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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

Los pazos de Ulloa (4 page)

—Yo confieso la verdad, señorito… De estas cosas de aldea, no entiendo jota.

—Vamos a ver la casa—indicó el señor de Ulloa—. Es la más grande del país—añadió con orgullo.

Mudaron de rumbo, dirigiéndose al enorme caserón, donde penetraron por la puerta que daba al huerto, y habiendo recorrido el claustro formado por arcadas de sillería, cruzaron varios salones con destartalado mueblaje, sin vidrios en las vidrieras, cuyas descoloridas pinturas maltrataba la humedad, no siendo más clemente la polilla con el maderamen del piso. Pararon en una habitación relativamente chica, con ventana de reja, donde las negras vigas del techo semejaban remotísimas, y asombraban la vista grandes estanterías de castaño sin barnizar, que en vez de cristales tenían enrejado de alambre grueso. Decoraba tan tétrica pieza una mesa-escritorio, y sobre ella un tintero de cuerno, un viejísimo bade de suela, no sé cuántas plumas de ganso y una caja de obleas vacía.

Las estanterías entreabiertas dejaban asomar legajos y protocolos en abundancia; por el suelo, en las dos sillas de baqueta, encima de la mesa, en el alféizar mismo de la enrejada ventana, había más papeles, más legajos, amarillentos, vetustos, carcomidos, arrugados y rotos; tanta papelería exhalaba un olor a humedad, a rancio, que cosquilleaba en la garganta desagradablemente. El marqués de Ulloa, deteniéndose en el umbral y con cierta expresión solemne, pronunció:

—El archivo de la casa.

Desocupó en seguida las sillas de cuero, y explicó muy acalorado que aquello estaba revueltísimo —aclaración de todo punto innecesaria—y que semejante desorden se debía al descuido de un fray Venancio, administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas manos pecadoras había venido el archivo a parar en lo que Julián veía…

—Pues así no puede seguir—exclamaba el capellán—. ¡Papeles de importancia tratados de este modo! Hasta es muy fácil que alguno se pierda.

—¡Naturalmente! Dios sabe los desperfectos que ya me habrán causado, y cómo andará todo, porque yo ni mirarlo quiero… Esto es lo que usted ve: ¡un desastre, una perdición! ¡Mire usted…, mire usted lo que tiene ahí a sus pies! ¡Debajo de una bota!

Julián levantó el pie muy asustado, y el marqués se bajó recogiendo del suelo un libro delgadísimo, encuadernado en badana verde, del cual pendía rodado sello de plomo. Tomólo Julián con respeto, y al abrirlo, sobre la primera hoja de vitela, se destacó una soberbia miniatura heráldica, de colores vivos y frescos a despecho de los años.

—¡Una ejecutoria de nobleza!—declaró el señorito gravemente.

Por medio de su pañuelo doblado, la limpiaba Julián del moho, tocándola con manos delicadas. Desde niño le había enseñado su madre a reverenciar la sangre ilustre, y aquel pergamino escrito con tinta roja, miniado, dorado, le parecía cosa muy veneranda, digna de compasión por haber sido pisoteada, hollada bajo la suela de sus botas. Como el señorito permanecía serio, de codos en la mesa, las manos cruzadas bajo la barba, otras palabras del señor de la Lage acudieron a la memoria del capellán: «Todo eso de la casa de mi sobrino debe ser un desbarajuste… Haría usted una obra de caridad si lo arreglase un poco». La verdad es que él no entendía gran cosa de papelotes, pero con buena voluntad y cachaza…

—Señorito—murmuró—, ¿y por qué no nos dedicamos a ordenar esto como Dios manda? Entre usted y yo, mal sería que no acertásemos. Mire usted, primero apartamos lo moderno de lo antiguo; de lo que esté muy estropeado se podría hacer sacar copia; lo roto se pega con cuidadito con unas tiras de papel transparente…

El proyecto le pareció al señorito de perlas. Convinieron en ponerse al trabajo desde la mañana siguiente. Quiso la desgracia que al otro día Primitivo descubriese en un maizal próximo un bando entero de perdices entretenido en comerse la espiga madura. Y el marqués se terció la carabina y dejó para siempre jamás amén a su capellán bregar con los documentos.

- IV -

Y el capellán lidió con ellos a brazo partido, sin tregua, tres o cuatro horas todas las mañanas. Primero limpió, sacudió, planchó sirviéndose de la palma de la mano, pegó papelitos de cigarro a fin de juntar los pedazos rotos de alguna escritura. Parecíale estar desempolvando, encolando y poniendo en orden la misma casa de Ulloa, que iba a salir de sus manos hecha una plata. La tarea, en apariencia fácil, no dejaba de ser enfadosa para el aseado presbítero: le sofocaba una atmósfera de mohosa humedad; cuando alzaba un montón de papeles depositado desde tiempo inmemorial en el suelo, caía a veces la mitad de los documentos hecha añicos por el diente menudo e incansable del ratón; las polillas, que parecen polvo organizado y volante, agitaban sus alas y se le metían por entre la ropa; las correderas, perseguidas en sus más secretos asilos, salían ciegas de furor o de miedo, obligándole, no sin gran repugnancia, a despachurrarlas con los tacones, tapándose los oídos para no percibir el ¡
chac
! estremecedor que produce el cuerpo estrujado del insecto; las arañas, columpiando su hidrópica panza sobre sus descomunales zancos, solían ser más listas y refugiarse prontísimamente en los rincones oscuros, a donde las guía misterioso instinto estratégico. De tanto asqueroso bicho tal vez el que más repugnaba a Julián era una especie de lombriz o gusano de humedad, frío y negro, que se encontraba siempre inmóvil y hecho una rosca debajo de los papeles, y al tocarlo producía la sensación de un trozo de hielo blando y pegajoso.

Al cabo, a fuerza de paciencia y resolución, triunfó Julián en su batalla con aquellas alimañas impertinentes, y en los estantes, ya despejados, fueron alineándose los documentos, ocupando, por efecto milagroso del buen orden, la mitad menos que antes, y cabiendo donde no cupieron jamás. Tres o cuatro ejecutorias, todas con su colgante de plomo, quedaron apartadas, envueltas en paños limpios. Todo estaba arreglado ya, excepto un tramo de la estantería donde Julián columbró los lomos oscuros, fileteados de oro, de algunos libros antiguos. Era la biblioteca de un Ulloa, un Ulloa de principios del siglo: Julián extendió la mano, cogió un tomo al azar, lo abrió, leyó la portada… «
La Henriada
, poema francés, puesto en verso español: su autor, el señor de Voltaire…». Volvió a su sitio el volumen, con los labios contraídos y los ojos bajos, como siempre que algo le hería o escandalizaba: no era en extremo intolerante, pero lo que es a Voltaire, de buena gana le haría lo que a las cucarachas; no obstante, limitóse a condenar la biblioteca, a no pasar ni un mal paño por el lomo de los libros: de suerte que polillas, gusanos y arañas, acosadas en todas partes, hallaron refugio a la sombra del risueño Arouet y su enemigo el sentimental Juan Jacobo, que también dormía allí sosegadamente desde los años de 1816.

No era tortas y pan pintado la limpieza material del archivo; sin embargo, la verdadera obra de romanos fue la clasificación. ¡Aquí te quiero! parecían decir los papelotes así que Julián intentaba distinguirlos. Un embrollo, una madeja sin cabo, un laberinto sin hilo conductor. No existía faro que pudiese guiar por el piélago insondable: ni libros becerros, ni estados, ni nada. Los únicos documentos que encontró fueron dos cuadernos mugrientos y apestando a tabaco, donde su antecesor, el abad de Ulloa, apuntaba los nombres de los pagadores y arrendatarios de la casa, y al margen, con un signo inteligible para él solo, o con palabras más enigmáticas aún, el balance de sus pagos. Los unos tenían una cruz, los otros un garabato, los de más allá una llamada, y los menos, las frases
no paga, pagará, va pagando, ya pagó
. ¿Qué significaban pues el garabato y la cruz? Misterio insondable. En una misma página se mezclaban gastos e ingresos: aquí aparecía Fulano como deudor insolvente, y dos renglones más abajo, como acreedor por jornales. Julián sacó del libro del abad una jaqueca tremebunda. Bendijo la memoria de fray Venancio, que, más radical, no dejara ni rastro de cuentas, ni el menor comprobante de su larga gestión.

Había puesto Julián manos a la obra con sumo celo, creyendo no le sería imposible orientarse en semejante caos de papeles. Se desojaba para entender la letra antigua y las enrevesadas rúbricas de las escrituras; quería al menos separar lo correspondiente a cada uno de los tres o cuatro principales partidos de renta con que contaba la casa; y se asombraba de que para cobrar tan poco dinero, tan mezquinas cantidades de centeno y trigo, se necesitase tanto fárrago de procedimientos, tanta documentación indigesta. Perdíase en un dédalo de foros y subforos, prorrateos, censos, pensiones, vinculaciones, cartas dotales, diezmos, tercios, pleitecillos menudos, de atrasos, y pleitazos gordos, de partijas. A cada paso se le confundía más en la cabeza toda aquella papelería trasconejada; si las obras de reparación, como poner carpetas de papel fuerte y blanco a las escrituras que se deshacían de puro viejas le eran ya fáciles, no así el conocimiento científico de los malditos papelotes, indescifrables para quien no tuviese lecciones y práctica. Ya desalentado se lo confesó al marqués.

—Señorito, yo no salgo del paso… Aquí convenía un abogado, una persona entendida.

—Sí, sí, hace mucho tiempo que lo pienso yo también… Es indispensable tomar mano en eso, porque la documentación debe andar perdida… ¿Cómo la ha encontrado usted? ¿Hecha una lástima? Apuesto a que sí.

Dijo esto el marqués con aquella entonación vehemente y sombría que adoptaba al tratar de sus propios asuntos, por insignificantes que fuesen; y mientras hablaba, entretenía las manos ciñendo su collar de cascabeles a la Chula, con la cual iba a salir a matar unas codornices.

—Sí, señor… —murmuró Julián—. No está nada bien, no… Pero la persona acostumbrada a estas cosas se desenreda de ellas en un soplo… Y tiene que venir pronto quien sea, porque los papeles no ganan así.

La verdad era que el archivo había producido en el alma de Julián la misma impresión que toda la casa: la de una ruina, ruina vasta y amenazadora, que representaba algo grande en lo pasado, pero en la actualidad se desmoronaba a toda prisa. Era esto en Julián aprensión no razonada, que se transformaría en convicción si conociese bien algunos antecedentes de familia del marqués.

Don Pedro Moscoso de Cabreira y Pardo de la Lage quedó huérfano de padre muy niño aún. A no ser por semejante desgracia, acaso hubiera tenido carrera: los Moscosos conservaban, desde el abuelo afrancesado, enciclopedista y francmasón que se permitía leer al
señor de Voltaire
, cierta tradición de cultura trasañeja, medio extinguida ya, pero suficiente todavía para empujar a un Moscoso a los bancos del aula. En los Pardos de la Lage era, al contrario, axiomático que más vale asno vivo que doctor muerto. Vivían entonces los Pardos en su casa solariega, no muy distante de la de Ulloa: al enviudar la madre de don Pedro, el mayorazgo de la Lage iba a casarse en Santiago con una señorita de distinción, trasladando sus reales al pueblo; y don Gabriel, el segundón, se vino a los Pazos de Ulloa, para acompañar a su hermana, según decía, y servirle de amparo; en realidad, afirmaban los maldicientes, para disfrutar a su talante las rentas del cuñado difunto. Lo cierto es que don Gabriel en poco tiempo asumió el mando de la casa: él descubrió y propuso para administrador a aquel bendito exclaustrado fray Venancio, medio chocho desde la exclaustración, medio idiota de nacimiento ya, a cuya sombra pudo manejar a su gusto la hacienda del sobrino, desempeñando la tutela. Una de las habilidades de don Gabriel fue hacer partijas con su hermana cogiéndole mañosamente casi toda su legítima, despojo a que asintió la pobre señora, absolutamente inepta en materia de negocios, hábil sólo para ahorrar el dinero que guardaba con sórdida avaricia, y que tuvo la imprudente niñería de ir poniendo en onzas de oro, de las más antiguas, de premio. Cortos eran los réditos del caudal de Moscoso que no se deslizaban de entre los dedos temblones de fray Venancio a las robustas palmas del tutor; pero si lograban pasar a las de doña Micaela, ya no salían de allí sino en forma de peluconas, camino de cierto escondrijo misterioso, acerca del cual iba poco a poco formándose una leyenda en el país. Mientras la madre atesoraba, don Gabriel educaba al sobrino a su imagen y semejanza, llevándolo consigo a ferias, cazatas, francachelas rústicas, y acaso distracciones menos inocentes, y enseñándole, como decían allí, a cazar la perdiz blanca; y el chico adoraba en aquel tío jovial, vigoroso y resuelto, diestro en los ejercicios corporales, groseramente chistoso, como todos los de la Lage, en las sobremesas: especie de señor feudal acatado en el país, que enseñaba prácticamente al heredero de los Ulloas el desprecio de la humanidad y el abuso de la fuerza. Un día que tío y sobrino se deportaban, según costumbre, a cuatro o seis leguas de distancia de los Pazos, habiéndose llevado consigo al criado y al mozo de cuadra, a las cuatro de la tarde y estando abiertas todas las puertas del caserón solariego, se presentó en él una gavilla de veinte hombres enmascarados o tiznados de carbón, que maniató y amordazó a la criada, hizo echarse boca abajo a fray Venancio, y apoderándose de doña Micaela, le intimó que enseñase el escondrijo de las onzas; y como la señora se negase, después de abofetearla, empezaron a mecharla con la punta de una navaja, mientras unos cuantos proponían que se calentase aceite para freírle los pies. Así que le acribillaron un brazo y un pecho, pidió compasión y descubrió, debajo de un arca enorme, el famoso escondrijo, trampa hábilmente disimulada por medio de una tabla igual a las demás del piso, pero que subía y bajaba a voluntad. Recogieron los ladrones las hermosas medallas, apoderáronse también de la plata labrada que hallaron a mano, y se retiraron de los Pazos a las seis, antes que anocheciese del todo. Algún labrador o jornalero les vio salir, pero ¿qué había de hacer? Eran veinte, bien armados con escopetas, pistolas y trabucos.

Fray Venancio, que sólo había recibido tal cual puntapié o puñada despreciativa, no necesitó más pasaporte para irse al otro mundo, de puro miedo, en una semana; la señora se apresuró menos, pero, como suele decirse, no levantó cabeza, y de allí a pocos meses una apoplejía serosa le impidió seguir guardando onzas en un agujero mejor disimulado. Del robo se habló largo tiempo en el país, y corrieron rumores muy extraños: se afirmó que los criminales no eran bandidos de profesión, sino gentes conocidas y acomodadas, alguna de las cuales desempeñaba cargo público, y entre ellas se contaban personas relacionadas de antiguo con la familia de Ulloa, que por lo tanto estaban al corriente de las costumbres de la casa, de los días en que se quedaba sin hombres, y de la insaciable constancia de doña Micaela en recoger y conservar la más valiosa moneda de oro. Fuese lo que fuese, la justicia no descubrió a los autores del delito, y don Pedro quedó en breve sin otro pariente que su tío Gabriel. Éste buscó para el sitio de fray Venancio a un sacerdote brusco, gran cazador, incapaz de morirse de miedo ante los ladrones. Desde tiempo atrás les ayudaba en sus expediciones cinegéticas Primitivo, la mejor escopeta furtiva del país, la puntería más certera, y el padre de la moza más guapa que se encontraba en diez leguas a la redonda. El fallecimiento de doña Micaela permitió que hija y padre se instalasen en los Pazos, ella a título de criada, él a título de… montero mayor, diríamos hace siglos; hoy no hay nombre adecuado para el empleo. Don Gabriel los tenía muy a raya a entrambos, olfateando en Primitivo un riesgo serio para su influencia; pero tres o cuatro años después de la muerte de su hermana, don Gabriel sufrió ataques de gota que pusieron en peligro su vida, y entonces se divulgó lo que ya se susurraba acerca de su casamiento secreto con la hija del carcelero de Cebre. El hidalgo se trasladó a vivir, mejor dicho a rabiar, en la villita; otorgó testamento legando a tres hijos que tenía sus bienes y caudal, sin dejar al sobrino don Pedro ni el reloj en memoria; y habiéndosele subido la gota al corazón, entregó su alma a Dios de malísima gana, con lo cual hallóse el último de los Moscosos dueño de sí por completo.

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