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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

Los pájaros de Bangkok (17 page)

—¡Caramba! ¡Ya es casualidad!

Carvalho asintió y quedó a la expectativa de lo que decidiera la mujer. Ni se justificó ni se despidió.

—¿Sigue husmeando lo de Celia?

—No.

—Bien. Así me gusta, hombre. Parece que ha entrado en razón. ¿Sabe que la policía ha vuelto a llamarme? Claro, no puede saberlo. Era para preguntarme sobre posibles amistades de Celia. Parece que sospechan de un medio ligue que tuvo hace unos meses. ¿Qué iba a decirles yo? Yo apenas la conocía.

Carvalho asumió con un gesto lo poco que conocía Marta a Celia.

—Pero ya se sabe cómo es esa gente. Tienen ideas fijas.

—Si tuvieran ideas sueltas se dedicarían a otra cosa.

—¿Ya se le ha quitado la perra?

—Soy un profesional. Y sólo acepto casos por encargo.

—Le invito a un café.

Era una propuesta pistoletazo para la que la mujer había reunido oscuras fuerzas internas.

—¿Un café a estas horas? Podemos tomar un gimlet o un mojito en el Boadas. Basta subir Rambla arriba. Como es un capricho mío, invito yo.

—Ni hablar. Yo invito a lo que sea.

Marta Miguel caminaba a su lado como si fuera la primera vez que se veía obligada a compartir un paseo con un hombre. Ni se adecuaba a los pasos de Carvalho ni imponía su propio ritmo andarín, y en sus bandazos a veces daba con un hombro en Carvalho o se quedaba adelantada y entorpeciendo el paso a su acompañante.

—¿A quién va a votar?

Preguntó la mujer después de ojear los titulares de los periódicos y revistas colgados en los quioscos de las Ramblas.

—En efecto, la temperatura es excelente, incluso impropia de la estación, lástima de la humedad.

La respuesta de Carvalho desconcertó a Marta y la hizo detenerse y coger a Carvalho por un brazo para que él no continuara avanzando.

—Le he preguntado a quién va a votar.

—A mí me ha parecido que decía: hace un tiempo excelente.

—Pues no se parece en nada.

—Por el tono de su voz se parecía en todo.

—¿Insinúa que sólo puedo hablar del tiempo?

Carvalho consiguió reemprender la marcha sin preocuparse de si Marta salía de su voluntario atasco. Oyó su taconeo pesado y sintió la desocupación de aire provocada por su volumen al situarse de nuevo a su lado.

—Estoy hasta las narices de este país.

Dijo ella.

—Te pasas toda la juventud rompiéndote los codos para tener una carrera. Luego nada es como lo esperabas y además unos cuantos pueden dar el golpe de Estado cuando quieran y te meten en la cárcel o te queman los libros. ¿Sabe cuántos libros tengo?

—Todos.

—Eso es imposible. Pero tengo casi siete mil volúmenes. En mi casa apenas si hay sitio para mi madre y para mí. Todo lo demás lo ocupan los libros.

—¿Por qué van a quemarle los libros los golpistas? ¿Se ha significado políticamente?

—No. Menos mal. No tuve tiempo para eso. Pero soy profesora de universidad y eso es sospechosísimo.

—Tranquilícese, al menos cuente con treinta mil cadáveres por delante del suyo.

Marta masticaba en el cerebro las palabras de Carvalho y reaccionó con indignación veinticinco metros después.

—¡Oiga! El hecho de que no me haya metido en política no me impide tener mis ideas y mis sentimientos. Yo no toleraría una matanza de treinta mil personas, ni de las que sean.

—Matar sólo es un problema cualitativo. Si se viola el tabú una vez, la acción puede repetirse todas las veces que haga falta.

—Se puede matar por un impulso, por un arrebato, pero liquidar fríamente a gente y por ideas políticas…

—Matar es fácil.

—¿Y usted qué sabe?

Carvalho jugueteó con las manos ante los ojos de Marta.

—Estas manos son manos asesinas. He sido agente de la CIA y he matado todo lo que he podido. Deje de pensar en los libros. Haga como yo. Quémelos. Ha llegado la hora del mojito.

Pero no pidió un mojito. Nada más acodarse en la barra del Boadas pidió un Singapur Sling a la dama blanca lunar con sonrisa de "cocktail" que estaba tras el mostrador. Marta Miguel dejó un mohín de asco como quien deja una mirada.

—Y eso ¿qué es?

—Un "cocktail" asiático inventado seguramente por un inglés.

—O sea que de asiático, nada.

—El nombre. Singapur está en Asia, creo.

—En efecto. Es un Estado libre situado en la punta de la península de Malasia.

—En los libros de geografía de mi infancia se llamaba península de Malaca. No sé por qué.

Marta quería algo suave y Carvalho solicitó un Alexandra. Él repitió el Singapur.

—¿Siempre bebe tanto? Va a acabar con el hígado hecho polvo.

—Ya lo tengo.

—¿Y le gusta tenerlo hecho polvo?

—No siento el menor afecto por mi hígado. Ni siquiera lo conozco. No nos han presentado.

—El hígado no es como el riñón, sólo se tiene uno.

—¿Está usted segura?

El tercer Singapur puso luces portuarias en los ojos de Carvalho, lo que no le impidió comprobar que Marta consultaba la hora en el reloj.

—Tiene prisa.

—Es que mi madre está sola y a estas horas se va la señora que la cuida. Casi no puede moverse. Le invito a cenar. Tengo buenas cosas. Sé cocinar. No mucho, pero lo que sé hacer lo hago bien. Además tengo embutido del pueblo. Chorizos.

—¿De qué pueblo?

—De Salamanca.

—Chorizos de Salamanca. Excelentes.

—Y vino del Bierzo que me trajo un tío mío que es guardia civil en Astorga.

—¿Qué otras maravillas gastronómicas me promete?

—Tengo hecha una tortilla de patatas en un escabeche que me sobró.

No necesitó oír más Carvalho. Levantó el brazo armado con un billete de cinco mil pesetas y casi empujó a Marta Miguel hacia la salida.

—Vamos a vivir una gran aventura.

La mujer caminaba a su lado y de vez en cuando adelantaba un paso para comprobar en su cara la verdad o la mentira de tan rápido convencimiento. Seguía el brillo en los ojos, pero la tensión interna ponía una fina media de nylon sobre el rostro de Carvalho, como si fuera un crispado atracador de bancos.

26

—Mamá, soy yo.

Marta Miguel retiró la llave de la cerradura y dejó espacio libre para que Carvalho entrara en la casa. Un recibidor de estilo nórdico y luces indirectas, con espejo por el que Carvalho pasó furtivo camino del comedor living. Allí estaba la vieja. Veintinueve kilos de anciana metidos en una silla de ruedas gigantesca, una cabecita morada en la que se movían dos ojos inmensos fijos en carvalho y luego dirigidos a su hija en busca de explicación.

—Un amigo. Un compañero de universidad.

Luego Marta justificó su mentira cuando Carvalho la siguió hasta la cocina para evitar la compañía de aquella anciana que no dejaba de mirarle y de cabecear, como si quisiera gastarse los últimos esfuerzos en separar la cabecita del cuerpo incrustado en un trono fúnebre.

—Explicárselo todo era muy largo. Pero no se crea, ella lo entiende todo. Se da cuenta de todo. Pobrecita. Está así desde hace ocho años. Por las tardes viene una chica a estar con ella, pero se va a las ocho. Luego yo la limpio, le doy de cenar, la pongo delante de la televisión un ratito y la acuesto.

Marta untó un papel de barba con aceite y fue envolviendo chorizos para meterlos luego en el horno. Sacó de la nevera una fuente en la que una tortilla de patatas se empapaba en un escabeche sólido.

—Si quiere algo más tengo un tarro de lomo en adobo.

Carvalho se sentó a la mesa de la cocina. Se sirvió de la botella de vino que la mujer había abierto. Olió el vino, lo chasqueó contra el paladar y no pudo reprimir un ¡coño! que hizo sonreír a Marta Miguel, que estaba convirtiendo en puré la comida de su madre.

—Yo no entiendo, pero parece bueno.

—Es un Palacio de Arganza, gran reserva. Algún día se hará justicia a los vinos del Bierzo y el que se la haga empezará a estropearlos.

—Yo no vivo para comer. Como para vivir.

—Me lo imaginaba.

Carvalho hizo honor a la botella y Marta también bebía de vez en cuando, sorbos cortos, un instante de meditación para decidir si le gustaba o no le gustaba el sorbo y luego cabeceos aprobatorios.

—Sí, señor. Un buen vino. De este vino por aquí no hay.

—Bien poco hay.

—Y los de allí no saben apreciarlo. Se creen que no tienen nada. Eso pasa en los pueblos.

Marta Miguel se había instalado en su ponencia sobre la falta de conciencia de los pueblos sobre sus propias excelencias y exigía que Carvalho le diera la razón.

—¿Tiene más botellas?

—Tres más.

—La noche es larga.

—Beba lo que quiera. Imagínese nosotras. Mi madre no puede probarlo y no me voy a empipiripar yo sola. Voy a darle la cena. Por favor, no salga. No es un espectáculo agradable. Traga mal. Escupe. En fin.

Carvalho estudió la etiqueta de aquel vino palaciego gran reserva, se acabó la botella, empezó otra, le llegaban desde el comedor los ahogos y atragantamientos de la vieja y la voz persuasiva de la hija.

—Coma, madre, poquito a poquito, despacito, no se atragante, mujer, tragona, que es una tragona.

El televisor se puso en marcha y Marta Miguel volvió a la cocina entre suspiros. Señor, Señor, hay que tener una paciencia. Le lagrimeaban los ojos y se dio cuenta de que Carvalho lo había percibido.

—No lloro, no. Ya he llorado todo lo que tenía que llorar. Pobrecita. ¿Usted cree que hay derecho?

Era una pregunta dostoyevskiana y Carvalho prefirió beber otro vaso de vino y dedicar una mirada esperanzada al horno. Marta sacó los chorizos. El papel estaba casi quemado y de sus adentros salieron hasta seis chorizos perfectos, céreos, entusiasmados con su propio calor, con su pujanza roja. Carvalho se sirvió tortilla y cuchareó escabeche sobre el adoquín de patata, huevo y cebolla.

—Este escabeche había estado con pescado.

—Con caballa. El de la caballa lo aprovecho. El de la sardina no, porque queda demasiado fuerte.

Carvalho se entregó a tan ibérica cena secundado a poquitos por la mujer en dura pugna entre sus ojos hambrientos y el sentido de la báscula.

—Mi madre me llama.

Se había puesto en pie de un salto.

—No he oído nada.

—Es que apenas se la oye.

Salió corriendo y por la puerta abierta penetró un fragmento de la serie "Ramón y Cajal". Marta volvió y se dejó caer en una silla, donde quedó sentada con las piernas cortas abiertas. Se pasó una mano por los ojos.

—Madre mía, lo que he bebido.

Carvalho comía un chorizo cogido con los dedos.

—Quién le iba a decir a usted esta mañana que esta noche estaría cenando en casa de Marta Miguel. ¿Eh?

—Cierto.

—¿Quiere que le diga la verdad?

—Depende de la cantidad. Toda la verdad es demasiado para una noche.

—La verdad es que me he hecho la encontradiza. Tenía ganas de hablar con usted.

Carvalho terminó el chorizo y fue a por otro, con los mismos dedos, con los mismos ojos posesivos, con el mismo olfato dispuesto a regalarse con el aroma de aquella momia de cerdo y pimentón, probablemente extremeño.

—Decía que tenía ganas de hablar con usted.

—Ya la he oído.

—Estoy pasando muy malos momentos. Lo de Celia me ha afectado mucho. Aunque parezca una mujer fuerte, no lo soy. Una es fuerte a la fuerza. Luego está mi madre. Cada día me cansa más, pero no quiero separarme de ella, ya sé que es una tontería, pero si un día la sacara de casa, si no viviera conmigo no duraría ni una semana. Es muy sensible, me estudia, tiene miedo, depende de mí. Si un día me pasara algo, no sé. ¿Usted qué piensa?

—¿De qué?

—De todo esto, de lo de Celia.

Carvalho buscó un rincón del universo y estaba allí, en una esquina de la cocina, junto a una cacerola, exactamente entre la cacerola y una panera de metal pintada de blanco, y allí metió la mirada, la conciencia, como si tuviera miedo de sacarla y enfrentarla a Marta Miguel. No quería sacar los ojos de aquel pozo. No quería oírla. No quería provocar sus confidencias.

—Usted la conocía, ¿verdad?

—¿A quién?

—A Celia.

—Creo haberla visto una vez. En un supermercado.

—Era difícil de olvidar. Era como una muchacha dorada.

—Pat Savage.

—¿Quién es Pat Savage?

—La prima de Doc Savage, un héroe de una colección de novelas de aventuras titulada "Hombres Audaces". Doc Savage. Pete Rice. Bill Barnes.

—Celia era una muchacha dorada. Por dentro y por fuera. Se nace así.

—¿Le queda más vino?

Carvalho había sacado los ojos del pozo de ausencia y contemplaba ahora a una Marta Miguel pendiente de sus palabras, con la boca entreabierta y los ojos desparramados sobre Carvalho, unos ojos que ahora recordaban a los de su madre. Sin decir nada la mujer se levantó para buscar en un armario y volvió con otra botella de vino. Una oreja de Carvalho escuchaba el fragmento de la serie televisiva que se metía en la cocina a través de la puerta entornada, pero con la conversación dramática llegaba un suave ronquido que podía ser de la tele o de los pulmones de pajarito de la anciana. Los ojos de Carvalho veían acercarse a Marta Miguel como una montaña oscura, doliente, obscena en su dolor y en su angustia, y temía la boca de la mujer, temía lo que querían decirle aquellos labios poco a poco, temía el peso de la confesión que la mujer quería vomitarle, y una mano de Carvalho salió a su encuentro, rebasó el borde de las faldas y subió por entre los muslos ajamonados y se convirtió en un puño ceñido sobre un sexo peludo y caliente. Marta Miguel dio un salto hacia atrás y puso un ceño de desconcierto y asco para respaldar la contundencia de los labios al escupir la palabra:

—¡Asqueroso!

Carvalho se levantó, abandonó la cocina, saludó con la cabeza a la vieja que le perseguía con sus ojos totales, pasó furtivo ante el espejo del recibidor y salió a la escalera cerrando la puerta tras de sí, en la seguridad de que Marta Miguel se había quedado en la cocina, llorando.

27

Biscuter tenía la mañana melancólica de los mejores huérfanos. Ni siquiera ofreció su último guiso a Carvalho y el detective no tuvo más remedio que pensar, imaginar, recordar, revisar, actividades todas que le ponían de mal humor. A las once sonó el teléfono y por el tono de voz y la cautela de las palabras Carvalho descubrió a su antagonista telefónico. El viejo Daurella.

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