Después de un breve silencio, Inglewood dijo:
—Y, como testimonio final, queremos aducir el siguiente documento.
El objeto de la presente es hacerle saber que yo soy Ruth Davis y que estoy sirviendo a la señora de Smith en Los Laureles, en Croydon, desde hace seis meses. Cuando yo vine, la señora estaba sola con dos niños; no era viuda, pero su esposo estaba ausente. Le había dejado mucho dinero, y ella no parecía inquietarse por él, aunque a menudo decía que ojalá volviese pronto. Decía que era medio excéntrico, y que un poco de cambio le haría bien. Una tarde, la semana pasada, llevaba yo la bandeja con el té al jardín, cuando casi tiré todo. La punta de un rastrillo largo se plantó de repente sobre el cerco apoyado en él a manera de garrocha para saltarle; y, por encima del cerco, exactamente como un mono en un palo, apareció un hombre enorme y horrible, todo peludo y andrajoso como Robinson Crusoe. Yo di un alarido, pero mi patrona ni siquiera se levantó de la silla sino que sonrió, y dijo que le hacía falta afeitarse. Él entonces se sentó tranquilamente a la mesa del jardín, tomó una taza de té, y entonces me di cuenta de que éste sería el mismo señor Smith. Desde entonces se ha quedado siempre aquí, y, en realidad, no da mucho trabajo, aunque a veces se me ocurre que sufre de debilidad mental.
Ruth Davis.
P. S. — Me olvidé de contar que paseó la vista por el jardín y dijo muy fuerte: ¡Ah, qué sitio tan precioso!; exactamente como si no lo hubiese visto nunca ”
La habitación se había oscurecido e invitaba al sueño; el sol de la tarde la cruzó con un pesado dardo de oro en polvo, que cayó con intangible solemnidad sobre el asiento vacío de Mary Gray, pues las mujeres más jóvenes se habían retirado de la Corte, antes de la última parte de la investigación. La señora Duke seguía durmiendo, e Innocent Smith, que, a la luz del crepúsculo parecía un enorme jorobado, se inclinaba cada vez más sobre sus juguetes de papel. Pero los cinco hombres realmente comprometidos en la controversia, interesados, no en convencer al tribunal, sino en convencerse a sí mismos, seguían sentados alrededor de la mesa como si fuesen la Comisión de Seguridad Pública.
De repente Moses Gould chocó con estrépito un gran libro científico sobre otro, alzó las rodillas apoyando las cortas piernas contra la mesa, hamacó para atrás la silla hasta quedar en peligro directo de irse de espaldas, emitió un repentino silbido prolongado como una locomotora, y afirmó que él tenía ojos.
Al ser requerido por Michael Moon a que expusiese la relación de sus ojos con el caso, se echó de nuevo para adelante, detrás de sus libros, y accedió con gran excitación, desparramando sus papeles:
—¡Todos esos cuentos de hadas que nos han estado leyendo! —dijo— ¡Ah, no me hable! Yo no soy literario ni nada de eso, pero tengo ojos para ver y oídos para oír, y conozco un cuento de hadas cuando los oigo. Yo me perdí un poco en algunas de sus tiradas filosóficas, y casi me salí a tomar un brandy con soda. Pero vivimos en el barrio de West Hampstead y no en el infierno. Y, en resumidas cuentas: hay cosas que suceden y cosas que no suceden.
Y esas son las cosas que no suceden.
—Yo creía —dijo Moon con gravedad— que habíamos explicado en forma completamente clara…
—Sí, sí, viejo, usted explicó en forma completamente clara —asintió el señor Gould con extraordinaria verbosidad—. Usted explicaría la presencia de un elefante en la puerta de calle, la explicaría negándola. Yo no soy tipo inteligente como usted; pero no me chupo el dedo, Michael Moon, y cuando yo veo un elefante en la puerta de calle, yo no admito explicaciones. Tiene trompa, le digo yo. Las bandas de música con sus trompas sonoras alegran el barrio, me dice usted. Pero es que el maldito bicho tiene colmillos, le digo yo. A caballo regalado no se le mira el diente, me dice usted, y a la bondad y a la gracia bendigo una vez y mil. Pero es casi más grande que la casa, le digo yo. Esos son los fenómenos de la perspectiva, me dice usted, y la sagrada magia de la distancia. —¡Pero si el elefante está trompeteando como la trompeta del Juicio Final!, le digo yo. —Esa es la voz de su propia conciencia que le habla, me dice usted en tono grave y tierno. Ahora bien, yo tengo conciencia, tanta como cualquiera de ustedes. Yo no creo la mayoría de las cosas que les cuentan a ustedes los domingos en la iglesia: y estas cosas de ahora tampoco las creo, porque les ha dado a ustedes por tomarlas como si las leyeran en la iglesia. Yo creo que un elefante es una gran bestia enorme, fea y peligrosa, y creo que Smith lo es también.
—¿Quiere usted decir —preguntó Inglewood— que duda todavía de las pruebas de inculpabilidad que hemos aducido?
—Sí, dudo aún de ellas —dijo Gould con ardor—. Todas están demasiado traídas por los pelos y algunas de demasiado lejos. ¿Cómo podemos comprobar esas patrañas? ¿Cómo podemos caer un buen día a comprar una guía de trenes en la estación de Kosky Wosky, o qué sé yo? ¿Cómo podemos ir a echar un traguito a ese salón bar en la cumbre de las montañas de California? Pero cualquiera puede ir a ver la pensión de Bunting en Worthing.
Moon lo miró con expresión de sorpresa, real o afectada.
—Cualquiera —continuó Gould— puede visitar al Sr. Trip.
—Es confortante saberlo —replicó Michael con tono medido—, pero ¿por qué razón ha de ir uno a visitar al señor Trip ?
—Por la misma razón exactamente —exclamó el excitado Moses, golpeando la mesa con ambos puños—, por la misma razón exactamente que hace que uno se comunique con los señores Hanbury y Bootle de Paternóster Row, y con la Academia Selecta de la señorita Gridley en Hendon, y con esa vieja Lady Bullingdon, que vive en Penge.
—Insisto, yendo de inmediato a las raíces morales de la vida, —dijo Michael— ¿por qué está comprendido entre los deberes del hombre el comunicarse con la anciana Lady Bullingdon que vive en Penge?
—No es un deber del hombre —dijo Gould—, ni tampoco un placer, se lo puedo asegurar. No son pocos los humos que tiene esa Lady Bullingdon de Penge, le aseguro. Pero es un deber del fiscal que examina la inocente e intachable carrera de mariposa de su amigo Smith; y lo mismo respecto a las otras personas que nombré.
—Pero ¿por qué sacar aquí a toda esa gente? —preguntó Inglewood.
—¿Por qué?: Porque tenemos pruebas suficientes para hundir un transatlántico —rugió Moses—; porque tengo los documentos en la mano; porque su precioso Innocent es un sinvergüenza y un violador de domicilios, y esos son los domicilios que ha violado. Yo no hago profesión de santo; pero por nada querría tener sobre la conciencia a todas esas pobres muchachas. Y creo que un tipo que es capaz de abandonarlas a todas, y quizá matarlas a todas, es más o menos capaz de asaltar una casa o de dispararle un tiro a un viejo maestro de escuela. Así que poco me importan las otras patrañas en un sentido o en otro.
—Creo —dijo el doctor Cyrus Pym, con una tosecita pulida—, que estamos entrando en esta materia de manera algo irregular. Esta es, en realidad, la cuarta acusación en la foja, y quizá convendría que yo lo presentara en forma ordenada y científica.
Sólo un débil gemido de Michael rompió el silencio del recinto en que la noche iba entrando.
Un hombre moderno —dijo el doctor Cirus Pym— debe, si es reflexivo, abordar con cierta cautela el problema del matrimonio. El matrimonio es un jalón, indudablemente un jalón adecuado, en el largo avance de la humanidad hacia una meta que aún no podemos concebir; que quizá no estamos siquiera en condiciones de poder desear. ¿Cuál es actualmente, señores, la posición ética del matrimonio? ¿Lo hemos arrinconado por vetusto? ¿Le hemos sobrevivido?
—¿Sobrevivido? —estalló Michael Moon—; ¡pues señor!, hasta ahora no ha existido nadie capaz de sobrevivirle. Recorra usted todas las personas casadas desde Adán y Eva: todas tan muertas como corderitos asados.
—Esta es sin duda una interrupción de carácter jocoso —dijo con tono frígido el doctor Pym—. Yo no sabría decir cuál es el juicio maduro, ético, que se ha formado del matrimonio el señor Moon.
—Yo sí se lo sabría decir —dijo Moon rabiosamente desde la penumbra—. El matrimonio es un duelo a muerte, que ningún hombre de honor debe dejar de aceptar.
—Michael —dijo Arthur Inglewood en voz baja— usted tiene que callarse.
—El señor Moon —dijo Pym con exquisito buen humor— mira probablemente la institución de manera más anticuada. Probablemente querrá hacer de ella algo constreñido y uniforme. Trataría el divorcio de algún alma grande y de acero (el divorcio de Julio César, por ejemplo, o de un Salt Ring Robinson) exactamente con el mismo criterio con que trataría el caso de algún insignificante vagabundo u obrero que deja plantada a su mujer. La ciencia tiene criterios más amplios y más humanitarios. Así como el asesinato para el hombre de ciencia es una sed de destrucción total, así como el robo para el hombre de ciencia es un hambre de adquisición monótona, también la poligamia para el hombre de ciencia es un desarrollo extremo del instinto de la variedad. Un hombre atacado de ese mal es incapaz de tener constancia. Sin duda existe una causa física para ese mariposeo de flor en flor (como existe, sin duda también, para el intermitente gemir que parece en este momento atacar el señor Moon). Nuestro Winterbottom, menospreciador del mundo, ha llegado hasta atreverse a decir:
“Para cierto tipo físico raro y exquisito la libre poligamia no es sino consecuencia de la realización subjetiva de las variedades femeninas, así como la camaradería lo es de las variedades masculinas”
. Sea como fuere, el tipo que tiende a la variedad es reconocido por los investigadores autorizados. Ese tipo, si es viudo de una negra, se casará en segundas nupcias, como se ha visto en muchos casos comprobados, con una albina; ese tipo, una vez libre de los gigantescos abrazos de una india de la Patagonia, evolucionará por su propio instinto imaginativo hacia la consoladora figura de una diminuta esquimal. A ese tipo pertenece, sin duda de ningún género, el detenido. Si el destino ciego y la tentación insoportable constituyen algún leve atenuante para un hombre, sin duda también, tiene él esos atenuantes.
—Hace un momento, en el curso de esta investigación, la defensa demostró poseer una idealidad realmente caballeresca, al admitir la mitad de nuestra relación sin discusión ulterior. Quisiéramos, en reconocimiento y a imitación de un gesto tan eminentemente magnánimo, conceder también que la historia que narra el Cura Percy sobre la canoa, el dique y la joven esposa parece ser verídica en sustancia. En efecto, al parecer, Smith se casó realmente con una joven, a quien casi mató, atropellándola con un bote; sólo resta considerar si no hubiera sido un acto más bondadoso de su parte haberla asesinado, en vez de haberla desposado. En confirmación de este hecho, puedo ahora conceder a la defensa una constancia irrefutable de tal unión matrimonial.
Al decir esto, alargó a Michael un recorte de la
Maidenhead Gazette
que en letras de molde daba noticia del enlace de la hija de un profesor de remo, muy conocido en la localidad, con el señor Innocent Smith, ex alumno del Colegio Brakespeare, de Cambridge.
Cuando el doctor Pym tomó de nuevo la palabra, vieron que su cara se había vuelto a la vez trágica y triunfante.
—Me detengo sobre este hecho preliminar —dijo seriamente— porque este solo hecho nos daría la victoria, en el caso que aspiráramos a victorias y no únicamente a aclarar la verdad. En lo que al problema personal y doméstico se refiere, hasta donde nos interesa, dicho problema queda resuelto. El doctor Warner y yo hemos entrado a esta casa en un momento de dificultades en sumo grado emocionantes. Warner, de Inglaterra, ha entrado a muchas casas para salvar de la enfermedad a la especie humana; esta vez entró para salvar de una peste ambulante a una dama inocente. Smith estaba a punto de arrebatar a una joven de esta casa; su coche y su valija ya estaban en la puerta. Le había dicho que ella esperaría la licencia para la boda en casa de una tía de él. Aquella tía —continuó Cirus Pym, al paso que su rostro se tornaba grandiosamente siniestro— aquella quimérica tía fue el fuego fatuo oscilante que a más de una doncella de alma noble arrastró fatalmente a su perdición. ¿En cuántos oídos virginales habrá susurrado él esa santa palabra ? Cuando él dijo tía, ardió en ella toda la alegría y alta moralidad del hogar anglosajón. Empezó a oírse un dulce zumbido de agua hirviendo para el té, un runrún de gatitos regalones, en aquel mismo loco carruaje que conducía a la ruina.
Inglewood alzó los ojos y halló con asombro (como ha acontecido a muchos otros habitantes del hemisferio oriental) que el norteamericano no sólo era perfectamente serio, sino realmente elocuente y conmovedor, una vez establecidas las diferencias de hemisferio.
—Queda, por lo tanto, la atroz evidencia de que el sujeto Smith por lo menos se ha presentado a una mujer inocente de esta casa como soltero elegible, siendo de hecho casado. Estoy de acuerdo con mi colega el señor Gould en que ningún otro crimen puede parangonarse con este. Ante la cuestión de si tiene o no efectivamente algún valor ético trascendental aquello que nuestros antepasados denominaron “pureza”, la ciencia titubea con alta y orgullosa indecisión. Pero ¿qué titubeo cabe respecto a la bajeza de un ciudadano que se aventura, por medio de brutales experimentos en mujeres vivas, a anticipar el veredicto de la ciencia sobre semejante punto?
—La mujer que el cura Percy menciona que vivía con Smith en Highbury podrá ser o no la misma dama con quien se casó en Maidenhead. En cuanto a la hipótesis de que un único breve y dulce encantamiento de constancia y reposo cordial llegara acaso a interrumpir el indómito torrente de su vida licenciosa, no lo privaremos de esa posibilidad que ya pertenece al remoto pasado. Después de esa fecha conjetural, parece, por desgracia, haberse sumergido cada vez más hondo en los movedizos tembladerales de la infidelidad y de la ignominia.
El doctor Pym cerró los ojos, pero el hecho desafortunado de que ya no había luz privó a ese gesto familiar de su pleno y adecuado efecto moral. Después de una pausa que por poco participó del carácter de una plegaria, continuó ;
—El primer ejemplo de los repetidos e irregulares desposorios del acusado —exclamó— proviene de Lady Bullingdon, quien se expresa con la alta arrogancia que ha de disculparse en aquellos que miran a toda la humanidad desde las almenas de un ancestral torreón. El comunicado que ella nos envía reza así: