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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (23 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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—¡Eran ellos! —exclamó el cardenal, que miraba el péndulo—. Y ahora —continuó—, es demasiado tarde para correr tras ellos: la duquesa está en Tours
[94]
y el duque en Boulogne
[95]
. Es en Londres donde hay que alcanzarlos.

—¿Cuáles son las órdenes de Vuestra Eminencia?

—Ni una palabra de lo que ha pasado; que la reina permanezca totalmente segura; que ignore que sabemos su secreto, que crea que estamos a la busca de una conspiración cualquiera. Enviadme al guardasellos Séguier
[96]
.

—Y ese hombre, ¿qué ha hecho de él Vuestra Eminencia?

—¿Qué hombre? —preguntó el cardenal.

—El tal Bonacieux.

—He hecho todo lo que se podía hacer con él. Lo he convertido en espía de su mujer.

El conde de Rochefort se inclinó como hombre que reconocía la gran superioridad del maestro, y se retiró.

Una vez que se quedó solo, el cardenal se sentó de nuevo, escribió una carta que selló con su sello particular, luego llamó. El oficial entró por cuarta vez.

—Hacedme venir a Vitray —dijo— y decidle que se apreste para un viaje.

Un instante después, el hombre que había pedido estaba de pie ante él, calzado con botas y espuelas.

—Vitray —dijo—, vais a partir inmediatamente para Londres. No os detendréis un instante en el camino. Entregaréis esta carta a Milady. Aquí tenéis un vale de doscientas pistolas, pasad por casa de mi tesorero y haceos pagar. Hay otro tanto a recoger si estáis aquí de regreso dentro de seis días y si habéis hecho bien mi comisión.

El mensajero, sin responder una sola palabra se inclinó, cogió la carta, el vale de doscientas pistolas y salió.

He aquí lo que contenía la carta:

Milady,

Asistid al primer baile a que asista el duque de Buckingham. Tendrá en su jubón doce herretes de diamantes, acercaos a él y quitadle dos.

Tan pronto como esos herretes estén en vuestro poder, avisadme.

Capítulo XV
Gentes de toga y gentes de espada

A
l día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo reaparecido Athos todavía, el señor de Tréville fue avisado por D’Artagnan y por Porthos de su desaparición.

En cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen, según decían, por asuntos de familia.

El señor de Tréville era el padre de sus soldados. El menor y más desconocido de ellos, desde el momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su apoyo como habría podido estarlo de su propio hermano.

Se presentó, pues, al momento ante el teniente de lo criminal. Se hizo venir al oficial que mandaba el puesto de la Croix-Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba alojado momentáneamente en Fort-l’Évêque.

Athos había pasado por todas las pruebas que hemos visto sufrir a Bonacieux.

Hemos asistido a la escena de careo entre los dos cautivos. Athos, que nada había dicho hasta entonces por miedo a que D’Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que necesitaba, Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D’Artagnan.

Añadió que no conocía ni al señor ni a la señora Bonacieux, que jamás había hablado con el uno ni con la otra; que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor D’Artagnan, su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde había cenado: veinte testigos —añadió— podían atestiguar el hecho y nombró a varios gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille.

El segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y firme de aquel mosquetero, sobre el cual de buena gana habrían querido tomar la revancha que las gentes de toga tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada; pero el nombre del señor de Tréville y el del señor duque de La Trémouille merecían reflexión.

También Athos fue enviado al cardenal, pero desgraciadamente el cardenal estaba en el Louvre con el rey.

Era precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del teniente de lo criminal y de la del gobernador del Fort-l’Evêque, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al palacio de Su Majestad.

Como capitán de los mosqueteros, el señor de Tréville tenía a toda hora acceso al rey.

Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, prevenciones hábilmente mantenidas por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las mujeres que de los hombres. Una de las grandes causas de esa prevención era sobre todo la amistad de Ana de Austria con la señora de Chevreuse. Estas dos mujeres le inquietaban más que las guerras con España, las complicaciones con Inglaterra y la penuria de las finanzas. A sus ojos y en su pensamiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intrigas políticas, sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas amorosas.

A la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada en Tours y a la que se creía en esa ciudad, había venido a París y que durante los cinco días que había permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encolerizado con furia. Caprichoso e infiel, el rey quería ser llamado
Luis
el
Justo y Luis el Casto
. La posteridad comprenderá difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por razonamientos.

Pero cuando el cardenal añadió que no solamente la señora de Chevreuse había venido a París, sino que además la reina se había relacionado con ella con ayuda de una de esas correspondencias misteriosas que en aquella época se denominaba una cábala, cuando afirmó que él, el cardenal, estaba a punto de desenredar los hilos más oscuros de aquella intriga, cuando, en el momento de arrestar con las manos en la masa, en flagrante delito, provisto de todas las pruebas, al emisario de la reina junto a la exiliada, un mosquetero había osado interrumpir violentamente el curso de la justicia cayendo, espada en mano, sobre honradas gentes de ley encargadas de examinar con imparcialidad todo el asunto para ponerlo ante los ojos del rey, Luis XIII no se contuvo más y dio un paso hacia las habitaciones de la reina con esa pálida y muda indignación que, cuando estallaba, llevaba a ese príncipe hasta la más fría crueldad.

Y, sin embargo, en todo aquello el cardenal no había dicho aún una palabra del duque de Buckingham.

Fue entonces cuando el señor de Tréville entró, frío, cortés y con una vestimenta irreprochable.

Advertido de lo que acababa de pasar por la presencia del cardenal y por la alteración del rostro del rey, el señor de Tréville se sintió fuerte como Sansón ante los Filisteos.

Luis XIII ponía ya la mano sobre el pomo de la puerta; al ruido que hizo el señor de Tréville al entrar, se volvió.

—Llegáis en el momento justo, señor —dijo el rey que, cuando sus pasiones habían subido a cierto punto, no sabía disimular—, y me entero de cosas muy bonitas a cuenta de vuestros mosqueteros.

—Y yo —respondió fríamente el señor de Tréville— tengo muy bonitas cosas de que informarle sobre sus gentes de toga.

—¿De verdad? —dijo el rey con altivez.

—Tengo el honor de informar a Vuestra Majestad —continuó el señor de Tréville en el mismo tono— de que una partida de procuradores, de comisarios y de gentes de policía, gentes todas muy estimables pero muy encarnizadas, según parece, contra el uniforme, se ha permitido arrestar en una casa, llevar en plena calle y arrojar en el Fort-l’Evêque, y todo con una orden que se han negado a presentar, a uno de mis mosqueteros, o mejor dicho, de los vuestros, sire, de conducta irreprochable, de reputación casi ilustre y a quien Vuestra Majestad conoce favorablemente: el señor Athos.

—Athos —dijo el rey maquinalmente—. Sí, por cierto, conozco ese nombre.

—Que Vuestra Majestad lo recuerde —dijo el señor de Tréville—. El señor Athos es ese mosquetero que en el importuno duelo que sabéis tuvo la desgracia de herir gravemente al señor de Cahusac. A propósito, monseñor —continuó Tréville, dirigiéndose al cardenal—, el señor de Cahusac está completamente restablecido, ¿no es así?

—¡Gracias! —dijo el cardenal mordiéndose los labios de cólera.

—El señor Athos había ido a hacer una visita a uno de sus amigos entonces ausente —prosiguió el señor de Tréville—. A un joven bearnés, cadete en los guardias de Su Majestad en la compañía de Des Essarts; pero apenas acababa de instalarse en casa de su amigo y de coger un libro para esperarlo, cuando una nube de corchetes y de soldados, todos juntos, sitiaron la casa, hundieron varias puertas…

El cardenal hizo una seña al rey que significaba: «Es por el asunto de que os he hablado».

—Ya sabemos todo eso —replicó el rey— porque todo eso se ha hecho a nuestro servicio.

—Entonces —dijo Tréville—, es también por servicio de Vuestra Majestad por lo que se coge a uno de mis mosqueteros inocentes, por lo que se le pone entre dos guardias como a un malhechor, y por lo que pasea en medio de una población insolente a ese hombre galantes que ha vertido diez veces su sangre al servicio de Vuestra Majestad y que está dispuesto a verterla todavía.

—¡Bah! —dijo el rey, vacilando—. ¿Han pasado así las cosas?

—El señor de Tréville no dice —dijo el cardenal con la mayor flema— que ese mosquetero inocente, ese hombre galante una hora antes, acababa de herir a estocadas a cuatro comisarios instructores delegados por mí para instruir un asunto de la más alta importancia.

—Desafío a Vuestra Eminencia a probarlo —exclamó el señor de Tréville con su franqueza completamente gascona y su rudeza militar—. Porque una hora antes, el señor Athos, quien debo confiar a Vuestra Majestad que es un hombre de la mayor calidad, me hacía el honor, después de haber cenado conmigo, de charlar en el salón de mi palacio con el señor duque de La Trémouille y el señor conde de Chalus, que se encontraban allí.

El rey miró al cardenal.

—Un atestado da fe de ello —dijo el cardenal, respondiendo en voz alta a la interrogación muda de Su Majestad— y las gentes maltratadas han redactado el siguiente, que tengo el honor de presentar a Vuestra Majestad.

—¿Atestado de gentes de toga vale tanto como la palabra de honor de un hombre de espada? —respondió orgullosamente Tréville.

—Vamos, vamos, Tréville, callaos —dijo el rey.

—Si su Eminencia tiene alguna sospecha contra uno de mis mosqueteros —dijo Tréville—, la justicia del señor cardenal es bastante conocida como para que yo mismo pida una investigación.

—En la casa en que se ha hecho esa inspección judicial —continuó el cardenal, impasible— se aloja, según creo, un bearnés amigo del mosquetero.

—¿Vuestra Eminencia se refiere al señor D’Artagnan?

—Me refiero a un joven al que vos protegéis, señor de Tréville.

—Sí, Eminencia, es ese mismo.

—No sospecháis que ese joven haya dado malos consejos…

—¿A Athos, a un hombre que le dobla en edad? —interrumpió el señor de Tréville—. No, monseñor. Además, el señor D’Artagnan ha pasado la noche conmigo.

—¡Vaya! —dijo el cardenal—. Todo el mundo ha pasado la noche con usted.

—¿Dudaría Su Eminencia de mi palabra? —dijo Tréville, con el rubor de la cólera en la frente.

—¡No, Dios me guarde de ello! —dijo el cardenal—. Sólo que… ¿a qué hora estaba él con vos?

—¡Puedo decirlo a sabiendas a Vuestra Eminencia porque cuando él entraba me fijé que eran las nueve y media en el péndulo, aunque yo hubiera creído que era más tarde!

—¿Y a qué hora ha salido de vuestro palacio?

—A las diez y media, una hora después del suceso.

—En fin —respondió el cardenal, que no sospechaba ni por un momento de la lealtad de Tréville, y que sentía que la victoria se le escapaba—, en fin, Athos ha sido detenido en esa casa de la calle des Fossoyeurs.

—¿Le está prohibido a un amigo visitar a otro amigo? ¿A un mosquetero de mi compañía confraternizar con un guardia de la compañía del señor Des Essarts?

—Sí, cuando la casa en la que confraterniza con ese amigo es sospechosa.

—Es que esa casa es sospechosa, Tréville —dijo el rey—. Quizá no lo sabíais.

—En efecto, sire, lo ignoraba. En cualquier caso, puede ser sospechosa en cualquier parte; pero niego que lo sea en la parte que habita el señor D’Artagnan; porque puedo afirmaros, sire, que de creer en lo que ha dicho, no existe ni un servidor más fiel de Su Majestad, ni un admirador más profundo del señor cardenal.

—¿No es ese D’Artagnan el que hirió un día a Jussac en ese desafortunado encuentro que tuvo lugar junto al convento de los Carmelitas Descalzos? —preguntó el rey mirando al cardenal, que enrojeció de despecho.

—Y al día siguiente a Bernajoux. Sí, sire; sí, ése es, y Vuestra Majestad tiene buena memoria.

—Entonces, ¿qué decidimos? —dijo el rey.

—Eso atañe a Vuestra Majestad más que a mí —dijo el cardenal—. Yo afirmaría la culpabilidad.

—Y yo la niego —dijo Tréville—. Pero Su Majestad tiene jueces y sus jueces decidirán.

—Eso es —dijo el rey—. Remitamos la causa a los jueces; su misión es juzgar, y juzgarán.

—Sólo que —prosiguió Tréville— es muy triste que, en estos tiempos desgraciados que vivimos la vida más pura, la virtud más irrefutable no eximan a un hombre de la infamia y de la persecución. Y el ejército no estará demasiado contento, puedo responder de ello, de estar expuesto a tratos rigurosos por asuntos de policía.

La frase era imprudente, pero el señor de Tréville la había lanzado con conocimiento de causa. Quería una explosión, por eso de que la mina hace fuego, y el fuego ilumina.

—¡Asuntos de policía! —exclamó el rey, repitiendo las palabras del señor de Tréville—. ¡Asuntos de policía! ¿Y qué sabéis vos de eso, señor? Mezclaos con vuestros mosqueteros y no me rompáis la cabeza. En vuestra opinión parece que si por desgracia se detiene a un mosquetero, Francia está en peligro. ¡Cuánto escándalo por un mosquetero! ¡Vive el cielo que haré detener a diez! ¡Cien, incluso; toda la compañía! Y no quiero que se oiga ni una palabra.

—Desde el momento en que son sospechosos a Vuestra Majestad —dijo Tréville—, los mosqueteros son culpables; por eso me veis, sire, dispuesto a devolveros mi espada; porque, después de haber acusado a mis soldados, no dudo que el señor cardenal terminará por acusarme a mí mismo; así, pues, es mejor que me constituya prisionero con el señor Athos, que ya está detenido, y con el señor D’Artagnan, a quien se arrestará sin duda.

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