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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (3 page)

Atenazado entre aquellas dos fuerzas violentas, el campesinado colombiano aprendió a temer y a desconfiar de ambas, y prefirieron convertir en héroes a los forajidos que erraban por aquellos páramos selváticos, como violentos emprendedores, que retaban a quienquiera que se les enfrentara. Durante la guerra de los Mil Días, el más famoso de ellos fue José del Carmen Tejeiro, quien astutamente se aprovechaba de las conocidas discordias entre los poderes beligerantes. Tejeiro no sólo robaba a los acaudalados terratenientes; también solía castigarlos y humillarlos al forzarlos a firmar declaraciones del estilo de «Fui azotado cincuenta veces por José del Carmen Tejeiro, como represalia por haber osado perseguirlo». La fama de Tejeiro lo convirtió en un ídolo admirado allende las fronteras de Colombia. El dictador venezolano Juan Vicente Gómez, añadiendo leña al fuego de la discordia entre las dos naciones vecinas, obsequió a Tejeiro con una carabina de incrustaciones en oro.

Medio siglo después, La Violencia había dado origen a un colorido surtido de fueras de la ley, hombres que actuaban bajo alias tales como Tarzán, Desquite, Tirofijo, Sangrenegra o Chispas. Estos criminales barrían la región robando, saqueando, violando y asesinando a diestra y siniestra, pero como no se aliaban con ninguna de las dos facciones políticas, el pueblo llano veía sus fechorías como si se tratasen de golpes asestados al poder.

La Violencia escampó sólo cuando el general Gustavo Rojas Pinilla tomó el poder en 1953 y se estableció como dictador militar. Rojas Pinilla detentó el poder durante cinco años antes de ser desplazado por oficiales de orientación más democrática. Entonces se formuló un plan que establecía que conservadores y liberales compartieran el Gobierno ocupando la presidencia alternativamente durante cuatro años. Aquél era un procedimiento garantizado para que nunca se variara el
statu quo
imperante y para que no tuviese lugar una reforma de progreso social verdadero promovido desde el Gobierno, ya que todo paso dado en una dirección por un gobierno sería deshecho indefectiblemente por el siguiente. Entretanto, los renombrados bandidos continuaban perpetrando sus incursiones y robos en las montañas, y ocasionalmente se proponían —aunque nunca con demasiado ahínco— agruparse con algún otro bandolero. Al fin y al cabo, no eran ni idealistas ni revolucionarios, sino delincuentes comunes. De cualquier modo, toda una generación de colombianos crecieron oyendo sus dudosas hazañas. A pesar de sí mismos, los bandidos personificaban la heroicidad para muchos de los pobres que vivían aterrorizados y oprimidos. La nación entera observó, con una mezcla de alivio y de congoja, cómo el Ejército les fue dando caza uno por uno. Llegada la década de los sesenta, Colombia se había amoldado a una paralización forzada. Por un lado, las guerrillas marxistas instaladas en las montañas y en la selva (herederas modernas del legado de los bandidos) acosaban al Gobierno central; por el otro, el país sufría el desgobierno de una reducida élite de familias bogotanas, ricas y cada vez más poderosas, pero tan incapaces de llevar a buen puerto cualquier cambio significativo como carentes de todo interés por hacerlo. Y como consecuencia de esas circunstancias la violencia, ya de por sí arraigada en la cultura, se incrementó, se agudizó y se volvió monstruosa.

El terror se convirtió en una forma de arte, un estilo de guerra psicológica con un trasfondo estético casi religioso. En Colombia herir o incluso matar a un enemigo no bastaba: había que observar el ritual. Las violaciones debían ser realizadas en público, en presencia de padres, madres, esposos, hermanas, hermanos e hijos. Y antes de matar a un hombre, se le debía forzar a suplicar, chillar y atragantarse de pavor... o quizá se mataba a sus seres queridos ante sus propios ojos. Para llevar aún más allá el asco y el terror, a las víctimas se las mutilaba despiadadamente y luego se las abandonaba a la vista de todos, como si se tratara de una macabra exposición. A los hombres se les amputaban los genitales y se los embutían en sus propias bocas; a las mujeres se les cortaban los pechos, y sus úteros estirados acababan sirviéndoles de sombreros; y los niños eran asesinados no por accidente, sino lentamente, con gusto. Las cabezas separadas de sus cuerpos eran clavadas en picas orlando los costados de las carreteras. La firma de una banda en particular consistía en abrirle de un tajo el cuello a su víctima y posteriormente sacarle por ese rasgón la lengua, confeccionándole al difunto una grotesca «corbata». Aquellos horrores rara vez tocaban de cerca a los educados urbanitas de las clases dominantes colombianas, pero las reverberaciones de ese mismo miedo se extendían y alcanzaban indefectiblemente a todos. Y lo que es más, ningún niño crecido en Colombia a mitad del siglo XX era inmune a aquel horror. La sangre fluía como lo hacían las aguas rojizas y embarradas que descendían de las montañas. La jocosa explicación de los colombianos era que Dios había hecho a su país tan bello y le había provisto de una naturaleza tan lujuriante que, para compensar a los demás pueblos del mundo —tan injustamente relegados—, El había poblado aquel paraíso con la raza de hombres más crueles de toda la creación.

Fue en el segundo año de La Violencia cuando nació el mayor criminal de la historia, Pablo Emilio Escobar Gaviria, el 1 de diciembre de 1949. Pablo creció entre las colinas de su nativa Medellín, donde aún residía aquel terror y aquella crueldad. Allí se nutrió de las historias de Desquite, Sangrenegra y Tirofijo, todos ellos leyendas vivas por entonces. Y cuando el pequeño Pablo había crecido lo suficiente como para comprender lo que oía, muchos de ellos todavía seguían vivos piro ya escapaban de las autoridades para salvar el pellejo. Lo que Pablo no sabía era que llegaría a ser mucho más grande que todos ellos.

Cualquiera puede ser un criminal, pero llegar a ser un forajido requiere admiradores. El forajido representa algo que va más allá de su propio destino. Sin importar cuán innobles sean los verdaderos móviles de criminales al estilo de los bandidos de la sierra colombiana (o de los que Hollywood inmortalizó: Al Capone, Bonnie y Clide, Jesse James), un gran número de gente común y corriente los animó y siguió de cerca sus sangrientas andanzas con oscuro deleite. Sus actos delictivos, por más egoístas o absurdos que fueran, transmitían un mensaje social. Los actos de violencia y los crímenes que cometían eran ataques a un poder lejano y opresivo. El sigilo y la astucia que aquellos hombres demostraban al eludir al Ejército y a la policía eran fuente de festejos, ya que ésas habían sido desde tiempos inmemoriales las únicas tácticas al alcance de los desposeídos.

Pablo Escobar añadiría su propia vida a tales mitos. Puesto que los criminales mencionados no pasarían de ser héroes estrictamente locales, sin más metas que su propia mitificación, el poder de Escobar llegaría a ser internacional a la vez que auténtico. Tanto, que en su momento de esplendor se lo consideraba una seria amenaza al Estado colombiano. En 1989, la revista
Forbes
lo incluiría entre los siete hombres más ricos del mundo y el alcance casi ilimitado de su venganza le convertiría en el terrorista más temido del mundo.

Su éxito se debió fundamentalmente a la particular cultura e historia de su tierra, a la tierra propiamente dicha y al clima, ingredientes indispensables para las cosechas de coca y de marihuana. Pero el otro ingrediente de la leyenda era el propio Pablo, porque a diferencia de los forajidos que le precedieron, él comprendía el poder de ser considerado una leyenda. El creó la suya y la nutrió. Era un matón y un violento, pero tenía conciencia social. Era un capo despiadado y brutal, pero también un político dotado de un estilo personal y cautivador que, al menos para algunos, trascendía la bestialidad de sus actos. Era sagaz y arrogante y lo suficientemente rico como para sacar provecho de esa popularidad. En palabras del presidente colombiano César Gaviria, Escobar poseía «una especie de genio innato para las relaciones públicas». A su muerte, miles lo lloraron. La multitud causó disturbios cuando su féretro entró en Medellín. La gente apartó a los portadores y abrieron a la fuerza el ataúd sólo para poder tocar aquel rostro frío y duro... Hasta el día de hoy, la gente de Medellín atiende con cariño su tumba, que continúa siendo uno de los puntos de atracción turísticos de la ciudad. No hay duda de que Pablo Escobar significaba algo más para aquella gente.

Qué era exactamente lo que significaba es algo difícil de comprender sin conocer Colombia y los tiempos que le tocaron vivir. Pablo, como muchos otros, fue una criatura de su tiempo y de su lugar. Era un hombre complejo, contradictorio y, en definitiva, muy peligroso. Y lo era en gran medida por su genial habilidad para manipular la opinión pública. Pero aquella misma necesidad de gustar a sus compatriotas era también su debilidad y lo que al final acabaría con él. Un hombre menos ambicioso hoy quizá seguiría vivo, rodeado de lujo, poderoso y llevando una buena vida en Medellín. Pero a Pablo no le bastaba con ser rico y poderoso: él quería ser admirado. Quería ser respetado, y querido.

Cuando aún era un niño pequeño, su madre, Hermilda, una influencia decisiva en su vida, hizo una promesa ante la estatua de su pueblo natal, Frontino, ubicado en el noroeste rural del departamento colombiano de Antioquia. La estatua: un icono, la imagen del Niño Jesús de Atocha. Hermilda Gaviria era una maestra de escuela, ambiciosa y educada para la época, una mujer inusualmente capaz. Había contraído matrimonio con Abel de Jesús Escobar, un ganadero independiente. Pablo era su segundo hijo; Hermilda ya le había dado a Abel una hija. Con el tiempo tendrían cuatro hijos más, pero la maldición de Hermilda era la impotencia ante el destino, ya que sabía que su ambición y el futuro de su familia siempre se le escaparían de las manos. Sin embargo, esta actitud no se asemejaba a algo abstracto o espiritual, no era la noción con que los hombres y mujeres religiosos aceptan la autoridad terminante de Dios, porque aquélla era la Colombia de los años cincuenta, la que vivía sumergida en el terror de La Violencia. A diferencia de las ciudades, que gozaban de una relativa seguridad, en pueblos como Frontino o Rionegro, donde Hermilda y Abel vivían por aquel entonces, morir violenta y horriblemente era cosa muy frecuente. Los Escobar no eran revolucionarios, eran miembros incondicionales de la clase media. Tenían incluso inclinaciones pollinas, eran aliados de los terratenientes locales, lo cual los convertía en objetivos de los ejércitos liberales y de los insurrectos que pululaban las montañas. Con el apremio de una madre joven a la deriva en un mar de miedo, Hermilda buscó consuelo y protección para los suyos en la figura del Niño Jesús de Atocha, y repetía que si Dios le perdonaba la vida a sus hijos, ella le construiría una capilla. Pero fue su hijo Pablo quien finalmente la construyó.

Pablo no creció en la pobreza, como llegarían a afirmar años más larde sus periodistas a sueldo. Rionegro no se había convertido aún en suburbio de Medellín. Consistía en un conjunto de haciendas ganaderas relativamente prósperas, situadas en la periferia. Cuando Pablo llegó al mundo, su padre era el propietario de una casa, doce hectáreas de tierra y seis vacas; además se ocupaba de unas tierras colindantes que Abel le había vendido a un conocido político conservador local. La casa no tenia electricidad, pero sí agua corriente, lo que en la Colombia rural equivalía al estatus de clase media alta. Aquellas condiciones mejoraron mando los Escobar se trasladaron a Envigado, un pueblo de las afueras de Medellín, metrópolis pujante que crecía rápidamente cubriendo las verdes laderas de las montañas que la circundaban. Hermilda no sólo era la maestra, sino la fundadora de la escuela de enseñanza primaria de Envigado. Habiéndose establecido allí, Abel abandonó su actividad ganadera y comenzó a trabajar como vigilante. Por otra parte, Hermilda también era una persona importante en la comunidad, alguien conocido tanto por hijos como por padres. Así pues, ya en su juventud ni Pablo ni sus hermanos eran considerados niños comunes y corrientes. A Pablo le iba bien en la escuela, tal y como sin duda esperaba su madre, y le encantaba jugar al fútbol. Pablo llevaba ropa buena y, según atestiguaba su cuerpo fuerte y regordete, estaba bien alimentado. II Escobar adulto se convirtió en un entusiasta de la comida rápida, el cine y las músicas populares de Estados Unidos, México y Brasil.

Cuando Pablo alcanzó la adolescencia, Colombia sufría todavía el azote de La Violencia, pero la furia y el terror de las primeras y más duras épocas ya habían pasado. Abel y Hermilda Escobar emergieron de aquella aprensión y construyeron para sí y para sus siete hijos una vida cómoda y desahogada. Así, del mismo modo que la prosperidad de los años cincuenta en Estados Unidos dio origen a una generación rebelde, Pablo y sus contemporáneos tenían su propia manera de contestar a la autoridad del sistema. Por entonces, un movimiento de visos
hippies
y nihilistas de alcance nacional, llamado «nadaísmo», se originó justamente allí, en Envigado. En aquel mismo lugar, el fundador del movimiento, el intelectual Fernando González, había escrito su manifiesto «El derecho a desobedecer». Proscritos por la Iglesia y apenas tolerados por las autoridades, los nadaístas satirizaban a sus mayores por medio de canciones; se vestían y comportaban escandalosamente, además de desdeñar el orden establecido a la manera de los años sesenta, o sea, fumando marihuana.

La marihuana colombiana era, por supuesto, abundante y potentísima, virtudes que los millones de fumadores del mundo entero descubrieron de inmediato. La hierba de Colombia era al mundo de la marihuana lo que el patrón oro había sido al capitalismo. Pablo se convirtió en un fumador abusivo desde su más temprana juventud y continuó siéndolo durante toda la vida. Se despertaba a la una o a las dos de la tarde y encendía un «porro» apenas se levantaba; así permanecía bajo sus efectos durante el resto del día y de la noche. Era un hombre regordete y bajo —no pasaba del metro sesenta y cinco—, de cara redonda y cabello grueso, rizado y negro, que solía dejarse largo, peinándolo de izquierda a derecha en una greña que le cubría la frente y le tapaba las orejas. Más tarde se dejaría crecer un bigote ralo. Escobar miraba el mundo a través de un par de ojos castaños de párpados caídos y adoptaba el aspecto desconcertado de todo fumador de marihuana crónico. Evidentemente la rebeldía se apoderó de él poco tiempo después de que alcanzara la pubertad. Pablo dejó el Instituto Lucrecio Jaramillo varios meses antes de su décimo séptimo cumpleaños, a tres años de su graduación. Su giro hacia la criminalidad parece haber sido motivado tanto por hastío como por ambición.

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