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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

Los pazos de Ulloa (7 page)

¡Y cómo se burlaría la guisandera si por arte de magia apareciese allí un cocinero francés empeñado en redactar un
menú
, en reducirse a cuatro o seis principios, en alternar los fuertes con los ligeros y en conceder honroso puesto a la legumbre! ¡Legumbres a mí!, diría el ama del cura de Cebre, riéndose con toda su alma y todas sus caderas también. ¡Legumbres el día del patrón! Son buenas para los cerdos.

Ahíto y mareado, Julián no tenía fuerzas sino para rechazar con la mano las fuentes que no cesaban de circular pasándoselas los convidados unos a otros: a bien que ya le observaban menos, pues la conversación se calentaba. El médico de Cebre, atrabiliario, magro y disputador; el notario, coloradote y barbudo, osaban decir chistes, referir anécdotas; el sobrino del cura de Boán, estudiante de derecho, muy enamorado de condición, hablaba de mujeres, ponderaba la gracia de las señoritas de Molende y la lozanía de una panadera de Cebre, muy nombrada en el país; los curas al pronto no tomaron parte, y como Julián bajase la vista, algunos comensales, después de observarle de reojo, se hicieron los desentendidos. Mas duró poco la reserva; al ir vaciándose los jarros y desocupándose las fuentes, nadie quiso estar callado y empezaron las bromas a echar chispas.

Máximo Juncal, el médico, recién salido de las aulas compostelanas, soltó varias puntadas sobre política, y también malignas pullas referentes al grave escándalo que a la sazón traía muy preocupados a los revolucionarios de provincia: Sor Patrocinio, sus manejos, su influencia en Palacio. Alborotáronse dos o tres curas; y el cacique
Barbacana
, con suma gravedad, volviendo hacia Juncal su barba florida y luenga, díjole desdeñosamente una verdad como un templo: que «muchos hablaban de lo que no entendían», a lo cual el médico replicó, vertiendo bilis por ojos y labios, «que pronto iba a llegar el día de la gran barredura, que luego se armaría el tiberio del siglo, y que los neos irían a contarlo a casa de su padre Judas Iscariote».

Afortunadamente profirió estos tremendos vaticinios a tiempo que la mayor parte de los párrocos se hallaban enzarzados en la discusión teológica, indispensable complemento de todo convite patronal. Liados en ella, no prestó atención a lo que el médico decía ninguno de los que podían volvérselas al cuerpo: ni el bronco abad de Ulloa, ni el belicoso de Boán, ni el Arcipreste, que siendo más sordo que una tapia, resolvía las discusiones políticas a gritos, alzando el índice de la mano derecha como para invocar la cólera del cielo. En aquel punto y hora, mientras corrían las fuentes de arroz con leche, canela y azúcar, y se agotaban las copas de
tostado
, llegaba a su periodo álgido la disputa, y se entreoían argumentos, proposiciones, objeciones y silogismos.


Nego majorem


Probo minorem
.

—Eh… Boán, que con mucho disimulo me estás echando abajo la gracia…

—Compadre, cuidado… Si adelanta usted un poquito más nos vamos a encontrar con el libre albedrío perdido.

—Cebre, mira que vas por mal camino: ¡mira que te marchas con Pelagio!

—Yo a San Agustín me agarro, y no lo suelto.

—Esa proposición puede admitirse
simpliciter
, pero tomándola en otro sentido… no cuela.

—Citaré autoridades, todas las que se me pidan: ¿a que no me citas tú ni media docena? A ver.

—Es sentir común de la Iglesia desde los primeros concilios.

—Es punto opinable, ¡
quoniam
! A mí no me vengas a asustar tú con concilios ni concilias.

—¿Querrás saber más que Santo Tomás?

—¿Y tú querrás ponerte contra el Doctor de la gracia?

—¡Nadie es capaz de rebatirme esto! Señores… la gracia…

—¡Qué nos despeñamos de vez! ¡Eso es herejía formal; es pelagianismo puro!

—Qué entiendes tú, qué entiendes tú… Lo que tú censures, que me lo claven…

—Que diga el señor Arcipreste… Vamos a aventurar algo a que no me deja mal el señor Arcipreste.

El Arcipreste era respetado más por su edad que por su ciencia teológica; y se sosegó un tanto el formidable barullo cuando se incorporó difícilmente, con ambas manos puestas tras los oídos, vertiendo sangre por la cara, a fin de dirimir, si cabía lograrlo, la contienda. Pero un incidente distrajo los ánimos: el señorito de Ulloa entraba seguido de dos perros perdigueros, cuyos cascabeles acompañaban su aparición con jubiloso repique. Venía, según su promesa, a tomar una copa a los postres; y la tomó de pie, porque le aguardaba un bando de perdices allá en la montaña.

Hízosele muy cortés recibimiento, y los que no pudieron agasajarle a él agasajaron a la Chula y al Turco, que iban apoyando la cabeza en todas las rodillas, lamiendo aquí un plato y zampándose un bizcocho allá. El señorito de Limioso se levantó resuelto a acompañar al de Ulloa en la excursión cinegética, para lo cual tenía prevenido lo necesario, pues rara vez salía del Pazo de Limioso sin echarse la escopeta al hombro y el morral a la cintura.

Cuando partieron los dos hidalgos, ya se había calmado la efervescencia de la discusión sobre la gracia, y el médico, en voz baja, le recitaba al notario ciertos sonetos satírico-políticos que entonces corrían bajo el nombre de
belenes
. Celebrábalos el notario, particularmente cuando el médico recalcaba los versos esmaltados de alusiones verdes y picantes. La mesa, en desorden, manchada de salsas, ensangrentada de vino tinto, y el suelo lleno de huesos arrojados por los comensales menos pulcros, indicaban la terminación del festín; Julián hubiera dado algo bueno por poderse retirar; sentíase cansado, mortificado por la repugnancia que le inspiraban las cosas exclusivamente materiales; pero no se atrevía a interrumpir la sobremesa, y menos ahora que se entregaban al deleite de encender algún pitillo y murmurar de las personas más señaladas en el país. Se trataba del señorito de Ulloa, de su habilidad para
tumbar
perdices, y sin que Julián adivinase la causa, se pasó inmediatamente a hablar de Sabel, a quien todos habían visto por la mañana en el corro de baile; se encomió su palmito, y al mismo tiempo se dirigieron a Julián señas y guiños, como si la conversación se relacionase con él. El capellán bajaba la vista según costumbre, y fingía doblar la servilleta; mas de improviso, sintiendo uno de aquellos chispazos de cólera repentina y momentánea que no era dueño de refrenar, tosió, miró en derredor, y soltó unas cuantas asperezas y severidades que hicieron enmudecer a la asamblea. Don Eugenio, al ver aguada la sobremesa, optó por levantarse, proponiendo a Julián que saliesen a tomar el fresco en la huerta: algunos clérigos se alzaron también, anunciando que iban a
echar completas
; otros se escurrieron en compañía del médico, el notario, el juez y Barbacana, a menear los naipes hasta la noche.

Refugiáronse al huerto el cura de Naya y Julián, pasando por la cocina, donde la algazara de los criados, primas del cura, cocineras y músicos era formidable, y los jarros se evaporaban y la comilona amenazaba durar hasta el sol puesto. El huerto, en cambio, permanecía en su tranquilo y poético sosiego primaveral, con una brisa fresquita que columpiaba las últimas flores de los perales y cerezos, y acariciaba el recio follaje de las higueras, a cuya sombra, en un ribazo de mullida grama, se tendieron ambos presbíteros, no sin que don Eugenio, sacando un pañuelo de algodón a cuadros, se tapase con él la cabeza, para resguardarla de las importunidades de alguna mosca precoz. A Julián todavía le duraba el sofoco, la llamarada de indignación; pero ya le pesaba, de su corta paciencia, y resolvía ser más sufrido en lo venidero. Aunque bien mirado…

—¿Quiere
escotar
un sueño?—preguntó el de Naya al verle tan cabizbajo y mustio.

—No; lo que yo quería, Eugenio, era pedirle que me dispensase el enfado que tomé allá en la mesa… Conozco que soy a veces así… un poco vivo… y luego hay conversaciones que me sacan de tino, sin poderlo remediar. Usted póngase en mi caso.

—Pongo, pongo… Pero a mí me están embromando también a cada rato con las primas…, y hay que aguantar, que no lo hacen con mala intención; es por reírse un poco.

—Hay bromas de bromas, y a mí me parecen delicadas para un sacerdote las que tocan a la honestidad y a la pureza. Si aguanta uno por respetos humanos esos dichos, acaso pensarán que ya tiene medio perdida la vergüenza para los hechos. Y ¿qué sé yo si alguno, no digo de los sacerdotes, no quiero hacerles tal ofensa, pero de los seglares, creerá que en efecto…?

El de Naya aprobó con la cabeza como quien reconoce la fuerza de una observación; pero, al mismo tiempo, la sonrisa con que lucía la desigual dentadura era suave e irónica protesta contra tanta rigidez.

—Hay que tomar el mundo según viene… —murmuró filosóficamente—. Ser bueno es lo que importa; porque ¿quién va a tapar las bocas de los demás? Cada uno habla lo que le parece, y gasta las guasas que quiere… En teniendo la conciencia tranquila…

—No, señor; no, señor; poco a poco—replicó acaloradamente Julián—. No sólo estamos obligados a ser buenos, sino a parecerlo; y aún es peor en un sacerdote, si me apuran, el mal ejemplo y el escándalo, que el mismo pecado. Usted bien lo sabe, Eugenio; lo sabe mejor que yo, porque tiene cura de almas.

—También usted se apura ahí por una chanza, por una tontería, lo mismo que si ya todo el mundo le señalase con el dedo… Se necesita una vara de correa para vivir entre gentes. A este paso no le arriendo la ganancia, porque no va a sacar para disgustos.

Caviloso y cejijunto, había cogido Julián un palito que andaba por el suelo, y se entretenía en clavarlo en la hierba. Levantó la cabeza de pronto.

—Eugenio, ¿es mi amigo?

—Siempre, hombre, siempre—contestó afable y sinceramente el de Naya.

—Pues séame franco. Hábleme como si estuviésemos en el confesonario. ¿Se dice por ahí…
eso
?

—¿Lo qué?

—Lo de que yo… tengo algo que ver… con esa muchacha, ¿eh? Porque puede usted creerme, y se lo juraría si fuese lícito jurar: bien sabe Dios que la tal mujer hasta me es aborrecible, y que no le habré mirado a la cara media docena de veces desde que estoy en los Pazos.

—No, pues a la cara se le puede mirar, que la tiene como una rosa… Ea, sosiéguese: a mí se me figura que nadie piensa mal de usted con Sabel. El marqués no inventó la pólvora, es cierto que no, y la moza se distraerá con los de su clase cuanto quiera, dígalo el bailoteo en la gaita de hoy; pero no iba a tener la desvergüenza de pegársela en sus barbas, con el mismo capellán… Hombre, no hagamos tan estúpido al marqués.

Julián se volvió, más bien arrodillado que sentado en la grama, con los ojos abiertos de par en par.

—Pero… el señorito… ¿qué tiene que ver el señorito…?

El cura de Naya saltó a su vez, sin que ninguna mosca le picase, y prorrumpió en juvenil carcajada. Julián, comprendiendo, preguntó nuevamente:

—Luego el chiquillo… el Perucho…

Tornó don Eugenio a reír hasta el extremo de tener que limpiarse los lagrimales con el pañuelo de cuadros.

—No se ofenda… —murmuraba entre risa y llanto—. No se ofenda porque me río así… Es que, de veras, no me puedo contener cuando me pega la risa; un día hasta me puse malo… Esto es como las cosqui… cosquillas… involuntario…

Aplacado el acceso de risa, añadió:

—Es que yo siempre lo tuve a usted por un bienaventurado, como nuestro patrón San Julián…, pero esto pasa de castaño oscuro… ¡Vivir en los Pazos y no saber lo que ocurre en ellos! ¿O es que quiere hacerse el bobo?

—A fe, no sospechaba nada, nada, nada. ¿Usted piensa que iba a quedarme allí ni dos días, caso de averiguarlo antes? ¿Autorizar con mi presencia un amancebamiento? ¿Pero… usted está seguro de lo que dice?

—Hombre… ¿tiene usted gana de cuentos? ¿Es usted ciego? ¿No lo ha notado? Pues repárelo.

—¡Qué sé yo! ¡Cuándo uno no está en la malicia! Y el niño… ¡infeliz criatura! El niño me da tanta compasión… Allí se cría como un morito… ¿Se comprende que haya padres tan sin entrañas?

—Bah… Esos hijos así, nacidos por detrás de la Iglesia… Luego, si uno oye a los de aquí y a los de allá… Cada cual dice lo que se le antoja… La moza es alegre como unas castañuelas; todo el mundo en las romerías le debe dos cuartos: uno la convida a rosquillas, el otro a
resolio
, éste la saca a bailar, aquél la empuja… Se cuentan mil enredos… ¿Usted se ha fijado en el gaitero que tocó hoy en la misa?

—¿Un buen mozo, con patillas?

—Cabal. Le llaman el
Gallo
de mote. Pues dicen si la acompaña o no por los caminos… ¡Historias!

Por detrás de la tapia del huerto se oyó entonces vocerío alegre y argentinas carcajadas.

—Son las primas… —dijo don Eugenio—. Van a la gaita, que está tocando en el crucero ahora. ¿Quiere usted venir un ratito? A ver si se le pasa el disgusto… Ahí en casa unos rezan y otros juegan… Yo no rezo nunca sobre la comida.

—Vamos allá—contestó Julián, que se había quedado ensimismado.

—Nos sentaremos al pie del crucero.

- VII -

Volvía Julián preocupado a la casa solariega, acusándose de excesiva simplicidad, por no haber reparado cosas de tanto bulto. Él era sencillo como la paloma; sólo que en este pícaro mundo también se necesita ser cauto como la serpiente… Ya no podía continuar en los Pazos… ¿Cómo volvía a vivir a cuestas de su madre, sin más emolumentos que la misa? ¿Y cómo dejaba así de golpe al señorito don Pedro, que le trataba tan llanamente? ¿Y la casa de Ulloa, que necesitaba un restaurador celoso y adicto? Todo era verdad: pero ¿y su deber de sacerdote católico?

Le acongojaban estos pensamientos al cruzar un maizal, en cuyo lindero manzanilla y cabrifollos despedían grato aroma. Era la noche templada y benigna, y Julián apreciaba por primera vez la dulce paz del campo, aquel sosiego que derrama en nuestro combatido espíritu la madre naturaleza. Miró al cielo, oscuro y alto.

—¡Dios sobre todo!—murmuró, suspirando al pensar que tendría que habitar un pueblo de calles angostas y encontrarse con gente a cada paso.

Siguió andando, guiado por el ladrido lejano de los perros. Ya divisaba próxima la vasta mole de los Pazos. El postigo debía estar abierto. Julián distaba de él unos cuantos pasos no más, cuando oyó dos o tres gritos que le helaron la sangre: clamores inarticulados como de alimaña herida, a los cuales se unía el desconsolado llanto de un niño.

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