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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (9 page)

Había aprovechado el recreo para acompañarla a la capilla, donde se ocupaba de cambiar las flores del altar. Ese era el único trabajo del convento que la gustaba, ya mí también me encantaba estar a solas con ella en aquella estancia inmensa, cuya imponente solemnidad se disolvía como por ensalmo a medida que avanzábamos por el pasillo central cargando una prosaica ofrenda de flores, jarras con agua, tijeras y bolsas de basura, para desaparecer por completo poco después, cuando alcanzábamos el estrado y yo me paseaba alrededor del altar mientras Magda, absorta en su trabajo, me contaba cualquier cosa. Pero aquella mañana, el silencio no terminaba de romperse, y me sentía incómoda, como si la indiferencia con la que mis ojos recorrían aquel recinto fuera en sí misma un pecado mortal, y por eso intenté provocar una conversación preguntando lo primero que se me ocurrió.

—Oye, Magda… —yo nunca anteponía a su nombre la palabra tía, ése era mi privilegio— ¿por qué te bautizaron otra vez al entrar aquí? Te podrías haber seguido llamando madre Magdalena, ¿no?

—Sí, pero pensé que sería más divertido cambiar. Vida nueva, ropa nueva. No me bautizó nadie, Malena, yo lo elegí. No me gusta mi nombre.

—Ah, pues a mí sí que me gusta el mío.

—Claro —levantó un segundo la vista de los crisantemos que estaba ordenando por alturas, y me miró, sonriendo—, porque tu nombre es bonito, es un nombre de tango. Te lo puse yo, con una Magda ya había bastante.

—Sí, pero Agueda es mucho peor que Magda.

—¡Uy, no creas! Acércate un momento a la sacristía y mira el cuadro que hay en la pared, anda.

No me atreví a soltar el picaporte, como si presintiera que iba a necesitar parapetarme tras el imaginario escudo de la puerta para afrontar una masacre tan horrorosa, la sangre que manaba a borbotones del cuerpo de esa mujer joven cuya sonrisa confiada me hacía suponer mucho más dolorosas aún sus heridas, como si un tirano invisible la estuviera obligando a decir con los ojos que allí no pasaba nada, como si ni siquiera se hubiera atrevido a alargar sus dedos hasta la túnica para comprobar que la tela estaba empapada, teñida hasta la cintura de un macabro rojo oscuro que intensificaba el contraste con la blancura de esos dos pálidos e indefinibles conos que parecía transportar en una bandeja, con gesto de camarera experta.

—¡Qué espanto! — Magda respondió a mi sincera exclamación con una carcajada—. ¿Quién es esa pobre?

—Santa Agueda… o santa Agata, como quieras, se llama de las dos maneras. Yo hubiera preferido ponerme Agata, que tiene mucho más glamur, pero no me dejaron porque no es un nombre español.

—¿Y quién le hizo eso?

—Nadie. Fue ella misma.

—Pero ¿por qué?

—Pues por amor a Dios —ya había terminado con los jarrones, y me acerqué a ella para ayudarla a recoger—. Verás, Agueda era una chica muy piadosa que sólo se preocupaba de su vida espiritual, pero tenía muy buen tipo y, sobre todo, unas tetas enormes, estupendas, que por lo visto la estorbaban constantemente, porque cada vez que salía de casa, todos los hombres se la quedaban mirando, y la decían piropos, bueno, no sé… más bien serían burradas. Total, que como con tanto barullo no conseguía concentrarse, pero tampoco podía ir a la iglesia sin pisar la calle, un buen día se puso a pensar en qué sería lo que a los hombres les gustaba tanto de ella, y al darse cuenta de que eran sus tetas, decidió acabar con su lujuria cortando por lo sano.

—¿Y lo consiguió?

—Claro que sí. Cogió un cuchillo, se colocó así… —Magda se inclinó sobre el altar, apoyando solamente sus pechos en el borde y mantuvo durante unos instantes su mano derecha en el aire para dejarla caer luego, en un simulado arrebato de violencia—, y izas!, se cortó las dos tetas de cuajo.

—¡Aghhh, qué asco! Y se murió, claro.

—No. Plantó las tetas en una bandeja y salió a la calle muy contenta para ir a la iglesia y ofrecérselas a Dios como prueba de su amor y su virtud, ya lo has visto en el cuadro.

—¿Eso que hay en la bandeja del cuadro son dos tetas? — asintió con la cabeza—. ¡Pero si no tienen remate!

—Ya… Es que ese cuadro lo pintó un monje benedictino, y no sé, le debió dar cosa dibujar los pezones. No lo debía llevar muy bien, sin embargo, porque bien que lo empapó todo de sangre, Zurbarán pintó a Agueda sin una sola gota, y eso que él también era fraile… Anda, vámonos ya, que se te va a hacer tarde. ¿A que es una historia bonita?

—No sé.

—A mí sí me lo parece, y por eso ahora me llamo Agueda.

La seguí en silencio hasta la puerta, con los pelos todavía de punta, y no quise decir nada más, pero antes de que llegáramos a separamos, la cogí por un brazo y ella detectó algo raro en mi forma de mirarla.

—¿Qué te pasa?

—Magda, por favor… tú no te cortes las tetas.

—¡Oh, Malena, te he asustado!, ¿verdad? — me abrazó, apretó la mejilla contra mi cráneo y me besó en el pelo, balanceándome despacio, como si fuera un bebé—. Si es que soy una bestia, no debería de contarte esas cosas, tú no las entiendes, pero… ¿con quién hablaría yo aquí si no pudiera hablar contigo?

La madre Agueda siempre fue así. Oscilaba entre la luz y la sombra como una luciérnaga herida, incapacitada para orientarse, sin decantarse nunca entre los ataques de risa y los de melancolía, al principio equilibrados, aunque los últimos se fueron haciendo cada vez más frecuentes para encontrar a la vez obstáculos progresivamente infranqueables, porque llegó un tiempo, hacia el final, en el que hasta yo intuía que Magda se movía sólo porque se obligaba así misma a moverse, y sus sonrisas se convirtieron en ensayadas muecas de escayola, a las que ya no se asomaba la auténtica sonrisa, aunque no llegaron a desvanecerse jamás.

Yo la quería, aunque no entendía muchas de las cosas que me contaba, una distancia ala que nunca concedí un gran valor, porque yo misma me resultaba confusa y hasta inaccesible con una frecuencia exasperante, y sólo ella parecía comprenderme, y movía la cabeza en mi dirección, muy despacio, sin dejar de mirarme a los ojos, como si quisiera decirme, sí, ya lo sé, también eso me sucedió a mí hace mucho tiempo, hasta que me acostumbré a verme reflejada en ella, en su fortaleza herida de debilidad, en su cinismo podrido de inocencia, en su brusquedad carcomida por la mansedumbre, en todos sus defectos, que hice míos, y en la virtud de su propia existencia, que hacía mi existencia tolerable, pero me daba tanta rabia verla allí, traicionándose metódicamente así misma, castigándose con tanto rigor, que pronto elaboré mi propia teoría, y no me costó mucho trabajo convencerme de que Magda no se había metido a monja por su propia voluntad, sino como resultado de algún chantaje, cualquier variedad de juego sucio cuyo inspirador había conseguido doblegar su verdadera naturaleza sólo a base de someterla a unas presiones tan insoportables que el convento se habría aparecido ante sus ojos como un destino casi placentero.

Todavía recuerdo cómo empezó todo. Mamá nos sacó una tarde de compras, y eligió para nosotras dos vestidos iguales, fondo blanco con flores azules y un aparatoso cuello bordado que más bien parecía un babero, y dos abrigos ingleses de paño azul oscuro, con botones y cuello de terciopelo, todo a juego con su aburrido concepto de moda formal para niñas. El sábado siguiente, por la mañana, nos vistió con la ropa nueva y nos comunicó, muy contenta, que íbamos a la boda de la tía Magda. Cuando Reina le preguntó quién era el novio, mi madre contestó con una sonrisa que ya la conoceríamos al llegar a la iglesia, pero no la vimos por ninguna parte y, de hecho, si algo se echaba de menos en la nutrida representación familiar que nos esperaba ante la capilla del colegio, eran precisamente hombres. Ni el abuelo, ni el tío Tomás, ni el tío Miguel, ni mi padre, que ni siquiera llegó a apagar el motor al detener el coche frente a la puerta, y siguió su camino diciendo que como éramos solamente tres no nos sería difícil repartirnos luego en otros coches, asistieron a aquella ceremonia que comenzó cuando Magda alcanzó el altar andando muy despacio, vestida de blanco pero rigurosamente sola.

Hace poco, todavía encontré entre mis papeles un recordatorio de los que la abuela repartió aquella mañana. Magda se casó con Dios el 23 de octubre de 1971. El 17 de mayo de 1972 ya había abandonado el domicilio conyugal para no volver jamás.

Yo me enteré de su plan por puro azar, gracias si acaso a las flores de calabacín, el más extravagante de los vicios que ambas compartíamos. El resto de la familia se había negado siempre a probar siquiera un bocado de esa extraña verdura, los carnosos tulipanes anaranjados con hebras verdes que yo no había visto jamás en la cocina, hasta que una mañana, Magda, recién llegada de Italia, ofreció una insólita representación, arremangándose la blusa y ciñéndose un delantal para freír, tras sumergirlo en una pasta parecida a la gabardina de las gambas pero con un poco de pimentón, lo que mi abuelo definió lacónicamente como un buen ramo. Nadie, excepto ella, que se comió por lo menos una docena, alargó la mano hacia la fuente donde reposaban aquellos enormes capullos marchitos que en el aceite hirviendo habían recuperado misteriosamente su tiesura, hasta que yo me decidí a probarlos y me asombré de cuánto me gustaban. Desde entonces, cada verano, Magda y yo saqueábamos cuidadosamente el huerto de vez en cuando, por sectores, desprendiendo con cuidado una flor de cada tallo de calabacín para merendamos una fuente entera mano a mano.

Y también aquella primavera fuimos a Almansilla un fin de semana porque habían florecido los cerezos, una tradición cuyo sentido nunca entendí muy bien, aunque mi madre, que normalmente se negaba a cualquier traslado de duración inferior a una semana, alegando, con razón, que la casa estaría helada, y demasiado lejos, y que no compensaba montar un zafarrancho semejante sólo para un par de noches, no la perdonaba nunca. Ella lo llamaba
ir a los cerezos
, y en realidad no hacíamos otra cosa que pasear entre esos árboles privilegiados y desdichados al mismo tiempo, tan vulgares en verano, cuando no son más que feos esqueletos de madera, ágiles y desnudos, y tan espléndidos en abril, cuando parecen reventar de gozo en millones de flores diminutas que explotan a la vez, hinchando sus pétalos blancos para envolver a destiempo las ramas en un abrigo inmaculado que siempre me ha recordado el pelo de las ovejas a punto de ser esquiladas. Mirábamos los cerezos, y subíamos al desván para disfrutar otra vez, sólo una vez al año, del equívoco espectáculo de los árboles nevados que se extendían hasta el infinito como un geométrico ejército invernal, amenazando de blanco los confines de los prados nuevos, verde moteado ya de lunares de margaritas amarillas, pero no contábamos con comer cerezas, porque las cerezas son la única fruta que no madura fuera del árbol, y no hay que cogerlas hasta que ya están bien hechas, como repetía incesantemente Marciano, el jardinero, que se debía de sentir en la obligación de disculparse, aunque fuera a costa de cargar con las culpas de la naturaleza, por privar a los lejanos propietarios de la cosecha del placer de comprobar su calidad
in situ
, sobre todo porque que cuando volvíamos a Almansilla, a principios de julio, ya sólo colgaban de las ramas algunos restos podridos, picoteados por los pájaros, de los frutos defectuosos, pequeños o secos, que no habían sido considerados buenos para ir a parar al cesto. Pero nuestros cerezos eran árboles tempranos, y aquel año no aparecimos por allí hasta finales de abril, y el sol había empezado a rabiar —este maldito fuego solano, se quejaban en el pueblo— antes de tiempo, y Marciano, aterrado por las heladas que todavía podrían caer en mayo para arrasar con todo, quemando las cerezas en las ramas, nos recibió con un puñado de fruta en cada mano. Entonces le pregunté si en el huerto habrían florecido ya los calabacines, y me contestó que posiblemente, en un tono tan fúnebre como el que habría adoptado para comunicarme mi propia muerte, pero a mí me pareció una noticia excelente, y escogí con cuidado las flores más grandes para llevármelas a Madrid y alegrar un poco a Magda, que aquellos días parecía más triste que nunca, mucho más abajo del nivel más bajo en el que hubiera podido caer antes.

El lunes, antes de la primera clase, la busqué en secretaría, donde trabajaba últimamente, pero no la encontré, y nadie supo decirme dónde estaba. Al salir al recreo, nos cruzamos en el pasillo y la llamé, pero ella, que caminaba deprisa, el cuerpo encogido, las manos cruzadas bajo el pecho, los ojos fijos en los baldosines del suelo como si alguien le hubiera encomendado la tonta tarea de contarlos, se contentó con girar la cabeza sin detenerse para decirme que tenía mucha prisa, y que ya nos veríamos luego, a la salida. Intenté explicarle que eso era imposible porque las flores estaban ya bastante pochas, y si no se las comía enseguida, tendría que tirarlas, pero ella siguió andando sin escucharme y desapareció por la puerta del fondo. Entonces volví a entrar en clase, cogí la bolsa y salí corriendo, dispuesta a impedir que un malentendido echara a perder mis mejores intenciones.

La alcancé justo a tiempo para atisbar cómo el vuelo de su hábito se enredaba un instante en la puerta del despacho de la directora, y me senté a esperar en el sillón destinado a las visitas. Mantuve la serenidad durante un buen rato, pero Magda no salía y media hora de recreo se escapa deprisa, y tuve miedo de que el sonido del timbre me obligara a volver sobre mis pasos sin haber llegado siquiera a hablar con ella. Por eso me acerqué a la puerta, para intentar calibrar la fase en la que se hallaba su conversación y calcular así mis posibilidades.

—Lo siento, Evangelina —era la voz de Magda.

—Sí, pero cuando entraste aquí, dijiste…

—Ya, ya me acuerdo de lo que dije, pero me equivoqué, sencillamente. Yo no podía saber cómo me sentiría aquí dentro.

—Pues no haberte negado a hacer el noviciado, Agueda. Aquello fue un disparate. Porque tu madre es tu madre, que si no…

—Eso no tiene nada que ver, Evangelina, porque entonces yo sabía que mi vocación era firme, y lo sigue siendo, tanto como antes, pero necesito tener alguna ocupación, no puedo estar todo el día sin nada que hacer… Ahora que Miriam se jubila y Esther se va a Barcelona, os va a hacer falta más gente, y yo ya sé algo de francés, no mucho, pero podría alcanzar un buen nivel en tres o cuatro meses, se me dan muy bien los idiomas.

—Todo eso es cierto, pero lo que no entiendo… Vamos a ver, tú, de jovencita, viviste en París, ¿no?

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