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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (42 page)

BOOK: Los millonarios
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Durante veinticinco minutos corrí frenéticamente de una tienda a otra, gritando su nombre. Hasta el momento en que le encontramos —lamiendo el cristal en Jo Ann's Nut House— un dolor lacerante no dejó de perforarme el pecho. No fue nada comparado con lo que estoy sintiendo en este momento.

—¿Puedo ayudarle? —pregunta el guardia de seguridad en el mostrador de recepción. Es un hombre mayor con un uniforme de «Seguridad Kalo» y zapatos ortopédicos blancos. Bienvenidos al Conjunto residencial Wilshire en North Miami Beach, Florida. El lugar indicado al que acudir cuando se trata de una emergencia.

—He venido a ver a mi abuela —contesto con mi mejor voz de buen chico.

—Escriba su nombre, por favor —dice el guardia, señalando el libro de registro. Garabateo algo ilegible y examino todas las firmas que hay encima de la mía. Ninguna de ellas es la de Charlie. No obstante, hemos pasado por esta situación una docena de veces. Si alguna vez nos perdemos, debemos acudir a un lugar seguro. Bajo la palabra «Residente», añado las palabras «Abuela Miller».

—¿Es el nieto de Dotty? —pregunta el guardia, súbitamente amable.

—Sí, de Dotty —digo, entrando en el vestíbulo.

Por supuesto que se trata de una mentira, pero tampoco soy un completo desconocido. Durante casi quince años, mi abuela, Pauline Balducci, vivió en esta residencia. Murió aquí hace tres años, y es precisamente por esa razón que utilizo el nombre de su vecina para que Gillian y yo podamos entrar.

—¡El nieto de Dotty! —se ufana el guardia de seguridad ante los residentes que pasan por el vestíbulo—. Tiene la misma nariz, ¿verdad?

Arrastrando a Gillian por un brazo atravieso el vestíbulo, paso junto a los ascensores y sigo los carteles de salida a lo largo del sinuoso pasillo con el empapelado despegado y que apesta a cloro. Área de la piscina, todo recto. Mamá solía enviarnos aquí para que disfrutásemos de un tiempo de calidad con la parte «distinguida» de la familia. En cambio, eran dos semanas de luchas en el agua, concursos para ver quién resistía más tiempo debajo del agua, y las quejas de la gente bienpensante del conjunto residencial porque nos zambullíamos de un modo demasiado ruidoso, lo que fuese que eso significara. Incluso ahora, cuando salimos al exterior, un hermano y una hermana están hundidos hasta las rodillas practicando un cruel juego de Marco Polo. El chico, con los ojos cerrados, grita: «¡Marco!»: La chica grita: «¡Polo!» Cuando él se acerca, ella sube la escalerilla, corre alrededor de la piscina y vuelve a saltar al agua. Evidentemente es un poco tramposa. Igual que Charlie solía hacerme a mí.

—¿Oliver, adónde…?

—Espera aquí —digo, señalando a Gillian una tumbona.

Junto a la piscina, un vestido con camisa blanca, pantalón corto del mismo color y calcetines negros subidos hasta la rodilla estudia la página de las apuestas del hipódromo.

—Lamento molestarle, señor, pero, ¿podría dejarme su llave del club? —le pregunto—. Mi abuela se ha llevado la nuestra al apartamento.

El abuelo levanta la vista de su página de apuestas y me mira con sus pequeños ojos negros.

—¿Quién es su abuela?

—Dotty Miller.

Después de echarme un vistazo, saca la llave del bolsillo.

—Luego tráigala —me advierte.

—Por supuesto… enseguida.

Le hago una seña a Gillian y ella me sigue más allá de la pista de tejo y por el sendero flanqueado de árboles que ocultan el club de una sola planta. Una vez que Gillian ha entrado, le devuelvo la llave al señor Calcetines Negros y regreso con Gillian.

Una vez dentro, el «club» está exactamente igual a como lo dejamos hace un montón de años: dos cuartos de baño mugrientos, una sauna que no funciona y un juego de pesas anterior a Jack La Lane. El lugar fue diseñado para ser un punto de encuentro social, para que personas mayores se conocieran e hicieran nuevas amistades. Nunca se utilizó. Podríamos quedarnos durante días y nadie nos interrumpiría.

Gillian se sienta sobre el tapizado de vinilo rojo del banco de pesas. Miro las paredes cubiertas de espejos y me siento en el suelo.

—Oliver, ¿estás seguro de que Charlie conoce este lugar?

—Hablamos de este lugar miles de veces. Cuando éramos pequeños solíamos escondernos en la sauna. Yo saltaba dentro y simulaba que era Han Solo congelado en carbonita. Entonces Charlie acudía en mi rescate y… y… —Mi voz tiembla y me miro nuevamente al espejo. Me falta una mitad.

—Por favor, no te hagas esto a ti mismo —me ruega Gillian—. Nos llevó cuarenta minutos llegar hasta aquí y tenemos un coche. Si Charlie está de camino en taxi o en autobús tardará un poco más en llegar, eso no significa nada. Estoy segura de que no le ha pasado nada.

Ni siquiera me molesto en contestar.

—Tienes que ser positivo —añade—. Si piensas lo peor; consigues lo peor. Pero si piensas lo mejor…

—¡Entonces todo te estallará en la cara de todos modos! ¿Aún no entiendes la frase clave, la que remata el chiste? Es la gran broma pesada cósmica. Toc, toc. ¿Quién es? Una gran patada en el culo. Eso es todo… final del chiste. ¿No es muy divertido?

—Oliver…

—Es como correr el maratón de Boston: entrenas como un loco… pones tu vida en ello y entonces, justo cuando estás a punto de cruzar la línea de llegada, algún imbécil estira la pierna y llegas cojeando a la meta con ambos tobillos rotos y preguntándote adonde ha ido a parar todo ese duro trabajo. Antes de que te puedas dar cuenta, todo ha desaparecido: tu vida, tu trabajo… y tu hermano…

Gillian levanta la cabeza y me observa atentamente. Como si viese algo que nunca hubiera visto antes.

—Tal vez deberíamos ir a la policía —me interrumpe—. Quiero decir, encontrar algo acerca de mi padre es una cosa, pero cuando comienzan a dispararnos… no lo sé… tal vez ha llegado el momento de sacar la bandera blanca.

—No puedo hacerlo.

—¿De qué estás hablando? Sólo tenemos que marcar el 911. Si les dices la verdad, no pueden entregarte al servicio secreto.

—No puedo hacerlo —insisto.

—Por supuesto que puedes hacerlo —replica Gillian—. Todo lo que hiciste fue ver una cuenta bancaria en la pantalla de tu ordenador, no es como si hubieras hecho algo malo…

Giro la cabeza mientras el silencio marca la cadencia del aire.

—¿Qué? —pregunta Gillian—. ¿Qué es lo que no me estás diciendo?

Nuevamente permanezco en silencio.

—Oliver…

Sólo silencio.

—Oliver, puedes decirme…

—Lo robamos —digo de golpe.

—¿Perdón?

—No pensamos que ese dinero perteneciera a nadie; buscamos los datos de tu padre, pero había muerto… y el estado no había podido encontrar a ningún familiar, de modo que pensamos que nadie saldría perjudicado.

—¿Lo robasteis?

—Sabía que no debía hacerlo, se lo dije a Charlie, pero cuando descubrí que Lapidus me estaba jodiendo… y Shep dijo que podíamos sacarlo del banco… Todo parecía tener sentido. Pero lo siguiente que supimos fue que nos habíamos quedado con trescientos millones de dólares del dinero del servicio secreto.

Gillian tose como si estuviera a punto de ahogarse.

—¿Cuántos millones?

La miro fijamente a los ojos. Si estuviese trabajando contra nosotros es imposible que hubiese atacado a Gallo y DeSanctis de la forma que lo hizo. En cambio, lo hizo. Nos salvó la vida. Del mismo modo en que me salvó anoche cuando estábamos debajo del agua. Es hora de que le devuelva el favor.

—Trescientos trece.

—¿Trescientos trece millones?

Asiento.

—¿Robaste trescientos trece millones de dólares?

—No deliberadamente… no esa suma. —Espero que comience a gritar, o me abofetee, o me corte el cuello, pero no hace nada de eso. Simplemente se queda sentada. En una perfecta postura india. En absoluto silencio—. Gillian, sé lo que estás pensando, sé que es tu dinero…

—¡No es mi dinero!

—Pero tu padre…

—¡Ese dinero hizo que le mataran, Oliver! Para lo único que sirve ahora es para forrar su ataúd. —Alza la vista y sus ojos están llenos de lágrimas—. ¿Cómo pudiste no decírmelo?

—¿Qué se suponía que debía decir? Hola, soy Oliver, acabo de robar trescientos trece millones de dólares del dinero de tu padre, ¿quieres venir y quedarte con un buen pedazo? Charlie y yo sólo queríamos saber si estaba vivo. Pero después de conocerte… y pasar un tiempo contigo… yo nunca quise hacerte daño, Gillian, especialmente después de todo esto.

—Pudiste contármelo anoche…

—Quería hacerlo… lo juro.

—¿Por qué no lo hiciste entonces?

—Yo sólo… sabía que te haría daño.

—¿Y piensas que esto no me hace daño?

—Gillian, no tenía intención de mentirte…

—Pero lo hiciste. Lo hiciste —insiste con voz temblorosa.

Aparto la vista, incapaz de mirarla a los ojos.

—Si pudiera volver a hacerlo todo otra vez, no lo haría —susurro.

Gillian solloza ante mi comentario, pero eso no contribuye a mejorar la situación para mí.

—Gillian, te juro que…

—No se trata siquiera de que me mintieses —me interrumpe—. Y ciertamente no tiene nada que ver con un montón de dinero sucio —añade, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano. Aún está conmocionada, pero percibo las primeras señales de ira—. ¿Aún no lo entiendes, Oliver? ¡Sólo quiero saber por qué mataron a mi padre!

Mientras pronuncia esas palabras, el temblor que se percibe en la parte posterior de su garganta hace que sienta un estremecimiento en los hombros y nuevamente me recuerda qué hemos venido a hacer aquí. Alzo la barbilla y me contemplo en el espejo. Bolsas oscuras debajo de los ojos. Pelo negro en mi cabeza. Y mi hermano que sigue desaparecido.

Por favor, Charlie —dondequiera que te encuentres— regresa a casa.

58

—¿Qué está haciendo ahí? —preguntó una mujer mayor, tocando ligeramente a Joey en el hombro.

—Lo siento, sólo busco un calcetín que se me ha perdido —contestó Joey mientras se alejaba de la zona del lavadero. Una vez en el pasillo, Joey se volvió para mirar a la mujer y vio el cartel de «Cuarto de la basura» en una puerta metálica contigua.

—¿Usted vive aquí? —preguntó la mujer con tono desafiante. Llevaba un recipiente de plástico para la ropa y un brazalete de Alerta Médica dorado.

—Por supuesto —dijo Joey, pasando junto a la mujer y echando un vistazo en el cuarto de la basura. Olor a naranjas podridas. Un conducto para los desperdicios en una esquina. Ni Oliver ni Charlie.

—Escúcheme, le estoy hablando —la amenazó la mujer.

—Lo siento —dijo Joey—. Es que se trata de los calcetines favoritos de mi madre. Me dijo que viniese a hacer la colada aquí porque las secadoras son mejores en los pisos bajos…

—Son mejores…

—… estoy completamente de acuerdo con usted, pero ahora ese calcetín ha desaparecido, y… el caso es que era su calcetín favorito.

Joey se alejó de la mujer, pulsó el botón de llamada del ascensor y entró rápidamente en él cuando se abrieron las puertas.

—¡Estaré atenta por si aparece! —gritó la mujer. Pero antes de que pudiese acabar la frase, las puertas se cerraron.

—¿Era su calcetín favorito? —bromeó Noreen a través del audífono.

—Venga, muérete —dijo Joey—. He hecho mi trabajo.

—Sí, señora, has conseguido burlar otra vez a los jubilados de noventa años en ese nido de espías: el Conjunto Residencial Wilshire & Posada Comunista.

—¿Adonde quieres ir a parar?

—Lo único que digo es que no le veo el sentido a registrar ese lugar —mucho menos el tercer piso y el lavadero— sólo porque la abuela de Oliver y Charlie vivió alguna vez ahí.

—En primer lugar, si la abuela vivía en el tercer piso, es el que conocerán mejor. Segundo, nunca subestimes un lavadero como escondite. Y tercero, cuando se trata del comportamiento humano, hay una sola cosa en todo el mundo con la que puedes contar sin ningún género de dudas…

—Hábito —dijeron Noreen y Joey al unísono.

—No te burles —advirtió Joey mientras las puertas se abrían cuando el ascensor llegó al vestíbulo—. El hábito es lo único que comparten todos los seres humanos. No podemos evitarlo. Es lo que hace que conduzcamos hacia casa siempre por el mismo camino; y compremos el café en el mismo lugar; y nos cepillemos los dientes y lavemos la cara en el mismo orden. —Se hizo a un lado para dejar pasar a un grupo de mujeres mayores que lucían camisetas y cintas para el pelo de color lavanda; Joey siguió el cartel que indicaba la zona de la piscina y salió del edificio—. Es la misma razón por la que mi padre sólo entra en su casa por la puerta trasera. Jamás por la puerta principal. Yo lo llamo chifladura, él piensa que eso le hace la vida más fácil…

—Y así es como nacen todos los hábitos —interrumpió Noreen—. Breves e insignificantes momentos de control en un mundo dominado por un oscuro caos. Todos tememos la muerte, de modo que todos nos ponemos la ropa interior antes que los calcetines.

—De hecho, hay personas que suelen ponerse primero los calcetines —señaló Joey mientras miraba al hombre mayor que estaba junto a la piscina con un boleto de apuestas de caballos y los calcetines negros subidos hasta las rodillas—. Pero cuando tenemos problemas buscamos aquello que nos resulta familiar. Y ése es el hábito más básico de todos.

Joey pasó junto a la piscina examinando el viejo campo de juegos favorito de Oliver y Charlie. Para los dos críos que disputaban en la piscina la Marco Polo Super Bowl no había ningún lugar mejor que éste. Pero mientras contemplaba cómo el hermano y la hermana se perseguían mutuamente por la pista donde se jugaba al tejo, supo que los mejores juegos nunca desaparecen. A su izquierda se abría un camino que llevaba hacia la oficina de ventas del conjunto residencial. A la derecha se alzaba el club. Una estaba llena de empleados. El otro estaba prácticamente oculto por árboles y arbustos. Joey no lo dudó un instante.

—Tienen un club —le dijo a Noreen mientras pasaba junto al jacuzzi y se adentraba en el camino de cemento flanqueado de árboles. Un giro a la izquierda, otro a la derecha, y la zona de la piscina había quedado fuera de la vista. Después de mirar por encima del hombro para comprobar que no hubiese nadie cerca, Joey se acercó lentamente a la puerta.

Apoyó la oreja contra la madera, pero no consiguió oír ningún sonido en el interior de la pequeña construcción. Tratando de no alarmar a nadie que pudiese estar dentro del club, golpeó ligeramente con los nudillos y volvió a pegar la oreja contra la puerta. Nada.

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