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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (18 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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D’Artagnan corrió tras ella. No era una cosa difícil para él alcanzar a una mujer embarazada por su manto. La alcanzó, pues, un tercio más allá de la calle en que se había adentrado. La desgraciada estaba agotada, no de fatiga sino de terror, y cuando D’Artagnan le puso la mano sobre el hombro, ella cayó sobre una rodilla gritando con voz estrangulada:

—Matadme si queréis, pero no sabréis nada.

D’Artagnan la alzó pasándole el brazo en torno al talle; pero como sintió por su peso que estaba a punto de desvanecerse, se apresuró a tranquilizarla con protestas de afecto. Tales protestas no significaban nada para la señora Bonacieux, porque semejantes protestas pueden hacerse con las peores intenciones del mundo; pero la voz era todo. La joven creyó reconocer el sonido de aquella voz; volvió a abrir los ojos, lanzó una mirada sobre el hombre que le había causado tan gran miedo y, al reconocer a D’Artagnan, lanzó un grito de alegría.

—¡Oh, sois vos! ¡Sois vos! —dijo—. ¡Gracias, Dios mío!

—Sí, soy yo —dijo D’Artagnan—, yo, a quien Dios ha enviado para velar por vos.

—¿Era con esa intención con la que me seguíais? —preguntó con una sonrisa llena de coquetería la joven cuyo carácter algo burlón la dominaba, y en la que todo temor había desaparecido desde el momento mismo en que había reconocido un amigo en aquel a quien había tomado por un enemigo.

—No —dijo D’Artagnan—, no, lo confieso, es el azar el que me ha puesto en vuestra ruta; he visto una mujer llamar a la ventana de uno de mis amigos…

—¿De uno de vuestros amigos? —interrumpió la señora Bonacieux.

—Sin duda; Aramis es uno de mis mejores amigos.

—¡Aramis! ¿Quién es ése?

—Vamos! ¿Vais a decirme que no conocéis a Aramis?

—Es la primera vez que oigo pronunciar ese nombre.

—Entonces, ¿es la primera vez que vais a esa casa?

—Claro.

—¿Y no sabíais que estuviese habitada por un joven?

—No.

—¿Por un mosquetero?

—De ninguna manera.

—¿No es, pues, a él a quien veníais a buscar?

—De ningún modo. Además, ya lo habéis visto, la persona con quien he hablado es una mujer.

—Es cierto; pero esa mujer es de las amigas de Aramis.

—Yo no sé nada de eso.

—Se aloja en su casa.

—Eso no me atañe.

—Pero ¿quién es ella?

—¡Oh! Ese no es secreto mío.

—Querida señora Bonacieux, sois encantadora; pero al mismo tiempo sois la mujer más misteriosa…

—¿Es que pierdo con eso?

—No, al contrario, sois adorable.

—Entonces, dadme el brazo.

—De buena gana. ¿Y ahora?

—Ahora conducidme.

—¿Adónde?

—Adonde voy.

—Pero ¿adónde vais?

—Ya lo veréis, puesto que me dejaréis en la puerta.

—¿Habrá que esperaros?

—Será inútil.

—Entonces, ¿volveréis sola?

—Quizá sí, quizá no.

—Y la persona que os acompañará luego, ¿será un hombre, será una mujer?

—No sé nada todavía.

—Yo sí, yo sí lo sabré.

—¿Y cómo?

—Os esperaré para veros salir.

—En ese caso, ¡adiós!

—¿Cómo?

—No tengo necesidad de vos.

—Pero habíais reclamado…

—La ayuda de un gentilhombre, y no la vigilancia de un espía.

—La palabra es un poco dura.

—¿Cómo se llama a los que siguen a las personas a pesar suyo?

—Indiscretos.

—La palabra es demasiado suave.

—Vamos, señora, me doy cuenta de que hay que hacer todo lo que vos queráis.

—¿Por qué privaros del mérito de hacerlo en seguida?

—¿No hay alguno que se ha arrepentido de ello?

—Y vos, ¿os arrepentís en realidad?

—Yo no sé nada de mí mismo. Pero lo que sé es que os prometo hacer todo lo que queráis si me dejáis acompañaros hasta donde vayáis.

—¿Y me dejaréis después?

—Sí.

—¿Sin espiarme a mi salida?

—No.

—¿Palabra de honor?

—¡A fe de gentilhombre!

—Tomad entonces mi brazo y caminemos.

D’Artagnan ofreció su brazo a la señora Bonacieux, que se cogió de él, mitad riendo, mitad temblando, y los dos juntos ganaron lo alto de la calle La Harpe
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. Llegada allí la joven pareció dudar, como ya había hecho en la calle Vaugirard. Sin embargo, por ciertos signos, pareció reconocer una puerta; y se acercó a ella.

—Y ahora, señor —dijo—, aquí es donde tengo que venir; mil gracias por vuestra honorable compañía, que me ha salvado de todos los peligros a que habría estado expuesta. Pero ha llegado el momento de cumplir vuestra palabra: yo he llegado a mi destino.

—¿Y no tendréis nada que temer a la vuelta?

—No tendré que temer más que a los ladrones.

—¿Y eso no es nada?

—¿Qué podrían robarme? No tengo un denario encima.

—Olvidáis ese bello pañuelo bordado, blasonado.

—¿Cuál?

—El que encontré a vuestros pies y que metí en vuestro bolsillo.

—¡Callaos, callaos, desgraciado! —exclamó la joven—. ¿Queréis perderme?

—Ya veis que todavía hay peligro para vos, puesto que una sola palabra os hace temblar y confesáis que si oyesen esa palabra estaríais perdida. ¡Ah, señora —exclamó D’Artagnan cogiéndole la mano y cubriéndola con una ardiente mirada—, sed más generosa, confiad en mí! No habéis leído todavía en mis ojos que no hay más que afecto y simpatía en mi corazón.

—Claro que sí —respondió la señora Bonacieux— y si me pedís mis secretos, os los diré; pero los de los demás, es otra cosa.

—Está bien —dijo D’Artagnan—, yo los descubriré; puesto que tales secretos pueden tener influencia sobre vuestra vida, es preciso que esos secretos se conviertan en los míos.

—Guardaos de ello —exclamó la joven con una serenidad que hizo temblar a D’Artagnan a su pesar—. ¡No os mezcléis en nada de lo que me atañe, no tratéis de ayudarme en lo que hago! Y esto os lo pido en nombre del interés que os inspiro, en nombre del servicio que me habéis hecho, y que no olvidaré en mi vida. Creed ante todo en lo que os digo. No os ocupéis más de mí, no existo más para vos, que sea como si no me hubierais visto jamás.

—¿Aramis debe hacer lo mismo que yo, señora? —dijo D’Artagnan picado.

—Es ya la segunda o tercera vez que pronunciáis ese nombre, señor, y sin embargo os he dicho que no lo conocía.

—¿No conocéis al hombre a cuyo postigo vais a llamar? Vamos, señora, ¿no me creéis demasiado crédulo?

—Confesad que habéis inventado esa historia para hacerme hablar, y que vos mismo habéis creado ese personaje.

—Yo no he inventado nada, señora, no creo nada, digo la exacta verdad.

—¿Y decís que uno de vuestros amigos vive en esa casa?

—Lo digo y lo repito por tercera vez, en esa casa es donde vive mi amigo, y ese amigo es Aramis.

—Todo esto se aclarará más tarde —murmuró la joven—; ahora, señor, callaos.

—Si pudierais ver mi corazón completamente al descubierto —dijo D’Artagnan—, leeríais en él tanta curiosidad que tendríais piedad de mí, y tanto amor que al instante satisfaríais incluso mi curiosidad. No tenéis nada que temer de quienes os aman.

—Habláis muy deprisa de amor, señor —dijo la mujer moviendo la cabeza.

—Es que el amor me ha venido deprisa y por primera vez, y aún no tengo veinte años.

La joven lo miró a hurtadillas.

—Escuchad, estoy tras su rastro —dijo D’Artagnan—. Hace tres meses estuve a punto de tener un duelo con Aramis por un pañuelo semejante al que habéis mostrado a aquella mujer que estaba en su casa, por un pañuelo marcado de la misma manera, estoy seguro.

—Señor —dijo la joven—, me cansáis, os lo juro, con esas preguntas.

—Pero vos, señora, tan prudente, pensad en ello; si fuerais arrestada con ese pañuelo, y si ese pañuelo fuera cogido, ¿no os comprometeríais?

—¿Y por qué? ¿Las iniciales no son las mías: C. B., Constance Bonacieux?

—O Camille de Bois-Tracy.

—Silencio, señor, una vez más, ¡silencio! ¡Ah! Puesto que los peligros que corro no os detienen, pensad en los que podéis correr vos.

—¿Yo?

—Sí, vos. Corréis peligro en la cárcel, corréis peligro de muerte por el hecho de conocerme.

—Entonces no os dejo.

—Señor —dijo la joven suplicando y juntando las manos—, señor, en el nombre del cielo, en el nombre del honor de un militar, en el nombre de la cortesía de un gentilhombre, alejaos; ved, suenan las doce, es la hora en que me esperan.

—Señora —dijo el joven inclinándose—, no sé negar nada a quien me lo pide así; contentaos, ya me alejo.

—Pero ¿no me seguiréis, no me espiaréis?

—Regreso a mi casa ahora mismo.

—¡Ah, ya sabía yo que erais un buen joven! —exclamó la señora Bonacieux tendiéndole una mano y poniendo la otra en la aldaba de una pequeña puerta casi perdida en el muro.

D’Artagnan tomó la mano que se le tendía y la besó ardientemente.

—¡Ay, preferiría no haberos visto jamás! —exclamó D’Artagnan con aquella brutalidad ingenua que las mujeres prefieren con frecuencia a las afectaciones de la cortesía, porque descubre el fondo del pensamiento y prueba que el sentimiento domina sobre la razón.

—¡Pues bien! —prosiguió la señora Bonacieux con una voz casi acariciadora y estrechando la mano de D’Artagnan, que no había abandonado la suya—. ¡Pues bien! Yo no diré tanto como vos: lo que está perdido para hoy no está perdido para el futuro. ¿Quién sabe si cuando yo esté libre un día no satisfaré vuestra curiosidad?

—¿Y hacéis la misma promesa a mi amor? —exclamó D’Artagnan en el colmo de la alegría.

—¡Oh! Por ese lado, no quiero comprometerme, eso dependerá de los sentimientos que vos sepáis inspirarme.

—Así, hoy, señora…

—Hoy, señor, no estoy segura más que del agradecimiento.

—¡Ah! Sois muy encantadora —dijo D’Artagnan con tristeza—, y abusáis de mi amor.

—No, yo use de vuestra generosidad, eso es todo. Pero, creedlo, con ciertas personas todo se recobra.

—¡Oh, me hacéis el más feliz de los hombres! No olvidéis esta noche, no olvidéis esta promesa.

—Estad tranquilo, en tiempo y lugar me acordaré de todo. ¡Y bien, partid pues, partid, en nombre del cielo! Me esperaban a las doce en punto, y voy retrasada.

—Cinco minutos.

—Sí; pero en ciertas circunstancias cinco minutos son cinco siglos.

—Cuando se ama.

—¿Y quién os dice que no tengo un asunto amoroso?

—¿Es un hombre el que os espera? —exclamó D’Artagnan—. ¡Un hombre!

—Vamos, que la discusión vuelve a empezar —dijo la señora Bonacieux con media sonrisa que no estaba exenta de cierto tinte de impaciencia.

—No, no, me voy; creo en vos, quiero tener todo el mérito de mi afecto, aunque ese afecto sea una estupidez. ¡Adiós, señora, adiós!

Y como si no se sintiera con fuerza para separarse de la mano que sostenía más que mediante una sacudida, se alejó corriendo, mientras la señora Bonacieux llamaba, como en el postigo, con tres golpes lentos y regulares; luego, llegado al ángulo de la calle, él se volvió: la puerta se había abierto y vuelto a cerrar, la bonita mercera había desaparecido.

D’Artagnan prosiguió su camino, había dado su palabra de no espiar a la señora Bonacieux, y aunque la vida de ella dependiera del lugar adonde había ido a reunirse, o de la persona que debía acompañarla, D’Artagnan habría vuelto a su casa, puesto que había dicho que volvía. Cinco minutos después estaba en la calle des Fossoyeurs.

—Pobre Athos —decía—, no sabrá lo que esto quiere decir. Se habrá dormido mientras me esperaba, o habrá regresado a su casa, y al volver se habrá enterado de que había ido allí una mujer. ¡Una mujer en casa de Athos! Después de todo —continuó D’Artagnan—, también había una en casa de Aramis. Todo esto es muy extraño y me intriga mucho saber cómo va a terminar.

—Mal, señor, mal —respondió una voz que el joven reconoció como la de Planchet; porque monologando en voz alta, a la manera de las personas muy preocupadas, se había adentrado por el camino al fondo del cual estaba la escalera que conducía a su habitación.

—¿Cómo mal? ¿Qué quieres decir, imbécil? —preguntó D’Artagnan—. ¿Qué ha pasado?

—Toda clase de desgracias.

—¿Cuáles?

—En primer lugar, el señor Athos está arrestado.

—¡Arrestado! ¡Athos! ¡Arrestado! ¿Por qué?

—Lo encontraron en vuestra casa; lo tomaron por vos.

—¿Y quién lo ha arrestado?

—La guardia que fueron a buscar los hombres negros que vos pusisteis en fuga.

—¡Por qué no ha dicho su nombre! ¿Por qué no ha dicho que no tenía nada que ver con este asunto?

—Se ha guardado mucho de hacerlo, señor; al contrario, se ha acercado a mí y me ha dicho: «Es tu amo el que necesita su libertad en este momento, y no yo, porque él sabe todo y yo no sé nada. Le creerán arrestado, y esto le dará tiempo; dentro de tres días diré quién soy, y entonces tendrán que dejarme salir».

—¡Bravo, Athos! Noble corazón —murmuró D’Artagnan—, en eso le reconozco. ¿Y qué han hecho los esbirros?

—Cuatro se lo han llevado no sé adónde, a la Bastilla o al Fort-l’Evêque
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; dos se han quedado con los hombres negros, que han registrado por todas partes y que han cogido todos los papeles. Por fin, los dos últimos, durante esta comisión, montaban guardia en la puerta; luego, cuando todo ha acabado, se han marchado dejando la casa vacía y completamente abierta.

—¿Y Porthos y Aramis?

—Yo no los encontré, no han venido.

—Pero pueden venir de un momento a otro, porque tú les dejaste el recado de que los esperaba.

—Sí, señor.

—Bueno, no te muevas de aquí; si vienen, avísales de lo que me ha pasado, que me esperen en la taberna de la Pomme du Pin; aquí habría peligro, la casa puede ser espiada. Corro a casa del señor de Tréville para anunciarle todo esto, y me reúno con ellos.

—Está bien, señor —dijo Planchet.

—Pero tú te quedas, tú no tengas miedo —dijo D’Artagnan volviendo sobre sus pasos para recomendar valor a su lacayo.

—Estad tranquilo, señor —dijo Planchet—; no me conocéis todavía: soy valiente cuando me pongo a ello; la cosa consiste en ponerme; además, soy picardo.

—Entonces, de acuerdo —dijo D’Artagnan—; te haces matar antes que abandonar tu puesto.

—Sí, señor, y no hay nada que no haga para probar al señor que le soy adicto.

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