Carlo despertó con dificultad y se restregó los ojos para alejar la pesadez que lo instaba a seguir durmiendo. Estaba agotado, le había hecho el amor a Micaela hasta la extenuación, hasta caer rendido sobre su pecho agitado. La buscó con la mirada y la encontró de pie frente a la ventana, espiando tras un resquicio de la cortina de terciopelo rojo. Completamente desnuda, se le antojó la criatura más perfecta y acabada. La sorprendió por detrás con un beso sobre el hombro.
—Pensé que dormías —comentó ella.
—¿Qué mirabas?
—La gente en la calle, el puerto, las casas de todos colores. Me da tristeza este barrio, la gente camina con la cabeza baja y los niños corren sin zapatos por la calle. Me entristece pensar que vos también eras así, flacucho y sin ropa.
—Yo no era así, nunca me faltó el calzado y no tenía nada de flacucho, al contrario, siempre fui alto para mi edad y bien formado. Cuando empecé a usar pantalones largos, mi mamá tenía que bajarles el ruedo porque cada dos por tres me quedaban cortos. "¡Bájalos a tomar agua!", me gritaban en la calle, y yo me moría de vergüenza.
Micaela rió con ganas al imaginar a ese Carlo Varzi adolescente, con pantalones que no le cubrían los tobillos y cara arrebolada por la timidez.
—Solamente te vas a poder reír cuando estés conmigo —le ordenó—. Sos más hermosa cuando te reís. Ningún hombre resistiría la tentación.
—Sos demasiado posesivo —se quejó ella—. ¿Por eso tengo a Cabecita y a Mudo siguiéndome como sabuesos todo el día?—La cara de desconcierto de Varzi volvió a causarle gracia—. Empecé a darme cuenta de que me seguían cuando vine a buscarte al Carmesí, la mañana que me enteré que lo habías vendido. Cuando salí, me topé con Cabecita en la vereda, y cuando le pregunté qué hacía ahí, me dijo que te preguntara a vos. De ahí en más, siempre me los cruzo.
—Quiero protegerte —adujo Carlo—. Me muero si te pasa algo.
—No va a pasarme nada, mi amor. ¿Qué podría pasarme?
—No me gusta tu chofer, el indio ese. Me da mala espina.
—No juzgues a la gente por su apariencia. Sé que Ralikhanta no inspira confianza al primer vistazo, con todos esos anillos y cadenas, los trajes raros que usa y, sobre todo, ese par de ojos enormes y oscuros, pero es un buen hombre, sé que jamás me traicionaría.
—No me importa que te enojes, Cabecita y Mudo van a seguir protegiéndote, ¿está claro?
Micaela asintió y Carlo la besó en los labios.
—La mañana que vine a buscarte aquí, una mujer me dijo que querías volver a Napóles. ¿Es cierto que tenías intenciones de volver a Napóles?
—Y todavía las tengo —aseguró—. ¡No pongas esa cara, Marlene!
—¿Qué cara querés que ponga cuando te escucho decir semejante estupidez? ¿Cómo se te ocurre que vas a ir a Italia en medio de la guerra? ¿Estás loco?
—Si viajo en un barco argentino, no va a pasar nada —aseguró Carlo.
—¡Eso es mentira! Pueden atacar tu barco sin importarles que sea de bandera neutral. ¡No, Carlo, por favor, júrame que no vas a ir a Napóles mientras dure la guerra! ¡Por favor, júramelo!
—Está bien, te lo juro. Además, desde que volviste a mí ya no tengo necesidad de buscar a la familia de mi madre. Con vos, tengo lo que necesito.
Micaela lanzó un resuello, se abrazó a él y le prometió que, cuando la guerra terminara, ella lo ayudaría a dar con los Portineri.
—Fuiste un suicida la noche de la fiesta en casa de mi padre —recordó la joven—. ¿Cómo se te ocurrió presentarte por tu verdadero nombre? ¿Y si Gioacchina te reconocía?
—Gioacchina no recuerda el apellido Varzi, aunque me dijo que le resultaba familiar. Marité, la amiga de mi madre que la visitó por años en el orfanato, nunca se lo mencionó, es más, le inventó que habíamos muerto en un accidente. De todas formas —agregó—, era inútil cambiarme el apellido, muchos de los invitados me conocían. No me mires así, ¿o acaso pensás que el único que frecuentaba mis garitos era tu tío Miguens? Al principio, cuando me vieron dando vueltas por los salones de tu padre, se asustaron; al tanto, se dieron cuenta de que ni a ellos les convenía que yo hablara ni a mí que ellos me delataran.
—¡Y yo, cantando aquí, en el Carmesí, mientras corría el riesgo de toparme con los amigos de mi padre!
—Por eso, desde un principio, le pedí a Tuli que te disfrazara.
—¡Mentira! —replicó Micaela—. Lo hiciste para humillarme. Todavía recuerdo esa tarde, cuando entraste en el camerino y, frente a todos, le dijiste a Tuli: "Maquíllala mucho, con pestañas postizas. Que parezca una puta."
Carlo la tomó por asalto y le acercó el rostro.
—Sí —susurró—, una puta,
mi
puta.
La encaramó en sus brazos y la depositó en la cama.
Eloy, luego de dejar el dormitorio de Micaela, se encaminó a la cocina. Cheia, que rezaba el rosario, se puso de pie al verlo entrar y le preguntó si quería almorzar. Cáceres la miró con gesto impertérrito y le ordenó que buscase a Ralikhanta.
—Dígale que lo espero en mi escritorio —añadió.
El indio se apersonó en el despacho y debió esperar un rato hasta que su patrón se dignó a voltear y hablarle.
—Quiero que me lleves con Micaela —ordenó.
—Pero, señor, si ya...
—Quiero que me lleves al lugar donde se encuentra con su amante —aclaró.
—No sé de qué me habla.
Eloy estuvo sobre Ralikhanta en un segundo, lo tomó por las solapas, lo levantó en el aire y lo apoyó contra la pared. Los pies del indio bailoteaban y la presión de las manos de Cáceres sobre el cuello le dificultaban la respiración.
—El secreto que nos une —susurró Eloy—, no admite felonías. Sabes que puedo destruirte como a un escarabajo. —Lo volvió a tierra firme y le acomodó el saco—. Ahora, llévame con mi esposa.
—Tengo que irme —anunció Micaela.
Carlo lanzó un resoplido, dejó la cama y comenzó a vestirse.
—Carlo, por favor, no te pongas así. No quiero que nos despidamos enojados.
—¡Y cómo carajo querés que me ponga! —bramó, y asustó a Micaela, que dio un paso atrás—. Perdóname, mi amor —rogó, y la atrajo hacia él—. No aguanto cuando empezás con la cantinela de que tenés que irte, no aguanto que no seas mía todo el tiempo.
—Ya falta poco. Cuando regresemos de Chile, voy a dejar a Eloy aunque el doctor Charcot no lo haya curado. Yo tampoco soporto separarme de vos, pero entendeme, esto es muy difícil para mí.
—Sí, sí, te entiendo, pero si no querés que me quede enojado, antes de volver a tu casa, pasa por la mía, un rato nomás.
—Carlo, por favor, ya son las cuatro y media, es muy tarde.
—Solamente un rato. Frida te hizo un vestido y quiere dártelo como regalo de Navidad. Se volvió loca buscando unas telas finas y caras, encaje de no sé dónde y seda de Francia. Tengo que admitir que quedó muy lindo.
Micaela accedió. Terminaron de vestirse y bajaron. El salón se preparaba para otra noche de tango, putas y naipes. Varias mujeres barrían la pista, otras limpiaban las mesas y los músicos ensayaban las melodías. Antes de dejar el burdel, Micaela le dispensó una mirada triste, convencida de que nunca volvería. Paradójicamente, en ese lugar, a las puertas del Infierno, ella había descubierto el Paraíso.
Ralikhanta estacionó el automóvil y le indicó a su jefe la casa de Varzi.
—¿Cómo se llama? —preguntó Eloy.
—Carlo Varzi.
—¿Varzi? ¿Italiano?
—Napolitano —aclaró Ralikhanta.
—¿A qué se dedica?
—Tiene una barraca en el puerto. Hace exportaciones e importaciones.
Eloy se mantuvo caviloso antes de volver a preguntar:
—¿Y de dónde sacó el dinero para la compañía exportadora?
—No lo sé, señor.
Con la rapidez de un rayo, Eloy se incorporó del asiento trasero, rodeó por el cuello al indio y lo apretó con brutalidad.
—Te dije que el secreto que nos une no admite traiciones. Decime de dónde sacó el dinero para una empresa como ésa un tipo de cuarta como él.
Eloy aflojó el brazo y Ralikhanta comenzó a jadear y a toser.
—Era dueño de varios garitos y burdeles —admitió el indio, sin aliento.
Cáceres volvió a echarse en el asiento. A pesar de su gesto hierático, mascullaba odio y asco; la imagen de su esposa en manos de un repugnante inmigrante italiano del barrio bajo de San Telmo le revolvía las tripas.
Ralikhanta los vio primero y no dijo nada. Cáceres, alertado por el ruido de un automóvil, descorrió el visillo: su esposa y un hombre moreno y atractivo, que la guiaba por la cintura y le susurraba, se adentraron en la vieja casona. Lo arrebató el deseo de sorprenderlos, pero se contuvo; cerró los puños y apretó los dientes para dominarse, seguro de que una venganza bien planeada sería más reconfortante que una disputa en la vereda.
Micaela y Carlo volvieron minutos después. Eloy reparó de inmediato en la caja primorosamente envuelta que cargaba su esposa y en la sonrisa de hembra satisfecha que le iluminaba el rostro. La vio despedirse de su amante con un beso lánguido sobre los labios, y notó la caballerosidad con la que Varzi la ayudaba a subir y le besaba la mano antes de cerrar la puerta. El automóvil arrancó y dobló en la primera esquina.
Ralikhanta puso en marcha el Daimler-Benz y, a una orden de Cáceres, se aprestó a seguirlos. Un rato después, el coche se detuvo a media cuadra de la residencia de la calle San Martín. Micaela bajó y se dirigió a paso rápido a su casa. Eloy no le perdió pisada hasta que se adentró en el zaguán y, aunque ya no podía verla, permaneció con la vista fija, mordiéndose el puño hasta sacarse sangre, sumido en una batalla interior que hacía tiempo no luchaba pues había tenido la certeza de que la guerra estaba ganada.
—Ya sabes adonde llevarme —le indicó a Ralikhanta.
El Daimler–Benz se puso en marcha y tomó hacia la zona del Bajo.
—¿Dónde te metiste todo el día? ¡Son las cinco y media de la tarde! —prorrumpió mamá Cheia al abrirle la puerta. Regina Pacini se asomó en el vestíbulo y le sonrió.
—¿Qué pasa? —se asustó Micaela.
—Tu marido —se adelantó Regina—. Te anda buscando como desesperado desde temprano. A eso de la una y media anduvo por casa, justo cuando yo dormía una siesta. Colofón, la bocona de mi ama de llaves le dijo que vos te habías ido al mediodía y que un coche había ido a buscarte.
—¡Dios mío!
—¡No invoques a Dios cuando has cometido un pecado! —saltó Cheia—. Ya te decía yo que esto iba a terminar mal. El señor Cáceres es tu marido, ante Dios y ante los hombres, no podes faltarle de esa manera, por más problemas que tengan. Seguro que vuelve hecho una fiera y ahí sí, ¡que Dios nos ampare!
—Quizá, Micaela, sea mejor que todo se sepa de una vez. Qué tanto andar escondiéndote como un criminal.
—¡No diga eso, señora Regina! —terció la negra—. Mi niña Micaela no puede mostrarse como una esposa infiel ante la sociedad. Tiene que cuidar el buen nombre de la familia.
—Basta de tonterías —ordenó Micaela—, y explíquenme lo que sucedió.
Medio aturrullada, olvidándose de algunos hechos y agregando otros de escasa importancia, Cheia relató desde la sorpresiva llegada del señor Cáceres alrededor de la una de la tarde hasta la última salida con Ralikhanta.
—Y aún no han vuelto —terminó.
—¿Y me decís que Ralikhanta lo llevó y lo trajo a todos lados?
—Sí —afirmó la mujer—. El señor había despedido al chofer de la Cancillería hasta el lunes; no tuvo opción y le pidió a Ralikhanta que lo llevase.
Aunque confiaba en la discreción de su sirviente, Micaela se inquietó.
—Tengo que irme —anunció Regina—. No dudes en contar con mi ayuda.
Las amigas se despidieron con sincero cariño; mamá Cheia, sin embargo, apenas inclinó la cabeza para saludar a la señora de Alvear, y no esperó a que se hubiese alejado en la acera para decirle a Micaela que esa señora no le gustaba, que no era de su clase, que no sabía lo que le decía, que, se jugaba la cabeza, por culpa de sus malos consejos, ella había vuelto con el proxeneta. Micaela arrastraba los pies rumbo a la habitación mientras Cheia le ladraba por detrás. Agotada después de una tarde intensa, no quería pensar en las preguntas que de seguro le haría su esposo.
Carlo se dijo que no había motivos para atormentarse, Marlene parecía muy firme cuando le anunció que dejaría al
bienudo
después del festival en Chile; no obstante y pese a repetir "no tengo que preocuparme, no tengo que preocuparme", lo intranquilizaba la idea de que, llegado el momento, Marlene interpusiera otra excusa para seguir casada con él.
Después de todo, pensó Carlo, el estigma de su pasado lo convertía en un paria. ¿Tenía derecho a formar una familia normal? Sus hijos portarían el apellido Varzi como pesadas cadenas, y deberían padecer las miradas curiosas y las sonrisas maliciosas de algunos conocidos del abuelo Urtiaga Four que les repreguntarían el nombre y, con ojos chispeantes de complicidad, les dirían: "Yo conozco a tu padre de las viejas épocas". Había salvado a Gioacchina de semejante humillación, ¿condenaría, entonces, a sus propios hijos?
¿Marlene habría pensado en todo esto? No le cabían dudas. Quizá, no tenía intenciones de dejar al
bienudo
en absoluto y planeaba llegar a un conveniente acuerdo con él: un amante viril y portentoso a cambio de mantener las apariencias de un matrimonio modelo que salvarían la flamante carrera política del canciller y el buen nombre de los Urtiaga Four y, si venían hijos, hasta podrían llevar el aristocrático apellido Cáceres.
"¡Maldita sea!", bramó Carlo. ¿Hasta cuándo pagaría sus crímenes? Parecían no bastar los diez eternos años de frío, hambre y desesperación. La idea de una familia le cambiaba intempestivamente la escena, lo obligaba a dar un giro brusco en su vida, y la moral y los principios, tan renegados en los tiempos en que sólo contaba hacerse rico, adquirían ahora una importancia categórica. Su padre no lo había entendido así, empecinado en sus doctrinas anárquicas primero, volcado a los vicios años después, y Carlo lo odiaba por eso. ¿Lo odiarían también sus hijos?
—No te atormentes, Carlo —pidió Frida, y le apretó suavemente el hombro—. Esa muchacha te ama demasiado. Si el amor fuera escaso, tus dudas serían fundadas. Pero cuando el amor es tan fuerte como el que Marlene siente por ti, no hay barrera que no se venza.
—Por primera vez, tengo miedo —confesó Carlo.
—Si Marlene todavía no ha dejado a su esposo, sus razones debe de tener. Es injusto que no confíes en ella. Su amor debería bastarte.