—¡Sí, como vamos ya de “rota batida”! —observó la Codorniz.
—No es por eso… A los otros tampoco los pueden ver ni en estampa.
—Pero ¿cómo nos han de querer, compadre?
Y no dijeron más.
Desembocaban en una plaza, frente a la iglesia octogonal, burda y maciza, reminiscencia de tiempos coloniales.
La plaza debía haber sido jardín, a juzgar por sus naranjos escuetos y roñosos, entreverados entre restos de bancas de hierro y madera.
Volvió a escucharse el sonoro y regocijante repique. Luego, con melancólica solemnidad, se escaparon del interior del templo las voces melifluas de un coro femenino. A los acordes de un guitarrón, las doncellas del pueblo cantaban los “Misterios”.
—¿Qué fiesta tienen ahora, señora? —preguntó Venancio a una vejarruca que a todo correr se encaminaba hacia la iglesia.
—¡Sagrado Corazón de Jesús! —repuso la beata medio ahogándose.
Se acordaron de que hacía un año ya de la toma de Zacatecas. Y todos se pusieron más tristes todavía.
Igual a los otros pueblos que venían recorriendo desde Tepic, pasando por Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas, Juchipila era una ruina. La huella negra de los incendios se veía en las casas destechadas, en los pretiles ardidos. Casas cerradas; y una que otra tienda que permanecía abierta era como por sarcasmo, para mostrar sus desnudos armazones, que recordaban los blancos esqueletos de los caballos diseminados por todos los caminos. La mueca pavorosa del hambre estaba ya en las caras terrosas de la gente, en llama luminosa de sus ojos que, cuando se detenían sobre un soldado, quemaban con el fuego de la maldición.
Los soldados recorren en vano las calles en busca de comida y se muerden la lengua ardiendo de rabia. Un solo fonducho está abierto y en seguida se aprieta. No hay frijoles, no hay tortillas: puro chile picado y sal corriente. En vano los jefes muestran sus bolsillos reventando de billetes o quieren ponerse amenazadores.
—¡Papeles, sí!… ¡Eso nos han traído ustedes!… ¡Pos eso coman!… —dice la fondera, una viejota insolente, con una enorme cicatriz en la cara, quien cuenta que “ya durmió en el petate del muerto para no morirse de un susto”.
Y en la tristeza y desolación del pueblo, mientras cantan las mujeres en el templo, los pajarillos no cesan de piar en las arboledas, ni el canto de las currucas deja de oírse en las ramas secas de los naranjos.
VI
La mujer de Demetrio Macías, loca de alegría, salió a encontrarlo por la vereda de la sierra, llevando de la mano al niño.
¡Casi dos años de ausencia!
Se abrazaron y permanecieron mudos; ella embargada por los sollozos y las lágrimas.
Demetrio, pasmado, veía a su mujer envejecida, como si diez o veinte años hubieran transcurrido ya. Luego miró al niño, que clavaba en él sus ojos con azoro. Y su corazón dio un vuelco cuando reparó en la reproducción de las mismas líneas de acero de su rostro y en el brillo flamante de sus ojos. Y quiso atraerlo y abrazarlo; pero el chiquillo, muy asustado, se refugió en el regazo de la madre.
—¡Es tu padre, hijo!… ¡Es tu padre!…
El muchacho metía la cabeza entre los pliegues de la falda y se mantenía huraño.
Demetrio, que había dado su caballo al asistente, caminaba a pie y poco a poco con su mujer y su hijo por la abrupta vereda de la sierra.
—¡Hora sí, bendito sea Dios que ya veniste!… ¡Ya nunca nos dejarás! ¿Verdad? ¿Verdad que ya te vas a quedar con nosotros?…
La faz de Demetrio se ensombreció.
Y los dos estuvieron silenciosos, angustiados.
Una nube negra se levantaba tras la sierra, y se oyó un trueno sordo. Demetrio ahogó un suspiro. Los recuerdos afluían a su memoria como una colmena.
La lluvia comenzó a caer en gruesas gotas y tuvieron que refugiarse en una rocallosa covacha.
El aguacero se desató con estruendo y sacudió las blancas flores de San Juan, manojos de estrellas prendidos en los árboles, en las peñas, entre la maleza, en los pitahayos y en toda la serranía.
Abajo, en el fondo del cañón y a través de la gasa de la lluvia, se miraban las palmas rectas y cimbradoras; lentamente se mecían sus cabezas angulosas y al soplo del viento se desplegaban en abanicos. Y todo era serranía: ondulaciones de cerros que suceden a cerros, más cerros circundados de montañas y éstas encerradas en una muralla de sierra de cumbres tan altas que su azul se perdía en el zafir.
—¡Demetrio, por Dios!… ¡Ya no te vayas!… ¡El corazón me avisa que ahora te va a suceder algo!…
Y se deja sacudir de nuevo por el llanto.
El niño, asustado, llora a gritos, y ella tiene que refrenar su tremenda pena para contentarlo.
La lluvia va cesando; una golondrina de plateado vientre y alas angulosas cruza oblicuamente los hilos de cristal, de repente iluminados por el sol vespertino.
—¿Por qué pelean ya, Demetrio?
Demetrio, las cejas muy juntas, toma distraído una piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se mantiene pensativo viendo el desfliladero, y dice:
—Mira esa piedra cómo ya no se para…
VII
Fue una verdadera mañana de nupcias. Había llovido la víspera toda la noche y el cielo amanecía entoldado de blancas nubes. Por la cima de la sierra trotaban potrillos brutos de crines alzadas y colas tensas, gallardos con la gallardía de los picachos que levantan su cabeza hasta besar las nubes.
Los soldados caminan por el abrupto peñascal contagiado de la alegría de la mañana. Nadie piensa en la artera bala que puede estarlo esperando más adelante. La gran alegría de la partida estriba cabalmente en lo imprevisto. Y por eso los soldados cantan, ríen y charlan locamente. En su alma rebulle el alma de las viejas tribus nómadas. Nada importa saber adónde van y de dónde vienen; lo necesario es caminar, caminar siempre, no estacionarse jamás; ser dueños del valle, de las planicies, de la sierra y de todo lo que la vista abarca.
Árboles, cactus y helechos, todo aparece acabado de lavar. Las rocas, que muestran su ocre como el orín las viejas armaduras, vierten gruesas gotas de agua transparente.
Los hombres de Macías hacen silencio un momento. Parece que han escuchado un ruido conocido: el estallar lejano de un cohete; pero pasan algunos minutos y nada se vuelve a oír.
—En esta misma sierra —dice Demetrio—, yo, sólo con veinte hombres, les hice más de quinientas bajas a los federales.
Y cuando Demetrio comienza a referir aquel famoso hecho de armas, la gente se da cuenta del grave peligro que va corriendo. ¿Conque si el enemigo, en vez de estar a dos días de camino todavía, les fuera resultando escondido entre las malezas de aquel formidable barranco, por cuyo fondo se han aventurado? Pero ¿quién sería capaz de revelar su miedo? ¿Cuándo los hombres de Demetrio dijeron: “Por aquí no caminamos”?
Y cuando comienza un tiroteo lejano, donde va la vanguardia, ni siquiera se sorprenden ya. Los reclutas vuelven grupas en desenfrenada fuga buscando la salida del cañón.
Una maldición se escapa de la garganta seca de Demetrio:
—¡Fuego!… ¡Fuego sobre los que corran!… ¡A quitarles las alturas! —ruge después como una fiera.
Pero el enemigo, escondido a millaradas, desgrana sus ametralladoras, y los hombres de Demetrio caen como espigas cortadas por la hoz.
Demetrio derrama lágrimas de rabia y de dolor cuando Anastasio resbala lentamente de su caballo sin exhalar una queja, y se queda tendido, inmóvil. Venancio cae a su lado, con el pecho horriblemente abierto por la ametralladora y el Meco se desbarranca y rueda al fondo del abismo. De repente Demetrio se encuentra solo. Las balas zumban en sus oídos como una granizada. Desmonta, arrástrase por las rocas hasta encontrar un parapeto, coloca una piedra que le defienda la cabeza y, pecho a tierra, comienza a disparar.
El enemigo se disemina, persiguiendo a los raros fugitivos que quedan ocultos entre los chaparros.
Demetrio apunta y no yerra un solo tiro… ¡Paf!… ¡Paf!… ¡Paf!…
Su puntería famosa lo llena de regocijo; donde pone el ojo pone la bala. Se acaba un cargador y mete otro nuevo. Y apunta…
El humo de la fusilería no acaba de extinguirse. Las cigarras entonan su canto imperturbable y misterioso; las palomas cantan con dulzura en las rinconadas de las rocas; ramonean apaciblemente las vacas.
La sierra está de gala; sobre sus cúspides inaccesibles cae la niebla albísima como un crespón de nieve sobre la cabeza de una novia.
Y al pie de una resquebrajadura enorme y suntuosa, como pórtico de vieja catedral, Demetrio Macías, con los ojos fijos para siempre, sigue apuntando con el cañón de su fusil…
Mariano Azuela
(Lagos de Moreno, 1873 - México, 1952) Narrador mexicano que con
Los de abajo
y un conjunto amplio y diversificado de obras dio forma (y fue quizás su mayor exponente) a la llamada Novela de la Revolución Mexicana.
Estudió medicina en Guadalajara, Jalisco. Tras la caída del gobierno de Francisco I. Madero, a consecuencia del golpe de estado de Victoriano Huerta, se sumó a la causa constitucionalista que pretendía restaurar el estado de derecho como médico militar. Su participación en el conflicto le dio amplio material para escribir
Los de abajo
(1915): un impresionante fresco, más por los hechos narrados que por la técnica empleada, sobre la Revolución Mexicana.
A esta obra la habían antecedido novelas menores de corte costumbrista, como
Fracasados
(1908) y
Mala Yerba
(1909) en las que retrataba la tensión social que precedió al estallido de la lucha armada. Por su claridad para presentar hechos, su innegable tono de denuncia social y su oposición a la dictadura de Huerta, Los de abajo marcó las pautas de un género cuya práctica se extendió hasta muy avanzado el siglo XX, con títulos como
Pedro Páramo
, de Juan Rulfo, y
La muerte de Artemio Cruz
, de Carlos Fuentes. La novela fue traducida a varios idiomas por su intenso contenido testimonial.
Tras la publicación de esa obra, Azuela avanzó en su estudio de la vida mexicana en los ámbitos rural y urbano, en los medios políticos, agrarios y familiares. Las obras de ese período son amargas y nunca están exentas de una ironía cruel. Entre ellas pueden citarse
Los caciques
(1917),
Las moscas
(1918),
Las tribulaciones de una familia decente
(1918),
La luciérnaga
(1932),
Avanzada
(1940) y
Nueva burguesía
(1941). Para cerrar su carrera escribió
La marchanta
(1944),
La mujer domada
(1946) y
La maldición
(publicada en 1955).