En verdad, las comadres estaban desazonadas por la partida de la gente, y los mismos hombres, no obstante díceres y chismes un tanto ofensivos, lamentaban que no hubiera ya quien surtiera el rancho de carneros y terneras para comer carne a diario. ¡Tan a gusto que se pasa uno la vida comiendo y bebiendo, durmiendo a pierna tirante a la sombra de las peñas, mientras que las nubes se hacen y deshacen en el cielo!
—¡Mírenlos otra vez! Allá van —gritó María Antonia—; parecen juguetes de rinconera.
A lo lejos, allá donde la breña y el chaparral comenzaban a fundirse en un solo plano aterciopelado y azuloso, se perfilaron en la claridad zafirina del cielo y sobre el filo de una cima los hombres de Macías en sus escuetos jamelgos. Una ráfaga de aire cálido llevó hasta los jacales los acentos vagos y entrecortados de
La Adelita.
Camila, que a la voz de María Antonia había salido a verlos por última vez, no pudo contenerse, y regresó ahogándose en sollozos.
María Antonia lanzó una carcajada y se alejó.
“A mi hija le han hecho mal de ojo”, rumoreó señá Agapita, perpleja.
Meditó mucho tiempo, y cuando lo hubo reflexionado bien, tomó una decisión: de una estaca clavada en un poste del jacal, entre el Divino Rostro y la Virgen de Jalpa, descolgó un barzón de cuero crudo que servía a su marido para uncir la yunta y, doblándolo, propinó a Camila una soberbia golpiza para sacarle todo el daño.
En su caballo zaino, Demetrio se sentía rejuvenecido; sus ojos recuperaban su brillo metálico peculiar, y en sus mejillas cobrizas de indígena de pura raza corría de nuevo la sangre roja y caliente.
Todos ensanchaban sus pulmones como para respirar los horizontes dilatados, la inmensidad del cielo, el azul de las montañas y el aire fresco, embalsamado de los aromas de la sierra. Y hacían galopar sus caballos, como si en aquel correr desenfrenado pretendieran posesionarse de toda la tierra. ¿Quién se acordaba ya del severo comandante de la policía, del gendarme gruñón y del cacique enfatuado? ¿Quién del mísero jacal, donde se vive como esclavo, siempre bajo la vigilancia del amo o del hosco y sañudo mayordomo, con la obligación imprescindible de estar de pie antes de salir el sol, con la pala y la canasta, o la mancera y el otate, para ganarse la olla de atole y el plato de frijoles del día?
Cantaban, reían y ululaban, ebrios de sol, de aire y de vida.
El Meco, haciendo cabriolas, mostraba su blanca dentadura, bromeaba y hacía payasadas.
—Oye, Pancracio —preguntó muy serio—; en carta que me pone mi mujer me notifica que izque ya tenemos otro hijo. ¿Cómo es eso? ¡Yo no la veo dende tiempos del siñor Madero!
—No, no es nada… ¡La dejaste enhuevada!
Todos ríen estrepitosamente. Sólo el Meco, con mucha gravedad e indiferencia, canta en horrible falsete:
Yo le daba un centavo
y ella me dijo que no…
Yo le daba medio
y no lo quiso agarrar.
Tanto me estuvo rogando
hasta que me sacó un rial.
¡Ay, qué mujeres ingratas,
no saben considerar!
La algarabía cesó cuando el sol los fue aturdiendo.
Todo el día caminaron por el cañón, subiendo y bajando cerros redondos, rapados y sucios como cabezas tiñosas, cerros que se sucedían interminablemente.
Al atardecer, en la lejanía, en medio de un lomerío azul, se esfumaron unas torrecillas acanteradas; luego la carretera polvorienta en blancos remolinos y los postes grises del telégrafo.
Avanzaron hacia el camino real y, a lo lejos, descubrieron el bulto de un hombre en cuclillas, a la vera. Llegaron hasta allí. Era un viejo haraposo y mal encarado. Con una navaja sin filo remendaba trabajosamente un guarache. Cerca de él pacía un borrico cargado de yerba.
Demetrio interrogó:
—¿Qué haces aquí, abuelito?
—Voy al pueblo a llevar alfalfa para mi vaca.
—¿Cuántos son los federales?
—Sí…, unos cuantos; creo que no llegan a la docena.
El viejo soltó la lengua. Dijo que había rumores muy graves: que Obregón estaba ya sitiando a Guadalajara; Carrera Torres, dueño de San Luis Potosí, y Pánfilo Natera, en Fresnillo.
—Bueno —habló Demetrio—, puedes irte a tu pueblo; pero cuidado con ir a decir a nadie una palabra de lo que has visto, porque te trueno. Daría contigo aunque te escondieras en el centro de la tierra.
—¿Qué dicen, muchachos? —interrogó Demetrio cuando el viejo se había alejado.
—¡A darles!… ¡A no dejar un mocho vivo! —exclamaron todos a una.
Contaron los cartuchos y las granadas de mano que el Tecolote había fabricado con fragmentos de tubo de hierro y perillas de latón.
—Son pocos —observó Anastasio—; pero los vamos a cambiar por carabinas.
Y, ansiosos, se apresuraban a seguir delante, hincando las espuelas en los ijares enjutados de sus agotadas recuas.
La voz imperiosa de Demetrio los detuvo.
Acamparon a la falda de una loma, protegidos por espeso huizachal. Sin desensillar, cada uno fue buscando una piedra para cabecera.
XVI
A medianoche, Demetrio Macías dio la orden de marcha.
El pueblo distaba una o dos leguas, y había que dar un albazo a los federales.
El cielo estaba nublado, brillaban una que otra estrella y, de vez en vez, en el parpadeo rojizo de un relámpago, se iluminaba vivamente la lejanía.
Luis Cervantes preguntó a Demetrio si no sería conveniente, para el mejor éxito del ataque, tomar un guía o cuando menos procurarse los datos topográficos del pueblo y la situación precisa del cuartel.
—No, curro —respondió Demetrio sonriendo y con un gesto desdeñoso—; nosotros caemos cuando ellos menos se lo esperen, y ya. Así lo hemos hecho muchas veces. ¿Ha visto cómo sacan la cabeza las ardillas por la boca del tusero cuando uno se los llena de agua? Pues igual de aturdidos van a salir estos mochitos infelices luego que oigan los primeros disparos. No salen más que a servirnos de blanco.
—¿Y si el viejo que ayer nos informó nos hubiera mentido? ¿Si en vez de veinte hombres resultaran cincuenta? ¿Si fuese un espía apostado por los federales?
—¡Este curro ya tuvo miedo! —dijo Anastasio Montañés.
—¡Como que no es igual poner cataplasmas y lavativas a manejar un fusil! —observó Pancracio.
—¡Hum! —repuso el Meco—. Es ya mucha plática… ¡Pa una docena de ratas aturdidas!
—No va a ser hora cuando nuestras madres sepan si parieron hombres o qué —agregó el Manteca.
Cuando llegaron a orillas del pueblito, Venancio se adelantó y llamó a la puerta de una choza.
—¿Dónde está el cuartel? —interrogó al hombre que salió, descalzo y con una garra de jorongo abrigando su pecho desnudo.
—El cuartel está abajito de la plaza, amo —contestó.
Mas como nadie sabía dónde era abajito de la plaza, Venancio lo obligó a que caminara a la cabeza de la columna y les enseñara el camino.
Temblando de espanto el pobre diablo, exclamó que era una barbaridad lo que hacían con él.
—Soy un pobre jornalero, siñor; tengo mujer y muchos hijos chiquitos.
—¿Y los que yo tengo serán perros? —repuso Demetrio.
Luego ordenó:
—Mucho silencio, y uno a uno por la tierra suelta a media calle.
Dominando el caserío, se alzaba la ancha cúpula cuadrangular de la iglesia.
—Miren, siñores, al frente de la iglesia está la plaza, caminan nomás otro tantito pa abajo, y allí mero queda el cuartel.
Luego se arrodilló, pidiendo que ya le dejaran regresar; pero Pancracio, sin responderle, le dio un culatazo sobre el pecho y lo hizo seguir delante.
—¿Cuántos soldados están aquí? —inquirió Luis Cervantes.
—Amo, no quiero mentirle a su mercé; pero la verdá, la mera verdá, que son un titipuchal…
Luis Cervantes se volvió hacia Demetrio que fingía no haber escuchado.
De pronto desembocaron en una plazoleta. Una estruendosa descarga de fusilería los ensordeció. Estremeciéndose, el caballo zaino de Demetrio vaciló sobre las piernas, dobló las rodillas y cayó pataleando. El Tecolote lanzó un grito agudo y rodó del caballo, que fue a dar a media plaza, desbocado.
Una nueva descarga, y el hombre guía abrió los brazos y cayó de espaldas, sin exhalar una queja.
Anastasio Montañés levantó rápidamente a Demetrio y se lo puso en ancas. Los demás habían retrocedido ya y se amparaban en las paredes de las casas.
—Señores, señores —habló un hombre del pueblo, sacando la cabeza de un zaguán grande—, lléguenles por la espalda de la capilla… allí están todos. Devuélvanse por esta misma calle, tuerzan sobre su mano zurda, luego darán con un callejoncito, y sigan otra vez adelante a caer en la mera espalda de la capilla.
En ese momento comenzaron a recibir una nutrida lluvia de tiros de pistola. Venían de las azoteas cercanas.
—¡Hum —dijo el hombre—, ésas no son arañas que pican!… Son los curros… Métanse aquí mientras se van… Ésos le tienen miedo hasta a su sombra.
—¿Qué tantos son los mochos? —preguntó Demetrio.
—No estaban aquí más que doce; pero anoche traiban mucho miedo y por telégrafo llamaron a los de delantito. ¡Quién sabe los que serán!… Pero no le hace que sean muchos. Los más han de ser de leva, y todo es que uno haga por voltearse y dejan a los jefes solos. A mi hermano le tocó la leva condenada y aquí lo train. Yo me voy con ustedes, le hago una señal y verán cómo todos se vienen de este lado. Y acabamos nomás con los puros oficiales. Si el siñor quisiera darme una armita…
—Rifle no queda, hermano; pero esto de algo te ha de servir —dijo Anastasio Montañés tendiéndole al hombre dos granadas de mano.
El jefe de los federales era un joven de pelo rubio y bigotes retorcidos, muy presuntuoso. Mientras no supo a ciencia cierta el número de los asaltantes, se había mantenido callado y prudente en extremo; pero ahora que los acababan de rechazar con tal éxito que no les habían dado tiempo para contestar un tiro siquiera, hacía gala de valor y temeridad inauditos. Cuando todos los soldados apenas se atrevían a asomar sus cabezas detrás de los pretiles del pórtico, él, a la pálida claridad del amanecer, destacaba airosamente su esbelta silueta y su capa dragona, que el aire hinchaba de vez en vez.
—¡Ah, me acuerdo del cuartelazo!…
Como su vida militar se reducía a la aventura en que se vio envuelto como alumno de la Escuela de Aspirantes al verificarse la traición al presidente Madero, siempre que un motivo propicio se presentaba, traía a colación la hazaña de la Ciudadela.
—Teniente Campos —ordenó enfático—, baje usted con diez hombres a chicotearme a esos bandidos que se esconden… ¡Canallas!… ¡Sólo son bravos para comer vacas y robar gallinas!
En la puertecilla del caracol apareció un paisano. Llevaba el aviso de que los asaltantes estaban en un corral, donde era facilísimo cogerlos inmediatamente.
Eso informaban los vecinos prominentes del pueblo, apostados en las azoteas y listos para no dejar escapar al enemigo.
—Yo mismo voy a acabar con ellos —dijo con impetuosidad el oficial. Pero pronto cambió de opinión. De la puerta misma del caracol retrocedió:
—Es posible que esperen refuerzos, y no será prudente que yo desampare mi puesto. Teniente Campos, va usted y me los coge vivos a todos, para fusilarlos hoy mismo al mediodía, a la hora que la gente esté saliendo de la misa mayor. ¡Ya verán los bandidos qué ejemplares sé poner!… Pero si no es posible, teniente Campos, acabe con todos. No me deje uno solo vivo. ¿Me ha entendido?
Y, satisfecho, comenzó a dar vueltas, meditando la redacción del parte oficial que rendiría: “Señor ministro de la Guerra, general don Aureliano Blanquet.—México.—Hónrome, mi general, en poner en el superior conocimiento de usted que en la madrugada del día… una partida de quinientos hombres al mando del cabecilla H… osó atacar esta plaza. Con la violencia que el caso demandaba, me fortifiqué en las alturas de la población. El ataque comenzó al amanecer, durando más de dos horas un nutrido fuego. No obstante la superioridad numérica del enemigo, logré castigarlo severamente, infligiéndole completa derrota. El número de muertos fue el de veinte y mayor el de heridos, a juzgar por las huellas de sangre que dejaron en su precipitada fuga. En nuestras filas tuvimos la fortuna de no contar una sola baja.—Me honro en felicitar a usted, señor ministro, por el triunfo de las armas del gobierno. ¡Viva el señor general don Victoriano Huerta! ¡Viva México!”
“Y luego —siguió pensando— mi ascenso seguro a ‘mayor’.” Y se apretó las manos con regocijo, en el mismo momento en que un estallido lo dejó con los oídos zumbando.
XVII
—¿De modo es que si por este corral pudiéramos atravesar saldríamos derecho al callejón? —preguntó Demetrio.
—Sí; sólo que del corral sigue una casa, luego otro corral y una tienda más adelante —respondió el paisano.
Demetrio, pensativo, se rascó la cabeza. Pero su decisión fue pronta.
—¿Puedes conseguir un barretón, una pica, algo así como para agujerear la pared?
—Sí, hay de todo…, pero…
—¿Pero qué?… ¿En dónde están?
—Cabal que ai están los avíos; pero todas esas casas son del patrón, y…
Demetrio, sin acabar de escucharlo, se encaminó hacia el cuarto señalado como depósito de la herramienta.
Todo fue obra de breves minutos.
Luego que estuvieron en el callejón, uno tras otro, arrimados a las paredes, corrieron hasta ponerse detrás del templo.
Había que saltar primero una tapia, en seguida el muro posterior de la capilla.
“Obra de Dios”, pensó Demetrio. Y fue el primero que la escaló.
Cual monos, siguieron tras él los otros, llegando arriba con las manos estriadas de tierra y de sangre. El resto fue más fácil: escalones ahuecados en la mampostería les permitieron salvar con ligereza el muro de la capilla; luego la cúpula misma los ocultaba de la vista de los soldados.
—Párense tantito —dijo el paisano—; voy a ver dónde anda mi hermano. Yo les hago la señal…, después sobre las clases, ¿eh?
Sólo que no había en aquel momento quien reparara ya en él.
Demetrio contempló un instante el negrear de los capotes a lo largo del pretil, en todo el frente y por los lados, en las torres apretadas de gente, tras la baranda de hierro.
Se sonrió con satisfacción, y volviendo la cara a los suyos, exclamó:
—¡Hora!…