clase media. Cuando le dijo a su madre que quería ser «importante» no estaba pensando en una revolución o en reformar su patria; lo que tenía en mente era vivir en una mansión tan espectacular como la falsa mansión medieval que Echavarría se había hecho construir para sí. Él viviría en un castillo como aquél, pero no como un explotador de las masas, sino como un benefactor del pueblo, alguien que pese a sus riquezas y a su poder no había perdido el contacto con el hombre común. Su odio más profundo salía a la luz y se dirigía a quienes se interpusieran entre él y ese sueño.
Pablo Escobar ya era un capo inteligente y exitoso cuando un cambio sísmico en el panorama criminal se le presentó a mediados de los años setenta: la generación de la marihuana descubrió la cocaína. Las Mitas ilícitas de suministros que la marihuana había abierto desde Colombia a las ciudades y los barrios residenciales de Estados Unidos se convirtieron en autopistas en el momento en que la cocaína se volvió la droga ele moda y la preferida entre los jóvenes e inquietos profesionales.
El negocio de la cocaína haría a Pablo Escobar y a sus colegas antioqueños —los hermanos Ochoa, Carlos Lehder
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, José Gonzalo Rodríguez G. y tantos otros— más ricos de lo que jamás hubieran soñado: los hombres más ricos del mundo. A finales de la década, controlarían entre todos el suministro de más de la mitad de la cocaína enviada a Estados Unidos, embolsándose, así, unas retribuciones que no ascendían a millones, sino a miles de millones de dólares
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. Sus empresas se convirtieron en las más importantes de Colombia y financiaron a alcaldes, concejales, congresistas y presidentes. A mediados de los años ochenta, Escobar mantenía diecinueve residencias propias únicamente en Medellín, y todas ellas provistas de su helipuerto. Eran suyas asimismo flotas de barcos, aviones, propiedades distribuidas por todo el mundo, franjas de tierra antioqueña, edificios de apartamentos, urbanizaciones de chalés y bancos. El dinero llegaba en cantidades tan exorbitantes que decidir cómo invertirlo en su totalidad era una tarea que ya no podían manejar, así que muchos de esos millones fueron simplemente enterrados. El influjo de capital extranjero desencadenó una racha de vacas gordas en Medellín. Algunas de las consecuencias fueron el
boom
de la construcción, el nacimiento de una miríada de nuevos negocios y la caída vertiginosa del índice del desempleo. Con el tiempo, la explosión económica originada por el dinero de la cocaína haría tambalear la economía del país y pondría patas arriba el imperio de la ley.
Pablo se encontraba perfectamente situado para aprovecharse de aquella nueva ola. Había pasado diez años perfeccionando su sindicato del crimen y aprendiendo la manera de sobornar al funcionariado. El
boom
de la cocaína inicialmente atrajo a diletantes para los que esta droga era una especie de coqueteo «glamuroso» con el crimen; pero el crimen era, desde hacía tiempo, el medio en el que Pablo —un Pablo violento, carente de principios y determinado en su ambición— se movía. No era un emprendedor, ni tan siquiera un hombre de negocios con talento: tan sólo un tipo despiadado. Al enterarse de que en sus dominios se había establecido un próspero laboratorio en el que se procesaba cocaína, se abrió paso a empujones; y si alguien abría una vía de suministros hacia el norte, Pablo exigía la mayoría de los beneficios, ,1 cambio de protección». ¿Quién osaría negarse?