Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Se revolvió y despertó. Estaba tumbado a oscuras. Le costó un tiempo reorientarse. Su Jenine estaba muerta. Terah de Graesin era reina. Logan había jurado lealtad. Logan de Gyre había empeñado su palabra, que significaba no solo un juramento sino su verdad. De modo que, si su reina le ordenaba exterminar al último puñado de khalidoranos, obedecía. Siempre se alegraría de matar khalidoranos.
Se sentó en la oscuridad de la tienda de campaña y vio a la capitana de sus guardaespaldas, Kaldrosa Wyn. Durante la ocupación, los burdeles de Mama K se habían convertido en los lugares más seguros de la ciudad para las mujeres. Mama K había aceptado solo a las más bellas y exóticas. Ellas habían sido quienes derramaron la primera sangre khalidorana de la guerra, durante una emboscada que coordinaron por toda la ciudad y luego pasó a conocerse como la Nocta Hemata, la Noche de la Sangre. Logan les había rendido homenaje en público y se habían vuelto suyas. Las que podían luchar habían luchado y muerto, y lo habían salvado. Después de la batalla de la arboleda de Pavvil, Logan había licenciado al resto de la Orden de la Jarretera a excepción hecha de Kaldrosa Wyn. Su marido era uno de los diez cazadores de brujos, y no iban a ninguna parte separados, de manera que, en palabras de Kaldrosa, ya que estaba al menos trabajaría.
Kaldrosa llevaba su jarretera en el brazo izquierdo. Cosida a partir de estandartes khalidoranos encantados, brillaba incluso en la oscuridad. Kaldrosa era, por supuesto, guapa, con la tez olivácea de los sethíes, una risa ronca y cien anécdotas, algunas de las cuales ella proclamaba incluso ciertas. La cota de mallas no era de su talla, y llevaba un tabardo con el halcón gerifalte blanco de Logan, que rompía un círculo negro con la punta de sus alas.
—Es la hora —dijo Kaldrosa.
El general Brant Agon asomó la cabeza en la tienda de campaña y luego entró. Todavía necesitaba dos bastones para caminar.
—Han vuelto los exploradores. Nuestros khalidoranos de élite se creen que están montando una emboscada. Si llegamos desde el norte, el sur o el este, tendremos que atravesar bosque denso. El único camino pasa por el bosque del Cazador. Si existe de verdad, nos exterminará. Si yo me las estuviera viendo contra mil cuatrocientos hombres y mi fuerza fuese solo de cien, no creo que pudiese hacerlo mejor.
Si la situación hubiese surgido un mes antes, Logan no habría vacilado. Habría dirigido a su ejército a través de los espacios despejados del bosque del Cazador, y a tomar viento las leyendas. Sin embargo, en la arboleda de Pavvil había visto caminar a una leyenda... y devorar a miles de hombres. El ferali había resquebrajado la convicción de Logan de que sabía diferenciar entre superstición y realidad.
—Son khalidoranos. ¿Por qué no se han dirigido al norte, hacia el paso de Quorig?
Agon se encogió de hombros. El interrogante tenía una semana de antigüedad. Aquel pelotón no era ni por asomo tan torpe como los khalidoranos que conocían. Aun perseguidos por el ejército de Logan, habían dado golpes de mano. Cenaria había perdido cien hombres. Los khalidoranos, ninguno. Lo único que Agon podía suponer era que se trataba de una unidad de élite de alguna tribu khalidorana con la que los cenarianos no se habían topado nunca. Logan se sentía como si contemplara un acertijo. Si no lo resolvía, su gente moriría.
—¿Todavía queréis golpearles desde todos los lados? —preguntó Agon.
El problema devolvió la mirada a Logan, mofándose de él. La solución no llegó.
—Sí.
—¿Todavía insistís en dirigir en persona a la caballería a través del bosque?
Logan asintió. Si pensaba pedir a sus hombres que se expusieran a que un monstruo desconocido los matara, él iría con ellos.
—Sois muy... valiente —dijo Agon. Había servido a nobles durante el tiempo suficiente para conseguir que un cumplido transmitiera mundos de insulto.
—Basta —dijo Logan mientras aceptaba el yelmo que le entregaba Kaldrosa—. Vamos a matar khalidoranos.
El vürdmeister Neph Dada tosió con un ruido grave, rasposo y malsano. Carraspeó sonoramente y escupió el resultado en su mano. Después inclinó la palma y observó cómo caía la flema a la tierra antes de volver su mirada hacia el resto de los vürdmeisters que rodeaban su baja hoguera. Aparte del joven Borsini, que parpadeaba sin cesar, no dieron muestras de asco. Nadie sobrevivía el tiempo suficiente para llegar a vürdmeister solo a base de fuerza mágica.
En el suelo había unas figuras que emitían un leve resplandor dispuestas en formaciones militares.
—Esto no es más que una estimación de las posiciones de los ejércitos —dijo Neph—. Las fuerzas de Logan de Gyre son las de rojo, unos mil cuatrocientos hombres mal contados, al oeste del bosque del Cazador Oscuro, en tierras cenarianas. Los de azul son quizá doscientos ceuríes que se hacen pasar por khalidoranos, justo en el confín del bosque. Más al sur, en blanco, hay cinco mil de nuestros queridos enemigos, los lae’knaught. Khalidor no ha luchado frente a frente contra los lae’knaught desde que todos vosotros todavía tomabais el pecho, de modo que permitidme que os recuerde que, aunque odian toda clase de magia, nosotros somos lo que fueron creados para destruir. Cinco mil de ellos son más que suficientes para rematar el trabajo que empezaron los cenarianos en la batalla de la arboleda de Pavvil, o sea que debemos andarnos con ojo.
Con rápido detalle, Neph esbozó lo que sabía del despliegue de todas las fuerzas, inventándose los pormenores cuando le parecía apropiado y siempre hablando en términos que superasen a los vürdmeisters, como si esperase que entendieran complejidades del mando militar que nunca les habían explicado. Cuando moría un rey dios, empezaban las matanzas. Primero los herederos se echaban unos encima de otros. Después los supervivientes reclutaban a meisters y vürdmeisters y volvían a empezar hasta que solo quedaba un Ursuul. Si nadie imponía su dominio con rapidez, el derramamiento de sangre se extendería hasta los meisters. Neph no pensaba dejar que eso sucediera.
Así pues, en cuanto estuvo seguro de que el rey dios Garoth Ursuul había muerto, encontró a Tenser Ursuul, uno de los herederos del monarca, y convenció al muchacho de que transportase a Khali. Tenser creía que llevar consigo a la diosa significaría poder. Y lo significaría... para Neph. A Tenser le supondría catatonia y demencia. A continuación, Neph había emitido un sencillo mensaje a los vürdmeisters de todos los confines del imperio khalidorano:
Ayudadme a llevar a Khali a casa
.
Al responder a un llamamiento religioso, todo vürdmeister que no quisiera malgastar su vida respaldando a algún sanguinario crío de los Ursuul disponía de una escapatoria legítima. Y si Neph domaba a aquellos primeros vürdmeisters que habían llegado de sus destinos en tierras cercanas, cuando se les unieran otros procedentes del resto del imperio también agacharían la cabeza. Si algo se les daba bien a los reyes dioses era inculcar la sumisión.
—El bosque del Cazador Oscuro se extiende entre nosotros —Neph abarcó con un gesto a los vürdmeisters, a sí mismo y a la escolta de Khali, apenas cincuenta hombres en total— y todos esos ejércitos. He visto con mis propios ojos cómo ordenaban a más de cien hombres, meisters y no meisters, entrar en el bosque. No ha salido ninguno. Nunca. Si lo único que estuviera en juego fuese la seguridad de Khali, no os llamaría la atención sobre ello. —Neph volvió a toser, con los pulmones ardiendo, aunque también la tos estaba calculada. Aquellos que no hincarían la rodilla ante un hombre joven quizá se conformasen con ganar tiempo al servicio de otro viejo y enfermo. Escupió—. Los ceuríes tienen la espada del poder, Curoch. Aquí mismo. —Señaló el punto en el que había caído su flema, justo al borde del bosque del Cazador Oscuro.
—¿Curoch ha adoptado la forma de Ceur’caelestos, la Espada del Cielo de los ceuríes? —preguntó el vürdmeister Borsini.
Era el joven parpadeante de la narizota grotesca con orejones a juego. Tenía la vista perdida en la distancia. A Neph no le hizo gracia. ¿Había escuchado a escondidas mientras el explorador le informaba?
El vir de Borsini, la medida del favor de la diosa y el poder mágico de un meister, llenaba sus brazos como cien tallos de rosa negros y espinosos. Tan solo Neph tenía más superficie de la piel cubierta de vir, en su caso ondulándose en espirales que parecían tatuajes lodricarios vivos y lo ennegrecían de la frente a las uñas. Sin embargo, a pesar de su inteligencia y poder, Borsini solo estaba en la undécima shu’ra. Neph, Tarus, Orad y Raalst eran todos de la duodécima shu’ra, el mayor rango que podía alcanzar cualquiera que no fuese el rey dios.
—Curoch adopta la forma que se le antoja —dijo Neph—. La cuestión es que, si Curoch entra en el bosque del Cazador, no saldrá nunca. Tenemos una remota posibilidad de adueñarnos de un trofeo que perseguimos desde hace siglos.
—Pero aquí hay tres ejércitos —señaló el vürdmeister Tarus—. Todos nos superan en número y todos nos matarían de mil amores.
—Tratar de conseguir la espada probablemente acarreará la muerte, pero quisiera recordaros —dijo Neph— que, si no lo intentamos, responderemos por ello. En consecuencia, iré yo. Soy viejo. Me quedan pocos años, de modo que mi muerte costará menos al imperio.
Por supuesto, si Neph tuviese a Curoch en sus manos, centuplicando su poder mágico, todo cambiaría, y los demás lo sabían.
El vürdmeister Tarus fue el primero en protestar.
—¿Quién os ha puesto al mando...?
—Khali —interrumpió el joven Borsini antes de que Neph pudiera hacerlo.
¡Maldición!
—. Khali me ha enviado una visión —dijo—. Por eso os he preguntado, vürdmeister Dada, cómo llamaban los ceuríes a la espada. Khali me dijo que debo ir en pos de Ceur’caelestos. Soy el más joven de nosotros, el más prescindible y el más rápido. Vürdmeister Dada, Ella me dijo que os hablará esta mañana. Debéis esperar su mensaje junto a la cama del príncipe. Solo.
El chico era un genio. Borsini quería una oportunidad de hacerse con la espada, y estaba comprando el visto bueno de Neph delante de todos. Neph se quedaría junto a Khali y el príncipe catatónico y, cuando saliera, lo haría con
un mensaje de la diosa
. A decir verdad, Neph no había tenido ninguna intención de ir por la espada, pero intentarlo era la única manera de asegurarse de que los demás lo obligaran a quedarse. Borsini cruzó la mirada con él. Sus ojos decían:
Si consigo la espada, tú me sirves. ¿Entendido?
.
—Bendito sea su nombre —dijo Neph. Los demás corearon sus palabras. No entendían del todo lo que acababa de pasar. Con el tiempo lo comprenderían—. Deberías llevarte mi caballo —prosiguió Neph—; es más rápido que el tuyo.
Y además, Neph había entretejido un pequeño sortilegio a su crin. Cuando saliera el sol, más o menos la hora a la que un jinete llegaría al extremo sur del bosque, el sortilegio empezaría a emitir un pulso de magia que atraería al Cazador Oscuro. Borsini no viviría para ver el mediodía.
—Gracias, pero soy muy torpe con los caballos nuevos. Me llevaré el mío —replicó Borsini, con voz cuidadosamente neutra. Movio sus enormes orejas, y se dio unos tironcillos nerviosos de la narizota. Se olía una trampa y sabía que la había sorteado, pero quería que Neph lo achacase a la suerte.
Neph parpadeó como si estuviera decepcionado y después se encogió de hombros como si deseara ocultarlo y dar a entender que no importaba.
Y no importaba. Había atado ese sortilegio a la crin de todos los caballos del campamento.
Kylar nunca había empezado una guerra.
Acercarse al campamento de los lae’knaught no precisó ni por asomo el sigilo que había empleado para infiltrarse entre los ceuríes. Invisible, se limitó a pasar entre los centinelas de negros tabardos blasonados con un sol dorado: la luz pura de la razón que ahuyentaba a la penumbra de la superstición. Kylar sonrió. A los lae’knaught iba a encantarles el Ángel de la Noche.
El campamento era enorme. Albergaba a una legión entera, cinco mil soldados, entre ellos mil de los célebres lanceros lae’knaught. Como sociedad puramente ideológica, los lae’knaught afirmaban no poseer ninguna tierra. En la práctica, habían ocupado el este de Cenaria durante dieciocho años. Kylar sospechaba que aquella legión estaba destinada allí como demostración de fuerza, para disuadir a Khalidor de cualquier intento de seguir expandiéndose hacia el este. Quizá estuvieran allí por casualidad.
En realidad, daba igual. Los lae’knaught eran unos matones. Si hubiese habido un ápice de integridad en sus proclamas de combatir la magia negra, habrían acudido en defensa de Cenaria cuando Khalidor la invadió. En lugar de eso, habían ganado tiempo, quemando
brujos
locales y reclutando entre los refugiados cenarianos. Probablemente habían esperado acudir al rescate cuando el poder de Cenaria estuviese aniquilado y así procurarse unas tierras incluso mejores por las molestias.
Sin provocar a nadie, Cenaria había sido invadida por los lae’knaught desde el este, por Khalidor desde el norte y ahora por Ceura desde el sur. Iba siendo hora de que algunas de esas espadas codiciosas se cruzasen entre sí.
Una hoja negra humeante brotó con un movimiento fluido de la mano izquierda de Kylar. La hizo resplandecer, envuelta en llamas azules, pero mantuvo invisible su cuerpo. Dos soldados que chismorreaban en vez de recorrer sus rutas de patrulla se quedaron paralizados al ver la aparición. El primer guarda era relativamente inocente. En los ojos del otro, Kylar vio que había acusado a un molinero de brujería para poder cortejar a su esposa.
—Asesino —dijo.
Atacó con la espada ka’kari. La hoja, más que cortar, devoró. Apenas sintió resistencia mientras el filo atravesaba nasal, nariz, barbilla, tabardo, gambesón y estómago. El hombre bajó la vista y después se tocó la cara partida, de la que manaba la sangre a borbotones. Gritó y sus entrañas se desparramaron por el suelo.
El otro centinela salió disparado, chillando.
Kylar corrió, envolviéndose con sus ilusiones. Como a través de humo se vislumbraban segmentos brillantes de piel negra y metálica iridiscente, las medialunas de unos músculos exagerados, un rostro que era el Juicio, con el ceño pronunciado, los pómulos angulosos y marcados, una boca minúscula y unos ojos negros lustrosos sin pupila, de los que emanaban llamas azules. Atravesó un corro de reclutas cenarianos demacrados, que lo miraron con los ojos desorbitados y las armas en la mano pero olvidadas. No había crímenes en sus ojos. Aquellos hombres se habían alistado porque no tenían otro modo de alimentarse.