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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (41 page)

BOOK: Los millonarios
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—Salgamos de aquí —dice. En su voz no hay miedo. Sólo ira.

Gillian indica el camino. No hacia la puerta del frente sino hacia los dormitorios de la parte posterior de la casa. Por donde ha entrado subrepticiamente. Ella primero… luego Charlie… luego yo. Pero cuando me lanzo hacia adelante, algo me coge por el tobillo. Y aprieta. Fuerte. Una corriente eléctrica de dolor sube como un relámpago por mi pierna y caigo de bruces al suelo. Detrás de mí, DeSanctis aferra con fuerza mi tobillo, negándose a soltarlo. Está apoyado sobre el estómago y avanza lentamente por el suelo. La sangre gotea de la línea de nacimiento del pelo, recorre la sien y cae sobre la mejilla.

Retrocedo apoyándome en los codos y pateo furiosamente, luchando por librarme de DeSanctis. Sus uñas se clavan profundamente en la piel del tobillo. No puedo quitármelo de encima.

—¡Charlie!

Miro hacia atrás con desesperación pero mi hermano ya está allí. Su pesado zapato negro aplasta la muñeca de DeSanctis. Con un alarido de dolor, DeSanctis suelta mi tobillo y alza la vista hacia Gillian.

—¿Qué haces tú…?

Antes de que DeSanctis pueda acabar la frase, Gillian lanza una patada que alcanza a DeSanctis en la sien. Su cuello se dobla con un ruido espantoso. Pero eso no detiene a Gillian. Atacando con ferocidad, vuelve a patearle. Y otra vez. Su zapato golpea como si fuese un ladrillo. Una y otra vez.

—Es suficiente —dice Charlie, apartándola de DeSanctis. Desde mi lugar sobre la alfombra, Charlie mide tres metros. El nuevo hermano mayor.

—¡Salgamos de aquí! —grita Charlie, inclinándose para ayudarme a que me levante.

Sin saber lo que nos espera fuera, Charlie corre hacia la parte trasera de la casa. Ignorando el dolor en el tobillo, le sigo tan deprisa como puedo, cojeando a lo largo del pasillo. Detrás de mí, Gillian apoya una mano sobre mi hombro.

—Sigue andando —me susurra. Cortamos a través del dormitorio, donde la puerta corredera de cristal que lleva al patio trasero está abierta de par en par.

—¡A la derecha! —grita Gillian.

Pero Charlie, decidiendo su propia huida, tuerce hacia la izquierda.

Salimos a un patio de cemento. La pared que se alza justo delante de nosotros es demasiado alta. A la izquierda, el camino atraviesa los patios traseros de las casas de los vecinos, cada patio conectado con el siguiente. Charlie ya se encuentra al final del camino, cargando una tumbona oxidada y desteñida por el sol que le ayude a salvar la pared de cemento.

—¡De prisa! —grita Charlie, sentado ya a horcajadas sobre la pared.

—El coche está por aquí —dice Gillian, tirando de mí hacia la derecha.

Yo miro hacia ambos lados, pero la respuesta es simple.

—¡Charlie, espera! —grito mientras corro hacia mi hermano.

—¡Estás loco, por aquí es más seguro! —insiste Gillian, sin darse por vencida.

Ni siquiera reduzco la velocidad.

—Hablo en serio —insiste—. Si te marchas ahora, te quedas solo.

Es una amenaza seria, pero ni siquiera Gillian quiere escapar sola. Sacudiendo la cabeza mientras patea el cemento, corre detrás de mí.

—¡Venga, estarán aquí en un segundo! —grita Charlie, pasando la otra pierna por encima de la pared. Cambiando el peso a sus brazos, salta de la pared y desaparece.

—Espera un… —Es demasiado tarde. Ya se ha marchado.

Apoyándome en la tumbona, asomo la cabeza por encima de la pared para asegurarme de que se encuentra bien. Pero en el instante en que diviso a Charlie del otro lado, se oye un disparo. Dos centímetros a mi izquierda, un trozo de la parte superior de la pared salta en mil pedazos, lanzando pequeños trozos de cemento en todas direcciones. Es como una lluvia de arena en pleno rostro. Trato de ver algo a través de la tormenta. Al otro lado de la pared y calle abajo, Gallo aparece en la esquina cojeando lo más rápido que puede con el arma apuntada directamente hacia mí.

—¡Baja la cabeza! —grita Charlie.

Se oye un segundo disparo.

Me agacho debajo del reborde, pierdo el equilibrio y caigo de la tumbona al suelo. Con el culo pegado a la tierra miro la pared que me separa de mi hermano.

—¡Oliver! —me llama Charlie.

—¡Corre! —grito—. ¡Lárgate de aquí!

—No hasta que…

—¡Vete, Charlie! ¡Ahora!

No hay tiempo para discutir. Oigo el retumbar de sus zapatos sobre la hierba cuando se aleja velozmente. Gallo no puede estar demasiado lejos de él.

Me levanto con dificultad y saco la pistola del bolsillo trasero mientras examino la pared como si pudiera ver a través de ella. Gillian me toca ligeramente el hombro.

—¿Está…?

Suena un tercer disparo, interrumpiendo lo que iba a decir.

Luego un cuarto. Mi corazón se contrae y clavo la vista en la pared. Contengo la respiración y cierro los ojos, tratando de oír pasos. A la distancia se alcanzan a oír unas pisadas que se alejan. Por favor, Dios, que sea Charlie.

Intento cogerme a la pared para elevarme y mirar al otro lado, pero Gillian tira de mí hacia abajo.

—Tendríamos que salir de aquí —insiste, apartándome de la pared. Al comprobar que no me muevo, añade—. Oliver, por favor.

—No pienso abandonarle.

—Escúchame, si vuelves a asomar la cabeza sería como llevar una diana dibujada en la frente. A Charlie no le pasará nada, es diez veces más veloz que Gallo.

—No pienso abandonarle —repito.

—Nadie ha dicho nada de abandonarle, pero si no nos largamos rápidamente de aquí…

Un quinto disparo resuena en la calle. Sobresaltados por el ruido, ambos nos agachamos.

—¿A qué distancia está tu coche? —pregunto.

—Sígueme.

Me coge la mano y echamos a correr a través de los patios abiertos. A mitad de camino, pasamos junto a la puerta corredera de cristal del dormitorio de Gillian, que es exactamente cuando la mano de DeSanctis aparece súbitamente para coger a Gillian de su rizada cabellera negra.

—¿Preparada para el segundo asalto? —pregunta DeSanctis con aspecto aturdido.

La parte derecha del rostro está cubierta de sangre, y antes siquiera de que pueda dar un paso fuera de la habitación, Gillian se gira rápidamente y le hunde la rodilla en los testículos. DeSanctis cae pesadamente al suelo, le golpeo con la culata de la pistola y continuamos la carrera hasta el extremo del patio. Cuando alcanzamos la pared, es como una imagen refleja de la pared que ha saltado Charlie hace unos minutos, es decir, hasta que desvío la mirada hacia la izquierda y veo la puerta de metal negro que interrumpe la continuidad de la pared. Entre los barrotes se ve una tarjeta metida en una bolsa de plástico: «No cerrar con llave - Por incendio», dice con letra manuscrita.

Gillian tira de los barrotes y abre la puerta. Se cierra a nuestras espaldas con un sonido metálico y nos conduce al aparcamiento de un complejo de apartamentos de baja altura. En cuanto llegamos a la calle doblamos a la izquierda.

—Por aquí —dice Gillian, metiéndose en su escarabajo azul, que está aparcado debajo de un árbol.

Hace girar la llave y pone el motor en marcha. Yo miro por encima del hombro en busca de DeSanctis.

—Vamos, vamos, vamos…

—¿Hacia dónde? —pregunta ella.

—Todo recto. Le encontraremos.

El impulso nos aplasta contra los asientos cuando el coche sale disparado con un chirrido de los neumáticos. Mantenemos las cabezas gachas, por si nos topamos con Gallo. Pero cuando llegamos al extremo de la calle —la esquina hacia donde se dirigía Charlie— no se ve a nadie. Ni a Gallo… ni a Charlie… ni a una alma. A lo lejos se oyen unas sirenas. Los disparos han alertado a la policía.

—Oliver, realmente creo que deberíamos…

—Sigue buscando —insisto, examinando cada callejón junto a cada casa rosada que pasamos—. Tiene que estar en alguna parte.

Pero mientras el coche recorre la manzana no hay más que caminos particulares desiertos, jardines con la hierba crecida, y unas pocas palmeras cuyas hojas se agitan con la brisa. Detrás de nosotros, el sonido de las sirenas crece en el silencio de la noche.

Si fuese yo quien estuviera huyendo, giraría a la derecha en la siguiente señal de stop.

—Gira a la izquierda —le digo a Gillian.

Aún conozco a mi hermano. Sin embargo, cuando damos la vuelta a la esquina la única persona que vemos es un anciano con la piel marrón como el cuero de un zapato y una camisa azul celeste de los años cincuenta. Está sentado en el porche de su casa, pelando una naranja con un cortaplumas.

—¿Ha visto pasar a alguien corriendo? —le pregunto mientras bajo el cristal de la ventanilla y escondo el arma.

Me mira como si yo hablase…

—Español —me aclara Gillian.

—Ah… ¿ha visto un muchacho?

El hombre no contesta. Continúa pelando la naranja. La sirena de la policía ya está casi sobre nosotros.

Gillian mira por el espejo retrovisor, sabiendo que están muy cerca. Necesita tomar una decisión.

—Oliver…

—Espera —le digo—. Por favor, es muy importante. ¡Es mi hermano!

El viejo ni siquiera alza la vista.

—Oliver, por favor…

Detrás de nosotros, unos neumáticos chirrían al doblar la esquina.

—Vamos, larguémonos de aquí —me rindo finalmente.

Gillian pisa el acelerador y las ruedas buscan nuevamente la tracción para poner el coche en movimiento. Un rápido giro a la derecha y un límite de velocidad absolutamente ignorado convierte el vecindario en una mancha rosa y verde. Miro a través de la ventanilla, esperando que Charlie salte de la espesura y grite que está a salvo. Pero no lo hace. No dejo de mirar.

Junto a mí, Gillian extiende la mano y me acaricia la nuca.

—Estoy segura de que no le ha pasado nada malo —promete.

—Sí —digo, mientras South Beach— y mi hermano —se desvanecen detrás de nosotros—. Espero que tengas razón.

56

Si hubiese llegado al lugar sólo diez minutos antes, Joey habría podido presenciar toda la escena: las luces rojas del coche patrulla, los policías uniformados que abrían las puertas y salían a la carrera, incluso a Gallo y DeSanctis mientras ofrecían sus explicaciones preparadas a la ligera: Sí, éramos nosotros quienes disparábamos; sí, consiguieron escapar; no, podemos arreglar este asunto sin ayuda, gracias de todos modos. Pero incluso cuando todo el mundo se hubo marchado —incluso con el coche alquilado por Gallo que no se veía por ninguna parte— era imposible no advertir la cinta amarilla y negra de la policía que cubría la puerta principal de la casa de Duckworth.

Joey salió del coche y se dirigió directamente a la puerta, golpeando tan fuerte como pudo.

—Soy yo, ¿hay alguien en casa? —gritó para asegurarse de que estaba sola.

Una rápida mirada por encima del hombro y un par de golpes en la cerradura hicieron el resto. Al abrirse la puerta, Joey se agachó y se deslizó por debajo de la cinta de la policía. En el interior, la cocina estaba en orden, pero la sala de estar estaba destrozada. La lámpara hecha añicos, la mesilla baja volcada, los libros de la estantería en el suelo. La lucha había sido breve, limitada a un único espacio. En la parte inferior de la estantería había una pila de viejos ejemplares de la revista
Wired
. Joey fue directamente hacia ellas, cogió la que coronaba la pila y examinó la etiqueta con los datos de suscripción. ¿Martin Duckworth?, leyó para sí, totalmente desconcertada. En un estante próximo descubrió el portarretratos roto con la fotografía en la que aparecían Gillian y su padre. Finalmente una prueba física. Joey sacó la foto del marco y la guardó en su bolso.

En el suelo, los pequeños trozos del vaso de cristal de la batidora cubrían la alfombra descolorida, que presentaba una mancha oscura junto a la puerta. Joey se agachó para examinarla de cerca, pero la sangre ya estaba seca. El rastro de sangre continuaba a lo largo del pasillo, pequeñas gotas que señalaban un rastro de pequeños planetas que se alejaban de un sol oscuro. Cuanto más avanzaba por el pasillo, más pequeñas se volvían las gotas, hasta llegar finalmente al dormitorio. Y a las puertas correderas de cristal.

A través del cristal vio que un niño cubano de unos cuatro años, con calzoncillos rojos y una camiseta de Supermán azul la miraba desde el otro lado, las manos metidas bajo el elástico de los calzoncillos. Joey sonrió y deslizó la puerta lentamente para no asustarle.

—¿Has visto a mi hermano? —preguntó.

—¡Bang-bang! —gritó el niño, señalando con el dedo como si fuese una pistola hacia la pared que había a la izquierda. Al volverse, Joey vio claramente la zona serrada donde había impactado el primer disparo. La tumbona estaba apoyada contra la base de la pared. Arriba y al otro lado, pensó Joey.

Sacó el móvil del bolso y pulsó el botón de llamada rápida.

—¿Qué tal el vuelo? ¿Te ofrecieron cacahuetes gratis? —preguntó Noreen.

—¿Has oído alguna vez el nombre de Martin Duckworth? —preguntó Joey, echando un vistazo al ejemplar enrollado de
Wired
.

—¿No es el individuo cuyo nombre aparece en la cuenta del banco?

—El mismo. Según Lapidus y los datos que tienen en Greene, Duckworth está viviendo en Nueva York, pero apuesto a que si le metemos en la picadora de carne, descubriremos algo más.

—Dame cinco minutos. ¿Alguna otra cosa?

—También necesito que encuentres a sus familiares —le explicó Joey mientras se acercaba a la pared—. Charlie y Oliver… cualquiera que ellos puedan conocer en Florida.

—Venga, jefa, ¿crees acaso que no hice ese trabajo en el momento en que subiste al avión a Miami?

—¿Puedes enviarme esa lista?

—Es una lista con un solo nombre —dijo Noreen—. Pero pensaba que habías dicho que los hermanos eran demasiado listos para esconderse con familiares.

—Ya no. A juzgar por el aspecto de la casa tuvieron una visita sorpresa de Gallo y DeSanctis.

—¿Crees que les han cogido?

Aún con la imagen de esa mancha seca en la alfombra, Joey se subió a la tumbona y pasó las puntas de los dedos por el trozo de cemento que faltaba en la parte superior de la pared; no había sangre por ninguna parte.

—No puedo hablar por los dos, pero algo me dice que al menos uno de ellos consiguió escapar… y si está huyendo…

—… estará desesperado —continuó Noreen—. Dame diez minutos y tendrás todo lo que necesitas.

57

Cuando tenía doce años perdí a Charlie en el centro comercial del Kings Plaza. Mamá estaba en una de las antiguas tiendas de descuento, decidiendo qué ropa comprar; Charlie estaba investigando entre los artículos de Spencer Gifts, haciendo un esfuerzo por olfatear las velas eróticas «Sólo para adultos»; y yo… se suponía que no debía apartarme de su lado. Pero cuando me di la vuelta para enseñarle la colección de juegos de naipes con desnudos, comprobé que se había ido. Lo supe al instante: no se estaba escondiendo y tampoco estaba vagando por uno de los rincones de la tienda. Había desaparecido.

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