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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (2 page)

«¡No soy un hombre, soy el pueblo!»; ése era el eslogan de Gaitán, el mismo eslogan que voceaba dramáticamente al final de sus discursos para enervar a sus seguidores. Gaitán era un mestizo, un hombre de educación y modales acordes a la élite blanca, pero dotado del físico pequeño y robusto, la piel morena, la cara redonda y el cabello tupido y espeso de los indios, o sea, de las castas más bajas de Colombia. El aspecto de Gaitán lo señalaba como un intruso en el poder, un hombre que pertenecía a la élite, pero que a la vez representaba a las masas. Quizá por ello nunca llegó del todo a formar parte del selecto grupo adinerado y de piel blanca que poseían la inmensa mayoría de las tierras y los recursos del país, y que durante generaciones habían dominado la escena política. Aquellas pocas familias eran dueñas del petróleo, las compañías fruteras, el café y la producción agrícola que, conjuntamente, constituían el grueso de las exportaciones de Colombia y por ende de su economía. Gracias al apoyo tecnológico y el capital de poderosas compañías norteamericanas, se habían enriquecido al vender los recursos naturales del país a norteamericanos y europeos, y aquellas riquezas las habían utilizado para importar a Bogotá una sofisticación que los pusiera a la altura de cualquier capital del mundo. La tez de Gaitán lo separaba de aquella aristocracia local tanto como lo emparentaba con los abandonados, los otros colombianos, las masas consideradas inferiores, los excluidos de la «economía de la exportación» y sus islas privilegiadas de prosperidad urbana. Pero era justamente ese vínculo el que le había proporcionado a Gaitán su poder. Por mucho que su educación lo diferenciara, estaba irrevocablemente encadenado a los otros, aquellos cuya única opción consistía en trabajar en las minas o en los campos por sueldos de subsistencia, los que no podían acceder a una educación o a una vida mejor. Esa gente constituía una mayoría electoral extraordinaria.

Eran tiempos difíciles. En las ciudades prevalecían la inflación y el desempleo, mientras que en las aldeas del campo y de la selva, que en sí mismas constituían la mayor parte de Colombia, imperaban la falta de trabajo, la miseria y la inanición. Las protestas del campesinado, promovidas y lideradas por agitadores marxistas, se habían tornado paulatinamente más y más violentas. Los líderes del Partido Conservádor y aquellos que los respaldaban, poderosos terratenientes y dueños de minas, habían respondido con métodos draconianos. Hubo masacres y ejecuciones. Muchos vieron en aquel círculo de protestas y de represión una vuelta a otra sangrienta guerra civil, un hecho que los marxistas consideraban un levantamiento inevitable. Pero la mayoría de los colombianos no eran ni marxistas ni oligarcas: eran gentes que únicamente deseaban la paz. Ansiaban un cambio, no una guerra, y para ellos era esa la promesa que Gaitán encarnaba. Y aquella esperanza lo había hecho inmensamente popular.

Dos meses antes, en un discurso pronunciado ante una multitud de cien mil personas, en la plaza de Bolívar en Bogotá, Gaitán había suplicado al Gobierno que restableciera el orden, y había instado a la multitud allí congregada que expresara su repulsa y su voluntad uniéndose a su petición no con aplausos y vítores, sino con silencio. Sus palabras las dirigió directamente al presidente, Mariano Ospina.

«Le pedimos que se ponga fin a las persecuciones que llevan a cabo las autoridades —dijo en aquella ocasión—. Y lo mismo le pide esta inmensa multitud. Le pedimos algo sencillo pero difícil: que nuestras refriegas internan se resuelvan de acuerdo con nuestra Constitución.... Señor presidente, acabe con la violencia. Queremos que se defiendan las vidas humanas, eso es lo mínimo a lo que puede aspirar un pueblo.... Nuestra bandera está de luto, y esta multitud silenciosa, este grito mudo de nuestros corazones sólo pide que nos trate como usted querría que lo tratásemos a usted.»

En un ambiente de tal convulsión, el silencio de aquella muchedumbre resonó con muchísima más fuerza que una ovación; muchos de los presentes entre la multitud simplemente habían agitado sus pañuelos blancos. En grandes mítines como aquél, Gaitán parecía ser el hombre adecuado para conducir a Colombia hacia un futuro en el que imperaran la ley, la justicia y la paz. Había tocado la fibra sensible de sus compatriotas y sus más profundos anhelos.

Por ser un hábil letrado y un socialista, era en palabras de un informe de la CÍA (Agencia Central de Inteligencia Norteamericana), redactado años después, «un acérrimo antagonista del dominio de la oligarquía y un orador fascinante y cautivador». Gaitán era también un astuto político que había convertido su atractivo populista en verdadero poder político. Cuando la OEA se reunió en Bogotá en 1948, Gaitán no sólo era el favorito del pueblo sino además el líder del Partido Liberal, una de las dos fuerzas políticas más importantes del país. Su llegada a la presidencia en las elecciones de 1950 fue considerada por todos poco menos que como una certeza. No obstante, el Gobierno conservador encabezado por el presidente Ospina no había incluido a Gaitán en la delegación bipartita, formada para representar a Colombia en la Cumbre que reunía a los representantes de tantos estados americanos.

En la ciudad se respiraba una tensión insoportable. El historiador colombiano Germán Arciniegas escribiría tiempo después que «un frío viento de terror soplaba desde las provincias». El día después de que la Conferencia tuviera lugar, una turba atacó el automóvil que transportaba a la delegación ecuatoriana, y rumores de violencia terrorista parecieron confirmarse cuando la policía detuvo a un trabajador que intentaba colocar una bomba en la capital. En medio de todo aquel revuelo, Gaitán no se ocupaba más que de los asuntos legales en su despacho. Sabía que faltaban un par de años, pero que su momento llegaría, y estaba dispuesto a esperar. El desdén al que lo había sometido el presidente había aumentado su talla moral ante sus seguidores, como también ante los izquierdistas más radicales que se preparaban a protestar, jóvenes que de otro modo habrían desestimado a Gaitán considerándolo un burgués liberal dueño de una visión demasiado tímida para las ambiciones revolucionarias de aquéllos. Incluso el joven Castro había pedido entrevistarse con él.

Gaitán se ocupaba por entonces de defender a un oficial del Ejército acusado de asesinato. Y el 8 de abril, el mismo día en que daba comienzo la conferencia de la OEA, Gaitán logró absolver a su defendido. Entrada la mañana, algunos periodistas y amigos le visitaron en su despacho para felicitarle, charlaron alegremente acerca de dónde irían a comer y de quién pagaría la cuenta. Poco antes de la una de la tarde, Gaitán bajó por la calle acompañado del pequeño grupo. Faltaban dos horas para el encuentro previsto con Castro.

Después de abandonar el edificio, el grupo pasó junto a un hombre gordo, sucio y barbudo que, tras dejarlos adelantarle, corrió para darles alcance. El hombre, Juan Roa, se detuvo junto a ellos y sin mediar palabra, alzó su pistola. Gaitán dio media vuelta con gran energía y se dirigió a toda prisa hacia la seguridad del edificio en el que se encontraba su despacho. Roa comenzó a disparar. Gaitán recibió impactos en la cabeza, los pulmones y el hígado y murió en poco menos de una hora, mientras los doctores intentaban desesperadamente salvarle la vida.

El día del asesinato de Gaitán es la fecha en que comienza la historia moderna de Colombia. Habría muchas teorías sobre el móvil de Juan Roa: que había sido reclutado por la CÍA, por los enemigos conservadores de Gaitán, o incluso por los extremistas comunistas que temían que la revolución que tanto ansiaban se pospusiera por la llegada al poder del candidato liberal. El caso es que en Colombia nunca faltan motivos para recomendar un asesinato. Una investigación independiente realizada por agentes de Scotland Yard determinó que Roa, un místico frustrado con delirios de grandeza, había alimentado cierto rencor hacia la persona de Gaitán y que había actuado en solitario. Pero como fue muerto a golpes en el mismo lugar del crimen, Roa se llevó los motivos consigo a la tumba. Sean los que sean, los disparos que Juan Roa descerrajó desataron el caos, y todas las esperanzas de un futuro pacífico en Colombia se esfumaron. Todas aquellas inquietantes fuerzas de cambio explotaron en lo que se denominó «el Bogo-tazo», un brote de disturbios callejeros tan intensos que dejaron grandes sectores de la capital en llamas antes de extenderse imparables a otras ciudades. Muchos policías, devotos seguidores del líder asesinado, se unieron a la furiosa horda que recorría las calles, tal y como lo hicieran los estudiantes revolucionarios como Castro. Los izquierdistas se identificaban con un brazalete rojo e intentaban capitanear a los distintos grupos de gente, presintiendo que finalmente había llegado su momento. Sin embargo, pronto comprendieron que la situación se había descontrolado. Las bandas se hacían más y más numerosas, y la protesta se transformó en un ciclo de destrucción, ebriedad y saqueos aleatorios y sin sentido. El presidente Ospina ordenó la intervención del Ejército, que en algunos lugares disparó contra la multitud.

El futuro que todos habían imaginado murió con Gaitán. Los terribles hechos deslucieron el esfuerzo oficial por exhibir la nueva estabilidad y cooperación que el Gobierno había pregonado. Las delegaciones extranjeras firmaron los estatutos de la Carta de Constitución de la OEA y huyeron cuanto antes del país. El sueño de los izquierdistas de dar comienzo a una nueva era de comunismo en Suramérica ardió entre las llamas de los disturbios. Castro se refugió en la embajada cubana, al tiempo que el Ejército comenzaba a perseguir y arrestar a los agitadores izquierdistas, a quienes culpaban por la insurrección. Pero incluso el informe oficial de la CÍA concluyó que los izquierdistas, al igual que todos los demás, fueron sólo víctimas de lo ocurrido. Según uno de aquellos historiadores de la «agencia», los eventos desilusionaron profundamente a Castro: «[Las revueltas] pudieron haber influenciado en su decisión de adoptar en Cuba, en los años cincuenta, una estrategia de guerrilla en vez de una estrategia revolucionaria basada en insurrecciones urbanas».

«El Bogotazo» fue aplacado tanto en Bogotá como en las otras grandes ciudades, pero continuó vivo y salvaje por toda Colombia durante años, metamorfoseándose en un sangriento período de pesadilla, tan falto de sentido que sencillamente se lo llamó «La Violencia». Según las estimaciones, durante aquel período murieron más de doscientas mil personas; la mayoría de ellas eran campesinos incitados a la violencia por medio de llamamientos de fervor religioso, exigencias de reformas agrarias y un desconcertante sinfín de riñas sobre asuntos locales. Mientras Castro salía airoso de su propia revolución en Cuba, y el resto del mundo tomaba partido en la Guerra Fría, Colombia continuaba atrapada en su cabalística danza con la muerte: ejércitos legítimos y privados sembraban el terror en las zonas rurales; el Gobierno luchaba contra los paramilitares y la guerrilla; los industriales despachaban sindicalistas; los católicos conservadores se enfrentaban a herejes liberales, y los bandidos se aprovechaban de toda aquella batalla campal para la rapiña. La muerte de Gaitán había liberado demonios que tenían menos que ver con el nuevo mundo que se estaba formando que con la historia profundamente problemática de Colombia.

Colombia se podría describir como una cantera de criminales; una nación de una belleza lujuriosa e impoluta, sumida en la miseria y, desde siempre, ingobernable. Desde los blancos picos de las tres cordilleras que forman su columna vertebral occidental hasta la densa jungla ecuatorial, la topografía de Colombia ofrece una infinidad de escondites. De hecho aún existen rincones a los que el hombre nunca ha accedido; sitios —de los que todavía quedan algunos en este planeta tan exhaustivamente pisoteado— donde botánicos y biólogos pueden descubrir, y añadirle su apellido, a nuevas especies de plantas, insectos, pájaros, reptiles e incluso a pequeños mamíferos.

Las antiguas culturas que allí florecieron eran sociedades aisladas y tenaces. En una tierra de suelo tan rico y un clima tan variado y benigno todo lo que allí caía, crecía. De ahí la poca necesidad de las industrias o el comercio. La naturaleza aprisiona como una dulce e incansable enredadera. Y quien la descubría se convertía en su presa. A los conquistadores españoles les llevó casi doscientos años subyugar a un solo pueblo, los tairona, que vivían en una zona apartada y de vegetación exuberante al pie de la Sierra Nevada de Santa María. Los invasores españoles lograron vencerlos definitivamente de la única manera posible: matándolos a todos. En los siglos XVI y XVII, los conquistadores intentaron infructuosamente gobernar esa tierra desde las vecinas Perú y Venezuela, y cien años más tarde Simón Bolívar intentó hermanar Colombia con Perú y Venezuela para formar un gran estado suramericano, la Gran Colombia. Pero ni siquiera el gran libertador pudo mantenerlas unidas.

A partir de la muerte de Bolívar en 1830, Colombia fue un país profundamente democrático, pero su Gobierno, débil por tradición y por diseño, nunca logró tomarle la mano a la evolución política pacífica. En extensas regiones del sur y del oeste, y hasta en las aldeas montañosas de las afueras de las ciudades principales, viven comunidades que sólo apenas conocen el concepto de nación, gobierno o ley. La única influencia civilizada que jamás alcanzó todo el país fue la Iglesia católica, y se llevó a cabo solamente porque los astutos jesuitas cruzaron sus misterios romanos con los antiguos ritos y creencias. Su objetivo no era hacer florecer una nueva religión de aquel cristianismo de raíces paganas hasta conseguir crear una nueva versión de la «única y verdadera fe» de tintes locales. No obstante, en la obstinada Colombia fue el catolicismo el que debió transmutarse, hasta convertirse en una religión distinta, una fe habitada de fundamentos ancestrales, fatalidad, superstición, magia, misterio y, cómo no, también violencia.

La violencia acecha a los colombianos como una plaga bíblica. Las dos facciones políticas de mayor influencia, los liberales y los conservadores, libraron ocho guerras civiles únicamente en el siglo XIX a causa de los papeles de la Iglesia y el Estado. Ambos partidos eran abrumadoramente católicos, pero los liberales exigían que la Iglesia se mantuviera alejada de la vida pública. El mayor de estos conflictos, que comenzó en 1899 y fue conocido como la «guerra de los Mil Días», acabó con más de cien mil vidas y arruinó totalmente todo gobierno nacional y economía que hasta entonces se hubiera establecido.

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