Cerca de ellos estaba, en montón, la piel dorada de una res, sobre la tierra húmeda de sangre. De un cordel, entre dos huizaches, pendía la carne hecha cecina, oreándose al sol y al aire.
—Bueno —dijo Demetrio—; ya ven que aparte de mi treinta-treinta, no contamos más que con veinte armas. Si son pocos, les damos hasta no dejar uno; si son muchos aunque sea un buen susto les hemos de sacar.
Aflojó el ceñidor de su cintura y desató un nudo, ofreciendo del contenido a sus compañeros.
—¡Sal! —exclamaron con alborozo, tomando cada uno con la punta de los dedos algunos granos.
Comieron con avidez, y cuando quedaron satisfechos, se tiraron de barriga al sol y cantaron canciones monótonas y tristes, lanzando gritos estridentes después de cada estrofa.
III
Entre las malezas de la sierra durmieron los veinticinco hombres de Demetrio Macías, hasta que la señal del cuerno los hizo despertar. Pancracio la daba de lo alto de un risco de la montaña.
—¡Hora sí, muchachos, pónganse changos! —dijo Anastasio Montañés, reconociendo los muelles de su rifle.
Pero transcurrió una hora sin que se oyera más que el canto de las cigarras en el herbazal y el croar de las ranas en los baches.
Cuando los albores de la luna se esfumaron en la faja débilmente rosada de la aurora, se destacó la primera silueta de un soldado en el filo más alto de la vereda. Y tras él aparecieron otros, y otros diez, y otros cien; pero todos en breve se perdían en las sombras. Asomaron los fulgores del sol, y hasta entonces pudo verse el despeñadero cubierto de gente: hombres diminutos en caballos de miniatura.
—¡Mírenlos qué bonitos! —exclamó Pancracio—. ¡Anden, muchachos, vamos a jugar con ellos!
Aquellas figuritas movedizas, ora se perdían en la espesura del chaparral, ora negreaban más abajo sobre el ocre de las peñas.
Distintamente se oían las voces de jefes y soldados.
Demetrio hizo una señal: crujieron los muelles y los resortes de los fusiles.
—¡Hora! —ordenó con voz apagada.
Veintiún hombres dispararon a un tiempo, y otros tantos federales cayeron de sus caballos. Los demás, sorprendidos, permanecían inmóviles, como bajorrelieves de las peñas.
Una nueva descarga, y otros veintiún hombres rodaron de roca en roca, con el cráneo abierto.
—¡Salgan, bandidos!… ¡Muertos de hambre!
—¡Mueran los ladrones nixtamaleros!…
—¡Mueran los comevacas!…
Los federales gritaban a los enemigos, que, ocultos, quietos y callados, se contentaban con seguir haciendo gala de una puntería que ya los había hecho famosos.
—¡Mira, Pancracio —dijo el Meco, un individuo que sólo en los ojos y en los dientes tenía algo de blanco—; ésta es para el que va a pasar detrás de aquel pitayo!… ¡Hijo de…! ¡Toma!… ¡En la pura calabaza! ¿Viste?… Hora pal que viene en el caballo tordillo… ¡Abajo, pelón!…
—Yo voy a darle una bañada al que va horita por el filo de la vereda… Si no llegas al río, mocho infeliz, no quedas lejos… ¿Qué tal?… ¿Lo viste?…
—¡Hombre, Anastasio, no seas malo!… Empréstame tu carabina… ¡Ándale, un tiro nomás!…
El Manteca, la Codorniz y los demás que no tenían armas las solicitaban, pedían como una gracia suprema que les dejaran hacer un tiro siquiera.
—¡Asómense si son tan hombres!
—Saquen la cabeza… ¡hilachos piojosos!
De montaña a montaña los gritos se oían tan claros como de una acera a la del frente.
La Codorniz surgió de improviso, en cueros, con los calzones tendidos en actitud de torear a los federales. Entonces comenzó la lluvia de proyectiles sobre la gente de Demetrio.
—¡Huy! ¡Huy! Parece que me echaron un panal de moscos en la cabeza —dijo Anastasio Montañés, ya tendido entre las rocas y sin atreverse a levantar los ojos.
—¡Codorniz, jijo de un…! ¡Hora adonde les dije! —rugió Demetrio.
Y, arrastrándose, tomaron nuevas posiciones.
Los federales comenzaron a gritar su triunfo y hacían cesar el fuego, cuando una nueva granizada de balas los desconcertó.
—¡Ya llegaron más! —clamaban los soldados.
Y presas de pánico, muchos volvieron grupas resueltamente, otros abandonaron las caballerías y se encaramaron, buscando refugio, entre las peñas. Fue preciso que los jefes hicieran fuego sobre los fugitivos para restablecer el orden.
—A los de abajo… A los de abajo —exclamó Demetrio, tendiendo su treinta-treinta hacia el hilo cristalino del río.
Un federal cayó en las mismas aguas, e indefectiblemente siguieron cayendo uno a uno a cada nuevo disparo. Pero sólo él tiraba hacia el río, y por cada uno de los que mataba, ascendían intactos diez o veinte a la otra vertiente.
—A los de abajo… A los de abajo —siguió gritando encolerizado.
Los compañeros se prestaban ahora sus armas, y haciendo blancos cruzaban sendas apuestas.
—Mi cinturón de cuero si no le pego en la cabeza al del caballo prieto. Préstame tu rifle, Meco…
—Veinte tiros de máuser y media vara de chorizo por que me dejes tumbar al de la potranca mora… Bueno… ¡Ahora!… ¿Viste qué salto dio?… ¡Como venado!…
—¡No corran, mochos!… Vengan a conocer a su padre Demetrio Macías…
Ahora de éstos partían las injurias. Gritaba Pancracio, alargando su cara lampiña, inmutable como piedra, y gritaba el Manteca, contrayendo las cuerdas de su cuello y estirando las líneas de su rostro de ojos torvos de asesino.
Demetrio siguió tirando y advirtiendo del grave peligro a los otros, pero éstos no repararon en su voz desesperada sino hasta que sintieron el chicoteo de las balas por uno de los flancos.
—¡Ya me quemaron! —gritó Demetrio, y rechinó los dientes—. ¡Hijos de…!
Y con prontitud se dejó resbalar hacia un barranco.
IV
Faltaron dos: Serapio el charamusquero y Antonio el que tocaba los platillos en la banda de Juchipila.
—A ver si se nos juntan más adelante —dijo Demetrio.
Volvían desazonados. Sólo Anastasio Montañés conservaba la expresión dulzona de sus ojos adormilados y su rostro barbado, y Pancracio la inmutabilidad repulsiva de su duro perfil de prognato.
Los federales habían regresado, y Demetrio recuperaba todos sus caballos, escondidos en la sierra.
De pronto, la Codorniz, que marchaba adelante, dio un grito: acababa de ver a los compañeros perdidos, pendientes de los brazos de un mezquite.
Eran ellos Serapio y Antonio. Los reconocieron, y Anastasio Montañés rezó entre dientes:
—Padre nuestro que estás en los cielos…
—Amén —rumorearon los demás, con la cabeza inclinada y el sombrero sobre el pecho.
Y apresurados tomaron el cañón de Juchipila, rumbo al norte, sin descansar hasta ya muy entrada la noche.
La Codorniz no se apartaba un instante de Anastasio. Las siluetas de los ahorcados, con el cuello flácido, los brazos pendientes, rígidas las piernas, suavemente mecidos por el viento, no se borraban de su memoria.
Otro día Demetrio se quejó mucho de la herida. Ya no pudo montar su caballo. Fue preciso conducirlo desde allí en una camilla improvisada con ramas de robles y haces de yerbas.
—Sigue desangrándose mucho, compadre Demetrio —dijo Anastasio Montañés. Y de un tirón arrancóse una manga de la camisa y la anudó fuertemente al muslo, arriba del balazo.
—Bueno —dijo Venancio—; eso le para la sangre y le quita la dolencia.
Venancio era barbero; en su pueblo sacaba muelas y ponía cáusticos y sanguijuelas. Gozaba de cierto ascendiente porque había leído
El judío errante
y
El sol de mayo.
Le llamaban
el Dotor,
y él, muy pagado de su sabiduría, era hombre de pocas palabras.
Turnándose de cuatro en cuatro, condujeron la camilla por mesetas calvas y pedregosas y por cuestas empinadísimas.
Al mediodía, cuando la calina sofocaba y se obnubilaba la vista, con el canto incesante de las cigarras se oía el quejido acompasado y monocorde del herido.
En cada jacalito escondido entre las rocas abruptas, se detenían y descansaban.
—¡Gracias a Dios! ¡Un alma compasiva y una gorda copeteada de chile y frijoles nunca faltan! —decía Anastasio Montañés eructando.
Y los serranos, después de estrecharles fuertemente las manos encallecidas, exclamaban:
—¡Dios los bendiga! ¡Dios los ayude y los lleve por buen camino!… Ahora van ustedes; mañana correremos también nosotros, huyendo de la leva, perseguidos por estos condenados del gobierno, que nos han declarado guerra a muerte a todos los pobres; que nos roban nuestros puercos, nuestras gallinas y hasta el maicito que tenemos para comer; que queman nuestras casas y se llevan nuestras mujeres, y que, por fin, donde dan con uno, allí lo acaban como si fuera perro del mal.
Cuando atardeció en llamaradas que tiñeron el cielo en vivísimos colores, pardearon unas casucas en una explanada, entre las montañas azules. Demetrio hizo que lo llevaran allí.
Eran unos cuantos pobrísimos jacales de zacate, diseminados a la orilla del río, entre pequeñas sementeras de maíz y frijol recién nacidos.
Pusieron la camilla en el suelo, y Demetrio, con débil voz, pidió un trago de agua.
En las bocas oscuras de las chozas se aglomeraron chomites incoloros, pechos huesudos, cabezas desgreñadas y, detrás, ojos brillantes y carrillos frescos.
Un chico gordinflón, de piel morena y reluciente, se acercó a ver al hombre de la camilla; luego una vieja, y después todos los demás vinieron a hacerle ruedo.
Una moza muy amable trajo una jícara de agua azul. Demetrio cogió la vasija entre sus manos trémulas y bebió con avidez.
—¿No quere más?
Alzó los ojos: la muchacha era de rostro muy vulgar, pero en su voz había mucha dulzura.
Se limpió con el dorso del puño el sudor que perlaba su frente, y volviéndose de un lado, pronunció con fatiga:
—¡Dios se lo pague!
Y comenzó a tiritar con tal fuerza, que sacudía las yerbas y los pies de la camilla. La fiebre lo aletargó.
—Está haciendo sereno y eso es malo pa la calentura —dijo señá Remigia, una vieja enchomitada, descalza y con una garra de manta al pecho a modo de camisa.
Y los invitó a que metieran a Demetrio en su jacal.
Pancracio, Anastasio Montañés y la Codorniz se echaron a los pies de la camilla como perros fieles, pendientes de la voluntad del jefe.
Los demás se dispersaron en busca de comida.
Señá Remigia ofreció lo que tuvo: chile y tortillas.
—Afigúrense…, tenía güevos, gallinas y hasta una chiva parida; pero estos malditos federales me limpiaron.
Luego, puestas las manos en bocina, se acercó al oído de Anastasio y le dijo:
—¡Afigúrense…, cargaron hasta con la muchachilla de señá Nieves!…
V
La Codorniz, sobresaltado, abrió los ojos y se incorporó.
—¿Montañés, oíste?… ¡Un balazo!… Montañés… Despierta…
Le dio fuertes empellones, hasta conseguir que se removiera y dejara de roncar.
—¡Con un…! ¡Ya estás moliendo!… Te digo que los muertos no se aparecen… —balbució Anastasio despertando a medias.
—¡Un balazo, Montañés!…
—Te duermes, Codorniz, o te meto una trompada…
—No, Anastasio; te digo que no es pesadilla… Ya no me he vuelto a acordar de los ahorcados. Es de veras un balazo; lo oí clarito…
—¿Dices que un balazo?… A ver, daca mi máuser…
Anastasio Montañés se restregó los ojos, estiró los brazos y las piernas con mucha flojera, y se puso en pie.
Salieron del jacal. El cielo estaba cuajado de estrellas y la luna ascendía como una fina hoz. De las casucas salió rumor confuso de mujeres asustadas, y se oyó el ruido de armas de los hombres que dormían afuera y despertaban también.
—¡Estúpido!… ¡Me has destrozado un pie!
La voz se oyó clara y distinta en las inmediaciones.
—¿Quién vive?…
El grito resonó de peña en peña, por crestones y hondonadas, hasta perderse en la lejanía y en el silencio de la noche.
—¿Quién vive? —repitió con voz más fuerte Anastasio, haciendo ya correr el cerrojo de su máuser.
—¡Demetrio Macías! —respondieron cerca.
—¡Es Pancracio! —dijo la Codorniz regocijado. Y ya sin zozobras dejó reposar en tierra la culata de su fusil.
Pancracio conducía a un mozalbete cubierto de polvo, desde el fieltro americano hasta los toscos zapatones. Llevaba una mancha de sangre fresca en su pantalón, cerca de un pie.
—¿Quién es este curro? —preguntó Anastasio.
—Yo estoy de centinela, oí ruido entre las yerbas y grité: “¿Quién vive?” “Carranzo”, me respondió este vale… “¿Carranzo…? No conozco yo a ese gallo…” Y toma tu Carranzo: le metí un plomazo en una pata…
Sonriendo, Pancracio volvió su cara lampiña en solicitud de aplausos.
Entonces habló el desconocido.
—¿Quién es aquí el jefe?
Anastasio levantó la cabeza con altivez, enfrentándosele.
El tono del mozo bajó un tanto.
—Pues yo también soy revolucionario. Los federales me cogieron de leva y entré a filas; pero en el combate de anteayer conseguí desertarme, y he venido, caminando a pie, en busca de ustedes.
—¡Ah, es federal!… —interrumpieron muchos, mirándolo con pasmo.
—¡Ah, es mocho! —dijo Anastasio Montañés—. ¿Y por qué no le metiste el plomo mejor en la mera chapa?
—¡Quién sabe qué mitote trai! ¡Quesque quere hablar con Demetrio, que tiene que icirle quén sabe cuánto!… Pero eso no le hace, pa todo hay tiempo como no arrebaten —respondió Pancracio, preparando su fusil.
—Pero ¿qué clase de brutos son ustedes? —profirió el desconocido.
Y no pudo decir más, porque un revés de Anastasio lo volteó con la cara bañada en sangre.
—¡Fusilen a ese mocho!…
—¡Hórquenlo!…
—¡Quémenlo…, es federal!…
Exaltados, gritaban, aullaban preparando ya sus rifles.
—¡Chist…, chist…, cállense!… Parece que Demetrio habla —dijo Anastasio, sosegándolos.
En efecto, Demetrio quiso informarse de lo que ocurría e hizo que le llevaran al prisionero.
—¡Una infamia, mi jefe, mire usted…, mire usted! —pronunció Luis Cervantes, mostrando las manchas de sangre en su pantalón y su boca y su nariz abotagadas.
—Por eso, pues, ¿quién jijos de un… es usté? —interrogó Demetrio.
—Me llamo Luis Cervantes, soy estudiante de medicina y periodista. Por haber dicho algo en favor de los revolucionarios, me persiguieron, me atraparon y fui a dar a un cuartel…