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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (22 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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No tenía ningún motivo para despegar los labios, pero estaba segura de haber perdido la facultad de hablar mientras le veía acercarse despacio a la moto, y parapetarse tras ella para abrir una cajetilla de tabaco de color rojo que no pude identificar a primera vista. Se me escapó una sonrisa al descubrir que fumaba Pall Mall, una marca tan sofisticada, tan extravagante para nosotros, y aunque yo todavía no fumaba, me dispuse a aceptar un cigarro, pero él no tuvo el detalle de ofrecer, y ya temía que encendiera el pitillo y, se fuera, sin más, cuando Macu, que llevaba tanto tiempo como yo escudriñándole con ojos de lechuza, consiguió por fin distinguir algo que celebró con un agudo grito de niña histérica, como si pretendiera crisparme los pocos nervios que conservaba en su sitio.

—¿Habéis visto? ¡Lleva unos etiqueta roja!

El principal inconveniente que mi prima —tan desaforadamente pija que tardé años en descubrir que en realidad era tonta— encontraba por aquel entonces en su nacionalidad, consistía en la pobre oferta de Levi's Strauss disponible a la sazón en las tiendas españolas, repletas exclusivamente de pantalones vaqueros con etiquetas naranjas impresas en blanco, o blancas impresas en azul, que delataban, pese al legendario anagrama grabado en trabillas y botones, su miserable confección nacional.

—¡Oye, oye, perdona! — se levantó, tiró las cartas al suelo y fue hacia él sin vacilar, porque la simple visión de una etiqueta roja era superior a sus fuerzas—. Perdona, por favor… ¿Puedes decirme dónde te has comprado esos pantalones?

—En Hamburgo —tenía la voz grave y un poco ronca, una buena voz de hombre, más hecha que la cara.

—¿Dónde?

—En Hamburgo… En la República Federal de Alemania. Vivo allí, soy alemán.

A pesar de que los nervios convencionales se mezclaban ya con el resplandor de las bombillitas de colores, dejé escapar una risa breve al escucharle. Tendría que luchar con esa risa todavía algunas veces, antes de acostumbrarme al sonido de sus palabras, porque hablaba un castellano impecable, pero tenía un acento espantoso, un inconcebible amasijo de jotas aspiradas y erres descomunales, monstruoso cruce entre el deje extremeño cerrado, que yo conocía tan bien, y la rígida pronunciación de su lengua materna.

—¡Ah, ya! — Macu, que tampoco estaba dotada para distinguir peculiaridades fonéticas, sacudía la cabeza como si no se resignara a resignarse—. Y ¿qué haces en Almansilla? ¿Estás de vacaciones?

—Sí, claro. Tengo familia aquí.

—¿Españoles?

El no estaba habituado a la velocidad de los procesos mentales de su interlocutora, y no se esforzó por reprimir un gesto de fastidio.

—Pues sí, más bien.

—Claro. Y si yo te diera el dinero y te dijera mi talla… ¿me podrías comprar unos pantalones como los tuyos y mandármelos a Madrid? Es que aquí no hay, y son los que más me gustan.

—Sí, supongo que sí.

—Gracias, en serio, muchas gracias… ¿Cuándo te vas?

—No lo sé todavía. A lo mejor me vuelvo con mis padres, el mes que viene, o me quedo un poco más.

—Tienes una moto preciosa —y la intervención de Joserra, promotor del torneo, relegó definitivamente el mus aun segundo plano—. ¿De dónde la has sacado?

—Era de mi abuelo —y movió los ojos para abarcamos a todos en una mirada desafiante, que nadie excepto yo intentó interpretar—. La compró al terminar la guerra, en un ¿sorteo? No… ¿cómo se dice? Subasta, eso, en una subasta de… ¿material? — Macu, que no se había movido ni un milímetro de su lado para salvaguardar los intereses de sus futuros pantalones, asintió con la cabeza—, pues de material militar. Era del Afrika Corps, el ejército de Rommel.

—Pues parece nueva.

—Ahora es nueva.

—¿La has arreglado tú?

—A medias… —estaba orgullosísimo de su moto, y yo, sin ningún derecho, me sentí orgullosísima de él—. Mi abuelo me la regaló hace dos años, pero mi padre no me quiso dar dinero para ella porque creía que nunca volvería a andar, y entonces empiezo a trabajar en un taller todos los sábados, sin cobrar. A cambio, mi jefe pone las piezas nuevas y me ayuda a arreglarla. Terminamos hace solamente un mes y ahora corre como si fuera nueva. La llamo la Bomba Wallbaum.

—¿Cómo?

—Wallbaum —y deletreó su apellido materno—. Mi abuelo se llamaba Rainer Wallbaum.

—¿Y tú cómo te llamas? —preguntó Macu, para no dejar ningún cabo suelto.

—Fernando.

—¡Fernando Wallbaum! — declamó Reina, con una sonrisa radiante en la cara—. Suena muy bien…

Entonces tuve miedo, miedo de mi hermana, una sensación fría, distinta de los celos, que siempre son calientes, y me decidí a intervenir, conseguí imponerme a mi propio pánico y hablé, menos por llamar la atención de Fernando que por desviar la de Reina, por desbaratar la amenaza que pendía de su sonrisa complaciente, porque ella no tenía derecho a mirarle así, ella no, y yo sabía que dejaría de hacerlo apenas conociera la identidad real de quien todavía era un desconocido para todos, excepto para mí.

—No, no se llama así.

El sonrió y se volvió lentamente para mirarme.

—¿Quién eres tú?

—Malena.

—Ya…

—Y yo sí sé quién eres.

—¿Sí? ¿Seguro?

—Sí.

—Basta ya de secretitos, por favor, parecéis dos niños pequeños —mi primo Pedro era el mayor de todos y le gustaba comportarse en consecuencia—. ¿Cómo te llamas?

Entonces rodeó parsimoniosamente la moto para montarse encima. Arrancó con el pie, comenzó a acelerar en seco, y me sonrió de nuevo.

—Díselo tú —me dijo.

—Se llama Fernando Fernández de Alcántara —recité.

—Exacto —aprobó él, levantando la barra que mantenía fija la moto en el suelo para marcharse—. Igual que mi padre.

Adiviné que llevaba toda la vida esperando el momento justo para pronunciar esas palabras, en el tono justo, en el sitio justo, ante la gente justa, y si no lo hice antes, debí empezar a amarle justo en aquel instante, y justamente por eso. Le despedí con una sonrisa que él no llegó a contemplar, aunque no se borró de mis labios cuando desapareció por fin, bajo el mismo arco que había atravesado antes, y sentí que había triunfado sobre el mundo al descubrir el miserable aspecto que ofrecían mis amigos, y sobre todo mis primos, mientras me miraban como si les acabara de sumergir a la fuerza en un tanque de agua helada.

—Estupendo… —la lastimera queja de Macu consiguió romper al fin un silencio denso y oscuro—. Ya me he vuelto a quedar sin pantalones.

Durante unos minutos, nadie se atrevió a añadir nada. Más tarde, un comentario de Joserra inauguró la previsible, casi tradicional, caza del bastardo.

—¿Pero habéis visto cómo se ha marchado? ¿Quién se creerá que es?

—Un gilipollas —sugirió Pedro—. Un pedazo de gilipollas montado en una moto gilipollas.

—Y un nazi —matizó Nené—. Ya le habéis oído, seguro que es nazi, segurísimo, es que tiene toda la pinta, nazi perdido, vamos…

—Lo que le pasa a ése es que ha visto demasiadas películas —remató Reina—. Del Oeste, sobre todo. Se debe saber de memoria los diálogos de
Solo ante el peligro
, lo único que le falta es el caballo…

Sonreí para mí, porque quizás en eso estábamos de acuerdo, y rebosante de una fuerza nueva, que me elevaba muy por encima de la provinciana mezquindad de quienes me rodeaban, decidí desertar de nuevo, aunque por un camino que se adivinaba mucho más cómodo y fácil.

—A mí me gusta. Me gusta mucho. — Me di cuenta de que todos me miraban al mismo tiempo, pero mantuve los ojos fijos en los de mi hermana—. Me recuerda a papá.

—¡Malena, por Dios, no seas imbécil! Deja de decir tonterías, anda, hazme ese favor. Pero si no es más que un chulo…

—Por eso lo digo —quise replicar, pero por fin me falló la voz, y nadie excepto yo pudo escuchar mis últimas palabras.

II

Violeta, de alrededor de quince años, se sentó en un cojín, abrazándose las rodillas y mirando a Carlos, su primo, y a su hermana Blanca, que leían poesías, turnándose en la larga mesa.

[…] A Mamacita le gustaba ser la carabina de Blanca. Violeta se preguntaba por qué Mamacita consideraba a Blanca tan atractiva, pero así era. Siempre le decía a Papacito: «¡Blanquita florece como un lirio!». Y Papacito decía: «¡Será mejor que se comporte como si lo fuera!».

Katherine Anne Porter, «Violeta Virgen»,

Judas en Flor y otras historias

Me enamoré de Fernando antes de tener otra oportunidad para hablar con él.

Amaba a Fernando porque aunque era ya un alumno universitario, y antes había sido un niño bien educado, se obstinaba en carecer absolutamente de modales, porque llevaba las mangas de las camisetas enrolladas hasta el hombro para enseñar los músculos de los brazos, y porque tenía músculos en los brazos, porque jamás llevaba pantalones cortos o bermudas por las tardes, y porque me gustaban sus piernas cuando me lo tropezaba en bañador por las mañanas, porque iba a todas partes sobre la Bomba Wallbaum, y porque por eso no le hacía falta subirse a ningún caballo, porque fumaba Pall Mall, y porque jamás bailaba, porque casi siempre estaba solo, y porque a veces se quedaba absorto durante horas enteras, ensimismado en mudos pensamientos que recubrían su rostro con una fina película de barniz transparente, pero capaz de transfigurar la enérgica piel de sus mejillas en dos agotadas cavidades que sugerían, además de cansancio, melancolía y quizás asco. Amaba a Fernando porque era mucho más arrogante que cualquiera de los otros tíos que había conocido, y porque sufría enormemente en aquel pueblo donde sentía su orgullo comprometido a cada paso, porque era nieto de mi abuelo pero no me trataba como si fuera su prima, y porque era nieto de Teófila pero tampoco me trataba como si yo fuera nieta de mi abuela, porque cuando me miraba sentía que mis pies se hundían en el suelo, y porque sonreía cuando yo le miraba y entonces la tierra entera se resquebrajaba de placer, porque mi cuerpo ya había elegido por mí, y porque cuando le veía adelantar la pelvis para jugar al flipper como si estuviera montando a la máquina, y la golpeaba alternativamente con las caderas para desbloquear las bolas sin cometer jamás una falta, mi columna vertebral acusaba cada acometida generando un escalofrío helado que me recorría entera, ardiendo al mismo tiempo en las uñas de mis pies y en los rizos que me caían sobre la frente, y porque él jugaba así sólo para que yo le viera, porque sabía descifrar las reacciones que provocaba en mí a su antojo, y porque le gustaba verme temblar.

Si hubiera tenido algún momento libre para sentarme a meditar sobre las cosas que estaban ocurriendo, supongo que me habría visto obligada a claudicar irremediablemente ante la superstición, porque sólo un factor tan excéntrico como la sangre de Rodrigo podría explicar una elección tan peligrosa como la mía, pero no disponía de ningún momento libre, mi imaginación estaba permanentemente ocupada en los aspectos estratégicos del asalto, y cuando me cansaba de buscar respuestas ingeniosas para las preguntas más improbables, reconstruía su rostro en mi memoria con la mayor precisión posible para regalarme el dulce estado de atontamiento que alcanzaba sin esfuerzo mientras permanecía colgada de aquella imagen, mirándole con los ojos cerrados, exprimiendo una serenidad que huía con urgencia por cada uno de mis poros cuando me atrevía a mirarle con los ojos abiertos. Mi enajenación resultaba tanto más brutal porque no podía compartirla con nadie, aunque no llegué a echar de menos la ocasión, tantas veces acariciada en un pasado inmediato, de desmenuzar minuciosamente para mi hermana cada una de las etapas de un proceso que ella parecía esperar con más impaciencia que yo misma. Fernando no gozaba de grandes simpatías en la Finca del Indio, porque nunca se rebajó lo suficiente como para propiciarlas, y porque era el primer Alcántara de Almansilla que poseía cosas —la Bomba Wallbaum y varios Levi's Strauss etiqueta roja en el armario— que ningún Alcántara de Madrid podía comprar con dinero, y aunque ni Reina, ni mis otros primos, se atrevían a declarar abiertamente su desdén, porque mi abuelo aún estaba vivo, y lúcido, y nunca se lo hubiera consentido, murmuraban insultos en voz baja cada vez que nos lo encontrábamos en el pueblo, lo cual ocurría a diario, porque el Ford Fiesta, que tenía la dirección rota, se portó francamente bien, resistiéndose a la reparación tan tercamente como se resistió mi tío Pedro a soltar el dinero preciso para financiarla, y se divertían proponiendo motes para ahorrarse en lo sucesivo hasta la molestia de pronunciar su nombre.

A mí me daba lo mismo, porque todavía seguía estando a su lado, pero ya no estaba con ellos, y aunque cuando él se enteró se puso furioso, hasta me hacía gracia que le llamaran Otto, apodo que triunfaría definitivamente cuando a Reina, en plena campaña para imponer un término más culto, se le escapó un día en la mesa, y Porfirio, que estaba sentado frente a ella, sonrió, y dijo que Fernando el Nibelungo le gustaba, para que Miguel añadiera que, además, a su sobrino le sentaba especialmente bien ese título.

Si Miguel y Porfirio no hubieran tendido ya, mucho tiempo atrás, un puente imprevisible y sin embargo eternamente sólido entre los Alcántara de arriba y los Alcántara de abajo, los de la Finca y los del pueblo, seguramente mi pasión por Fernando nunca habría arrojado más fruto que otro pesado e inconfesable secreto de familia, pero yo no tenía más que cuatro años, ellos catorce, cuando el azar desencadenó los acontecimientos que harían nacer una excéntrica e indisoluble alianza, la amistad que tan estrechamente les une todavía.

Todo empezó con un célebre 5 a 1, el resultado de un partido de fútbol en el que los mozos del pueblo vapulearon a los veraneantes. Miguel había jugado como delantero centro del equipo perdedor, que se negó a aceptar la legitimidad de su derrota, acusando a los ganadores, y entre ellos a Porfirio, que solía ocupar el puesto de defensa central, de haber comprado al árbitro, una hipótesis más que razonable teniendo en cuenta que el imaginario silbato había estado en manos de Paquito el lechero. Se discutió la posibilidad de anular el encuentro y fijar la fecha para un partido de revancha pero, al final, los vencedores impusieron una solución más expeditiva y tradicional, y emplazaron a sus oponentes en una cantera abandonada, situada fuera de los límites del pueblo, para dirimir sus diferencias en una drea, una guerra de pedradas que se celebraría al caer la tarde del día siguiente.

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