—Pero ¿había en el gusto de Smith indicio de esa ansia de variedad que describe el sabio doctor? Hasta donde alcanza nuestra escasa documentación, parece que nos encontramos ante un caso diametralmente opuesto. Poseemos una sola descripción positiva de una sola de las esposas del detenido, la breve pero altamente poética que nos da el cura esteta:
El traje era color primavera y el cabello color hojas de otoño
. Las hojas de otoño, por supuesto, son de varios colores, algunos de los cuales sería bastante sorprendente encontrarlos en una cabellera (el verde, por ejemplo) ; pero creo que aquel modo de expresarse se emplearía naturalmente para sugerir matices entre marrón rojizo y colorado, sobre todo teniendo en cuenta que las damas de cabello cobrizo usan con frecuencia, en sus vestidos, leves y artísticos tonos verdes. Ahora bien, cuando llegamos a la segunda esposa, encontramos que el excéntrico enamorado, al oírse llamar “burro”, contesta que a los burros les gusta mucho la zanahoria; una observación que Lady Bullingdon evidentemente consideró sin sentido y como parte tan sólo de la charla natural de un idiota de aldea, pero que tiene sentido obvio en la suposición de que Polly fuera de pelo colorado. Pasando a la esposa siguiente, la que extrajo del colegio de señoritas, hallamos que la señorita Gridley hace notar que la colegiala en cuestión usaba “un vestido marrón rojizo que armonizaba agradablemente con el color más cálido de su cabello”. En otros términos, el color del pelo de la joven era algo más rojo que el marrón rojizo. Por último, el organillero romántico declamó en la oficina cierta poesía que no pasó de las palabras:
Tu vivida cabeza se me antoja
Circundada de…
Pero yo creo que un vasto estudio de los peores poetas modernos nos capacita para adivinar que
circundada de sacra aureola roja o circundada de un halo de luz roja
era el verso que hacía consonante con
antoja
. Porque ¿qué antojo de poner ese
antoja
sino para hacerlo rimar con
roja
? En tal caso, por lo tanto, tenemos de nuevo un buen fundamento para suponer que Smith se enamoró de una joven que tenía el pelo de cierta tonalidad entre el castaño y el rojo, o, digamos, colorado oscuro, algo así —dijo, bajando los ojos—, algo así como el de la señorita Gray.
Cyrus Pym estaba inclinado hacia adelante con los párpados entornados pronto a introducir una de sus interrupciones más pedantes; pero Moses Gould de repente aplicó el dedo índice a su nariz, con una expresión de extremo asombro e inteligencia en sus ojos brillantes.
—La dificultad que propone ahora el señor Moon —interpuso Pym—, aunque se base sobre hechos ciertos, no está en contradicción con el diagnóstico de demencia criminal en el caso Smith, que nosotros presentamos y sostenemos. Una atracción incurable a un determinado tipo físico de mujer es una de las perversiones criminales más comunes y, cuando no se miran con estrechez sino a la luz de la inducción y de la evolución…
—En esta última etapa —dijo Michael Moon con gran tranquilidad— quizá pueda dar expansión a una emoción sencilla que me ha estado presionando durante todo este proceso, hasta permitirme decir que la inducción y la evolución se pueden ir a freír espárragos. El Eslabón Perdido y todas esas cosas están muy bien para chiquillos, pero yo hablo de cosas que sabemos. Todo lo que sabemos del Eslabón que falta es que efectivamente falta y… que ¡ni falta que nos hace! Sé todo lo referente a su cabeza humana y su horrible cola; pertenecen a un juego muy antiguo que se llama:
Cabeza gano yo; cola, pierdes tú
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. Si usted encuentra los huesos de un tipo, eso prueba que vivió hace rato; si usted no encuentra sus huesos, eso prueba cuánto tiempo hace que vivió. Ese juego han estado ustedes jugando con el asunto Smith. Porque la cabeza de Smith es chica en proporción a sus hombros, lo llaman ustedes microcéfalo; si hubiese sido grande, lo hubieran llamado hidrocéfalo. Mientras el serrallo del pobre Smith parecía bastante variado, la variedad era síntoma de locura; ahora, como está resultando un poco monótono, ahora la monotonía es síntoma de locura. Yo sufro todas las desventajas de ser una persona adulta, y ¡qué embromar! aprovecharé ahora siquiera una de sus ventajas; y con toda cortesía me propongo no dejarme torear más con largas palabras difíciles en vez de breves razones fáciles, y no considerar este asunto de ustedes un progreso triunfal meramente porque están descubriendo ustedes siempre que se habían equivocado. Habiendo desahogado estos sentimientos, sólo me resta añadir que considero al Dr. Pym un ornato del mundo mucho más hermoso que el Partenón o el monumento de Bunker’s Hill
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, y que es mi intención reanudar y concluir mis observaciones acerca de los muchos matrimonios del señor Innocent Smith.
—Además de ese pelo colorado, hay otro hilo que corre a través de todos estos incidentes dispersos, uniéndolos entre sí. Hay algo muy particular y sugerente en los nombres de estas mujeres. Como ustedes recordarán, el señor Trip dijo que creía que era “Blake” el nombre de la dactilógrafa, pero que no se acordaba exactamente. Yo sugiero que muy bien pudo haber sido Black
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, y en ese caso tenemos una serie curiosa: la señorita Green en el pueblo de Lady Bullingdon; la señorita Brown en el Colegio de Hendon; la señorita Black en la editorial. Una cuerda de color, por decirlo así, que termina en la señorita Gray en la Casa del Faro, West Hampstead.
En medio de un silencio sepulcral, Moon continuó su exposición.
—¿Qué significa esta extraña coincidencia de, colores? Personalmente, yo no puedo dudar un solo instante de que esos nombres eran puramente arbitrarios, asumidos como parte de un plan general, de la trama de una broma. Creo muy probable que haya correspondido a una serie de trajes: que Polly Green sólo significaba Polly
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(o Mary) vestida de verde, y que Mary Gray sólo significa Mary (o Polly) vestida de gris. Esto explicaría…
Cyrus Pym se había puesto de pie, rígido y casi lívido:
—¿Quiere usted de veras sugerir? … —exclamó.
—Sí —dijo Miguel—; quiero, de veras, sugerir que Innocent Smith ha efectuado muchos galanteos y quizá, si usted quiere, muchos casamientos; pero ha tenido una sola esposa. Hace una hora estaba sentada en aquella silla, y en este momento está en el jardín conversando con la señorita Duke.
—Sí; Innocent Smith se ha conducido aquí, como en mil otras oportunidades, de acuerdo con un principio sencillo y perfectamente inofensivo. Resulta raro y extravagante para el mundo moderno, pero no más que lo que resulta cualquier otro principio aplicado sencillamente en el mundo moderno. Su principio puede establecerse con toda simplicidad: él se niega a morir mientras está vivo. Busca recordarse a sí mismo, por toda suerte de choques eléctricos para la inteligencia, que es un hombre vivo todavía y que camina por el mundo con dos piernas. Por este motivo dispara tiros a sus mejores amigos; por este motivo dispone escaleras y chimeneas desmontables para robar sus propios bienes; por este motivo anda peregrinando por todo un planeta para volver a su propia casa; por este motivo ha tenido la costumbre de tomar a la mujer a quien amaba con lealtad permanente y dejarla suelta, por decirlo así, en colegios, pensiones y casas de comercio, para poder recuperarla una y otra vez por medio de un asalto o de un rapto romántico. Procuró seriamente, por medio de una perpetua reconquista de su novia, mantener viva la sensación de su valor perpetuo y de los peligros que por ella debían afrontarse.
Hasta aquí sus motivos son bastante claros; pero quizá no lo sean tanto sus convicciones. Yo creo que Innocent Smith tiene, en el fondo de todo esto, una idea. No tengo en absoluto la seguridad de creer en ella yo mismo, pero es totalmente innegable que vale la pena que un hombre la exponga y defienda.
—La idea que persigue Smith es esta: por vivir como vivimos, en una civilización enredada, hemos llegado a considerar malas ciertas cosas que no lo son en manera alguna. Hemos llegado a considerar que las explosiones y las exuberancias, las sacudidas y las bromas, las travesuras y los desbarajustes son cosas malas. De suyo, no son solamente perdonables; son inobjetables. Nada hay de malo en el acto de descerrajar un tiro aun contra un amigo, siempre que no haya intención de herirlo y se sepa que no se lo herirá. No es más objetable que el acto de arrojar una piedra al mar; menos, porque al mar a veces por casualidad se le acierta. Nada hay de malo en derribar una chimenea e irrumpir por un techo, mientras que no se dañe la vida o la propiedad ajenas. Tan inofensivo es antojársele a uno abrir una casa por el tejado como abrir una valija por el fondo. No hay delito alguno en pasearse por el mundo y volver a su casa; ni más ni menos que pasearse por el jardín y volver a su casa. Y tampoco hay delito en que uno recoja a su esposa aquí y allí y en todas partes, si, olvidando a todas las demás, a ella sola se le es fiel mientras dure la vida de ambos. Tan inocente es todo esto como jugar a las escondidas en el jardín. Ustedes asocian esas cosas con pillería por un mero esnobismo, así como creen que hay algo vagamente vil en entrar (o que se les vea entrar) en una casa de empeños o en un despacho de bebidas. Ustedes creen que con ello se relaciona algo miserable o vulgar. Están equivocados.
—El poder espiritual de este hombre ha sido precisamente éste: ha hecho la distinción entre costumbre y credo. Ha faltado a las convenciones pero ha guardado los mandamientos. Es como si encontráramos a un hombre jugando desaforadamente en una ruleta infernal y luego nos diéramos cuenta de que no jugaba sino por botones de pantalón. Es como si sorprendiéramos a un individuo haciendo una cita clandestina con una dama en un baile de la Opera, y descubriéramos después que la dama era su abuela. Todo es feo y propio para desprestigiar, excepto los hechos; todo lo que a Smith se refiere está equivocado, excepto esa realidad: que no ha hecho nada malo.
—Aquí se preguntará: ¿Por qué Innocent Smith continúa en plena edad madura una existencia de farsa que lo expone a tantas falsas acusaciones? A esto sólo contesto que lo hace porque es verdaderamente feliz, porque tiene verdadera hilaridad, porque es verdaderamente hombre en posesión de la vida. Se siente tan joven que treparse a los árboles del jardín y hacer bromas tontas todavía son para él lo mismo que fueron en una época dada para todos nosotros. Y si se me pregunta aún por qué él solo entre los hombres ha de alimentarse de tan inagotables locuras, tengo para eso una respuesta muy sencilla, aunque es tal que no ha de hallar aceptación.
—Hay una sola respuesta, y si a ustedes les desagrada, lo siento mucho. Si Innocent es feliz, es porque Innocent es inocente. Si puede desafiar las convenciones, es precisamente porque puede guardar los mandamientos. Precisamente porque no quiere matar sino estimular la vida, una pistola todavía lo llena de ilusiones como a un colegial. Precisamente porque no quiere hurtar, porque no codicia los bienes ajenos, ha captado el secreto (¡ay, cuánto lo ansiamos todos!) el secreto de codiciar sus propios bienes. Precisamente porque no quiere fornicar, ha experimentado el romanticismo de los sexos; precisamente porque tiene una sola esposa, ha vivido cien lunas de miel. Si hubiera realmente cometido un homicidio, si hubiera realmente abandonado a una mujer, no sería capaz de sentir que un revólver o una carta de amor son como un canto, al menos no como un canto cómico.
—No imaginen ustedes, por favor, que semejante actitud me resulta fácil, o que despierta en particular mi simpatía. Soy irlandés, y llevo en los huesos cierto dolor, nacido de las persecuciones a mis creencias, o de mis creencias mismas. Por mi parte, siento que hay algo, por así decir, que liga al hombre con la tragedia, y que no hay salida a la trampa de la vejez y la duda. Pero si hay una salida, entonces, por Cristo y por san Patricio, esta es la salida. Si uno pudiese conservar siempre la felicidad de un niño o de un perro, sería manteniéndose tan inocente como un niño y tan sin pecado como un perro. Simplemente, brutalmente, ser bueno: quizá sea ése el camino y quizá él lo haya encontrado. Muy bien, muy bien, veo una mirada escéptica en la cara de mi viejo amigo Moses. El señor Gould no cree que ser perfectamente bueno en todo sentido pueda dar alegría a un hombre.
—No —dijo Gould, con gravedad inusitada y convincente—; yo no creo que ser perfectamente bueno en todo sentido pueda dar alegría a un hombre.
—Perfectamente —dijo con tranquilidad Michael—, ¿quieren ustedes decirme una cosa? ¿Cuál de nosotros ha hecho el experimento?
Se produjo un silencio, algo así como el silencio de una larga época geológica que espera el surgimiento de algún tipo inesperado; pues por fin se irguió en la quietud una figura maciza que los otros hombres habían olvidado casi totalmente.
—Bien, señores —dijo el doctor Warner jovialmente—, he pasado un par de días muy entretenido con todas estas bufonadas sin significado ni pertinencia, pero me parece que ya me empiezo a aburrir un poco, y estoy invitado a una comida en la City. Entre las mil flores de futilidad por ambas partes, me fue imposible discernir algún género de razón por la cual se le haya de permitir a un demente atacarme a tiros en el fondo de la casa.
Se había colocado la galera de felpa y había salido, como quien navega plácidamente, hacia el portón del jardín, mientras la voz de Pym, casi un gemido, seguía acompañándolo:
—Pero en realidad la bala le erró por varios pies.
Y otra voz añadió:
—La bala le erró por varios años.
Hubo un largo silencio casi desprovisto de mentido, y Moon dijo entonces de repente:
—Hemos estado en compañía de un fantasma. El doctor Herbert Warner murió hace años.
Mary se paseaba lentamente por el jardín entre Diana y Rosamund; guardaban silencio y el sol se había puesto. Los espacios de luz que aún quedaban en el oeste eran de un blanco cálido que sólo puede compararse al tono de un queso de crema; y las filas de nubes plumosas que los atravesaban tenían una fluorescencia suave, pero viva, de color violeta, como un humo. Todo el resto de la escena se confundía y esfumaba en un gris torcaz y parecía desteñirse y concentrarse en la figura gris oscura de Mary, tanto que resultaba como vestida de jardín y de cielo. Había algo en esos últimos tranquilos colores que le daban marco y supremacía; y el crepúsculo, que ocultaba la figura más majestuosa de Diana y el atavío más vistoso de Rosamund, la realzaba y destacaba, haciéndola señora del jardín, a ella sola.