Miró el reloj por enésima vez y, presa de la mayor frustración, se puso a tamborilear con el bolígrafo sobre la mesa. Quizá, sólo quizá, en aquel momento Jacob estaría contándole a su madre los detalles que les ayudarían a resolverlo todo de un plumazo. Quizá…
Un cuarto de hora más tarde, supo que aquella batalla estaba perdida. Al oír abrirse la puerta de la sala de interrogatorios, se levantó de un salto y salió al encuentro de sus ocupantes: dos rostros herméticos, la mirada pétrea, pero rebelde. Y en ese preciso instante comprendió que, fuese lo que fuese lo que ocultaba Jacob, no lo revelaría por voluntad propia.
—Dijeron que podía llevarme a mi hijo —observó Laine con voz gélida.
—Sí —respondió Patrik. No había nada más que decir.
Ahora tendrían que hacer lo que le había dicho a Gösta hacía unos minutos: marcharse a casa a cenar y descansar. Así, al menos, tal vez pudiesen seguir trabajando con algo más de energía al día siguiente.
L
e preocupaba qué sería de su madre, que estaba enferma. ¿Cómo podría cuidarla su padre si estaba solo? La esperanza de que alguien la encontrase empezaba a desvanecerse ante el horror de estar ya sola en aquellas tinieblas. Sin la suave mano de la otra, la oscuridad se le antojaba más negra aún.
También el olor se le hacía insoportable. Aquel olor dulce y sofocante a muerte anulaba todos los demás. Incluso el olor de sus excrementos se esfumaba entre aquel dulzor repugnante y la había hecho vomitar varías veces, agrias bocanadas de bilis, a falta de alimento. Ya empezaba a sentir la añoranza de la muerte. Eso la asustaba más que ninguna otra cosa. La muerte empezaba a coquetear con ella, a susurrarle, a prometerle que ahuyentaría el dolor y la angustia.
Siempre estaba atenta a los pasos que podían acercarse desde arriba. El sonido que emitía la trampilla al abrirse. Los maderos que se apartaban y después los pasos otra vez, despacio, bajando la escalera. Sabía que la próxima vez que los oyese, sería la última. Su cuerpo no soportaría más dolor y ahora, igual que la otra, también ella cedería a la atracción de la muerte.
Y, en efecto, como si lo hubiese reclamado, oyó el sonido que tanto temía. Con el corazón encogido de dolor, se dispuso a morir.
F
ue maravilloso que Patrik llegase a casa más temprano la noche anterior, aunque, al mismo tiempo, ella no se lo esperaba, dadas las circunstancias. Ahora que ella misma esperaba un hijo, Erica podía entender de verdad la angustia de unos padres y sufría con los de Jenny Möller.
Se sintió un poco culpable por haber estado tan contenta todo el día. Desde que sus huéspedes se marcharon, la paz había vuelto a su alrededor, lo que le había permitido andar charlando con el amiguito que pataleaba en su barriga, descansar, recuperarse y leer un buen libro. Además, aunque resoplando, había subido la cuesta de Galärbacken para comprar algo rico de comer y una buena bolsa de golosinas que ahora la llenaba de remordimientos. La comadrona le había advertido que el azúcar no era muy saludable en el embarazo y que si se abusaba, su hijo podría nacer diabético. Cierto que le había dicho que para ello había que consumir grandes cantidades, pero sus palabras resonaban siempre en la mente de Erica. Si a esto se añadía la larga lista de alimentos no recomendables que había en la puerta del frigorífico, a veces tenía la sensación de que traer al mundo a un niño saludable era una misión imposible. Existían, por ejemplo, ciertos pescados que no podían probarse, mientras que otros sí, pero no más de una vez por semana y, además, había que tener en cuenta si los habían pescado en el mar o en un lago… Por no hablar del dilema del queso. Erica adoraba el queso en todas sus formas y tenía memorizado cuáles le estaba permitido comer y cuáles no. Por desgracia para ella, el queso azul era uno de los que figuraban en la lista de prohibidos y ya tenía alucinaciones sobre el festín de quesos y vino tinto que se daría tan pronto como hubiese dejado de amamantar al pequeño.
Tan absorta estaba en sus recreaciones de orgías culinarias que ni siquiera oyó que Patrik había llegado a casa. Casi se le sale el corazón por la boca y le llevó un buen rato recuperar el ritmo cardíaco.
—¡Por Dios! ¡Qué susto me has dado!
—Perdona, no era mi intención. Creí que me habías oído entrar.
Patrik se sentó a su lado en el sofá de la sala de estar y Erica se sorprendió al ver su aspecto.
—Pero…, Patrik, pareces agotado. ¿Ha ocurrido algo? —De repente, se le cruzó una idea por la cabeza—: ¿La habéis encontrado? —preguntó, con el corazón encogido.
Patrik negó con la cabeza.
—No. —No dijo nada más. Erica aguardó sin apremiarlo hasta que, después de unos minutos, él pareció capaz de continuar—. No, no la hemos encontrado. Y, además, tengo la sensación de que hemos retrocedido.
De pronto, Patrik se inclinó hacia delante y se cubrió el rostro con las manos. Erica se le acercó un poco, lo abrazó y apoyó la mejilla en su hombro. Más que oírlo, lo sintió llorar en silencio.
—¡Mierda! Sólo tiene diecisiete años. ¿Te imaginas? Diecisiete años y un cerdo desquiciado cree que puede hacer con ella lo que se le antoje. Quién sabe lo que estará sufriendo la pobre y, mientras, nosotros dando tumbos como imbéciles incompetentes sin tener ni idea de lo que hacemos. ¿Cómo demonios pudimos creer que seríamos capaces de esclarecer un caso como este? Por lo general nos dedicamos a los robos de bicicletas y cosas por el estilo… ¿Qué clase de imbécil nos ha permitido, ¡me ha permitido a mí!, dirigir esta maldita investigación? —exclamó lamentándose profundamente abatido.
—Nadie podría haberlo hecho mejor, Patrik. ¿Cómo crees que habría ido la cosa si hubiesen mandado a alguien de Gotemburgo o cualquier otra alternativa que se te ocurra? Ellos no conocen el pueblo, no conocen a la gente ni saben cómo funcionan aquí las cosas. Ellos no podrían haberlo hecho mejor; en todo caso, peor. Y tampoco habéis estado totalmente solos en esto, aunque comprendo que tú lo veas así. No olvides que tenéis aquí a un par de hombres de Uddevalla que os han ayudado en las batidas y demás. La otra noche, tú mismo dijiste lo bien que habéis colaborado. ¿Ya lo has olvidado?
Erica le hablaba como a un niño, pero sin condescendencia. Sólo quería transmitir claramente su opinión, que pareció calar en Patrik, pues se tranquilizó y Erica notó que empezaba a relajarse.
—Sí, supongo que tienes razón —dijo Patrik, aún insatisfecho—. Hemos hecho cuanto hemos podido, pero nada parece suficiente. El tiempo vuela y aquí estoy yo, en casa, mientras Jenny tal vez esté muriendo en este preciso momento.
De nuevo sintió el pánico en su voz. Erica se cogió de su brazo.
—Shhh, no puedes permitirte pensar en esos términos —dijo con algo más de firmeza—. No puedes venirte abajo. Si algo le debes a esa chica y a sus padres, es la obligación de mantener la cabeza fría para poder seguir trabajando.
Patrik no respondió, pero Erica sabía que estaba escuchándola.
—Sus padres me han llamado hoy tres veces. Ayer fueron cuatro. ¿Tú crees que empiezan a darse por vencidos?
—No, no lo creo —respondió Erica—. Yo pienso que ellos confían en que estáis haciendo vuestro trabajo. Y, en estos momentos, tu trabajo es hacer acopio de fuerzas para la jornada de mañana. No seréis de ninguna utilidad si estáis exhaustos.
Patrik sonrió débilmente al oír de boca de Erica las mismas palabras que él le había dicho a Gösta. Después de todo, a veces también él tenía razón.
Siguió su consejo al pie de la letra. Pese a que no le apetecía nada, cenó antes de irse a dormir, aunque no profundamente. En sus sueños se vio a sí mismo corriendo tras una joven rubia que se le escapaba continuamente. La tenía tan cerca que podía alcanzarla tan sólo con extender el brazo, pero ella se reía y se escabullía sin cesar. Cuando sonó el despertador, estaba sudoroso y cansado.
A su lado, Erica había pasado la mayor parte de las horas de vigilia nocturna cavilando sobre Anna. Y, en la misma medida en que el día anterior había estado resuelta a no dar el primer paso, sabía ahora que debía llamarla tan pronto como amaneciese. Algo no iba bien, lo presentía.
E
l olor a hospital la asustaba. Había algo definitivo en aquel efluvio estéril, en las paredes sin color y las tristes reproducciones artísticas que las decoraban. Después de haber pasado la noche sin dormir, tenía la sensación de que todos a su alrededor se movían a cámara lenta. El sonido de la ropa del personal al desplazarse se reforzaba hasta el punto de sobreponerse al murmullo reinante. Solveig esperaba que, en cualquier momento, le anunciasen que el mundo se hundía a su alrededor. La vida de Johan pendía de un hilo muy delgado, le había asegurado el médico al alba, y ella había empezado a llorarlo con antelación. ¿Qué otra cosa podía hacer? Todo cuanto había tenido en su vida se le había escapado de las manos como fina arena barrida por el viento. Nada de lo que intentara retener había permanecido: Johannes, la vida en Västergården, el futuro de sus hijos…, todo había palidecido hasta perderse en la nada, abocándola a refugiarse en su propio mundo.
Ahora, en cambio, ya no tenía adonde huir. Ahora la realidad se hacía patente en forma de visiones, sonidos, olores…; la realidad de que en aquel momento estaban cortando el cuerpo de Johan era demasiado tangible como para huir de ella.
Hacía ya mucho tiempo que Solveig había roto con Dios, pero en aquel momento le rogaba con toda su alma. Repetía todas las palabras que era capaz de recordar de la fe de su infancia, hacía promesas que nunca podría cumplir con la esperanza de que la buena voluntad bastase para otorgarle a Johan al menos una pequeña y mínima ventaja que lo mantuviese con vida. A su lado estaba Robert, con la conmoción plasmada en el semblante; la misma expresión de toda la tarde, de toda la noche. Nada habría deseado más que tenderle la mano y tocarlo, consolarlo, comportarse como una madre, pero habían pasado tantos años que ya tenía perdidas todas las oportunidades. Sin embargo, allí estaban, sentados uno junto al otro como dos extraños, unidos sólo por el amor que ambos sentían por aquel que yacía en la mesa de operaciones; ambos callados, conscientes de que él era el mejor de los tres.
Caminando desde el final del pasillo, atisbaron una silueta que les resultaba familiar. Linda se acercaba, pegada a las paredes, insegura ante la acogida que le dispensarían; sin embargo, con los golpes recibidos por su hijo y hermano, Solveig y Robert habían perdido todo deseo de discutir. Linda se sentó en silencio al lado de Robert y aguardó unos minutos antes de atreverse a preguntar:
—¿Cómo está? Mi padre me dijo que lo llamaste para contárselo esta mañana.
—Sí, pensé que Gabriel debía saberlo —respondió Solveig, aún con la mirada perdida—. Después de todo, la sangre es más espesa que el agua. Pensé que debía saberlo… —dijo antes de volver a perderse en su mundo. Linda asintió sin pronunciar palabra y Solveig continuó—: Siguen operando. No sabemos nada…, salvo que puede morir.
—Pero ¿quién lo hizo? —quiso saber Linda, resuelta a no permitir que su tía se instalase en su silencio antes de haber obtenido respuesta a sus preguntas.
—No lo sabemos —dijo Robert—. Pero el que sea, ¡lo pagará!
Subrayó la amenaza con un golpe seco contra el brazo de la silla, como saliendo de la conmoción por un instante. Solveig no dijo nada.
—Por cierto, ¿qué demonios haces tú aquí? —inquirió Robert, que parecía no haber comprendido hasta ahora lo extraño que resultaba que su prima, con la que nunca habían mantenido ninguna relación directa, se presentase en el hospital.
—Pues… yo…, nosotros… —Linda balbuceaba buscando las palabras adecuadas para describir la relación entre Johan y ella. Por otro lado, la sorprendió que Robert no supiese nada. Cierto que Johan le había asegurado que no le había hablado a su hermano de la relación entre ambos, pero ella no llegó a creérselo del todo. El hecho de que Johan hubiese querido mantener en secreto su relación era una prueba evidente de lo importante que era para él y, al comprenderlo, se sintió avergonzada.
—Nosotros…, Johan y yo…, nos hemos visto bastante —explicó Linda sin apartar la vista de sus cuidadas uñas.
—¿Cómo que os habéis visto? —Robert la miraba perplejo. Al cabo de un instante, lo entendió—. ¡Ajá! O sea que vosotros dos… Vale —resumió, echándose a reír—. Vaya con mi hermano. ¡Menudo pillo! —siguió riendo hasta que cayó en la cuenta de por qué estaba en el hospital y recobró enseguida parte de su expresión anterior.
Los tres guardaban silencio viendo pasar las horas, sentados uno junto al otro en aquella triste sala de espera, mientras que, a cada ruido de pasos, escudriñaban el pasillo en busca de algún médico que viniese a anunciarles la sentencia. Ignorándose mutuamente, los tres rezaban en silencio.
C
uando Solveig llamó temprano aquella mañana, quedó sorprendido ante la compasión que le provocó la noticia. Las dos familias llevaban tantos años en pie de guerra que su enemistad se había convertido en una suerte de segunda personalidad; sin embargo, cuando conoció el estado en que se encontraba Johan, hasta el último gramo de resentimiento que lo envenenaba se disipó de golpe. Johan era su sobrino, su carne y su sangre, y eso era lo único que contaba. Pese a todo, tampoco se le antojaba del todo natural acudir al hospital. Le parecía, en cierto modo, un gesto hipócrita; de modo que, cuando Linda dijo que ella sí quería ir, sintió un gran alivio e incluso le pagó el taxi desde Uddevalla, a pesar de que, por lo general, consideraba que ir en taxi era el colmo de la extravagancia.