—¿Cómo quiere que la presente? —escuchó decir a Varzi.
—¿Qué?
—Que cómo quiere que la presente. Imagino que no querrá que lo haga como
la divina Four,
¿no? Tendré que buscarle un buen nombre.
—Marlene, dígale a la gente que me llamo así: Marlene.
—¡Bien! —exclamó Cario—. Marlene, entonces. Buen seudónimo. Te queda bien.
"¿Te queda bien?". Micaela lo miró estupefacta. Y ahora, ¿por qué la tuteaba?
—Con ese nombre, pareces toda una franchuta —continuó Carlo, muy suelto.
Varzi no volvió a tratarla de usted ni a llamarla señorita Urtiaga Four, y, aunque en un primer momento sintió deseos de ponerlo en su lugar, después se preguntó con qué objeto, qué más daba si la llamaba Marlene, Micaela, señorita o lo que fuera. Estaban en sus manos, ella y la vida de su hermano; era casi como su dueño.
Carlo le pidió que la acompañara a la planta baja para presentarla a la orquesta. El salón, tan silencioso y solitario momentos atrás, se había llenado de bullicio. Unas mujeres de aspecto pobre limpiaban, mientras los músicos de la orquesta, apostados sobre una tarima, afinaban los instrumentos. En medio de su turbación, la joven distinguió a dos violinistas, un bandoneonista y a un hombre mayor sentado al piano.
—¡Maestro! —llamó Varzi desde lejos.
El hombre al piano saltó y, muy presto, bajó de la tarima y se les acercó. Micaela juzgó que tenía cara de buena persona. De contextura pequeña, cabello blanco y un poco encorvado, sus ojos, en cambio, parecían los de un muchacho. Le costó definirle la edad; quizá, cincuenta, cincuenta y cinco años.
—¿Me llamaba, señor Varzi?—preguntó, entre temeroso y respetuoso, y con un claro acento italiano.
—Maestro, quiero presentarle a la nueva cantante. Se llama Marlene. Marlene —dijo a su vez, —es el maestro Cacciaguida.
Luego de los saludos de rigor, Varzi se excusó y los dejó solos.
—¿Podría presentarme al resto de la orquesta, maestro? —pidió Micaela.
—Sí, cómo no, señorita Urtiaga Four.
Al escuchar su nombre, Micaela perdió la compostura. La situación se tornaba enrevesada y grotesca. Cacciaguida, gentilmente, la tomó por el brazo y la acompañó hasta una mesa bien alejada del resto de los músicos. Le corrió la silla y la ayudó a sentarse.
—Como notará, señorita —empezó el hombre—, soy italiano, de Milano. Hace apenas un año que vine a la Argentina. No me iba muy bien en mi país, y decidí probar suerte en América. Y aquí me tiene. No tengo familia que extrañar. Además, encontré buenos amigos en esta tierra que me hacen olvidar a los que dejé en la mía. Pero lo que sí extraño, con todo el corazón, es el Teatro alla Scala cuando cantaba mi soprano favorita,
la divina Four.
Micaela bajó el rostro y comenzó a lloriquear. El hombre le tomó la mano y se la palmeó.
—Señorita Urtiaga Four, ¡qué honor poder estar cerca de usted y tomarle la mano! No llore. No tiene nada que explicarme. Si está aquí, de seguro tendrá buenas razones. Confíe en mí, nadie sabrá quién es usted realmente, si es lo que desea, como estoy imaginándomelo.
El músico pidió un vaso con agua a una de las mujeres que limpiaba. Micaela lo bebió con lentitud y, poco a poco, fue reponiéndose. Más tranquila, le agradeció al maestro su amabilidad y discreción. También le confesó su miedo e inseguridad.
—Aunque no pueda contarle lo que me está sucediendo, maestro, puedo decirle que estoy aterrorizada, entre muchas otras cosas, porque no sé cantar tango. Es más, pensé que el tango no se cantaba.
—No se preocupe. Yo la voy a ayudar. Con esa voz mágica, casi divina que tiene, puede cantar cualquier cosa.
Micaela le comentó del dúo del que le había hablado Varzi, y Cacciaguida le prometió que él mismo la llevaría de incógnito para que los viera actuar y se formara una idea de cómo se cantaba el tango.
—¿A usted le gusta el tango? —quiso saber Cacciaguida.
—Sí, maestro —respondió Micaela, muy desganada.
Y el músico, aunque desconcertado, no se animó a preguntar más.
Esa noche había invitados en la mansión Urtiaga Four. Para suerte de Micaela, sólo se trataba de una reunión familiar, aunque Eloy Cáceres y su amigo inglés contaban entre los comensales.
Después de la entrevista con Varzi, apenas si conseguía estar en pie. Hubiera preferido comer algo ligero en su dormitorio y acostarse temprano, a sabiendas de que no conciliaría el sueño, pero con la intención de apoyar la cabeza sobre la almohada y dejarse llevar por su estado de ánimo deplorable.
Cheia la ayudó a cambiarse; había llegado tarde y los invitados la aguardaban en la sala. A pesar de los ojos enrojecidos y el mal gesto, Micaela recuperó su aspecto habitual. Se maquilló ligeramente y decidió lucir un vestido de seda color malva.
Durante la comida, necesitó fuerza de voluntad para prestar atención a las palabras de Guillita, que se dedicó a contarle, con lujo de detalles, lo referente a la boda.
—Va a ser en dos meses, Micaela. Espero que no hayas vuelto a Europa para entonces, porque lo que más deseo es que estés con nosotros ese día.
Micaela se conmovió con las palabras de su prima y pensó, con amargura, que durante los próximos cuatro meses no sería dueña de su destino; peor aún: en realidad, no sabía qué sería de su vida.
Nadie dejó de reparar en el desánimo de Micaela. Con su acostumbrada galantería y afabilidad, Nathaniel Harvey intentó alegrarla, sin conseguirlo. Su padre la miraba de soslayo y trataba de descubrir el motivo que la aquejaba; normalmente era callada, por lo general, taciturna, pero esa noche lucía más melancólica que de costumbre. Se preguntó si extrañaría Europa y a sus amigos.
Durante la comida y en el
fumoir,
Eloy se mantuvo apartado de ella, pero rara vez le quitó la vista de encima. Micaela percibía la insistencia de esos ojos y, cada tanto, se animaba a levantar la mirada y a enfrentarlo. Eloy continuaba observándola como si nada; finalmente, ella bajaba el rostro, muy turbada.
Su tío Raúl Miguens le pidió, con su acostumbrada zalamería, que interpretase algo al piano o que entonara alguna aria corta. Le pareció una buena idea, la música siempre había sido su refugio, pero no tardó en desistir y negarse. Jamás consentiría a un pedido de ese hombre que, a pesar de su cercano parentesco, no le quitaba los ojos del escote.
Por último, el vino y el ambiente tranquilo la amodorraron, y la tensión de un día devastador se hizo sentir en su cuerpo. Se excusó con el senador Urtiaga Four y se despidió de los comensales, que la miraron partir un poco ofendidos. Eloy la espetaba al pie de la escalera. Micaela se sobresaltó, porque, concentrada en su drama, no lo había visto.
—¡Señor Cáceres! —exclamó.
—¡Discúlpeme, señorita! No quise asustarla. Venga, siéntese aquí. Luce muy cansada.
La tomó de la mano y la acompañó hasta una silla. El se sentó a su lado, sin soltarla.
—¿Cómo va su trabajo? —preguntó Micaela.
—Como siempre, gracias. No la veo bien, señorita. ¿Le sucede algo? ¿Quiere que llame al médico? ¿Quiere tomar algo? No sé, un té quizá.
—Muchas gracias por su preocupación, señor Cáceres. Sólo estoy cansada. Tuve un día agotador, es todo.
—¡Qué lástima! Quería invitarla a dar un paseo por el jardín, pero, si está tan cansada, lo dejamos para otra oportunidad.
Al aparecer Nathaniel, Eloy le soltó la mano. El aspecto risueño y amistoso de Harvey se borró de inmediato al verlos tan próximos. Lucía sorprendido y molesto a la vez.
—Disculpen —se excusó—. Están buscándote, Eloy —dijo en inglés—. Buenas noches, señorita. —Dio media vuelta y se fue.
Eloy la acompañó hasta el pie de la escalera y se despidió lacónicamente. Micaela, extrañada con el cambio de actitud, al cabo se olvidó al concentrarse en su peor pesadilla: Carlo Varzi.
Carlo terminó la recorrida habitual por los locales y se dirigió al Carmesí, su centro de operaciones. Cruzó el salón sin mirar ni saludar. Sonia intentó abalanzársele, pero se la quitó de encima como a una mosca. Subió la escalera a zancadas y pronto llegó al estudio, donde se sirvió una copa y revolvió los papeles del escritorio. Se encaminó al cuarto contiguo, cuya decoración se asemejaba a la del resto del burdel. Se tiró sobre el diván y cerró los ojos, sin dormir. Micaela le vino a la mente y una sonrisa llena de ironía despuntó en sus labios.
—Con vos, Micaela Urtiaga Tour —dijo, en voz alta—, tu hermano me va a pagar cada una de las que me debe.
Revivió las escenas de esa tarde. ¡Cómo la había humillado! Jugó con ella desde el primer momento. Recordó su sorpresa y desesperación cuando le demostró que conocía el paradero de su hermano y sus planes de llevárselo a Europa. Cabecita y Mudo habían hecho un buen trabajo; no le habían perdido pisada, ni a ella ni a Urtiaga Four. ¡Qué ingenuos si planeaban desembarazarse de él!
Había deseado violarla. Trastornado por la tentación, debió reprimirse para no tumbarla en el piso y arrojársele encima. ¿Por qué no lo había hecho si ésa habría sido la mejor forma de cobrarse la deuda con Urtiaga Four? La respuesta que le vino a la mente lo enfureció. Abandonó el diván y caminó un rato para despabilarse. Minutos más tarde, superada la alteración, se refociló con su triunfo: durante cuatro meses la mejor soprano del mundo cantaría tangos en su prostíbulo. No podía creer aún que Micaela hubiese aceptado, y debió reconocer que era una mujer valiente: la forma en que se había presentado aquella noche y la manera en que lo había encarado esa tarde se lo demostraban. Un sentimiento de inexplicable orgullo le llenó el pecho y unos deseos locos de estar con ella volvieron a importunarlo.
Sonia abrió la puerta y entró en la habitación.
—Desvestite —le ordenó Varzi, y la mujer obedeció sin chistar.
Micaela fue reponiéndose de su tristeza. En parte, porque le confió a Cheia la verdad acerca de Varzi y de Gastón María, y también por la llegada de Moreschi. Lo primero la alivió; lo segundo la alegró. Las circunstancias la llevaron a contarle a su maestro lo mismo que a Cheia. Moreschi no la comprendió, es más, pensó que bromeaba. Después, persuadido de que era cierto, palideció, tosió, se ahogó, luego, gritó, se enfureció, para terminar en un sofá a punto de llorar.
—¡Mi tesoro más preciado! —exclamó—. ¡Mi alumna dilecta y adorada! ¡Mi niña! ¡Mi niñita en manos de un...!
Mamá Cheia se apresuró a traerle un té de tilo y Micaela a calmarlo con sus palabras. Todo parecía en vano, el hombre no hallaba consuelo.
—¡Y yo —se lamentaba—, que venía con la intención de que cantaras en el Colón! ¡
Ahimé
!
Che mai sarcà
? ¡Tangos en un burdel!
Micaela le pidió que bajara la voz; Otilia acechaba. Se arrepintió de haberle confesado la verdad, sin embargo, tuvo que aceptar la imposibilidad de cantar en el Carmesí sin la ayuda de algunos cómplices. Cheia, Moreschi y Pascualito se convertirían en piezas clave del asunto, especialmente para cubrirla durante sus ausencias.
Para alivio de Micaela, en los ensayos no se topó con Varzi. El maestro Cacciaguida seguía atento, dulce y respetuoso. El resto del grupo no resultó tan educado como el director, pero no eran malos; hablaban como Cabecita, en esa germanía que le costaba comprender; y se asombraban de sus conocimientos musicales y de la docilidad que mostraba Cacciaguida frente a sus propuestas.
En menos de una semana de ensayos, Micaela cambió un sinfín de colas. Hizo ubicar la tarima en otro sitio donde la acústica, bastante lamentable en todo el salón, era más propicia. Le quitó las cornetas a los violines y logró que los
pizzicatos
y
portamentos
se ejecutaran y escucharan mejor. El bandoneonista manejaba con destreza el instrumento y, como ella poco conocía del tema, no hizo comentarios al respecto. No le costó imitar el modo arrabalero y cadencioso del tango gracias a la ductilidad de su voz. Junto a Cacciaguida, visitó un boliche en el barrio de Palermo, un sitio peor que el de Varzi, lleno de pendencieros y meretrices, cercano al Arroyo de Maldonado, donde actuaba el tal Gardel. El entorno la estremeció de pánico. Más tarde, la voz de bajo del cantante la hechizó y se olvidó del entorno.
Micaela había dejado de preguntarse si aquello se trataba de un mal sueño. Resignada a su inminente presentación en el Carmesí, concurría a los ensayos tal como lo hacía en los teatros europeos. Pero existían momentos en los que desesperaba. La situación, burda y grotesca, no parecía real, no podía estar sucediéndole a ella. Cheia y Moreschi constituían un gran estímulo en esas ocasiones. Conmovidos por el cariño fraterno de Micaela, hacía tiempo que no le recriminaban el acuerdo poco beneficioso con Varzi.
Micaela agradecía que Gastón María continuase fuera de la ciudad; más adelante, y arrancándole a Varzi la promesa de que no le haría daño, le pediría que regresara. Lo mantendría ajeno al tortuoso asunto con el malevo. Si su hermano llegaba a enterarse, probablemente buscaría a Varzi y lo retaría a un duelo a cuchillo. Y Micaela no tenía la menor duda de quién saldría victorioso.
El día del estreno, y antes de que oscureciera, Pascualito la llevó al burdel. Los dos quedaron boquiabiertos ante un enorme cartel en la puerta: "Esta noche canta Marlene".
—¡Ay, señorita! —exclamó el chofer—. ¡En qué lío nos metimos!
Micaela no contestó. Pascualito le prometió pasar la noche entera dentro del local, cuidándola, y Micaela se lo agradeció de corazón, segura de que el chofer quedaría reducido a nada si el tal Mudo le ponía un dedo encima.
En la entrada la esperaba Cabecita, que la condujo al camerino en la planta alta, una habitación más larga que ancha, con varios tocadores mal iluminados, percheros abarrotados de trajes y mujeres semidesnudas maquillándose. Micaela entró y el alboroto cesó de inmediato. La miraron de arriba abajo, con desparpajo y recelo. Un manflorón, que había visto algunas veces durante los ensayos y a quien llamaban Tuli, le dio la bienvenida.
—¡Cosita más hermosa han visto! —exclamó, de manera afectada.
Caminó directo hacia ella, moviendo las caderas y agitando las manos en el aire. La llevó hasta un espejo, le tomó el rostro por la barbilla y la obligó a mirarse.
—¡Miren, chicas! ¿Han visto alguna vez cara más bonita? —Recibió abucheos e insultos por respuesta—. No les hagas caso, querida. Se mueren de la envidia. Ninguna es tan linda como vos. Tené cuidado, porque son como leonas en celo.