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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

Los pájaros de Bangkok (14 page)

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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—Has tenido suerte al encontrar trabajo.

—Me explotan, pero me hago el tonto. Ni contrato, ni seguro, ni nada. Pero al menos estoy tranquilo y no he de pedir dinero a nadie. ¿Qué puedo hacer por Teresa?

—Dudo que puedas hacer gran cosa. En realidad quienes debieran movilizarse serían tus abuelos o tu padre. Localízame a tu padre, si puedes.

—Ya lo tengo localizado. Está trabajando de amaestrador de perros en una residencia canina de la costa. Hacia el sur. Cerca de Calafell. Por el momento. Como siempre habían tenido perros en su casa, pues sabe de qué va. No se sorprenda.

—No me sorprende.

—Es que mi padre había sido asesor financiero de Bankinter porque era el sobrino de no sé quién o porque era el yerno de mi abuelo, no recuerdo bien. Ahora acaba de volver de Ibiza y la chica que le mantenía se cansó de él. Ha engordado y está perdiendo pelo.

—¿Qué edad tiene tu padre?

—Todos. Cuarenta y algo. Uno o dos más que Teresa, pero está más viejo. Es un golfo, el tío. Desde que se marchó de casa ha hecho de todo. Menos mal que no da consejos.

Se echó a reír.

—Está loco. Cuando le dije que esperaba un hijo me dijo: muy bien, Ernesto. Tú eres un "sigala" [Vulgarismo catalán sinónimo de pene] como tu padre. Volviendo a lo de Teresa. ¿Quiere que haga alguna gestión? Poco caso le harán a un chico de dieciocho años. Mi abuelo conoce gente y mi padre también, aunque los amigos que tenía los ha perdido a base de sablazos. El padre de Mercé, mi compañera, tiene una influencia impresionante y es diputado del Parlament de Catalunya, pero no me quiere ver ni en pintura. Es de esos demócratas de cintura para arriba.

—Tendríamos que ir a la agencia por si saben algo más y luego a ver a tu padre a ver si quiere echar una mano. ¿Quieres desayunar algo?

Dijo que no y se levantó con una agilidad exhibicionista, al tiempo que agitaba la melena para colocarla en su sitio. Se dedicó a revisar la discoteca de Carvalho y a cabecear negativamente mientras le dedicaba una sonrisa de buen chico.

—Se le paró el reloj. Ni uno de los Rolling siquiera. Lo más nuevo que tiene es el "Penny Lane" de los Beatles.

—Me debió tocar en una tómbola. De hecho me paré en Aznavour.

—No es tan malo como quiere parecer. Aquí veo un long-play de los Pink Floyd, pero póngase al día, hombre, dentro de poco se va a quedar sordo. Se puede ser sordo si no se sabe escuchar la música de nuestro tiempo.

—Profundo pensamiento.

—Cuando madrugo me salen así, a montones.

Carvalho se fue a la cocina. Hizo café y mientras culminaba el goteo de su transfusión de sangre mañanera se comió un cuarto de kilo de fresas recomendadas por Bromuro como el principal medicamento contra el ácido úrico.

—Y si pudieras estar una semana comiendo sólo fresas echabas fuera el ácido úrico para tiempo, Pepe.

Un cuarto de kilo de fresas por la mañana algo debía ayudar. Y con la satisfacción de haber tenido un acto de respeto para su maltratado cuerpo se fue a la ducha y se sometió a la alternancia del agua fría y del agua caliente porque Bromuro, que no se había duchado desde que cruzó el Oder o el Neisser con la División Azul, sostenía que iba bien para la circulación de la sangre.

—A tu edad, Pepiño, has de empezar a preocuparte por la circulación de la sangre. El estado de la sangre es el estado del cuerpo. Por eso yo estoy como estoy. Tengo la sangre tan espesa que parece frita, con cebolla.

Salió de la ducha y encontró la casa ocupada por las resonancias del "Romance de valentía" de Conchita Piquer. Ernesto le sonreía desde el sofá.

—De museo, oiga. Es demasié. Parece una de las chicas esas que cantan en el Capablanca. ¿A usted le gusta?

—Me recuerda la posguerra.

—Le gusta recordar.

—Cada uno recuerda lo que puede.

—Yo recuerdo una canción de Karina que se llamaba "No somos ni Romeo ni Julieta". Se cantaba cuando yo tenía seis años o así. Pero entonces también se cantaba a los Beatles y me he quedado con los Beatles.

—Veo que sigues pensando. Vamos.

Al salir al jardín, el espectáculo de las hiedras omnipotentes y de los setos desgarbados mereció la desaprobación de Ernesto.

—Parece un jardín abandonado.

—¿Tampoco te gusta mi jardín?

—Hay que amar a las plantas. Hay que hablarles y quererlas, incluso ponerles música. Si quiere vengo un día a arreglárselo. Le cobraré barato.

—Tienes el mismo espíritu de Rockefeller. Camarero, jardinero, un día de éstos te voy a ver por las calles vendiendo periódicos.

—Si se pudieran vocear me gustaría. Le sigo en mi moto.

Su moto era un desvencijado vespino que se lanzó tras el coche de Carvalho y se convirtió desde aquel momento en un motivo de preocupación para el detective, vigilante a través del espejo retrovisor del constante seguimiento del muchacho. Le parecía imposible que aquel insecto con ruedas pudiera aguantar a Ernesto y seguir la marcha del coche. La voluntad de vigilar el comportamiento de la moto hizo que Carvalho descendiera a poca velocidad y que tras él se formara una airada caravana de conductores que luego, al rebasar a la moto y a Carvalho, dejaban sobre el detective airadas o despectivas miradas, que sólo suelen merecer las mujeres conductoras o los conductores que peinan canas. Molesto consigo mismo, Carvalho aceleró la marcha todo lo que le dejaban las caravanas de madres que acababan de entregar a sus hijos a la enseñanza general básica en la trama de colegios privados sembrada en la zona alta de la ciudad. Aparcó el coche en los subterráneos del paseo de Gracia y caminó con rapidez hacia la agencia de viajes. En la puerta le esperaba Ernesto.

—Vivirá muchos años. Conduce como si no se hubiera inventado la prisa.

La entrada de Carvalho en la agencia seguido del melenudo y desgarbado muchacho hizo que algunas cejas se enarcaran. Hubo quien pensó que se avecinaba un atraco y también quien vio en Carvalho al marica maduro que va a apalabrar un crucero por el Caribe con su joven ahijado. El resto de las caras era de trabajo e indiferencia, por lo que Carvalho dedujo que a nadie se le había ocurrido el pensamiento normal de que eran padre e hijo en demanda de informes para un viaje de estudios, por ejemplo. El director de la agencia les tenía preparado el rostro de las preocupaciones, y aunque le presentó a Ernesto como el hijo de Teresa, dirigió su resumen a Carvalho, con quien le unía un pacto de edad y de chaqueta. La expedición había llegado aquella mañana y Teresa no había vuelto con ella. Tenía un resumen muy precipitado del guía jefe, porque el viaje había sido muy duro, con turbulencias increíbles sobre la India y una escala técnica en Bombay de ocho horas, pero casi nada nuevo podría añadir en las próximas horas. Teresa Marsé había desaparecido en Chiang Mai después de un seguimiento irregular que constaba en el informe que le entregaba. Todo fue normal hasta Bangkok. A partir de ese momento se separa del grupo y traba relación con un thailandés de malísima reputación, según la policía, y al decir malísima reputación el director de la agencia miraba a los ojos de Carvalho, como si quisiera decir sin decir algo que el muchacho presente no debía saber. Pero fue Ernesto el que salió al paso del eufemismo.

—¿Qué quiere decir malísima reputación?

—Exactamente eso.

—Exactamente eso no quiere decir nada.

—Hable claro. Es un chico muy curtido. Se ha hecho a sí mismo.

El director respiró hondamente.

—Para ser claro, y perdonen que emplee palabras de este tipo, pero ha sido exactamente lo que me ha dicho el guía: era un profesional sexual.

—¿Un puto?

—Sí, es decir, en Bangkok y en todas partes hay putas y putos, pero cada vez más aparecen los putos a medida que las mujeres se emancipan. Por ejemplo, las casas de masajes antes eran para hombres exclusivamente y ahora han empezado a salir casas de masajes para mujeres en las que los masajistas son hombres. Para extranjeras, claro. Todo el vicio en Bangkok es para extranjeros.

—Es decir, que mi madre se ha fugado con un puto.

—Por lo que dice el informe la historia no está clara y la policía de Bangkok no quiere aclararla. Mi guía me ha dicho: me huele mal. La embajada española ha intervenido, pero el jefe de policía de Thailandia, en persona, le ha dicho que el asunto no estaba bajo su control, que "…esa pareja se ha metido donde no la llamaban". Bangkok, no sé si han estado, es una ciudad falsa. Aparentemente es una ciudad festiva y turística donde todo está pensado para el turista. Pero rascas un poco y aparece una ciudad terrible, donde quien no trafica con droga del norte trafica con rubíes birmanos o con chicas, y cada cual tiene su territorio. El guía me ha dicho: me huele mal. Y es un guía veterano, con más de veinte viajes a Oriente.

—¿Podemos hablar con él?

—Déjenle dormir unas horas y a partir de esta tarde estará a su disposición.

21

"Residencia canina Pluto." "Otro hogar para los perros con hogar". Y en primer término una alambrada verde tras la que actúa un domador de perros que más pareciera domar leones. Botas altas, pantalón ecuestre, camisa azul holgada, un palo en una mano y el otro brazo enguantado hasta el codo, todo el cuerpo una posturita para citar al perro, recibirlo y secundar sus movimientos de captura con la elegancia con que sólo puede ser capturado un señor.

—Mi padre.

Musita Ernest con resignación y precede a Carvalho en la entrada. Se acerca el chico a la alambrada y grita el nombre de su padre por encima de la tozudez de los ladridos.

—¡Señor Planas Riutort!

Se vuelve el domador y al hacerlo le acompaña un compacto flequillo que le cubre la frente. Sonríe como si le estuviera recogiendo la sonrisa una cámara de spot y corre atléticamente al encuentro de su hijo. Abre la puertecilla metálica que encierra el espacio destinado a la doma, se quita el guante de protección y utiliza la mano libre para dar un cariñoso cachete al muchacho.

—¿Qué tal, Tito?

—Muy bien, papá. Déjame hablar antes de que nos sorprendas con alguna de las tuyas. Este señor se llama Carvalho, ha recibido una llamada de mamá desde Bangkok en la que dice estar en peligro y necesita ayuda. Ahora. Ya. Si es preciso irá a Bangkok a ayudarla.

—Tu madre. No me extraña nada. En cuanto sale de la tienda la arma.

Ofrece la mano a Carvalho y sustituye la sonrisa de padre enternecido por la de anfitrión condescendiente.

—Me chiflan los detectives privados. No leo otra cosa que novelas policíacas. Lo de Tere es una contrariedad.

Y se pone serio para repetirle a su hijo:

—Es una contrariedad.

—No hemos venido en busca de lamentaciones, papá. Hay que movilizar a gente para que se interese por lo que le pasa a mamá y hay que ir a Bangkok a buscarla.

—A mí no me mires. Yo puedo llamar a amigos míos para que se movilicen. Por ejemplo, al actual ministro de Exteriores… cómo se llama el chico ese que era tan amigo del tío Fernando… ¡ah, sí! Pérez Llorca… Le queda poco como ministro, pero algo podrá hacer. Supongo que se acordará de mí. ¡Hombre! Cómo no se me había ocurrido antes. Al Seni. El Seni y yo éramos de los círculos monárquicos hace… en fin… hace la tira. Llamaré al Senillosa… Y en cuanto lo de ir a Bangkok, chico, qué lata y qué caro. Yo en mi situación no puedo ayudarle a nadie. Ni a ti, Tito, y no es por falta de ganas. Este trabajo es provisional y el dueño, que es un íntimo amigo mío, me paga a un precio excepcional por ser quien soy y porque, verdaderamente, entiendo de perros. En casa siempre habíamos tenido perros de raza y caballos. Ya lo sabes, Tito. Pero no estoy en condiciones de ayudar a nadie que no sea yo mismo. Tú ya sabes, Tito, que escogí la libertad.

—Pero, al menos, muévete. Telefonea a esos señores.

—¿Aquí? ¿Ahora?

—Aquí y ahora.

—Pero, Tito. Es impropio. No es lugar, ni es hora.

—Mamá está en peligro.

Ernesto ha cogido a su padre por un brazo y el caballero domador inclina la cabeza vencido por la obstinación de su hijo. Inicia la marcha hacia un chalet sobre el que campea otra vez el rótulo "Residencia canina Pluto". La marcha cansina del hombre se trueca en ágiles zancadas en cuanto han cruzado la puerta de entrada y se mete en un despacho donde un hombrón moreno, con el rostro agitanado por el sol, escudriña unos papeles.

—Alfonso, mira, chico, mi hijo Tito y un amigo. Mi mujer está en líos y he de llamar a unos amigos.

El hombrón ha levantado el cabezón y ofrece una cara hosca y llena de pliegues a los que acaban de entrar.

—Te he dicho cien veces que no quiero llamadas en horas de trabajo.

—Pero, chico, mira, es un caso de emergencia. Me olvidaba de presentaros a Alfonso, el alma de este negocio.

Alfonso no ha mejorado de talante por el hecho de ser presentado como el alma de todo aquello.

—¿Cuántos perros has hecho esta mañana?

—Tres.

—¿Y el de la señora Carola?

—También.

—¿Adónde has de llamar?

—A Madrid primero para hablar con Pérez Llorca.

—¿Con Pérez qué?

—Pérez Llorca, el ministro de Asuntos Exteriores.

Alfonso sigue sumido en la tormenta que le ha estallado en los sesos y abre los ojos con asombro cuando Ernesto coge el teléfono y lo pone en manos de su padre.

—Le pagaremos las llamadas y el tiempo de trabajo que pierda mi padre.

Los ojos y la boca de Alfonso se han abierto para absorber la cantidad de imagen necesaria para justificar la dura condena que van a emitir los labios. Mientras el domador solicita el teléfono del Ministerio de Asuntos Exteriores, Alfonso se pone en pie y dirige un dedo acusador al muchacho.

—En esta oficina las decisiones aún las tomo yo y no tolero que un par de pijos metan sus narices en mis asuntos. ¡Si no te ganas el dinero que te pago, aún te ganas menos el derecho a llamar por teléfono en horas de trabajo!

Y una manaza se apodera del teléfono en el momento en que el domador ha conseguido el número del Ministerio de Asuntos Exteriores. El domador cierra los ojos y se pone rígido.

—Mira, Alfonso, basta. Métete el teléfono donde te quepa y búscate a otro para que amaestre a tus perros.

Alfonso tarda en darse cuenta de que su protegido ha abandonado su protección.

—Así que te vas. ¿Y adónde te vas a ir?

—No me faltarán ocasiones.

—¿A ti? Estás más desacreditado que…

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