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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

Los pazos de Ulloa (12 page)

—Ayer, en casa de la Lage, se han puesto en la mesa dos principios: croquetas y carne estofada. La ensalada fue de coliflor, y a los postres se sirvió carne de membrillo de las monjas.

Comprobada la exactitud de tales pormenores, resultaban rigurosamente ciertos.

Tan bien informado individuo consiguió encender más recelos en el ánimo del suspicaz señor de Ulloa, bastándole para ello unas cuantas palabritas, de ésas que tomadas al pie de la letra no llevan malicia alguna, pero vistas al trasluz pueden significarlo todo… Encomiando el salero de Rita, y la hermosura de Rita, y la buena conformación anatómica del cuerpo de Rita, añadió como al descuido:

—Es una muchacha de primer orden… Y aquí difícilmente le saldría novio. Las chicas por el estilo de Rita siempre encuentran su media naranja en un forastero.

- XI -

Hacía un mes que don Manuel Pardo se preguntaba a sí mismo: «¿Cuándo se determinará el rapaz a pedirme a Rita?».

Que se la pediría, no lo dudó un momento. La situación del marqués en aquella casa era tácitamente la del novio aceptado. Los amigos de la familia de la Lage se permitían alusiones desembozadas a la próxima boda; los criados, en la cocina, calculaban ya a cuánto ascendería la propineja nupcial. Al recogerse, sus hermanas daban matraca a Rita. A todas horas reían fraternalmente con el primo y una ráfaga de alegría juvenil trocaba la vetusta casa en alborotada pajarera.

Descabezaba una tarde la siesta el marqués, cuando llamaron a la puerta con grandes palmadas. Abrió: era Rita, en chambra, con un pañuelo de seda atado a lo curro, luciendo su hermosa garganta descubierta. Blandía en la diestra un plumero enorme, y parecía una guapísima criada de servir, semejanza que lejos de repeler al marqués, le hizo hervir la sangre con mayor ímpetu. Sofocada y risueña la muchacha echaba lumbres por ojos, boca y mejillas.

—¿Perucho? ¿Peruchón?

—¿Ritiña, Ritona?—contestó don Pedro devorándola con el mirar.

—Dicen las chicas que vengas… Estamos muy enfaenadas arreglando el desván, donde hay todos los trastos del tiempo del abuelo. Parece que se encuentran allí cosas fenomenales.

—Y yo ¿para qué os sirvo? Supongo que no me mandaréis barrer.

—Todo será que se nos antoje. Ven, holgazán, dormilón, marmota.

Conducía al desván empinadísima escalera, y no era el sitio muy oscuro, pues recibía luz de tres grandes claraboyas, pero sí bastante bajo; don Pedro no podía estar allí de pie, y las chicas, al menor descuido, se pegaban coscorrones en la cabeza contra la armazón del techo. Guardábanse en el desván mil cachivaches arrumbados que habían servido en otro tiempo a la pompa, aparato y esplendor de los Pardos de la Lage, y hoy tenían por compañeros al polvo y la polilla; por esperanza, la visita de muchachas bulliciosas, que de vez en cuando lo exploraban, a fin de desenterrar alguna presea de antaño, que reformaban según la moda actual. Con las antiguallas que allí se pudrían, pudiera escribirse la historia de las costumbres y ocupaciones de la nobleza gallega, desde un par de siglos acá. Restos de sillas de manos pintadas y doradas; farolillos con que los pajes alumbraban a sus señoras al regresar de las tertulias, cuando no se conocía en Santiago el alumbrado público; un uniforme de maestrante de Ronda; escofietas y ridículos, bordados de abalorio; chupas recamadas de flores vistosas; medias caladas de seda, rancias ya; faldas adornadas con caireles; espadines de acero tomados de orín; anuncios de funciones de teatro impresos en seda, rezando que la
dama de música
había de cantar una chistosa tonadilla, y el gracioso representar una divertida
pitipieza
; todo andaba por allí revuelto con otros chirimbolos análogos, que trascendían a casacón desde mil leguas, y entre los cuales distinguíanse, como prendas más simbólicas y elocuentes, los trebejos masónicos: medalla, triángulo, mallete, escuadra y mandil, despojos de un abuelo afrancesado y grado 33…, y una lindísima chaqueta de grana, con las insignias de coronel bordadas en plata por bocamangas y cuello, herencia de la abuela de don Manuel Pardo, que según costumbre de su época, autorizada por el ejemplo de la reina María Luisa, usaba el uniforme de su marido para montar diestramente a horcajadas.

—A buena parte me trajisteis—decía don Pedro, ahogado entre el polvo y contrariadísimo por no poder moverse del asiento.

—Aquí te queremos—le replicaban Rita y Manolita, palmoteando triunfantes—, porque aunque te empeñes, no hay medio de correr tras de nosotras, ni de hacernos barrabasadas. Llegó la nuestra. Te vamos a vestir con espadín y chupa. Ya verás.

—Buena gana tengo de ponerme de máscara.

—Un minuto solamente. Para ver qué facha haces.

—Os digo que no me visto de mamarracho.

—¿Cómo que no? Se nos ha puesto a nosotras en el moño.

—Mirad que os pesará. La que se me acerque ha de arrepentirse.

—¿Y qué nos harás, fantasmón?

—Eso no se dice hasta que se vea.

La misteriosa amenaza pareció infundir temor en las primas, que se limitaron por entonces a inofensivas travesuras, a algún plumerazo más o menos. Adelantaba la limpieza del desván: Manolita, con sus brazos nervudos, manejaba los trastos; Rita los clasificaba; Nucha los sacudía y doblaba esmeradamente; Carmen tomaba poca parte en el trajín, y menos aún en la jarana: dos o tres veces se eclipsó, para asomarse a la galería sin duda. Las demás le soltaron indirectas.

—¿Qué tal está el día, Carmucha? ¿Llueve o hace sol?

—¿Pasa mucha gente por la calle? Contesta, mujer.

—Ésa siempre está pensando en las musarañas.

A medida que las prendas iban quedando limpias de polvo, las chicas se las probaban. A Manolita le sentaba a maravilla el uniforme de coronel, por su tipo hombruno. Rita era un encanto con la dulleta de seda verdegay de la abuela. Carmen sólo consintió en dejarse poner un estrafalario adorno, un penacho triple, que allá cuando se estrenó se llamaba
Las tres potencias
. Tocóle a Nucha la probatura de las mantillas de blonda. A todo esto la tarde caía, y en el telarañoso recinto del desván se veía muy poco. La penumbra era favorable a los planes de las muchachas; aprovechando la ocasión propicia, acercáronse disimuladamente las dos mayores a don Pedro, y mientras Rita le plantaba en la cabeza un sombrero de tres picos, Manolita le echaba por los hombros una chupa color tórtola, con guirnaldas de flores azules y amarillas.

Fue de confusión el momento que siguió a esta diablura sosa. Don Pedro, medio a gatas porque de otro modo no se lo consentía la poca altura del desván, perseguía a sus primas, resuelto a tomar memorable venganza; y ellas, exhalando chillidos ratoniles, tropezando con los muebles y cachivaches esparcidos aquí y acullá, procuraban buscar la puertecilla angosta, para evitar represalias. Mientras Rita se atrincheraba tras los restos de una silla de manos y una desvencijada cómoda, huyeron dos chicas, las menos valientes; y habiendo tenido Manolita la buena ocurrencia de cegar momentáneamente a su primo arrojándole a la cabeza un chal, pudo evadirse también Rita, jefe nato del motín. Desenredarse del chal haciéndolo jirones, y lanzarse a la puerta y a la escalera en seguimiento de la fugitiva, fueron acciones simultáneas en don Pedro.

Saltó impetuosamente los peldaños, precipitándose en el corredor a tientas, guiado por su instinto de perseguidor de alimañas ágiles, que oye delante de sí el apresurado trotecillo de la hermosa res. En una revuelta del pasillo le dio alcance. La defensa fue blanda, entrecortada de risas. Don Pedro, determinado a infligir el castigo ofrecido, lo aplicó en efecto cerca de una oreja, largo y sonoro. Parecióle que la víctima no se resistía entonces; mas debía ser errónea tan maliciosa suposición, porque Rita aprovechó un segundo de suspensión de hostilidades para huir nuevamente, gritando:

—¿A que no me coges otra vez, cobarde?

Engolosinado, olvidando el peligro del juego, el marqués echó detrás de la prima, que se había desvanecido ya en las negruras del pasadizo. Éste, irregular y tortuoso, serpeaba alrededor de parte de la casa, quebrándose en inesperados codos, y a veces estrechándose como longaniza mal rellena. Rita llevaba ventaja en sus familiares angosturas. Oyó el marqués chirriar puertas, indicio de que la chica se había acogido al sagrado de alguna habitación. No estaba don Pedro para respetar sagrados. Empujó la puerta tras la cual juzgaba parapetada a Rita. La puerta resistía como si tuviese algún obstáculo delante; mas los puños de don Pedro dieron cuenta fácilmente de la endeble trinchera de un par de sillas, que vinieron al suelo con estrépito. Penetró en un cuarto completamente oscuro, y por instinto alargó las manos a fin de no tropezar con los muebles; advirtió que algo rebullía en las tinieblas; tanteó el aire y palpó un bulto de mujer, que aprisionó en sus brazos sin decir palabra, con ánimo de repetir el castigo. ¡Oh sorpresa! La resistencia más tenaz y briosa, la protesta más desesperada, unas manitas de acero que no podía cautivar, un cuerpo nervioso que se sacudía rehuyendo toda presión, y al mismo tiempo varias exclamaciones de profunda y verdadera congoja, dos o tres gritos ahogados que demandaban socorro… ¡Diantre! Aquello no se parecía a lo otro, no… Por ciego y exaltado que estuviese el marqués, hubo de comprender… Sintió una confusión insólita en él, y soltó a la chica.

—Nuchiña, no llores… Calla, mujer… Ya te dejo; no te hago nada… Aguarda un instante.

Registró precipitadamente sus bolsillos, rascó un fósforo, miró alrededor, encendió una vela puesta en un candelabro… Nucha, viéndose libre, callaba; pero se mantenía a la defensiva. Volvió el marqués a disculparse y a consolarla.

—Nucha, no seas chiquilla… Perdona, mujer… Dispensa, no creía que eras tú.

Conteniendo un sollozo, exclamó Nucha:

—Fuese quien fuese… Con las señoritas no se hacen estas brutalidades.

—Hija mía, tu señora hermanita me buscó…, y el que me busca, que no se queje si me encuentra… Ea, no haya más, no estés así disgustada. ¿Qué va a decir de mí el tío? Pero ¿aún lloras, mujer? Cuidado que eres sensible de veras. A ver, a ver esa cara.

Alzó el candelabro para alumbrar el rostro de Nucha. Estaba ésta encendida, demudada, y por sus mejillas corría despacio una lágrima; pero al darle la luz en los ojos, no pudo menos de sonreír ligeramente y secar el llanto con su pañuelo.

—¡Hija! ¡Cualquiera se te atreve! ¡Eres una fierecita! ¡Y hasta fuerza en los puños descubres en esos momentos! ¡Diantre!

—Vete—ordenó Nucha recobrando su seriedad—. Ésta es mi habitación, y no me parece decente que te estés metido en ella.

Dio el marqués dos pasos para salir; y volviéndose de pronto, preguntó:

—¿Quedamos amigos? ¿Se hacen las paces?

—Sí, con tal que no vuelvas a las andadas—respondió con sencillez y firmeza Nucha.

—¿Qué me harás si vuelvo?—interrogó risueño el hidalgo campesino—. Capaz eres de dejarme en el sitio de una manotada, chica.

—No por cierto… No tengo yo fuerzas para tanto. Haré otra cosa.

—¿Cuál?

—Decírselo a papá, muy clarito, para que se fije en lo que de seguro no se le habrá pasado por la cabeza: que no parece natural vivir tú aquí no siendo nuestro hermano y siendo nosotras muchachas solteras. Ya sé que es un atrevimiento meterme a enmendarle la plana a papá; pero él no ha reparado en esto, ni te cree capaz de gracias como las de hoy. En cuanto note algo, se le ha de ocurrir sin que yo se lo sople al oído, pues no soy quién para aconsejar a mi padre.

—¡Caramba! Lo dices de un modo… ¡cómo si fuese cuestión de vida o muerte!

—Pues así.

Marchóse con estas despachaderas el marqués, y a la hora de la cena estuvo taciturno y metido en sí, haciendo caso omiso de las zalamerías de Rita. Nucha, aunque un poco alterada la fisonomía, se mostró como siempre, afable, tranquila y atenta al buen servicio y orden de la mesa. Aquella noche el marqués no dejó dormir a Julián, entreteniéndole hasta las altas horas con larga y tendida plática. Los días siguientes fueron de tregua; don Pedro salía bastante, y se le veía mucho en el Casino, junto a la tribuna de los maldicientes. No perdía allí el tiempo. Informábase de particularidades que le importaban, por ejemplo, el verdadero estado de fortuna de su tío. En Santiago se decía lo que él sospechaba ya: don Manuel Pardo mejoraba en tercio y quinto a su primogénito Gabriel, que entre la mejora, su legítima y el vínculo, vendría a arramblar con casi toda la casa de la Lage. No restaba más esperanza a las primitas que la herencia de una tía soltera, doña Marcelina, madrina de Nucha por más señas, que residía en Orense, atesorando sórdidamente y viviendo como una rata en su agujero. Estas nuevas dieron en qué pensar a don Pedro, que desveló a Julián algunas noches más. Al cabo adoptó una resolución definitiva.

Estremecióse de placer don Manuel Pardo viendo al sobrino entrar en su despacho una mañana, con la expresión indefinible que se nota en el rostro y continente de quien viene a tratar algo de importancia. Había oído don Manuel que donde hay varias hermanas, lo difícil es deshacerse de la primera, y después las otras se desprenden de suyo, como las cuentas de una sarta tras la más próxima al cabo del hilo. Colocada Rita, lo demás era tortas y pan pintado. Con Manolita cargaría por último el finchado señorito de la Formoseda; a Carmen se le quitarían de la cabeza ciertas locuras y siendo tan linda no le faltaría buen acomodo; y Nucha… Lo que es Nucha no le hacía a él peso en casa, pues la gobernaba a las mil maravillas; además, a fuer de heredera presunta de su madrina, no necesitaba ampararse casándose. Si no hallaba marido, viviría con Gabriel cuando éste, acabada la carrera, se estableciese según conviene al mayorazgo de la Lage. Con tan gratos pensamientos, don Manuel abrió los oídos para mejor recibir el rocío de las palabras de su sobrino… Lo que recibió fue un escopetazo.

—¿Por qué se asusta usted tanto, tío?—exclamaba don Pedro gozando en sus adentros con la mortificación y asombro del viejo hidalgo—. ¿Hay impedimento? ¿Tiene Nucha otro novio?

Comenzó don Manuel a poner mil objeciones, callándose algunas que no eran para dichas. Salió la corta edad de la muchacha, su delicada salud, y hasta su poca hermosura alegó el padre, sazonando la observación con alusiones no muy reservadas al buen palmito de Rita y al mal gusto de no preferirla. Dio al sobrino manotadas en los hombros y en las rodillas; gastó chanzas, quiso aconsejarle como se aconseja a un niño que escoge entre juguetes; y por último, tras de referir varios chascarrillos adecuados al asunto y contados en dialecto, acabó por declarar que a las demás chicas les daría algo al contraer matrimonio, pero que a Nucha… como esperaba heredar lo de su tía… Los tiempos estaban malos,
abofé
… Luego, encarándose con el marqués, le interrogó:

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