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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, otros

Manalive (18 page)

—No me voy a quedar más tiempo aquí. Tengo otra mujer y otros hijos mucho mejores muy lejos de aquí. Mi otra mujer tiene pelo más colorado que el tuyo, y mi otro jardín está mucho mejor situado ; con ellos me voy.

Parece que con estas palabras arrojó muy alto hacia el cielo el rastrillo, a mayor altura de la que muchos hubieran podido disparar una flecha, y lo volvió a barajar. Luego salvó de un salto el cerco, aterrizó sobre los pies allá abajo en el camino, y emprendió su marcha por la calle sin siquiera llevar sombrero. Había mucho en este cuadro que Inglewood iba supliendo, indudablemente por su recuerdo accidental del sitio. Con sus ojos mentales podía ver aquella silueta grande, en cabeza, con su destartalado rastrillo en mano, fanfarroneando por el tortuoso camino arbolado, y dejando atrás farol y buzón. Pero el jardinero, por cuenta propia, estaba dispuesto a dar testimonio con juramento de su pública confesión de bigamia, de la desaparición temporaria del rastrillo en el cielo, y de la desaparición final del individuo calle arriba.

Por otra parte, como era lugareño, podía jurar que, fuera de ciertos rumores locales de que Smith se habría embarcado en la costa sudeste, nada más se había sabido de él.

Esta impresión fue remachada por Michael Moon de manera un poco curiosa en las pocas y concisas frases con que abrió la defensa de la tercera acusación. Lejos de negar que Smith hubiese huido de Croydon y desaparecido en algún punto del Continente, parecía dispuesto a probar todo eso por su cuenta. —Espero que no serán ustedes insulares hasta tal extremo —dijo— que no respeten la palabra de un posadero francés tanto como la de un jardinero inglés. Si el señor Inglewood nos hace el favor, vamos a escuchar al posadero francés.

Antes de que la reunión hubiese decidido punto tan delicado, ya. Inglewood estaba leyendo en alta voz el relato en cuestión. Estaba escrito en francés. Pareció a los oyentes que venía a expresar, más o menos, lo que sigue:

Señor: —Sí; soy Durobin del Café Durobin en la explanada marítima de Gras, hacia el norte de Dunkerque. Estoy dispuesto a escribir todo lo que sé sobre el forastero salido del mar.

No simpatizo con excéntricos ni con poetas. Una persona con sentido común busca la belleza en las cosas que deliberadamente pretenden ser bellas, como un cantero primoroso de flores o una estatuita de marfil. Uno no permite que la belleza le invada a uno la vida entera, así como uno no pavimenta todas las calles con marfil ni cubre de geranios todos los campos. ¡A fe mía, cómo extrañaríamos las cebollas!

Pero ya porque yo lea para atrás las cosas con mi memoria, ya porque existan en efecto atmósferas psicológicas que los ojos de la ciencia no pueden aún penetrar, queda él hecho humillante de que en aquella tarde determinada yo me sentí poeta, ni más ni menos que cualquier briboncito poeta que bebe ajenjo en el loco Montmartre.

Positivamente, él mar mismo parecía ajenjo, verde y amargo y venenoso. Nunca hasta entonces lo había visto con ese aspecto poco familiar. Había en él cielo esa oscuridad temprana y tormentosa que deprime tanto la mente, y él viento soplaba con acentos destemplados alrededor del kiosquito solitario, de muchos colores donde se venden los periódicos, y a lo largo de las dunas en la costa. Vi entonces una barca de pescadores, con vela color marrón, acercándose a tierra silenciosamente. Ya estaba muy próxima cuando salió de ella, como gateando, un hombre de estatura monstruosa, que vino por él mar hasta la costa, sin que el agua le llegara ni a las rodillas, aunque a muchos les hubiera llegado a las caderas. Se apoyaba en un largo rastrillo u horqueta, que parecía un tridente y le daba aspecto de tritón. Mojado como estaba, y con tiras de algas marinas pegadas a la ropa, atravesó mi café, y, sentándose fuera ante una mesita, pidió aguardiente de cerezas, licor que existe en mi despacho, pero que tiene muy poca demanda. Luego el monstruo, con gran cortesía, me invitó a compartir con él un vermouth antes de la cena, y entablamos conversación. Según parecía, había atravesado él mar desde Kent en un barquito, que se negoció privadamente, por no sé qué curiosa fantasía que le había entrado de cruzarlo al punto, con rumbo al oriente, sin esperar barco oficial. Explicó algo vagamente que andaba buscando una casa. Cuando yo, como era natural, le pregunté dónde estaba esa casa que buscaba, me contestó que no sabía: estaba en una isla, y situada hacia el este; o, como expresó, con ademán, confuso y al mismo tiempo impaciente^ por allá.

Yo le pregunté que cómo, si no había visto nunca el sitio, lo conocería al verlo. Aquí cesó de repente de ser vago y se volvió minucioso hasta el punto de alarmarme. Hizo una descripción de la casa con detalles propios de un rematador. Yo he olvidado casi todos esos detalles, excepto los dos últimos, a saber: que el farol de la calle estaba pintado de verde, y que en la esquina había un buzón colorado.

—¡Un buzón colorado! —exclamé con asombro—. ¡Pites él paraje tiene que estar en Inglaterra!

—Me había olvidado —dijo, asintiendo con la cabeza repetidamente—, ese es él nombre de la isla.

—Pero, nom du nom —exclamé fastidiado—, ¡usted acaba de llegar de Inglaterra, hijo!

—Ellos decían que era Inglaterra —dijo mi imbécil, con aire de misterio—. Decían que era Kent. Pero esos hombres de Kent son tan mentirosos que no puede creer nada de lo que dicen.

—Monsieur —dije—, usted me perdonará. Soy una persona entrada en años, y las fumisteries de los jóvenes escapan a mi penetración. Me rijo por él sentido común, o, cuando más, por aquella extensión del sentido común aplicado que se llama ciencia.

—¡Ciencia! —exclamó el forastero—. Hay una sola cosa buena descubierta por la ciencia, una cosa buena, una buena nueva de gran alegría: la redondez del mundo.

—Quiero decir —repuso él— que dar toda la vuelta al mundo es el camino más corto para llegar a donde uno ya se encuentra.

—¿No será más corto todavía quedarse donde uno está?

—¡No, no no! ¿—exclamó con énfasis—. Ese camino es muy largo y muy cansador. Al fin del mundo, allá detrás de la alborada, encontraré a la mujer con quien me casé de veras, y la casa que de veras es mía. Y esa casa tendrá un farol más verde y un buzón más colorado. Y usted —;preguntó con repentina intensidad—, ¿usted nunca siente ganas de disparar de su casa para encontrarla?

—No, me parece que no —repuse—; la razón enseña a un hombre desde el principio a adaptar sus deseos a la probable oferta de la vida. Yo me quedo aquí, satisfecho de realizar la vida del hombre. Todos mis intereses están aquí, y la mayoría de mis amigos, y…

—Y sin embargo —gritó, incorporándose cuan largo era, y lo era hasta un punto casi terrorífico—, y sin embargo ¡usted hizo la Revolución Francesa!

—Perdón —le dije—. Tan entrado en años no soy. Algún pariente, quizás.

—¡Quiero decir que la hicieron los del tipo de usted! —exclamó el personaje—. Sí, los de su malhalado tipo pulido, reposado, sensato, hicieron la Revolución Francesa. ¡Ah, ya sé que algunos dicen que no sirvió para nada, y que ustedes están exactamente donde estaban antes! ¡Pues qué embromar! ahí es donde queremos estar todos: de regreso a donde estábamos. Revolución es eso: dar la vuelta entera. Toda revolución, como todo arrepentimiento, es una vuelta.

Estaba tan alborotado, que yo esperé a que se hubiese sentado de nuevo y luego dije alguna cosa indiferente y sedante; pero él pegó con el puño colosal en la mesita exigua y siguió hablando:

—Yo voy a tener una revolución mía, no una Revolución Francesa, sino una Revolución Inglesa. Dios ha dado a cada tribu su propio tipo de rebelión. Los franceses marchan contra la ciudadela de la urbe, todos unidos; el inglés marcha a los suburbios, y solo. Pero yo voy a invertir el globo también. Yo mismo me voy a colocar al revés. Voy a caminar al revés en la maldita tierra patas para arriba de los antípodas, donde los hombres y los árboles cuelgan con la cabeza para abajo en él cielo. Pero mi revolución, como la de ustedes, como la de la tierra, va a terminar en el lugar santo y feliz, el lugar celestial e increíble: el lugar en que estábamos antes.

Con esas consideraciones que difícilmente concuerdan con la sana razón, saltó de su asiento y se alejó a grandes trancos en el crepúsculo, balanceando su palo, y dejando sobre la mesa un pago excesivo, que era también indicio de algún desequilibrio mental. Esto es todo lo que sé del episodio del hombre desembarcado de la lancha pescadora, y espero que podrá ser de utilidad a la justicia. Señor: la seguridad de la altísima consideración, con la cual se honra en quedar a sus órdenes su atento servidor.

Jules Durobin.

—El documento que en nuestro expediente viene a continuación —prosiguió Inglewood—, proviene de la ciudad de Crazok, en las llanuras centrales de Rusia, y reza así:

Señor: —Mi nombre es Paul Nikolaiovitch. Soy jefe de estación, en la estación cercana a Crazok. Por ahí pasan los grandes trenes que cruzan las llanuras, llevando pasajeros a la China, pero muy pocas personas bajan a la plataforma donde a mí me toca hacer guardia. Esto hace un tanto solitaria mi vida y me obliga a concentrarme mucho sobre los libros que poseo. Pero no los puedo comentar mucho con mis vecinos, porque la ilustración no ha cundido tanto en esta parte de Rusia como en otras. Muchos de los paisanos de los alrededores no han oído hablar nunca de Bernard Shaw.

Yo soy liberal, y hago lo que puedo por difundir ideas liberales; pero, desde el fracaso de la revolución, esto se ha hecho más difícil todavía que antes. Los revolucionarios cometieron muchos actos opuestos a los principios de humanitarismo, de los cuales, en verdad, debido a la escasez de libros, tenían poco conocimiento. Yo no aprobé esos actos de crueldad, aunque provocados por la tiranía de los gobiernos; pero existe ahora una tendencia a echar en cara a los intelectuales el recuerdo de aquellos sucesos. Es esta una gran desgracia para los intelectuales.

En los días en que la huelga de ferrocarriles estaba por terminarse, y unos pocos trenes circulaban con grandes intervalos, estaba yo observando un tren que acababa de entrar. Sólo una persona salió del tren, allá lejos, por el extremo más distante, porque era un tren muy largo. Era al anochecer y el cielo estaba frío y verdoso. Había caído un poco de nieve, pero no en suficiente cantidad para blanquear la llanura, que extendía su triste color violáceo en todas direcciones, salvo donde las superficies chatas de algunas lejanas mesetas reflejaban, como lagos, la luz vespertina. A medida que el hombre solitario vino taqueando por la liviana capa de nieve al lado del tren, se iba agrandando cada vez más. Me pareció que jamás había visto un hombre tan alto. Pero creo que daba la impresión de mayor estatura de la que en realidad tenía, por ser muy ancho de hombros y de cabeza relativamente chica. Le caía de los hombros una vieja chaqueta harapienta a rayas color rojo opaco y blanco sucio, muy delgada para el invierno, y una mano descansaba sobre un enorme palo por el estilo del que usan los campesinos para arrancar hierbas y quemarlas.

Antes de que hubiera recorrido todo el espacio que el tren ocupaba, se halló enredado en uno de esos pelotones de alborotadores que constituían las cenizas, por decirlo así, de la extinta revolución, aunque los excesos provenían principalmente de parte del gobierno. En el momento en que me acercaba a auxiliarlo, empuñó él su rastrillo y la emprendió con los del pelotón, a diestra y siniestra, con tal energía, que pudo pasar ileso entre ellos y caminar directamente hacia mí a grandes pasos, dejándolos atontados y verdaderamente atónitos.

Sin embargo, cuando llegó a mí, después de tan abrupta, manifestación de su intento, lo único que atinó a decir, en francés, y en tono algo irresoluto, fue que le hacia falta una casa.

—No hay muchas casas disponibles por aquí —contesté en el mismo idioma—. La zona ha sido muy azotada. Como usted sabrá, acaba de sofocarse una revolución. Cualquier otro edificio …

—¡No, no quiero decir eso! —exclamó quiero decir una casa verdadera, una casa viva. Realmente, se trata de una casa viva, porque se me escapa.

Me avergüenza el confesar que algo en su habla o en su gesto me conmovió profundamente. Nosotros los rusos nos criamos en un ambiente de folklore, y sus desgraciados efectos pueden verse todavía en los vivos colores de las muñecas infantiles y de los iconos. Por un instante, la idea de una casa escapándosele a un hombre me dio placer, porque el entendimiento humano es lento en sus concepciones.

—¿No tiene usted otra casa de su propiedad? —pregunté.

—La dejé —contestó con mucha tristeza—. No es que la casa se volviera insípida, sino que yo me volví insípido en ella. Mi mujer era, de todas las mujeres, la mejor; y sin embargo, ya no era para mí una realidad sensible.

—Y entonces —dije yo con compasión— usted salió derechito por la puerta de calle como una Nora masculina.

—¿Nora? —preguntó cortésmente, suponiendo, al parecer, que se trataba de alguna palabra rusa.

—Me refiero a Nora en Casa de Muñecas
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—repuse.

Al oír esto pareció muy asombrado, y conocí que era inglés; porque los ingleses siempre creen que los rusos no estudian sino ukases.

¡Una Casa de Muñecas! —exclamó con vehemencia—, pues ahí justamente es donde Ibsen se equivocó tanto. Porque, precisamente todo él fin de una casa es ser casa de muñeca. ¿No recuerda usted cómo, cuando era chico, esas ventanitas eran ventanas, mientras que las ventanas grandes no lo eran? Un niño tiene una casa de muñeca y da alaridos cuando una puerta de calle se abre para adentro. Un banquero tiene una casa verdadera, y no profiere ti más leve grito cuando sus verdaderas puertas de calle se abren para adentro.

Alguna reminiscencia del folklore de mi infancia me mantenía todavía tontamente callado; y, antes de que pudiera hablar, el inglés se había inclinado sobre mí y me decía en una especie de fuerte susurro: —Yo he descubierto la manera de hacer pequeña una cosa grande. He inventado el modo de convertir una casa en una casa de muñeca. Aléjese mucho de ella. Dios nos permite convertir en juguetes todas nuestras cosas, por su gran don de la distancia. Déjeme ver una vez mi vieja casa de ladrillo, destacándose pequeñita en el horizonte, y querré volver a ella. Veré el cómico farolito de juguete pintado de verdee cerca del portón, y a todas las personitas queridas cual muñecas mirando las ventanas. Porque las ventanas se abren de veras en mi casa de muñeca.

—Pero ¿por qué —le pregunté— querría usted volver a esa, determinada casa de muñeca? Habiendo usted, como Nora, dado el paso audaz contra las convenciones sociales, habiendo usted perdido su reputación convencional, habiéndose usted animado a ser libre, ¿por qué no sacar provecho de su libertad? Ya lo indican los más grandes escritores modernos: lo que usted llamaba su matrimonio no era más que un capricho pasajero. Usted tiene derecho a dejarlo olvidado, como deja por ahí los recortes de su cabello o de sus uñas. Una vez que ha escapado, tiene usted el mundo por delante.

—Aunque parezca extraño, es usted libre en Rusia.

Estaba sentado y su mirada soñadora descansaba sobre los oscuros círculos de las llanuras donde lo único que se movía era la larga y laboriosa estela de humo que la locomotora lanzaba, de color violeta, de forma volcánica, la única nube cálida y pesada en aquel frío y claro anochecer verde pálido.

— Sí —dijo con un enorme suspiro—. Soy libre en Rusia. Usted tiene razón. Yo podría efectivamente entrar en aquella ciudad y experimentar el amor de nuevo desde el principio, y casarme tal vez con alguna mujer hermosísima, y empezar otra vez, y nadie me podría encontrar. Sí, por cierto, usted me ha convencido de una cosa.

Su tono de voz era tan curioso y tan místico, que me sentí impelido a preguntarle qué quería decir, y de qué cosa precisamente lo había yo convencido.

—Usted me ha convencido —dijo, con la misma soñadora mirada— de la razón por la cual es realmente delictuoso y peligroso para un hombre escaparse de su mujer.

—Y ¿por qué es peligroso? —pregunté.

—Pues, porque nadie lo puede encontrar —contestó este extraño personaje—, y todos queremos que nos encuentren.

—Los pensadores modernos más originales —observé yo—, Ibsen, Gorki, Nietzsche, Shaw, todos dirían más bien que lo que más deseamos es que nos pierdan de vista: hallarnos en caminos vírgenes y hacer cosas sin precedentes; romper con el pasado y pertenecer al porvenir.

Él se incorporó del todo con cierta somnolencia y paseó la vista sobre una escena, lo confieso, algo desolada: las llanuras color violeta oscuro, la vía del tren mal cuidada, los varios grupos andrajosos de descontentos.

—Aquí no voy a encontrar la casa—dijo—; está más hacia oriente todavía, más y más hacia oriente.

Luego se volvió hacia mí con algo que se asemejaba al furor y golpeó la tierra helada con la base de su palo.

—Y si vuelvo a mi país —exclamó—, es posible que me encierren en un manicomio antes de que llegue a mi propia casa. Yo he sido en mi tiempo un poco convencional. ¿Acaso no estuvo Nietzsche en una fila de atacadores en aquel viejo y estúpido ejército prusiano? ¿Y acaso Shaw no bebe brebajes de templanza en los suburbios?; pero las cosas que hago yo no tienen precedente; el camino circular que voy pisando es virgen. Creo positivamente en los estallidos; soy revolucionista. Pero ¿no ve usted que todos esos verdaderos saltos y destrucciones, y desenfrenos, no son más que esfuerzos por volver al Edén, a algo que ya hemos tenido, a algo por lo menos que hemos oído mentar? ¿No ve usted que se rompe el cerco y se disparan tiros a la luna con el sólo fin de volver a casa?

—No —le contesté, después de la debida reflexión—. No creo que pueda aceptar ese modo de encarar las cosas.

—¿A qué se refiere? —pregunté—. ¿Qué le he explicado?

—El porqué del fracaso de su revolución —dijo—; y dirigiéndose hacia el tren en forma completamente repentina, se introdujo en vi cuando empezaba ya a alejarse echando bocanadas de vapor. Y yo vi desaparecer el largo serpentear del convoy a través de las llanuras que la noche iba envolviendo.

No lo vi más. Pero, aunque su modo de ver era opuesto al de los pensadores más avanzados, me impresionó como persona interesante: quisiera saber si no ha producido obras literarias. Suyo, etc.

Paul Nikolaiovitch.

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