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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (61 page)

—El vino que preferís.

—Sin duda, cuando no tengo ni champagne ni chambertin.

—Bueno, a falta de champagne y de chambertin os contentaréis con éste.

—O sea que, sibaritas como somos, hemos hecho venir vino de Anjou —dijo Porthos.

—Pues claro, es el vino que me han enviado de parte vuestra.

—¿De nuestra parte? —dijeron los tres mosqueteros.

—Aramis, ¿sois vos quién habéis enviado vino? —dijo Athos.

—No, ¿y vos, Porthos?

—No, ¿y vos Athos?

—No.

—Si no es vuestro —dijo D’Artagnan—, es de vuestro hostelero.

—¿Nuestro hostelero?

—Pues claro, vuestro hostelero, Godeau, hostelero de los mosqueteros.

—A fe nuestra que, venga de donde quiera, no importa —dijo Porthos—; probémoslo, y si es bueno, bebámoslo.

—No —dijo Athos—, no bebamos el vino que tiene una fuente desconocida.

—Tenéis razón, Athos —dijo D’Artagnan—. ¿Ninguno de vosotros ha encargado al hostelero enviarme vino?

—¡No! Y sin embargo, ¿os lo ha enviado de nuestra parte?

—Aquí está la carta —dijo D’Artagnan.

Y presentó el billete a sus camaradas.

—¡Esta no es su escritura! —exclamó Athos—. La conozco porque fui yo quien antes de partir saldó las cuentas de la comunidad.

—Carta falsa —dijo Porthos—; nosotros no hemos sido acuartelados.

—D’Artagnan —preguntó Aramis en tono de reproche—, ¿cómo habéis podido creer que habíamos organizado un alboroto?…

D’Artagnan palideció y un estremecimiento convulsivo agitó sus miembros.

—Me asustas —dijo Athos, que no le tuteaba sino en las grandes ocasiones—. ¿Qué ha pasado entonces?

—¡Corramos, corramos, amigos míos! —exclamó D’Artagnan—. Una terrible sospecha cruza mi mente. ¿Será otra vez una venganza de esa mujer?

Fue Athos el que ahora palideció.

D’Artagnan se precipitó hacia la cantina. Los tres mosqueteros y los dos guardias lo siguieron.

Los primero que sorprendió la vista de D’Artagnan al entrar en el comedor fue Brisemont tendido en el suelo y retorciéndose en medio de atroces convulsiones.

Planchet y Fourreau, pálidos como muertos trataban de ayudarlo; pero era evidente que cualquier ayuda resultaba inútil: todos los rasgos del moribundo estaban crispados por la agonía.

—¡Ay! —exclamó al ver a D’Artagnan—. ¡Ay, es horrible, fingís perdonarme y me envenenáis!

—¡Yo! —exclamó D’Artagnan—. ¿Yo, desgraciado? Pero ¿qué dices?

—Digo que sois vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho que lo beba, digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es horroroso..

—No creáis eso, Brisemont —dijo D’Artagnan—, no creáis nada de eso; os lo juro, os aseguro que…

—¡Oh, pero Dios está aquí, Dios os castigará! ¡Dios mío! Que sufra un día lo que yo sufro.

—Por el Evangelio —exclamó D’Artagnan precipitándose hacia el moribundo—, os juro que ignoraba que ese vino estuviese envenenado y que yo iba a beber como vos.

—No os creo —dijo el soldado.

Y expiró en medio de un aumento de torturas.

—¡Horroroso! ¡Horroroso! —murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor.

—¡Oh, amigos míos! —dijo D’Artagnan—. Venís una vez más a salvarme la vida, no sólo a mí, sino a estos señores. Señores —continuó dirigiéndose a los guardias—, os ruego silencio sobre toda esta aventura; grandes personajes podrían estar pringados en lo que habéis visto, y el perjuicio de todo esto recaería sobre nosotros.

—¡Ay, señor! —balbuceaba Planchet, más muerto que vivo—. ¡Ay, señor, me he librado de una buena!

—¡Cómo, bribón! —exclamó D’Artagnan—. ¿Ibas entonces a beber mi vino?

—A la salud del rey, señor, iba a beber un pobre vaso si Fourreau no me hubiera dicho que me llamaban.

¡Ay! —dijo Fourreau, cuyos dientes rechinaban de terror—. Yo quería alejarlo para beber completamente solo.

—Señores —dijo D’Artagnan dirigiéndose a los guardias—, comprenderéis que un festín semejante sólo sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir; por eso, recibid mis excusas y dejemos la partida para otro día, por favor.

Los dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D’Artagnan y, comprendiendo que los cuatro amigos deseaban estar solos, se retiraron.

Cuando el joven guardia y los tres mosqueteros estuvieron sin testigos, se miraron de una forma que quería decir que todos comprendían la gravedad de la situación.

—En primer lugar —dijo Athos—, salgamos de esta sala; no hay peor compañía que un muerto de muerte violenta.

—Planchet —dijo D’Artagnan—, os encomiendo el cadáver de este pobre diablo. Que lo entierren en tierra santa. Cierto que había cometido un crimen, pero estaba arrepentido.

Y los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el cuidado de rendir los honores mortuorios a Brisemont.

El hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasados por agua y agua que el mismo Athos fue a sacar de la fuente. En pocas palabras Porthos y Aramis fueron puestos al corriente de la situación.

—¡Y bien! —dijo D’Artagnan a Athos—. Ya lo veis, querido amigo, es una guerra a muerte.

Athos movió la cabeza.

—Sí, sí —dijo—, ya lo veo, pero ¿creéis que sea ella?

—Estoy seguro.

—Sin embargo os confieso que todavía dudo.

—¿Y esa flor de lis en el hombro?

—Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido marcada a raíz de su crimen.

—Athos, es vuestra mujer, os lo digo yo —repitió D’Artagnan—. ¿No recordáis cómo coinciden las dos marcas?

—Sin embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la colgué muy bien.

Fue D’Artagnan quien esta vez movió la cabeza.

—En fin ¿qué hacemos? —dijo el joven.

—Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la cabeza —dijo Athos—, y que hay que salir de esta situación.

—Pero ¿cómo?

—Escuchad, tratad de encontraros con ella y de tener una explicación; decidle: ¡La paz o la guerra! Palabra de gentilhombre de que nunca diré nada de vos, de que jamás haré nada contra vos; por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí; si no, voy en busca del canciller, voy en busca del rey, voy en busca del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentilhombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un perro rabioso.

—No está mal ese sistema —dijo D’Artagnan—, pero ¿cómo encontrarme con ella?

—El tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala del hombre; cuanto más empeñado está uno, más se gana si se sabe esperar.

—Sí, pero esperar rodeado de asesinos y de envenenadores…

—¡Bah! —dijo Athos—. Dios nos ha guardado hasta ahora, Dios nos seguirá guardando.

—Sí, a nosotros sí; además, nosotros somos hombres y, considerándolo bien, es nuestro deber arriesgar nuestra vida; pero ¡ella!… —añadió a media voz.

—¿Quién ella? —preguntó Athos.

—Constance.

—La señora Bonacieux. ¡Ah! Es justo eso —dijo Athos—. ¡Pobre amigo! Olvidaba que estabais enamorado.

—Pues bien —dijo Aramis—. ¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado encima del miserable muerto, que estaba en un convento? Se está muy bien en un convento, y tan pronto acabe el sitio de La Rochelle, os prometo que por lo que a mí se refiere.

—¡Bueno! —dijo Athos—. ¡Bueno! Sí, mi querido Aramis, ya sabemos que vuestros deseos tienden a la religión.

—Sólo soy mosquetero por ínterin —dijo humildemente Aramis:

—Parece que hace mucho tiempo que no ha recibido nuevas de su amante —dijo en voz baja Athos—; mas no prestéis atención, ya conocemos eso.

—Bien —dijo Porthos—, me parece que hay un medio muy simple.

—¿Cuál? —preguntó D’Artagnan.

—¿Decís que está en un convento? —prosiguió Porthos.

—Sí.

—Pues bien, tan pronto como termine el asedio, la raptamos del ese convento.

—Pero habría que saber en qué convento está.

—Claro —dijo Porthos.

—Pero, pensando en ello —dijo Athos—, ¿no pretendéis querido D’Artagnan que ha sido la reina quien le ha escogido el convento?

—Sí, eso creo por lo menos.

—Pues bien, Porthos nos ayudará en eso.

—¿Y cómo?

—Pues por medio de vuestra marquesa, vuestra duquesa, vuestra princesa; debe tener largo el brazo.

—¡Chis! —dijo Porthos poniendo un dedo sobre sus labios—. La creo cardenalista y no debe saber nada.

—Entonces —dijo Aramis—, yo me encargo de conseguir noticia.

—¿Vos, Aramis? —exclamaron los tres amigos—. ¿Vos? ¿Y cómo?

—Por medio del limosnero de la reina, del que soy muy amigo —dijo Aramis ruborizándose.

Y con esta seguridad, los cuatro amigos, que habían acabado modesta comida, se separaron con la promesa de volverse a ver aquella misma noche; D’Artagnan volvió a los Mínimos, y los tres mosqueteros alcanzaron el acuartelamiento del rey, donde tenían que hacer preparar su alojamiento.

Capítulo XLIII
El albergue del Colombier-Rouge

A
penas llegado al campamento, el rey, que tenía tanta prisa por encontrarse frente al enemigo y que, con mejor derecho que el cardenal, compartía su odio contra Buckingham, quiso hacer todos los preparativos, primero para expulsar a los ingleses de la isla de Ré, luego para apresurar el asedio de La Rochelle; pero, a pesar suyo, se demoró por las disensiones que estallaron entre los señores de Bassompierre y Schomberg contra el duque de Angulema.

Los señores de Bassompiere y Schomberg eran mariscales de Francia y reclamaban su derecho a mandar el ejército bajo las órdenes del rey; pero el cardenal, que temía que Bassompierre, hugonote en el fondo del corazón, acosase débilmente a ingleses y rochelleses, sus hermanos de religión, apoyaba por el contrario al duque de Angulema, a quien el rey, a instigación suya, había nombrado teniente general. De ello resultó que, so pena de ver a los señores de Bassompierre y Schomberg abandonar el ejército, se vieron obligados a dar a cada uno un mando particular; Bassompierre tomó sus acuartelamientos al norte de la ciudad desde La Leu hasta Dompierre; el duque de Angulema al este, desde Dompierre hasta Périgny; y el señor de Schomberg al mediodía, desde Périgny hasta Angoutin.

El alojamiento de Monsieur estaba en Dompierre.

El alojamiento del rey estaba tanto en Etré como en La Jarrie.

Finalmente, el alojamiento del cardenal estaba en las dunas, en el puente de La Pierre en una simple casa sin ningún atrincheramiento.

De esta forma, Monsieur vigilaba a Bassompierre; el rey, al duque de Angulema, y el cardenal, al señor de Schomberg.

Una vez establecida esta organización, se ocuparon de echar a los ingleses de la isla.

La coyuntura era favorable: los ingleses, que ante todo necesitan buenos víveres para ser buenos soldados, al no comer más que carnes saladas y mal pan, tenían muchos enfermos en su campamento; además el mar, muy malo en aquella época del año en todas las costas del Océano, estropeaba todos los días algún pequeño navío; y con cada marea la playa, desde la punta del Aiguillon hasta la trinchera, se cubría literalmente de restos de pinazas, de troncos de roble y de falúas; de lo cual resultaba que, aunque las gentes del rey se mantuviesen en su campamento, era evidente que un día a otro Buckingham, que sólo permanecía en la isla de Ré por obstinación, se vería obligado a levantar el sitio.

Pero como el señor de Toiras hizo decir que en el campamento enemigo se preparaba todo para un nuevo asalto, el rey juzgó que había que terminar y dio las órdenes necesarias para un ataque decisivo.

No siendo nuestra intención hacer un diario de asedio, sino por el contrario contar sólo los sucesos que tienen que ver con la historia que contamos, nos contentaremos con decir en dos palabras que la empresa tuvo éxito para gran asombro del rey y a la mayor gloria del señor cardenal. Los ingleses, rechazados paso a paso, batidos en todos los encuentros, aplastados al pasar por la isla de Loix, se vieron obligados a embarcar de nuevo, dejando en el campo de batalla dos mil hombres, entre ellos cinco coroneles, tres tenientes coroneles, doscientos cincuenta capitanes y veinte gentileshombres de calidad, cuatro piezas de cañón y sesenta banderas, que fueron llevadas a París por Claude de Saint-Simon y colgadas con gran pompa en las bóvedas de Notre-Dame.

Fueron cantados tedéum en el campamento, y de ahí se esparcieron por toda Francia.

El cardenal quedó, pues, dueño de proseguir el asedio sin tener, al menos momentáneamente, nada que temer de parte de los ingleses.

Pero como acabamos de decir, el reposo era solo momentáneo.

Un enviado del duque de Buckingham, llamado Montague
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, había sido capturado, y se le había encontrado la prueba de una liga entre el Imperio, España, Inglaterra y Lorena.

Aquella liga estaba dirigida contra Francia.

Además, en el alojamiento de Buckingham, que se había visto obligado a abandonar más precipitadamente de lo que habría creído, se habían encontrado papeles que confirmaban aquella liga y que, por lo que afirma el señor cardenal en sus Memorias, comprometían mucho a la señora de Chevreuse y por consiguiente a la reina.

Era sobre el cardenal sobre el que pesaba toda la responsabilidad, porque no se es ministro absoluto sin ser responsable; por eso todos los recursos de su vasto ingenio estaban tensos día y noche, y ocupados en escuchar el menor rumor que se alzara en uno de los grandes reinos de Europa.

El cardenal conocía la actividad y sobre todo el odio de Buckingham; si la liga que amenazaba a Francia triunfaba, toda su influencia estaba perdida; la política española y la política austríaca tenían sus representantes en el gabinete del Louvre, donde aún no tenían más que partidarios; él, Richelieu, el ministro francés, el ministro nacional por excelencia, estaba perdido. El rey, que pese a obedecerlo como un niño, lo odiaba como un niño odia a su maestro, lo abandonaba a las venganzas reunidas de Monsieur y de la reina; estaba por tanto perdido, y quizá Francia con él. Había que remediar todo aquello.

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