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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (38 page)

—¿Entonces por qué no me has llevado contigo?

—Por la misma razón por la que he tenido que sacarte de ahí; bajar es una cosa, pero moverte dentro de un barco hundido… la desorientación… eso es algo que no debes intentar hacer en tu primera inmersión.

—¿Y ésa es la verdadera razón?

—¿Qué otra razón podría haber… —Sus ojos se abren como si le hubiese clavado un escalpelo entre las costillas—. ¿Acaso crees que yo… jamás te abandonaría… yo jamás abandonaría a nadie de ese modo.

Su voz tiembla al pronunciar las últimas palabras. Es como si no pudiese asimilarlo. Me suelta y se aleja flotando lentamente.

—Gillian…

—Yo jamás te haría daño…

—No estoy diciendo que fueras a hacérmelo, es sólo que… cuando has dicho mi verdadero nombre…

—En la casa… tu hermano lo dijo.

—Eso he pensado… pero cuando me he dado la vuelta y he visto que no estabas… me ha entrado pánico.

—Pero pensar que yo podría… ¡Dios mío! Aquí… aquí es donde vengo antes de pintar… cuando era pequeña, incluso ahora… éste es mi hogar. Si hubiese pensado que no confiabas en mí, yo… yo jamás te hubiese invitado.

Extiendo el brazo sobre el agua y la cojo del chaleco.

—Si yo no confiara en ti, Gillian, jamás hubiese venido.

Ella me mira largamente, digiriendo cada palabra.

—Hablo muy en serio —añado rápidamente—. No estaría aquí si…

Su mano sale disparada como una flecha, me aferra la nuca y me atrae hacia ella para darme un suave y tierno beso. El sabor salado de su lengua me escuece de la manera más maravillosa posible. Sus dedos se mueven hábilmente debajo del agua y me bajan la cremallera del pecho.

Mientras nos balanceamos en el océano, el viento es frío, todo está oscuro y tendremos que nadar una buena distancia para regresar al bote. Pero en este momento, con las luces de neón a nuestras espaldas, simplemente quiero disfrutar de ese beso.

49

—Por favor, dime que estás bromeando —imploró Joey a través del móvil mientras su coche giraba en la esquina del aparcamiento de USAir.

—¿De cuántas maneras diferentes quieres que te lo diga? —preguntó Debbie. Como agente de billetes de USAir, Debbie estaba acostumbrada a tratar con clientes coléricos. Pero como la amiga más antigua del instituto de Joey, sabía que no podía ignorar a ese cliente y enviarlo al final de la cola—. El ordenador está muerto, todo el sistema se ha colgado. Deja de darme lástima. Todo estará solucionado en diez minutos.

—No tengo diez minutos, Debbie —dijo Joey aparcando con un chirrido de neumáticos en una plaza vacía—. Necesito esa información ahora.

—Sí, bueno, yo necesito un sostén que me levante los pechos y un esposo que recuerde cómo hacer que los dedos de mis pies se curven en la cama, pero a veces tienes que conformarte con lo que hay.

—¿Qué me dices del kilometraje de los viajeros frecuentes? ¿Puedes rastrearles a través de ese dato?

—Joey, los ordenadores están muertos, toda esa información está en el mismo sistema. Además, ¿cómo sabes si esas personas han viajado con USAir?

—¿Por qué otra razón dejaría alguien el coche en el aparcamiento de USAir? —preguntó Joey apagando el motor. Echó un último vistazo al diminuto triángulo azul en la pantalla electrónica, salió del coche, entrecerrando los ojos ante el sol que ascendía lentamente en el horizonte y examinó febrilmente el aparcamiento lleno hasta los topes. Según el dato de la pantalla, el coche tendría que estar…

Allí.

En la esquina… cerca de la terminal —el Ford azul marino de Gallo propiedad del gobierno— aparcado ilegalmente en una plaza reservada para minusválidos.

Mierda —musitó Joey mientras daba la vuelta y sacaba sus cosas del maletero. El maletín metálico debajo de un brazo; la bolsa de lona debajo del otro. Con el pequeño auricular aún colgado de su oreja, echó a correr hacia la terminal tratando de no perder el equilibrio. Atravesó a la carrera el paso de peatones, obligando a frenar bruscamente a dos taxistas que hicieron sonar sus bocinas—. ¿Y si buscas en la lista de billetes emitidos por el gobierno? ¿O en la lista de pasajeros? —le preguntó a Debbie—. ¿No fue así como descubriste junto a quién estaba sentado el jodido marido de Marsha?

—¿Cómo tengo que decírtelo para que entre en tu cabezota, Joey? Todo está en el mismo…

—¿Qué me dices de la lista LEO? —preguntó Joey, refiriéndose a la lista de la compañía aérea que incluye a los oficiales de la ley que viajan en sus aviones—. ¿No tienen acaso que rellenar unos formularios especiales si quieren viajar con sus armas?

En el otro extremo de la línea telefónica se produjo una breve pausa.

—Sabes que… —comenzó a decir Debbie—. Espera un segundo. Deja que llame a la puerta…

Joey atravesó velozmente las puertas automáticas, ignoró la cinta transportadora de equipaje, giró a la derecha y subió por la escalera mecánica saltando los escalones de dos en dos. Al llegar arriba, a lo largo de los mostradores de venta de billetes, examinó a la dispersa multitud de madrugadores. Un hombre de negocios con el traje arrugado, un estudiante de instituto con una camiseta enorme, una anciana con un suéter amarillo pálido de cuello vuelto, pero nadie que se pareciera a Gallo o DeSanctis.

—Será mejor que le agradezcas al Señor el inútil papeleo del gobierno —dijo una voz familiar en su oído.

—¿Les has encontrado? —le preguntó a Debbie.

—Te prometo que a veces pienso que toda esta basura fue inventada por la CIA para estar informados de…

—¿Qué has…?

—Según nuestros datos, el agente James Gallo y el agente Paul DeSanctis fueron incluidos en la lista LEO de nuestro vuelo de las 6.27 con destino a Miami.

Joey miró su reloj. Las 6.31.

—¿Ellos están…?

—Volando.

—¿Cuándo es el próximo…?

—En una hora y media. Ya les he dicho que te reserven una plaza en ese vuelo tan pronto como se recupere el sistema informático.

Joey sacudió la cabeza con pesar y comprobó la pantalla. «Miami. Vuelo 412. Despegado.»

—¿Cómo demonios he podido perderles?

—No llores —dijo Debbie—. Sólo cuentan con la ventaja inicial.

50

—¿Qué piso? —pregunta Charlie el jueves por la mañana cuando entramos en el ascensor.

—Séptimo —digo y él pulsa el botón. Me ajusto la corbata; Charlie se lame la mano y luego se aplasta la enmarañada mata de pelo rubio. Si vamos a recuperar nuestros papeles como banqueros es necesario que tengamos un aspecto acorde. Junto a nosotros, Gillian es el perfecto equivalente femenino con su larga falda floreada. Cuando acaba de alisarla, mira en mi dirección. Dejo que mis ojos se entretengan en sus piernas, no puedo evitar mirarlas descaradamente, es decir, hasta que noto que Charlie me observa. Entonces fijo la mirada en el suelo; Charlie sacude la cabeza. No puedes engañar a los hermanos pequeños.

El ascensor se detiene y las puertas se abren. En el pasillo, un logotipo elegante y sobrio (para lo que es Miami) cuelga de la pared: en forma de estrella, pero con un círculo en cada una de las puntas. Las letras plateadas que cubren la parte inferior del logo nos confirman que hemos llegado a nuestro destino: Five Points Capital, el lugar donde Duckworth firmó su acuerdo.

Gillian se separa de la barandilla de bronce del ascensor y sale al pasillo. Antes de que pueda seguirla, Charlie me coge del brazo.

—Le tocaste sus tetitas, ¿verdad? —dice en un susurro.

—¿De qué estás hablando? —pregunto, molesto, mientras salgo del ascensor.

—¿Eso es lo mejor que puedes conseguir? ¿Te enfadas pero no lo niegas? Esta vez no le contesto.

—¿Cuándo fue? ¿Anoche? ¿Cuando has ido esta mañana a buscar la ropa?

Me aparto de él, giro a la izquierda y me dirijo a las puertas cristaleras del área de recepción. Charlie está justo detrás de mí. No tiene necesidad de decirlo. Desde ahora no me perderá de vista ni un segundo.

—¿Seguro que estás preparado? —pregunta Gillian, interpretando como miedo la expresión que hay en mi rostro.

—Estoy bien —digo, sin dejar de mirar a Charlie. Pero cuando inspiro profundamente, la realidad me embiste. Charlie lo ve claramente en mi rostro. Una cosa es llamar y pedir una cita. Y otra cosa muy distinta es llevarla a cabo.

A la derecha de las puertas hay un pequeño letrero que dice «Pulse el timbre para Recepción». Pero es lo que hay encima del botón del timbre lo que nos llama la atención: un teclado gris que se parece al que tenemos en el banco. Junto a los números, sin embargo, también hay un espacio plano lo bastante grande para alojar la huella del pulgar. En la parte superior dice «ID Biométrica».

Pulso el timbre y Charlie alza una ceja.

—¿Reconocimiento de huellas digitales? —pregunta—. Alguien se está tomando demasiado en serio.

Una recepcionista con el pelo castaño cardado nos franquea la entrada con un suave zumbido. Charlie encabeza el grupo, el embajador de las sonrisas. Todo pez gordo necesita un ayudante.

—Hola, llamamos esta mañana… —dice, imitando mi voz de vendedor y señalando hacia mí—. Del Banco Greene. El señor Lapidus ha venido a ver al señor Katkin.

—Por supuesto —dice la mujer mientras asiente levemente con la cabeza—. Ahora mismo le buscaré, señor Lapidus.

Charlie rechina los dientes cuando la recepcionista pronuncia ese nombre. «¿Estás seguro de que esto es correcto?», me pregunta con la mirada.

«Confía en mí», insisto. Durante los últimos cuatro años, he llevado a toneladas de clientes por el escenario del capital de riesgo. E incluso en Florida se necesita un nombre importante para abrir una puerta importante.

Jugando nerviosamente con la corbata que tomó prestada de Duckworth, Charlie se sienta en el sofá color crema. En el instante en que Gillian se sienta a su lado, Charlie se levanta y comienza a pasear por la habitación. Le miro con el ceño fruncido pero a Charlie no le importa. Ignorándome, finge estar muy interesado en la vista de la avenida Brickwell desde los enormes ventanales.

—¿Señor Lapidus, puede firmar aquí, por favor? —me pide la recepcionista. Señala una pantalla de ordenador que hay junto a su escritorio. En la pantalla hay un lugar en blanco para tu nombre. Tecleo «Henry Lapidus» y pulso «Enter». Detrás de la recepcionista, una impresora láser de última generación confecciona y escupe una pegatina de identificación. «Henry Lapidus - Visitante.» Pero, a diferencia de los pases normales para los visitantes, la parte frontal de éste tiene un aspecto líquido, casi translúcido. Debajo, si uno hace girar la tarjeta a la luz, aparece la palabra «Caducado» en letras de un desvaído color rojo.

—¿De qué material está hecho? —pregunto, pasando la yema del pulgar sobre la suave superficie del pase.

—¿No son geniales? —canturrea la recepcionista—. Después de ocho horas la tinta del frente se disuelve y la palabra «Caducado» se vuelve de un rojo brillante.

Asiento, impresionado.

—No tenemos alternativa —dice la recepcionista con una sonrisa—. Quiero decir… considerando quiénes son nuestros socios…

—Naturalmente… —dice Charlie, forzando su propia risa falsa.

—Sin duda —añado.

Ambos miramos a la mujer. Ella nos devuelve la mirada. Somos inescrutables.

—¿Y cómo es trabajar con ellos? —pregunta Charlie, buscando detalles.

—¿Honestamente? No es nada del otro mundo. Yo esperaba que aparecieran con trajes oscuros y gafas de sol, pero son como cualquier mortal, se ponen la chaqueta una manga después de la otra.

Charlie me mira; yo miro a Gillian.

—La única diferencia es que ahora vienen chaquetas del gobierno —añade la mujer echándose a reír.

La expresión se me congela en el rostro.

—¿Forman parte del gobierno?

—No directamente, pero… —Interrumpiéndose, la mujer añade—. Vaya, lo lamento, pensé que lo sabían. Está todo en nuestros recortes… —dice, alcanzándome un folleto publicitario en una carpeta verde musgo.

Abro la carpeta mientras Charlie y Gillian leen por encima de mi hombro. Allí está, en la primera página: «Bienvenidos a Five Points Capital, el fondo de riesgo del Servicio Secreto de Estados Unidos.» Detrás de nosotros se abre una puerta.

—¿Señor Lapidus? —pregunta una voz de barítono. Los tres nos volvemos y un hombre alto de porte militar y gruesos antebrazos nos estrecha las manos. En su reloj se advierte un sello presidencial de oro—. Brandt Katkin —se presenta—. Por favor… pasen.

51

—Servicio secreto. Le habla Marta.

—Hola, Marta —dijo Quincy con voz tranquila en el auricular—. Estoy buscando al agente Jim Gallo…

—Un momento, le pasaré con un supervis…

—No quiero que me pase con nadie, ya lo han hecho dos veces. —Sentado con ambas manos entrelazadas con fuerza sobre el escritorio, Quincy estaba decidido a no perder la calma. Después de la reunión de socios de anoche… ya había habido suficientes gritos. Incluso amenazas. Ahora, sin embargo, era el momento de no perder los nervios—. El supervisor con quien he hablado me pasó con el buzón de voz del agente Gallo. Pero eso no me sirve de nada —explicó pacientemente—. ¿Podría usted encontrar al agente Gallo por mí, por favor? Se trata de una emergencia.

—¿Hay alguien en peligro físico, señor?

—No, pero él…

—Entonces el agente Gallo se pondrá en contacto con usted tan pronto como regrese.

Quincy cogió con fuerza el auricular hasta que los nudillos se le pusieron blancos mientras los dedos de la otra mano tamborileaban contra el bol de cristal lleno de caramelos en una esquina del escritorio. Los caramelos eran sólo para los clientes. Hacía que los hombres se sintieran como niños. Más allá del bol de cristal —a través del panel de cristal que había junto a la puerta de su despacho— Quincy podía ver el tráfago de gente que iba y venía por la séptima planta. En el extremo opuesto, la puerta del despacho de Lapidus se abrió súbitamente y su socio salió rápidamente al pasillo. Cuando Lapidus caminaba de ese modo, sólo había un lugar adonde dirigía sus pasos.

—Señora, me temo que usted no lo comprende —insistió Quincy—. Necesito encontrar al agente Gallo. Ahora.

—Lo siento mucho, señor, pero el supervisor pasó su llamada y el agente Gallo no se encuentra en su mesa.

—Es evidente que el agente Gallo no se encuentra en su mesa, por eso necesito saber dónde está.

—Aun así, señor, no suministramos esa clase de información.

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