La fila de lujosos coches y modernos automóviles salía del perímetro de la mansión y avanzaba sobre la cuadra. Pasaron no pocos minutos antes de que la victoria de los Urtiaga Four se detuviera bajo el pórtico y sus ocupantes descendieran. Rafael ofreció su brazo a Otilia y lo mismo hizo Eloy con Micaela.
Entraron en el salón, atestado de gente, y la mayoría de las miradas se posó en ellos. Micaela deslumbró con su belleza y elegancia, y su vestido fue blanco de comentarios. Cheia se había esmerado en el peinado, un
chignon
en la base de la nuca, sostenido por horquillas de perlas, y enmarcado por pequeños bucles. El rostro despejado y apenas maquillado revelaba la perfección de su piel y el rojo de sus labios.
Micaela fisgó de reojo a su acompañante, atildado y circunspecto como siempre, elegante en su
jacquet.
—Está hermosa esta noche, señorita —comentó Eloy, y la sorprendió con una mirada y un tono de voz que no eran los habituales; quizá, vislumbró algo de fervor en el conjunto.
La señora Paz les dio la bienvenida, acompañada por elogios dirigidos especialmente a Micaela, a quien no dudó en llamar su invitada de honor. Condujo al grupo dentro del salón de fiestas, réplica de la
Salle de Gardes
de Versailles, según informó, y añadió detalles acerca de la calidad de los mármoles y de las
boiseries
de fresno que Micaela no escuchó.
—Por favor, senador Urtiaga Tour —indicó la señora Paz—. Mi esposo está con el señor presidente. Ansían conversar con usted. —Y señaló otro extremo de la sala.
Al verlos avanzar, el grupo de hombres se abrió y dio paso a Victorino de la Plaza, un hombre petiso y moreno, que salió al encuentro de Micaela.
—¡Por fin ha llegado la invitada de honor! —exclamó, con sincera alegría, el primer mandatario.
—Jamás consentiría semejante distinción encontrándose en la velada el presidente de la República —contestó Micaela.
Rafael sonrió, ufano de la soltura y del ingenio de su hija. Continuaron los saludos y las presentaciones y, al cabo, el grupo de hombres volvió a cerrarse y dejó atrapados a Rafael y a Eloy; la anfitriona, Otilia y Micaela se vieron forzadas a buscar diversión en otra parte. Obligadas a detenerse a cada paso para saludar, tardaron en llegar a la sala de música donde Moreschi y Mancinelli daban las últimas indicaciones a la orquesta.
—Estoy tan agradecida, maestro —comentó la señora Paz a Moreschi—, de que haya venido un rato antes para ayudar con la organización de la música. A usted también, maestro Mancinelli, le estoy inmensamente agradecida. Es un honor. Verdaderamente un honor. ¡Y
la divina Four
cantando en mi casa!
Micaela miró hacia el sector donde se encontraba Eloy. Lo halló muy enfrascado en su conversación con el presidente. Rafael lo observaba con semblante satisfecho y el resto de los hombres, con admiración. Por más que Micaela insistió con la mirada, Eloy no volteó una vez.
Poco se cumplió de lo que había previsto: el señor Cáceres habló de política gran parte de la noche, mientras Nathaniel Harvey, en quien había puesto el resto de sus esperanzas, recibió de buen grado las atenciones de Mariana Paz, hija de la anfitriona y única heredera de la fortuna de sus padres. A pesar de estos reveses, Micaela no la pasó mal en absoluto.
—Ahí viene la Pacini —comentó Otilia, desdeñosa—. Es una insolente. Me ha pedido que te la presente.
—¿Y por qué no lo hiciste? —preguntó Micaela.
—No la soporto, es una advenediza —alcanzó a responder antes de saludar a la dama en cuestión—. ¡Regina, querida! —prorrumpió, y extendió sus manos para tomar las de ella—. Te veía aproximarte y no pude dejar de comentarle a Micaela el hermoso vestido que tenés esta noche. ¡Ah, querida! Por fin puedo presentarte a mi hija, Micaela Urtiaga Four. Micaela, la señora Regina Pacini, esposa del señor Marcelo de Alvear.
Micaela y Regina se saludaron con afabilidad y de inmediato se trabó una conversación amena y espontánea. "La Pacini", como la llamaban los porteños, no pertenecía a la clase alta de Buenos Aires, pero un conveniente matrimonio con Marcelo de Alvear, hijo del aristocrático primer intendente de la ciudad capital, don Torcuato, la había llevado a las altas esferas de la sociedad, finiquitando así su carrera de cantante lírica.
Había demasiadas cosas que unían a Micaela y a Regina, por sobre todo el amor a la música y al canto, y habrían conversado la noche entera, olvidándose de la fiesta y de los invitados, si no fuera que, antes de cenar, Micaela fue requerida para interpretar unas arias de Rossini, compositor dilecto de la anfitriona. Moreschi realizó la selección y complació a la señora Paz y al resto de la concurrencia, y, pese a que hacía tiempo que no entonaba esas melodías, Micaela volvió a sorprender por el dominio de su voz, dúctil y extensa. De entre los presentes, Regina la aplaudió con sincera algarabía y la ovacionó sin importarle la continencia del resto.
Y antes de pasar al comedor, Micaela recibió las felicitaciones del presidente De la Plaza, de algunos senadores amigos de su padre y, con especial emoción, de Cáceres que le murmuró, entre serio y risueño, que las dos primeras piezas del baile se las debía a él. Disfrutó el resto de la velada, a pesar de que, durante la comida, debió anular su oído izquierdo para no escuchar a su madrastra, incapaz de comentar otra cosa aparte de la exquisitez de las ostras chilenas, lo soberbio del paté trufado y lo "a punto" del faisán, y aguzar el derecho para deleitarse con las anécdotas de Regina Pacini. Nathaniel, a salvo por un rato de los encantos de Mariana Paz, participó interesado en la conversación, y Eloy, aunque callado, se mantuvo atento con la vista fija, la mayoría de las veces, en ella.
Durante los dos primeros valses, cumplió la palabra empeñada y bailó con Cáceres, que se mostró ansioso y efusivo al comentarle que sus viejos planes de hacerse cargo de la Cancillería volvían a tomar su rumbo.
—¡Cuánto me alegro! —expresó Micaela—. Usted ha trabajado tanto que sería una injusticia que no lo lograra. Además, estoy segura de que no habrá mejor Canciller que usted, señor Cáceres. Dudo que muchos piensen lo contrario.
—A pesar de que la conozco poco, he podido ver que su opinión es raramente concedida. Por lo tanto, lo que acaba de decirme es de mucho valor para mí.
Al llegar a casa y quedar a solas en su dormitorio, por primera vez en mucho tiempo se sintió bien. Había conocido a una nueva amiga, con la cual se encontraría al día siguiente a la hora del té, y a un nuevo amigo, porque Eloy Cáceres, con su actitud más abierta y humana, le había mostrado una faceta de su personalidad que le gustaba muchísimo.
Desde su llegada a Buenos Aires, Micaela sostenía una comunicación epistolar con algunos colegas europeos y, cuando les comentó que deseba regresar porque los echaba de menos, a ellos y a París, no tardaron en responderle que no se aventurara por esas tierras belicosas y que permaneciera donde estaba. Estas sugerencias, sumadas a los comentarios, casi ruegos de Eloy, sepultaron la idea de volver, al menos por un tiempo. Moreschi, más tranquilo con la decisión final de su pupila, se consagró a planificar las actividades líricas del año siguiente, con el apoyo de Mancinelli que ya hablaba de una gira por Sudamérica.
Se aproximaba el final de 1914, y Micaela no concebía que ya se hubiese cumplido un año de la muerte de Marlene; le parecía una centuria. Su hermano se había casado y tenía un hijo. Recordó la noche en que Gastón María llegó herido a casa de su padre, la noche que escuchó hablar del Napo Varzi. También regresó a su mente la primera vez en el Carmesí, y la segunda, y la tercera. Todas guardaban algún secreto. Y la última vez, tan dolorosa y humillante.
Odiaba a Carlo Varzi, lo odiaba con cada fibra de su ser. Lo odiaba por ser el hombre que era y por haber hecho de ella la mujer que era, una mujer triste, melancólica, a la que nada animaba demasiado. Ni en la música encontraba sosiego. Lo odiaba por eso.
Hacía días que no escuchaba de él. Ya no llegaban a casa de su padre los costosos arreglos florales ni las cajas con bombones. Ni una carta, ni siquiera una esquela, nada. Las funciones en el Colón habían terminado y con ellas la oportunidad de tenerlo cerca, en el palco más bajo. Mejor así. Carlo Varzi no tenía nada que ofrecerle, nada bueno, al menos, y ella trocaría su amor en indiferencia, sí, su inmenso amor en un inmenso desinterés. Pero, ¿cómo hacer para no pensar en él a cada instante? ¿Cómo hacer para no sobresaltarse cada vez que llegaba la correspondencia? ¿Para no buscar un pretexto e ir a la parte sur de la ciudad?
Carlo Varzi se había hartado de ella, y no volvería a saber de él. ¡Ya no volvería a saber de él! Imposible. En un tiempo no muy lejano habían vivido una pasión tan intensa que la idea de no volver a verlo le parecía descabellada. ¡No, no era descabellada! Lo mejor que podía sucederle era que Varzi no volviera a cruzarse en su camino.
Dejó a un lado la sensiblería y razonó que, por haber estado en manos de un hombre como él, sin escrúpulos ni principios, todo había terminado convenientemente bien. Al principio, la idea de una extorsión la había sumido en el pánico. ¿Y si la obligaba a regresar bajo la amenaza de contarle todo a la prensa o a su familia? También la atormentaba la posibilidad de que enviara a Mudo y a Cabecita a buscarla y de que la subieran al coche a la fuerza y la llevaran hasta él. Evitaba salir sola, aunque no tenía dudas que ninguna escolta detendría a los matones de Carlo Varzi. ¿Quién les haría frente? ¿Moreschi? ¿Pascualito?
La mayor parte del día padecía estos soliloquios. Le gustaba dormir porque en ese momento no lo tenía en la cabeza, y, si soñaba con él, a la mañana siguiente no lo recordaba. Porque si escribía una carta, cada dos líneas se detenía y pensaba en Varzi; si leía la partitura de una nueva ópera, cada dos notas, su rostro moreno y malicioso la inquietaba; si tocaba el piano lo mismo, y si comía, si caminaba, si se miraba en el espejo, si tomaba un baño, en fin, si respiraba.
Los momentos junto a Eloy resultaban tranquilos, y no pasó mucho hasta darse cuenta de que sus amabilidades y galanterías no tenían otro objetivo que conquistarla.
—Deberías buscarte un pretendiente —sugirió Regina Pacini.
Micaela levantó la vista sobre la taza. A veces, las ocurrencias y los modos de su amiga le recordaban, en parte, a los de Marlene.
—Sos joven, hermosa y talentosa. Debes de tener miles de pretendientes. Deberías decidirte por alguno y casarte —concluyó.
—¿Casarme? —repitió Micaela—. No, casarme me quitaría la libertad que es lo más sagrado que tengo. De seguro, tendría que dejar de cantar y no podría soportarlo.
—Tenés razón, querida. Yo tuve que abandonar mi carrera. Mi esposo y su familia no lo veían con buenos ojos. Pero yo lo amo mucho y lo hice por él —agregó, triunfal—. El día que te enamores no habrá obstáculos para estar con tu hombre.
Esas palabras la conmovieron e hizo un esfuerzo para no inquietarse frente a su amiga.
—Podrías tener un amante —insistió Regina—. Un amante es mejor.
—Ahora entiendo por qué Otilia y sus amiguitas no te quieren —dedujo Micaela—. Sos demasiado liberal y frontal para ellas. Pero a mí me gustas así.
Regina rió con ganas e insistió en la idea del amante.
—¿Y qué pasa con el doctor Cáceres? Se comenta que te arrastra el ala. ¿Es verdad?
—Es muy galante y atento conmigo, pero nada más. Por momentos, es el hombre más encantador y adorable del mundo; por otros, luce a miles de kilómetros y su mirada seria y su gesto me dan miedo.
—No tenés que preocuparte —aseguró la Pacini—. Así son los políticos. Mi esposo es igual. Existen momentos en que podría atropellado una manada de caballos y no se daría por enterado. Pero existen otros en que... ¡Ay, qué romántico es mi Marcelo!
Micaela envidió la dicha de su amiga y ansió encontrar la paz y el sosiego que, a leguas se notaba, Regina vivía en su hogar. Volvió de su momentáneo ensimismamiento cuando la Pacini le recordó el tema de la fundación para ayudar a jóvenes de escasos recursos que deseaban estudiar canto lírico.
De regreso de lo de Alvear, pensó en Carlo todo el camino. ¿Cuánto hacía que no lo veía o sabía de él? Más de dos meses. Había comenzado 1915, y ni una noticia suya. Además de doloroso, le resultaba increíble que todo hubiese terminado. Albergaba el triste presagio de que ya no volvería a sentirse como entre sus brazos. Siguió con sus cavilaciones el resto de la tarde, durante la cena y después, mientras compartía un momento en familia.
La primera en despedirse y dejar
fumoir
fue Cheia. Al cabo, y ufano por haberle ganado el partido de ajedrez a Cáceres, Rafael deseó las buenas noches y se marchó. De inmediato, Otilia apartó la revista que hojeaba y le preguntó a Nathaniel Harvey si le había mostrado alguna vez la colección de arte de la planta alta.
—¿Nunca se la mostré? ¡Qué descuido, señor Harvey! ¡Qué falta de cortesía! Tengo esculturas y pinturas de los artistas más prestigiosos de Europa. Por favor, venga, ya mismo voy a mostrárselos.
Nathaniel insistió en dejar la visita guiada al museo familiar para otro momento, pero Otilia se obstinó como una niña de cinco años. Rechazarla habría significado una grosería. La educación del inglés pesó más que su desgano, y terminó por aceptar.
—Iremos usted y yo, solos —agregó Otilia, satisfecha—. Mi sobrino conoce la colección de memoria. ¿Para qué aburrirlo nuevamente? Y Micaela sólo encuentra placer en la música. ¿Para qué torturarla sin necesidad? Venga, vamos.
—No me gustaría dejarlo solo, señor Cáceres —dijo Micaela, luego de que Otilia y el inglés salieron—. Pero mañana es un día lleno de compromisos y debo acostarme temprano. —Se puso de pie y Eloy la imitó—. ¿Por qué no acompaña a su amigo y a su tía?
—Por favor, señorita, no se retire aún. Tengo que hablarle.
Eloy se acercó y Micaela lo miró con asombro. Lucía perturbado, un poco pálido.
—Sí, cómo no, señor Cáceres. ¿Nos sentamos?
—Sí, claro.
—¿Desea tomar algo?
—No, gracias. —Eloy acercó la silla al canapé de Micaela—. Verá usted, señorita... Micaela. —Le tomó las manos y ella las notó frías y sudorosas—. Micaela, ya no puedo ocultar mis sentimientos. Hace tiempo que los reprimo, pero ya no quiero hacerlo. Permítame decirle cuánto la admiro y la amo.
Eloy la observaba con anhelo, expectante y temeroso de la respuesta, pero Micaela, aturdida como estaba, no sabía qué decir.