Pasaba la mayor parte del día fuera de la casa, ocupada en sus actividades líricas y sociales. Los ensayos y ejercitaciones continuaba realizándolos en casa de su padre, donde Moreschi la esperaba a diario, lleno de un entusiasmo que contrastaba con su desánimo, el cual no pasaba inadvertido para el maestro.
—Te falta fuerza, Micaela —salía recriminarle—. Esta aria requiere toda tu potencia, si no, pierde sentido. Escucha. —Y Moreschi entonaba alguna estrofa de
La flauta mágica.
Algunas tardes, su amiga Regina Pacini organizaba eventos y tertulias en las que el canto lírico constituía siempre la excusa. No pasó mucho, y Regina le confesó que paliaba la frustración por su truncada carrera de soprano con actividades afines.
—Al menos, me mantengo cerca del ambiente artístico, sin
manchar
el buen nombre de mi esposo —comentaba—. Es increíble que tu padre se sienta tan orgulloso de tener una hija soprano; después de todo, él es uno de los miembros más conspicuos de la sociedad porteña y, a este tipo de gente, las mujeres arriba de un escenario le ponen los pelos de punta. ¿Nunca te dijo nada al respecto?
—Hace muchos años que mi padre perdió el derecho a decirme nada —fue la respuesta; luego, agregó—: No te olvides, Regina, que mi madre era actriz.
Carrera de soprano truncada y todo, Micaela envidiaba a la Pacini: resultaba evidente que amaba a su esposo y que vivía feliz junto a él. Habría dado cualquier cosa por la mitad de su dicha.
En algunas ocasiones, después de los ensayos en el Colón, le pedía a Ralikhanta que la llevase de paseo por la ciudad y lo obligaba a detenerse en algún sitio de su preferencia donde solía permanecer un buen rato en absorta contemplación del paisaje. En una oportunidad, el indio se sorprendió cuando le pidió que la llevase a La Boca, e intentó disuadirla.
—Es una zona de gente mala, llena de casas públicas y delincuentes —interpuso como excusa—. Mi señora no debería ir a semejante lugar.
—¿Conoces La Boca, Ralikhanta? —Micaela advirtió que el hombre se incomodaba—. Digo, como hablas con tanto conocimiento.
—No, señora, no la conozco en absoluto. Es lo que se comenta.
Decidió no seguir indagando, podía pecar de indiscreta; después de todo, el pobre indio tenía derecho a satisfacer sus deseos sexuales de la forma que quisiera y donde quisiera. A su juicio, y aunque mamá Cheia opinara lo contrario, Ralikhanta era un buen hombre, un tanto extraño, con costumbres excéntricas, pero cálido, bondadoso y fiel. Pasaba la mayor parte del día a su servicio, ya que Eloy, con chofer y automóvil provistos por la Cancillería, prescindía de él por el momento. No sólo se había convertido en un colaborador indispensable, sino que su silencio tranquilo y su mirada pacífica la confortaban. La sensación de que Ralikhanta conocía todo acerca de ella, sus secretos más íntimos, sus pasiones y su desgracia, le aliviaban el peso de sus penas, en ocasiones, abrumador.
—¿Cómo te va con la profesora de castellano?—quiso saber.
—La verdad, señora, que hace una semana que no tomo clases —respondió, incómodo.
—¿Por qué? ¿Cómo es eso?
—Está bien, señora, es mejor así. No quiero tener problemas.
—Fue el señor Cáceres, ¿verdad? —arriesgó Micaela—. No me digas nada, fue él.
—No quiero que mi señora tenga problemas por mi causa.
—No hay problema para mí, Ralikhanta —repuso Micaela, muy dueña de sí—. Entiendo que evites inconvenientes con el señor Cáceres, pero tampoco es posible que no puedas comunicarte con tus semejantes. Si el señor Cáceres no está de acuerdo con la profesora, yo misma te daré clases.
Ralikhanta se escandalizó, pero la firmeza de su patrona lo dejó sin argumentos y debió aceptar. Por su parte, Micaela comenzó a elucubrar los pretextos que esgrimiría ante su esposo. Eloy resultaba un hombre difícil, aunque aceptó que, por complacerla, había claudicado a muchas de sus costumbres de solterón. El servicio doméstico lo molestaba hasta el punto de ponerlo de pésimo humor; no soportaba a Tomasa y a Marita el día entero en la casa; que lo tocaran todo y que se metieran donde no las llamaban podía con su carácter medido. Después de muchas idas y vueltas, finalmente entendió que, como canciller, no podía prescindir de una buena doméstica y de una excelente cocinera; no obstante, impuso una condición: la limpieza de su despacho y de su dormitorio quedaría a cargo de Ralikhanta, poseedor de la única copia de llaves. Con respecto a mamá Cheia, Eloy había optado por una actitud más diplomática, pese a que la idea de albergarla en su casa no le agradaba en absoluto, y dio la bienvenida a la mujer que casi jugaba el papel de suegra. Con el tiempo, se dio cuenta de que la negra era su aliada, y de que siempre lo defendía cuando su esposa se enojaba con él.
Micaela se despertó sin bríos. Esa madrugada, Eloy había sufrido otra de sus crisis, y, si bien había acudido a su dormitorio, no entró y dejó el asunto en manos de Ralikhanta. En medio de sus exclamaciones, Eloy farfullaba palabras ininteligibles. ¿Acaso había vociferado "puta" varias veces? No, resultaba muy improbable, y, aunque se tentó con preguntarle al indio, resolvió no hacerlo. Se levantó alrededor de las nueve cuando apareció mamá Cheia con el desayuno.
—Tu marido desayunó muy temprano y se fue. Me pidió que te recordara que esta noche van a venir a cenar el cónsul de México y su esposa. ¿Tenés todo listo? ¿Sabés qué te vas a poner? ¿Ya dispusiste qué se va a servir? —Micaela apenas asintió, y Cheia cambió el tono para decirle—: ¿No sería mejor que te levantaras más temprano para desayunar con tu marido? Parece querer compañía a esa hora porque me da charla.
"¿No sería mejor que pudiera hacer el amor como cualquier hombre?", replicó para sí.
—Desayuna muy temprano —fue la excusa—. Prácticamente duerme tres o cuatro horas por noche. No sé de dónde saca tanta energía para trabajar.
—Estas esposas jóvenes que no están dispuestas a hacer ningún sacrificio por sus esposos... —se quejó la negra, y Micaela encontró tan injusto el comentario que casi le cuenta la verdad. Después de todo, el mayor sacrificio lo hacía ella, y cada día le costaba más encontrarle sentido.
—¿Escuchaste sus gritos anoche? —preguntó en cambio.
—Sí. ¡Pobre señor Cáceres! ¿Qué cosas lo atormentarán para ponerlo en ese estado?
—Nada lo atormenta, mamá. ¿Te acordás de esa fiebre que tuvo en la India? Según me dijo el propio Eloy, uno de los estigmas que le dejó la enfermedad fue el de las pesadillas. El pobre Ralikhanta debe despertarlo y suministrarle su medicina, algo a base de opio, seguramente.
—Para eso está Ralikhanta, para servir al señor Cáceres —aseveró Cheia, con solemnidad—. De todas formas —continuó, menos hierática—, ¿realmente crees que la enfermedad le haya dejado esa secuela? Yo nunca he sabido que fiebres altas, por más malignas que sean, dejen ese tipo de secuelas.
Cheia abandonó el dormitorio y Micaela terminó de vestirse. Bebió el café, sin probar las masas. Por esos días, la atormentaban tantos problemas que ni hambre tenía. "¡Qué irónico es todo esto!", pensó. "Me casé con Eloy buscando paz y estabilidad y sólo conseguí amargura y confusión."
Moreschi la esperaba en casa de su padre para ensayar; pronto se estrenaría la obra y aún restaban detalles por pulir.
—¡Micaela, querida! —Otilia la interceptó en el vestíbulo—. ¡Qué alegría que te encuentro! Sé que venís casi a diario y nunca nos vemos. ¿Cómo está mi sobrino?
—Bien, gracias.
Otilia la tomó del brazo y, con un ademán confidente, la guió hasta la sala.
—Me comentó Eloy que duermen en cuartos separados.
Micaela arqueó las cejas y, sutilmente, se desembarazó de su mano.
—Quiero que sepas, querida, que me parece una decisión muy acertada por parte de mi sobrino.
—No quiero parecerte impertinente, Otilia, pero no creo que ése sea asunto de tu incumbencia.
—No te enojes, Micaela. Tenés que saber que Eloy lo hace por vos, por lo mucho que te quiere. No desea que te molesten las pesadillas que sufre de noche.
—De todas formas, no tiene sentido —aseguró Micaela—. Dormimos en cuartos separados e igualmente escucho todo.
—¡Me lo vas a decir a mí que viví con él desde que era chico! Por más lejos que me fuera a dormir, los chillidos de Eloy inundaban la casa por completo. Inclusive, hubo épocas en que era sonámbulo.
—¿Eloy sufre estas pesadillas desde que era chico? —Micaela la miró tan ceñuda que Otilia se desconcertó y no contestó nada—. ¿Desde cuándo sufre estas pesadillas?
—Bueno, querida —dudó la mujer—, las sufre desde que... Bueno, desde que murieron sus padres, creo.
—¡Micaela! —interrumpió Moreschi—. Hace rato que llevo esperándote.
Otilia aprovechó para excusarse y salió a toda prisa. Esa noche, durante la cena, el cónsul mexicano y su esposa se mostraron encantadores, y su espontánea simpatía contagió los ánimos alicaídos de Micaela y Eloy.
—En la ciudad de México —comentó el cónsul—, tenemos un teatro lírico que, me animo a decir, no tiene nada que envidiarle a los de Europa. Sería un honor que nos visitara, señora Cáceres.
—El director del teatro —continuó la esposa—, es amigo personal de nuestra familia y siempre habla de
la divina Four.
Dice que es una de las mejores sopranos que ha conocido el mundo.
—Muchas gracias —contestó Micaela, y miró a Eloy, que ostentaba una sonrisa de oreja a oreja. Cáceres le tomó la mano y se la besó. Semejante muestra de cariño frente a terceros la dejó inerme y casi le hizo olvidar el tema de las pesadillas.
—¿Te imaginas, querido —continuó la esposa del cónsul—, si Felipe Bracho (el director del teatro) —aclaró, para sus anfitriones—, se enterara de que estuvimos cenando en casa de
la divina Four
?
—Estoy seguro —agregó el mexicano— de que sufriría un ataque de envidia. Para evitar los celos de nuestro querido amigo podríamos convencer a la señora Cáceres de que nos hiciera el honor de cantar en nuestro teatro —sugirió a su esposa.
—No me cabe duda —acotó la mujer— de que Felipe cambiaría el programa de este año si con eso consiguiera tenerla entre los roles protagónicos. ¿Aceptaría usted, querida? ¿Le gustaría cantar en nuestro país?
—No creo que mi esposo ponga ninguna objeción —dijo, al tiempo que dispensaba una mirada elocuente a Cáceres.
—No, por supuesto que no, Micaela. Me encantaría que aceptaras.
—Entonces —retomó la joven—, sólo resta hablarlo con mi maestro y decidir la fecha. México será un buen lugar para cantar; lo sé.
En otras circunstancias, Micaela habría declinado la invitación; ahora, en cambio, aceptaba todo cuanto significase alejarse de su hogar.
—Pasemos a la sala a tomar el café —convidó la dueña de casa.
—La comida estuvo exquisita, señora Cáceres —comentó el cónsul.
—Además —añadió su esposa—, permítame felicitarla por la casa, es hermosa. —Y continuó alabando los detalles del decorado y el mobiliario.
Micaela quedó encantada con el matrimonio mexicano y los invitó a la celebración del cumpleaños de su padre la semana entrante.
—¡Oh, sí, el senador Urtiaga Four! —proclamó el mexicano—. Un hombre muy respetado en este país. Será un honor para nosotros concurrir.
—Tampoco nos perderemos
La flauta mágica
—aseguró su esposa, antes de marcharse.
La cena había sido un éxito, y Cáceres, de excelente humor, decidió visitarla en su recámara. Al verlo de buen talante, Micaela se atrevió a plantear el tema de las pesadillas.
—¿Por qué me dijiste que sufrías pesadillas con motivo de la fiebre?—Eloy la contempló, entre confundido y sorprendido—. Hoy me contó Otilia que tenés pesadillas desde niño. Más específicamente, desde que murieron tus padres.
Cáceres le dio la espalda y farfulló unas palabras en contra de la indiscreción de su tía.
—¿Por qué no me dijiste la verdad? ¿Qué tiene de malo que las pesadillas sean producto de una u otra cosa? Sé que tus padres murieron en un accidente, pero nunca me dijiste cómo fue.
Eloy se volvió y la enfrentó con mal gesto. Micaela se demudó y, aunque intentó mantenerse incólume, la mirada de su esposo le dio pánico.
—Es cierto —aceptó Eloy—, las pesadillas las sufro como consecuencia de la muerte de mis padres. No quería que lo supieras; preferí que pensaras que eran producto de algo orgánico, ajeno a mis emociones. Temí que creyeras que estaba medio loco. ¡Además de impotente, loco!
—No digas eso, Eloy. Vos no estás loco. Que tengas pesadillas no significa que hayas perdido la cordura.
—Pero vos sos tan normal, tan... Tan perfecta, que yo me siento nada a tu lado.
—Estás equivocado. Yo no soy perfecta en absoluto. Como todos, tengo mis cuestiones ocultas, mis miserias y problemas. ¿O acaso te olvidas cómo murió mi madre? Gastón María y yo teníamos ocho años cuando la encontramos en la tina del baño con las venas abiertas. ¿Pensás que eso no me afectó? Después de la muerte de mamá, no hablaba, prácticamente no comía, me pasaba el día encerrada en mi cuarto mirando hacia la calle. Y, cuando estaba segura de que nadie me miraba, lloraba desconsoladamente. Mi padre pensó que me volvería loca.
—¡Micaela, mi amor! —Eloy la arrebujó contra su pecho y le besó la coronilla.
—Después vino el viaje a Europa, el internado en Suiza y, por sobre todo,
soeur
Emma, a quien abrí mi corazón. Ella ahondó en las partes más oscuras de mi alma. Estoy segura de que, sin ella, habría muerto de pena. Soy lo que soy gracias a Emma, que, no sólo descubrió mi talento para el canto, sino que me ayudó a recuperar la seguridad en mí misma. ¿Por qué no me dejas ser lo que Emma fue para mí? ¿Por qué me escondes tus penas? ¿Por qué no me permitís ayudarte? Eloy, quiero ser tu amiga.
Con ojos llenos de lágrimas, Cáceres volvió a tomarla entre sus brazos y, sin soltarla, le confió en un susurro:
—No puedo olvidar la noche en que murieron mis padres. —Micaela lo guió hasta el sofá y lo instó a proseguir—. Vivíamos en el campo, en una de las estancias de mi familia. Ahora que me pongo a pensar, nunca conocí a un hombre más enamorado y devoto de su esposa. Para mi padre, mi madre era el ser más puro, bueno y hermoso del mundo. —Se mantuvo caviloso antes de continuar—: Hacía poco, mi padre había despedido al capataz de la hacienda, un hombre de lo peor. Robaba ganado. Una noche, mientras dormíamos, este hombre, completamente ebrio, le prendió fuego a la casa. Mi padre se despertó y lo encontró en la sala, donde forcejearon. A pesar de que estaba borracho, era un hombre corpulento; golpeó a mi padre y lo dejó desvanecido. Cuando mi padre recobró la conciencia, la casa ardía en llamas. Primero me rescató a mí. Cuando quiso hacerlo con mi madre, ambos murieron. ¿Te das cuenta, Micaela? Todo fue mi culpa. ¡Mi culpa! ¡Por salvarme a mí! Quizá hubiera sido mejor morir los tres.