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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (26 page)

Considerablemente más viejo que mi padre, al que apoyaba y ayudaba en tal medida que su protegido no tenía inconveniente en reconocerlo en público, el hermano mayor de mi madre era miembro del consejo de administración del banco desde que, un par de años antes, ocupara el puesto de su tío Ramón, un primo de mi abuelo que había muerto sin hijos ni otros herederos. En aquella época, y aunque ya sabía que estaba muy unido a papá, y sobre todo a Magda, que le adoraba y recibía a cambio un amor idéntico, no me caía demasiado bien, porque era un personaje inquietante, abrumador, excesivamente irregular para el sencillo mundo de una niña, como la solitaria pieza superviviente de un juguete perdido muchos años antes que ya no cabe bien en ninguna caja. Recuerdo haber mirado siempre con recelo su figura silenciosa, de contornos casi escurridizos, que siempre transmitía mensajes ambiguos, como si pudiera estar y no estar entre nosotros al mismo tiempo. Tomás lo veía todo, lo miraba todo, y casi nunca decía nada, pero su silencio tenía un sonido diferente del que escapaba por los resquicios que su padre cuidaba de dejar abiertos entre sus labios mudos. De pequeña tenía la sensación de que él no hablaba porque nos odiaba, y el abuelo no, pero años después me desmentí a mí misma, porque Tomás tenía la boca triste, un rictus profundo, como un doble surco de arado, que unía su nariz con las comisuras de sus labios en un gesto perpetuamente insatisfecho, traduciendo un sufrimiento abismal e íntimo, quizás, hasta cierto punto, deliberado, o incluso gozoso, como el que acecha al espectador desde la grave mirada de esos aterradores caballeros toledanos a quienes El Greco retrató. Era, sin embargo, un hombre amable, escrupulosamente educado, que jamás molestaba a nadie y tendía a mostrarse en cambio generoso con todo el mundo, pero a mí no me caía bien, creo que hasta me daba un poco de miedo, porque también era el único miembro de mi familia que se atrevía a decir con naturalidad que detestaba a los niños, y porque le conocía desde que había nacido y sin embargo no sabía nada, absolutamente nada de él, excepto que le gustaban los canelones y que volcaba todas sus energías en una lucha tan agotadora como estéril, sin cosechar otro triunfo que la contemplación de algún tímido rasguño en la piel de un enemigo que le había derrotado ya, y para siempre, en el exacto instante de su concepción.

Tomás era, y lo sigue siendo, y lo será siempre, a pesar de las cremas, y de los masajes, y de la gimnasia, y del bronceado mecánico, y de los gestos estudiados ante el espejo, y de los trabajosos afanes de su peluquero, y de la espontánea elegancia que sugiere cada objeto que le pertenece, un hombre feo. Nunca es justo nacer feo, porque antes o después alguien te obliga apagar por tus defectos, y la fealdad es una de las taras más injustas, y la más difícil de ocultar al mismo tiempo, pero esta desgracia, cuya intensidad se modifica como la piel del camaleón al contacto con el ambiente, puede llegar a ser una tragedia si quien la padece está rodeado de gente guapa. Y los Alcántara, como los miembros de casi todas las familias que han mezclado mucho su sangre, somos, en general, guapos. Mi abuela Reina lo era de una forma especial, porque había heredado, junto con una estatura inusual entre las mujeres de su generación, los ojos verdosos y el pelo cobrizo de su madre, mi bisabuela Abigail McCurtin Hunter, una esbelta doncella escocesa que, pese a su frágil y húmedo aspecto, se adaptó tan espectacularmente bien al cambio de clima que, por lo visto, cada vez que caían cuatro gotas, se ponía de una mala leche tremenda, y cuando se hizo mayor, y su cerebro empezó a acusar ciertas deficiencias de riego sanguíneo, se entretenía increpando en un castellano de acento impecable al Dios presbiteriano de su infancia, a quien preguntaba a grito pelado si no estaba de acuerdo en que ya les había llovido a los dos bastante en su maldito pueblo natal —el lugar de nombre endiablado, cerca de Inverness, que abandonó al morir su padre en dirección a Oxford, cuna de su familia materna y escenario de su apasionado encuentro con mi bisabuelo, que a la sazón, y aparte de dedicarse a perfeccionar su estilo de torero de salón para tener contenta a su novia, intentaba sacar la máxima renta posible del descabellado capricho de sus progenitores, quienes le habían enviado a estudiar allí como expresión del más histriónico delirio de grandeza que un terrateniente cacereño pudo permitirse jamás—, para concluir a continuación que se tenía muy bien empleado que ella se hubiera convertido al catolicismo, una religión seca y soleada, para poder casarse, igual que Victoria Eugenia. Su sobrino Pedro, mi abuelo, que no era exactamente guapo de cara, pero que de joven parecía el mismísimo demonio y de anciano resultaba todavía un hombre apuesto, había engendrado en su prima algunos hijos —los menos— en los que se reproducía la exótica combinación de piel tostada y ojos claros que acentuaba la belleza de su madre, y otros —los más— donde la herencia escocesa se diluía entre los rasgos de un mestizaje más antiguo, con la emblemática boca peruana a la cabeza, pero con Tomás se debió despistar, o más bien se despistaron los dos, porque su hijo mayor nunca tuvo nada que ver con ninguno de sus hermanos.

Tomás tenía los ojos muy redondos, casi saltones, y una diminuta nariz respingona que habría resultado demasiado pequeña en cualquier rostro de hombre, pero que en el suyo —fachada frontal de una cabeza enorme que nadie sabía de dónde había salido, como era imprecisable el origen de su piel blanca, delicadísima, que el tibio sol de abril hacía explotar en un millón de pústulas rosadas, pregoneras del eritema que le martirizaría durante los meses de verano aunque no se detuviera ni un segundo bajo el sol— se asomaba a la frontera de lo grotesco. Sus cejas eran finas, y su pelo frágil y caprichoso, porque en lugar de teñirse de blanco, como le sucedió a su padre y a sus hermanos mayores, como ya les está empezando a ocurrir a Miguel y a Porfirio, optó por desaparecer de su frente, de forma gradual hasta que cumplió los treinta y cinco, vertiginosamente después. El resto de su cuerpo había corrido mejor suerte que su cabeza, pero el paso del tiempo ejecutó la detestable tarea de acortar esta distancia, y la debilidad de su propietario por los canelones se resumió en un perfil inapropiadamente femenino, pleno de curvas plenas, que redondeaban su vientre dotándolo de una blanda potencia, semejante a la que alcanzan los grandes bebedores de cerveza y por lo tanto hasta cierto punto disculpable, pero también su culo, donde generaban una redondez específicamente intolerable en un señor, aun cuando frise ya en los cuarenta y cinco años.

Esa edad, más o menos, debía de tener Tomás aquella mañana de sábado, mientras recorría con pasos tácitos, tan resbaladizo y cortés como el más peligroso cardenal renacentista, el inmenso salón al que nos había reducido la lluvia, levantando de vez en cuando una ceja para afrontar cualquiera de los estruendosos detalles de mal gusto que se alineaban con precisión aritmética entre las paredes de aquella estancia, que parecía destinada a integrar un futuro museo etiológico bajo un rótulo que preparara a los visitantes para contemplar una colección representativa de las perversiones estéticas desarrolladas, como la más brutal fianza de su poder, por los plutócratas españoles de la segunda mitad del siglo
XX
.

Yo, semiescondida tras unas cortinas, explotaba al máximo mi más reciente descubrimiento sobre un escabel de madera y cuero, apenas tres patas que sostenían una delgada almohadilla de forma triangular para cruzarse, ya cerca del suelo, en un punto equidistante, diseño esquemático para un objeto admirable, no sólo por carecer del color dorado que unificaba el estilo de todos los muebles y enseres de aquella casa, sino también por la funcionalidad que demostraba en relación con mis propósitos. Era evidente que aquel asiento había sido concebido para que su ocupante se sentara de tal forma que dos de las patas flanquearan sus caderas, mientras la tercera, situada a su espalda, apuntalara el peso, pero resultaba igualmente evidente que nadie se iba a sorprender demasiado porque una niña eligiera sentarse precisamente al revés, con sus piernas flanqueando una sola pata, y las otras dos, inútiles, contrapesando en el aire el intermitente desequilibrio que yo misma imprimía a mi montura, haciendo rebotar mi cuerpo mientras resbalaba contra la torneada superficie de aquella diagonal que acentuaba de una forma deliciosa la correcta presión de la costura de mis vaqueros, sobre todo cuando, al balancearme, dejaba caer todo mi peso hacia delante.

Ya no veía a Reina, que me había abandonado en aquel rincón para lanzarse sobre el buffet, muy sorprendida de que yo hubiera decidido sacrificar una comida por las buenas, y mis padres debían de haber seguido la corriente de una buena parte de los invitados hacia otros salones, porque tenía la sensación de haberles perdido la pista horas antes cuando, de repente, mis ojos tropezaron con unos pantalones de franela verde oliva, y prosiguieron un recorrido ascendente a través de una aterciopelada franja, el sector central de un chaleco de ante color miel que asomaba entre las solapas de una gruesa americana de lana inglesa, patas de gallo verdes —el mismo oliva de los pantalones— y burdeos sobre fondo crema, para atravesar el cuello de una camisa de seda salvaje de tono crudo, y encontrar finalmente los ojos de Tomás, que destellaban con una expresión de inteligencia.

—¿Qué haces, Malena?

Me tomé algunos minutos para contestar, y como me caía gordo, no juzgué necesario detenerme.

—Nada.

—¿Nada? ¿Seguro? A mí me parece ver que te estás moviendo.

—Bueno, sí —admití—. Me muevo. Es que me gusta.

—Ya lo veo.

Entonces sonrió, y creo que aquélla fue la primera sonrisa que me dirigió en su vida, antes de desaparecer, y ni entonces, ni después, comentó nuestra breve conversación con ninguno de mis padres.

Logré perfeccionar aquella técnica tan intensamente, y en un período de tiempo tan corto, que yo misma, ámbito circular en el que comenzaba y terminaba todo, no podía escapar a cierta perplejidad cuando reconstruía un proceso que, partiendo de la casualidad más azarosa, había llegado a arrojar un saldo infinitamente positivo, sobre todo porque aunque no estaba muy segura del sentido de aquella operación ni de la naturaleza de sus resultados, tenía en cambio la absoluta certeza de que mis manejos eran esencialmente incompatibles con el triste y feísimo concepto del vicio solitario. Este, como nos repetían las monjas del colegio en las raras ocasiones en las que se habían sentido acorraladas por la inflexible tenacidad de nuestras preguntas, era una cosa horrible que hacían los chicos cuando perdían la gracia de Dios. De las chicas, en cambio, nunca dijeron ni una palabra. Ventajas de la educación católica.

A los quince años ya había descubierto la verdad, gracias a la proverbial lentitud de las empleadas de la peluquería que frecuentaba mi madre, y a un número atrasado de la edición norteamericana de
Cosmopolitan
que me dediqué a hojear para hacer tiempo, pero la verdad es que no me sirvió de mucho. Nada me servía de mucho por aquel entonces.

Me había enamorado como una auténtica bestia, y me movía por puro instinto, lanzando testarazos al vacío, boqueando con el morro abierto y seco, fuera la lengua blanca, enferma, y me sentía incapaz como el más torpe de los inválidos, un animal que pudiera ver pero estuviera ciego, que pudiera oír pero estuviera sordo, idiotizado por una pasión angustiosa, que era el célebre amor, pero dolía, y no podía pensar, no podía descansar, no podía decir basta, expulsarle siquiera unos minutos del centro de mi cerebro, la inexpugnable guarida en la que se había hecho fuerte, el castillo desde el que me tiranizaba sin concederme jamás un respiro, presente en todas mis palabras, en todos mis gestos, en todos mis pensamientos, a lo largo de interminables noches de insomnio y de días estériles, cortos y veloces, que se amontonaban cruelmente en mi memoria, su número en sí mismo una amenaza, el presagio de un verano que se agotaría antes de haber empezado.

Nunca me había creído capaz de experimentar una convulsión semejante. Pronunciaba su nombre con cualquier excusa, incluso a propósito de cualquier otro Fernando, solamente para disfrutar del dudoso placer de escucharlo, y lo escribía en todas partes, en el suelo, en los árboles, en los libros, en el periódico que leía cada mañana y devolvía luego, con mis propias inscripciones recubiertas por una capa de tinta de bolígrafo tan espesa que cubría completamente las letras, y escribía, y luego tachaba, con tanta fuerza, que muchas veces rompía el papel. Cuando una mañana Miguel comentó al azar que creía haber oído que Fernando salía con una chica en Hamburgo, me tiré a la piscina y me hice casi cien largos, tragando cloro y tragando agua, para que nadie me viera llorar. Disimulaba bien, me las arreglaba para comportarme con normalidad, y aunque mi madre observó un par de veces que me estaba volviendo un poco rara, concluyó en solitario que mi repentina insociabilidad, y aquellas rachas de euforia trufadas de amargura, no eran sino el tradicional fruto de la edad difícil. Disimulaba bien si él no estaba delante, pero algunas veces, cuando me miraba por dentro, distinguía la sombra de una mujer histérica, una pobre loca estúpida, penosa y sola mientras emborronaba paredes enteras con palabras sin sentido, y me reconocía en ella, pero no podía hacer nada por evitarlo, y ya intuía que aquél no era el camino, que debería mostrarme fría, esquiva, inasequible, una señorita en definitiva, pero no era eso lo que me salía de dentro, e identificaba mis errores un instante antes de cometerlos, pero mis labios se curvaban en una sonrisa de pura debilidad cada vez que me cruzaba con El por la calle, y si sonreía al mirarme, mi garganta emitía una risita chillona que me daba mucha rabia, porque estaba segura de que, a sus ojos, me prestaba la indeseable apariencia de una retrasada mental que da palmas porque la acaban de sacar de paseo, y yo no era eso, yo era una tía cojonuda, no me quedaba más remedio que serlo, y lo pensaba cuando me lo encontraba aunque nunca acababa de creérmelo, soy una tía cojonuda, ¿sabes?, pero no encontraba la manera de decírselo, hasta que una tarde, Reina, que le contemplaba sin las orejeras con las que el deseo recortaba mis ojos, me hizo una advertencia muy seria cuando llegamos al pueblo.

—Ten cuidado con Otto, Malena.

—¿Por qué? Si no hace nada.

—Ya, pero no me gusta cómo te mira.

—Pero si no me mira.

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