Los señores de la estepa (4 page)

El viejo que acompañaba a Yamun tenía delante una mesa baja, en la que se veían varias hojas de papel en perfecto orden, una piedra secante y un abultado sello de plata cuadrado. Koja juzgó que era el escriba.

—Bienvenido, lama Koja de los khazaris, a las tiendas de Yamun Khahan. El kan de los hoekuns, y emperador de todo el pueblo tuigano te invita a sentarte —dijo el kan, con el tono cansado de alguien aburrido con el protocolo.

Un sirviente surgió de las penumbras, con un almohadón para Koja, y lo colocó en el centro de la habitación, justo detrás del incensario. El sacerdote se arrodilló sobre el almohadón, y tocó el suelo con la frente en respuesta al saludo del gobernante.

—Si la yurta donde has dormido te resultó cómoda, te la regalo —añadió Yamun, que reprimió un bostezo.

Koja repitió la reverencia antes de pasar al discurso que había preparado para la ocasión.

—El kan me hace un gran honor. Sólo soy un enviado de mi príncipe. Enterado de que asistirías al consejo de Semfar, me ordenó que os trajera unos mensajes de su puño y letra. Los he traído conmigo —dijo Koja, al tiempo que sacaba dos paquetes de las mangas de su túnica. Eran dos grandes sobres azules, atados con un cordón de seda roja y cerrados con el sello de lacre del príncipe Ogandi. El lama dejó las cartas en la alfombra delante del kan.

El gobernante las señaló con un dedo, y el escriba recogió las cartas y se las ofreció con los brazos extendidos y la cabeza gacha. Yamun cogió los sobres y estudió los sellos, mientras el anciano volvía a su asiento. Tras comprobar que el lacre no había sido tocado, Yamun abrió el primer sobre, y desplegó la hoja con cuidado. Como no se sabía cuál era el idioma que podían comprender los tuiganos, la carta había sido escrita en la florida escritura de Semfar, y los ideogramas sombreados de Shou Lung. Yamun echó un vistazo a la página, y se la devolvió al escriba.

—Mi escriba se ocupará de leerla. No sé leer —le explicó el kan, con toda franqueza.

El viejo colocó la carta sobre su mesa.

—Koja, el lama —añadió Yamun, arqueando la espalda para desperezarse—, eres el enviado de los khazaris. Por lo tanto, he ordenado que redacten los documentos apropiados, en los que se indica tu condición y los honores que te mereces. Éstos evitarán que se te tome por un bandido o un espía. —La mirada de Yamun observó de arriba abajo al sacerdote—. Muestra los pases, y podrás ir a cualquier parte sin que nadie te moleste, excepto allí donde mi palabra dice que no puedes entrar. Nadie te la impedirá porque desafiar mis órdenes significa la muerte.

Yamun hizo un gesto al escribiente, que abandonó su mesa para entregar a Koja una
paitza
dorada —una pesada placa, de casi treinta centímetros de largo, atada con un cordón de seda rojo—. El lama cogió la placa, y estudió las inscripciones. La parte superior exhibía la cara de un tigre, el sello del kan. Debajo, aparecía el texto escrito en caracteres shous. Koja lo leyó en voz baja: «Por el poder del cielo eterno, y por el patronazgo de grandeza y magnificencia, aquel que no se somete a las órdenes de Yamun Khahan es culpable y morirá».

—Llévalo colgado del cuello, y no lo pierdas, porque te podrías ver en dificultades. —El lama sopesó la
paitza
, y decidió llevarla en alguna otra parte.

»Ahora, sacerdote, me despido de ti. Otros asuntos reclaman mi atención. Consideraré las palabras de tu príncipe y, a su debido tiempo, prepararé mi respuesta. —El kan dio por acabada la audiencia, y se volvió hacia el escriba, sin hacer caso a la presencia del sacerdote.

Koja hizo una última reverencia y se retiró. Después de la reunión de la noche anterior, la formalidad y la brevedad del encuentro le resultaban sorprendentes. Quizá, pensó, se le escapaba algún detalle de la hospitalidad tuigana.

El lama regresó a su yurta para trabajar en sus informes. Desde que había salido de Khazari, había intentado llevar un cuidadoso registro de su misión, escribiendo sus observaciones en cartas al príncipe Ogandi. Le había enviado unas cuantas desde Semfar, pero desde entonces no había vuelto a tener la oportunidad. Cogió las hojas escritas, y comenzó a escribir todo lo referente a su encuentro de la noche anterior y la audiencia de la mañana. No tardó en abstraerse en su tarea.

Estaba oscuro cuando Yamun llamó a Koja a su yurta. El kan ocupaba su estrado y el escriba su mesa; una mecha encendida en un cuenco de aceite le daba luz. Había unas cuantas lámparas encendidas que apenas si disipaban en parte la penumbra de la tienda. Koja fue invitado a entrar sin muchas ceremonias. No había nadie más.

—Siéntate, sacerdote —dijo Yamun, apeando el tratamiento. Koja se sentó en los almohadones colocados en el centro de la yurta—. No, aquí. —Yamun señaló a sus pies—. Tienes que revisar mi mano.

—Sí, Khahan —Koja buscó entre sus prendas la bolsa con los amuletos.

—Sacerdote, ¿beberás conmigo? —preguntó Yamun, mientras observaba a Koja rebuscar en el interior de la bolsa.

—Os agradezco vuestra graciosa invitación, Khahan. Beberé vino.

Yamun batió palmas con la precaución de no golpear el vendaje.

—Traed vino caliente y cumis para mí. Es una bebida muy superior al vino —comentó—. El cumis nos recuerda quiénes somos. Es nuestra sangre, pero —añadió, sonriente— es un gusto adquirido.

Entraron los criados, y sirvieron las bebidas en las tazas de plata. Mientras tanto, Koja retiró el vendaje de la mano del kan con mucho cuidado. La herida no presentaba signos de infección y la piel en los bordes tenía unas costras negras; no tardaría en cicatrizar.

—Tenéis que dejar la herida al aire —le recomendó Koja.

—De acuerdo. Ahora, para cumplir con los formalismos, léeme las palabras de tu príncipe —le solicitó Yamun y, metiendo la mano en un bolsillo de su túnica, sacó las cartas y se las arrojó a Koja. Después, inclinó un poco el cuerpo hacia adelante, atento a las palabras del lama.

El sacerdote abrió la primera carta, y forzó la mirada para descifrar las letras en la penumbra.

—«Al excelentísimo señor de las estepas, de parte del príncipe Ogandi, gobernante de Khazari, hijo de Tulwakan el Poderoso: ¡Desde tiempo ha, hemos escuchado hablar de vuestro pueblo y de su grandeza! ¡Extraordinario es su valor! Mucho nos complace tener a tan valiente vecino...».

—¿Qué dice? —Yamun lo interrumpió impaciente, repicando las yemas de sus dedos, unos contra otros.

—¿Mi señor?

—¿Qué es lo que dice el príncipe? Dímelo. No leas más. Explícamelo tú.

—Bueno... —Koja hizo una pausa, mientras acababa de echar una ojeada al resto de la carta—. El príncipe Ogandi ofrece su mano en señal de amistad, y espera que podáis mantener relaciones comerciales. Y, más adelante, os propone un tratado de amistad y defensa.

—¿Y la otra carta, qué dice?

Koja cogió la otra carta y le echó un rápido vistazo para poder resumir su contenido.

—Mi príncipe ha preparado un borrador del tratado para someterlo a vuestra consideración —explicó el lama—. Establece el reconocimiento de las fronteras en las tierras de los khazaris y los tuiganos. Dice: «Vuestros enemigos serán también los nuestros». —Esperó un momento para ver si el kan había comprendido sus palabras—. Es una promesa de ayuda mutua contra el enemigo.

—¿No amenaza con la guerra? —preguntó Yamun, severo.

—¡No, gran señor! —exclamó Koja, después de mirar la carta una vez más.

—¿Dice que enviará asesinos para matarme? —Yamun tocó los adornos colgados en las puntas de su bigote.

—¡De ninguna manera! —El lama se preguntó qué pretendía Yamun con su interrogatorio.

—Hummm... —Yamun se acarició el bigote—. Entonces, ¿por qué alguien me dice estas cosas? —reflexionó, en voz alta, con la mirada puesta en el escriba. El rostro del anciano palideció, y el sudor le cubrió la frente—. ¿Por qué alguien me cuenta mentiras?

—¡Yo no mentí, señor! ¡Sólo leí lo que decía! —balbuceó el viejo mientras apretaba la frente contra las alfombras. Con la voz ahogada, continuó con las súplicas—. Juro por el rayo, por el poder de Teylas, que sólo leí lo que estaba escrito. ¡Soy vuestro fiel escriba!

—Uno que me ha mentido y que pagará con su vida —afirmó Yamun con voz tonante, al tiempo que su mirada pasaba del lama al escriba. El sirviente, postrado de hinojos, comenzó a llorar. Koja volvió a mirar las cartas, asombrado por la extraña acusación. El kan estudió a los dos hombres con las manos entrelazadas ante su rostro, sumido en sus pensamientos.

De pronto, el kan se puso de pie, con tanta violencia que volcó el taburete, y se acercó a la puerta de la yurta.

—¡Capitán! —gritó a la oscuridad. El oficial apareció en el acto—. Llevaos a ese perro y ejecutadlo. ¡Ahora! —Yamun señaló al viejo con un dedo, y el hombre soltó un grito desesperado, mientras se aferraba a las alfombras.

Los patéticos gritos del escriba aumentaron de tono, cuando los guardias vestidos de negro se acercaron a él. Koja se apartó de los guerreros. En el rostro de Yamun había una expresión de furia y odio.

—¡Silencio, perro! —gritó el kan—. ¡Guardias, sacadlo de aquí!

Tres soldados sujetaron al escriba y lo sacaron en andas. Sus gritos ahogados se podían escuchar a través de las paredes de la yurta. Yamun esperó, impaciente. Los chillidos se hicieron más roncos y frenéticos, hasta que se escuchó un golpe sordo, y volvió el silencio. Yamun asintió satisfecho y regresó a su asiento.

Koja se dio cuenta de que temblaba; miró el suelo y practicó la meditación para recuperar la calma.

El capitán de la guardia abrió la puerta de la tienda. En su mano llevaba un bulto manchado de sangre; una sencilla bolsa de cuero. Entró en silencio y se arrodilló delante del kan.

—Vuestra orden ha sido cumplida —anunció el oficial, y desenvolvió el paquete. En su interior estaba la cabeza del escriba.

—Bien hecho, capitán. Llevaos su cuerpo y echadlo a los perros —dijo Yamun. Señaló la cabeza—. Ocúpate de clavarla en una lanza y ponerla donde todos puedan verla.

—Así se hará. —El capitán dirigió a Koja una mirada de curiosidad, y abandonó la tienda.

Yamun soltó un sonoro suspiro y, por unos instantes, contempló el suelo. Después, se volvió hacia Koja.

—Ahora, sacerdote, véndame la mano.

Con las manos todavía un poco temblorosas, Koja sacó sus hierbas y comenzó a trabajar.

2
Madre Bayalun

Yamun cruzó al trote los campamentos de sus soldados, montado en su pequeña yegua pía; a su lado, cabalgaba Chanar en un semental blanco. A sus espaldas se escuchaba el tintineo de los arreos y los cascos de los caballos de los cinco guardias —hombres uniformados de negro que pertenecían a la elite kashik— que les daban escolta.

Habían pasado varios días desde la audiencia con el sacerdote de Khazari, y Yamun todavía no había llegado a una decisión. Frunció el entrecejo mientras pensaba en el texto de las cartas del emisario. El príncipe de los khazaris quería un tratado entre sus dos naciones, y él no tenía muy claro hasta qué punto podía beneficiarlo; por lo tanto, antes de dar una respuesta, necesitaba saber más cosas de los khazaris: su número, sus fuerzas y sus debilidades. «El zorro pilla al conejo dormido», decía un refrán de su pueblo, y Yamun no se dejaría engañar por un trozo de papel.

El kan dejó de lado el tema, puso la yegua al paso, y contempló orgulloso el sinnúmero de tiendas y hogueras de sus tropas. Éste era su ejército. Él había organizado a los tribeños en
arbans
de diez hombres; después en
jaguns
de cien; a continuación, en
minghans
de mil, y finalmente en
tumens
, las grandes divisiones de diez mil hombres. Cada soldado tenía su rango y su lugar en el dispositivo planeado por Yamun. A sus órdenes, los hombres de la estepa habían dejado de ser partidas de bandoleros para convertirse en un ejército bien disciplinado y mejor preparado.

El kan dio un tirón a las riendas, y sofrenó a su yegua delante mismo de un pequeño grupo de soldados reunidos alrededor de su hoguera. Su comitiva se detuvo en el acto, y los diez soldados se pusieron de pie sin tardanza.

—¿Quién es el jefe de este
arban
? —preguntó Yamun, mientras repiqueteaba la fusta contra el muslo. El caballo se movió inquieto por la energía del kan.

Un hombre se acercó a la carrera y se postró delante de los cascos de la yegua. Como la temperatura era primaveral, el soldado vestía sólo sus pantalones de lana y una sucia chaqueta azul ribeteada de rojo, que se llamaba
kalat
. La gorra de piel cónica, decorada con borlas de pelo de cabra, identificaba al hombre como uno de los soldados rasos del
tumen
de Chanar.

Satisfecho con el comportamiento del soldado, el kan esperó a que se calmara la yegua.

—Levántate, hermano soldado —dijo Yamun para tranquilizar al soldado.

—Sí, gran señor —murmuró el hombre, y acató la orden, aunque sin mirar al kan. Yamun sabía, por las grandes y numerosas cicatrices en el rostro del hombre, que se trataba de un soldado veterano y muy valiente.

—No temas, guerrero —añadió Yamun con voz suave—. No vas a ser castigado. Sólo quiero formularte algunas preguntas. El comandante de tu
jagun
te ha recomendado por tu bravura y experiencia. ¿Cuál es el
ordu
de tu padre? —El kan espantó a las moscas de las crines de su yegua.

—Ilustre emperador de los tuiganos, mi padre nació en el clan de Jebe —respondió el soldado, con una reverencia.

—El
ordu
de Jebe tiene muchas tiendas, y me ha servido con lealtad en el pasado. ¿Cómo te llamas?

—Hulagu, kan —contestó el jinete, con otra inclinación.

—Muy bien, Hulagu. Déjate de reverencias y compórtate como un soldado. —El hombre se irguió, en obediencia a las palabras de su kan—. Jebe Kan tiene su
ordu
en el este, cerca de las montañas de Kataboro, ¿no es así?

—Sí, mi señor; en el verano, cuando abundan los pastos en aquella región.

—¿Sabes algo de los khazaris? Me han dicho que viven en aquellas montañas. —Yamun acarició el pescuezo del animal para mantenerlo calmado.

—Así es, Khahan. Algunas veces, nos llevamos sus ovejas y su ganado —contestó el soldado, orgulloso.

Yamun sonrió. Los asaltos y el abigeato eran antiguas y honrosas tradiciones entre los tuiganos. Como kan, apenas si podía evitar que los diferentes
ordus
se robaran los caballos entre ellos. Cualquier tuigano que robaba a otro era ejecutado en el acto, pero la ley no se aplicaba a los extranjeros. Yamun guardó la fusta en la caña de su bota.

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