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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (30 page)

—¿Señor Puck? —dijo, temblándole la voz.

No hubo respuesta.

De repente Nora notó que corría. Se lanzó hacia el fondo del pasillo lo más deprisa que pudo. En el de al lado se oían pisadas rápidas. Delante había un espacio, el del pasillo al confluir con el siguiente. Era necesario cruzarlo y adelantarse a la persona del de al lado.

Cruzó la confluencia como una exhalación, y por unas décimas de segundo atisbo una silueta enorme y negra, en cuya mano enguantada brillaba un objeto de metal. Entonces corrió por el siguiente pasillo, cruzó otro espacio vacío y volvió a correr entre anaqueles. En la siguiente confluencia dio un giro brusco a la derecha y se lanzó hacia el enésimo pasillo. A continuación eligió otro al azar y corrió por él a oscuras.

A medio camino hacia el siguiente cruce, volvió a hacer una pausa, con el corazón a punto de explotar. Como no se oía nada, tuvo un momento de alivio: había conseguido despistar a su perseguidor.

Entonces, en el pasillo de al lado, oyó el sonido leve de una respiración.

El alivio desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. No, no le había despistado. Indiferentemente a lo que hiciera, a la dirección en que corriera, alguien seguía pisándole los talones con un pasillo de diferencia.

—¿Quién es? —preguntó Nora.

Se oyó un roce, seguido por una risa casi silenciosa. Nora miró a izquierda y derecha y, luchando contra el pánico, hizo un gran esfuerzo por deducir el camino de salida. Las baldas estaban cubiertas por montones de pieles dobladas, apergaminadas y con un intenso olor a deterioro. No había nada que le fuera familiar.

Tres metros más allá vislumbró un hueco en las estanterías, correspondiente al lado opuesto al del desconocido. Corrió hacia él, lo atravesó y recorrió otro pasillo en dirección contraria, hasta detenerse, ponerse en cuclillas y esperar.

A varios pasillos de distancia, se oyó ruido de pasos acercándose y volviéndose a alejar. El desconocido le había perdido la pista.

Nora se giró y empezó a recorrer los pasillos con el mayor sigilo, con la intención de distanciarse al máximo de su perseguidor; pero, tomara la dirección que tomase, y por deprisa que corriera, al detenerse siempre oía pasos: pasos veloces, decididos, que daban la impresión de pisarle los talones.

Era imprescindible orientarse. A fuerza de correr sin rumbo, acabaría cayendo en manos de aquel hombre, o lo que fuera. Miró alrededor. El pasillo acababa en una pared. Había llegado al borde del archivo. Al menos ahora podría seguir la pared y llegar a la entrada.

Caminó agachada a la mayor velocidad, atenta al ruido de pisadas y con la vista fija en la penumbra de delante. De repente surgió algo de la oscuridad: era el cráneo de un triceratops montado en la pared, con los contornos borrosos por la falta de luz.

El alivio fue abrumador. Seguro que Puck andaba cerca, y que, siendo dos, el intruso no se atrevería a aproximarse.

Abrió la boca para llamar a Puck en voz baja, pero antes de hacerlo se fijó en el contorno borroso del dinosaurio. Había algo raro. La silueta no cuadraba. Se acercó con precaución. Y de repente volvió a quedarse inmóvil.

Los cuernos del triceratops atravesaban un cuerpo desnudo de cintura para arriba, con los brazos y las piernas colgando. En la espalda del cadáver sobresalían claramente tres pitones. Daba la impresión de que el triceratops hubiera corneado a su víctima, levantándola del suelo.

Nora retrocedió un paso, y registró mentalmente todos los detalles como si los tuviera muy lejos: la cabeza medio calva, con un mechón de pelo gris; la piel flácida; los brazos arrugados. En la zona inferior de la espalda, donde se habían clavado los cuernos, la carne estaba abierta en una larga herida. En la base de los cuernos se había acumulado sangre, que corría oscura por el torso hasta gotear en el mármol.

«Estoy sobre el triceratops.»

Oyó un grito, y se dio cuenta de que había salido de su propia garganta. Entonces dio media vuelta y huyó a ciegas, pasillo tras pasillo, corriendo todo lo deprisa que sus piernas le permitían, hasta que de repente se encontró con que no había salida. Dio media vuelta para volver sobre sus pasos… y descubrió que la entrada del pasillo estaba bloqueada por una silueta vestida a la antigua, con sombrero negro. Llevaba guantes, y le brillaba algo en las manos.

La única alternativa era subir. Nora se giró sin pensárselo, se aferró al borde de un estante y empezó a trepar. La silueta se abalanzó por el pasillo, haciendo volar la capa negra por detrás.

Nora tenía experiencia como escaladora. No había olvidado sus años de arqueóloga en Utah, cuando trepaba en roca viva hacia las cuevas y moradas rupestres de los anasazi. Sólo tardó un minuto en llegar al último anaquel, que, bajo el peso inesperado, protestó con un crujido. Nora se giró desesperadamente, cogió lo primero que tenía a mano (un halcón disecado) y volvió a mirar hacia abajo.

El hombre del sombrero negro trepaba hacia ella con la cara en sombras. Nora apuntó y efectuó su lanzamiento.

El halcón rebotó en un hombro sin hacer ningún daño.

Miró alrededor, buscando lo que fuera. Una caja de papeles, otro animal disecado, más cajas… Las fue arrojando una por una, pero eran demasiado ligeras y no servían de nada.

El hombre no dejaba de trepar.

Nora, llorando de miedo, se encaramó al estante e inició el descenso por el otro lado. De repente, por la estantería, surgió una mano que le cogió el vestido. Nora chilló y tiró hasta soltarse. Entonces le pasó muy cerca un destello de acero, y una cuchilla muy pequeña que falló por cuestión de centímetros. Nora se apartó, esquivando la segunda acometida del cuchillo, y de repente experimentó un dolor en el hombro derecho.

Gritó, perdió asidero, se cayó de pie y alivió la caída rodando de costado.

El hombre del sombrero negro había vuelto muy deprisa al suelo. Seguía al otro lado de la estantería, pero empezaba a penetrar por ella, usando los pies y las manos para apartar las cajas y los tarros de especímenes.

Nora volvió a correr de pasillo en pasillo, desesperada, ciega. De repente se cernió sobre ella un bulto muy grande. Era un mamut lanudo. Lo reconoció enseguida: allí había estado con Puck.

Bien, pero ¿por dónde se salía? Al mirar alrededor, comprendió que era inútil, que en cuestión de segundos tendría encima a su perseguidor. De repente supo que sólo había una alternativa.

Acercó una mano a los interruptores del fondo del pasillo y los apagó mediante un simple revés, devolviendo los pasillos a la oscuridad. Después, sin perder tiempo, palpó la panza del mamut y encontró lo que buscaba: una palanca de madera. Al accionarla, se abrió la trampilla.

Nora se metió por ella procurando no hacer ruido, y al cerrarla se encontró en un espacio caluroso y asfixiante. Esperó dentro del mamut. Apestaba a podredumbre, a polvo, a carne seca y setas. Oyó una serie rápida de ruidos secos. Entonces volvieron a encenderse las luces, y un haz muy fino penetró en el animal por un agujerito del pecho: era por donde miraba el artista de circo.

Nora miró por él intentando controlar la velocidad de su respiración y dominar el pánico que amenazaba con vencerla. El hombre del bombín estaba de espaldas, a menos de dos metros. Dio un giro lento de trescientos sesenta grados, y aguzó la vista y el oído. Tenía en las manos un extraño instrumento: dos mangos de marfil bruñido unidos por una sierra fina y flexible de acero, dotada de dientes muy pequeños. Por su aspecto, temible, parecía un instrumento quirúrgico de otros tiempos. Al flexionarlo, el hombre hizo doblarse y brillar la sierra de acero. Entonces se fijó en el mamut y dio un paso hacia él sin que se le viera la cara. Parecíaque supiera dónde estaba escondida Nora, que se puso tensa y se aprestó a luchar hasta el final.

De repente ya no estaba. Había pasado de acercarse a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Señor Puck? —decía alguien—. ¡Estoy aquí, señor Puck! ¿Señor Puck?

Era Osear Gibbs.

Nora, que estaba demasiado aterrorizada para moverse, esperó. La voz fue acercándose, hasta que Gibbs apareció por la esquina del pasillo.

—Señor Puck, ¿dónde está?

Nora bajó una mano temblorosa, abrió la trampilla y salió de la barriga del mamut. Gibbs dio media vuelta, retrocedió asustado y se la quedó mirando con la boca abierta.

—¿Le ha visto? —dijo Nora, jadeante—. ¿Le ha visto?

—¿A quién? ¿Qué hacía dentro del mamut? ¡Oiga, está sangrando!

Nora se miró el hombro. En el punto donde se le había clavado el escalpelo había una mancha de sangre cada vez más grande. Gibbs se acercó.

—Mire, no sé qué hace aquí ni qué pasa, pero vamos a la enfermería, ¿vale?

Nora negó con la cabeza.

—No. Osear, tiene que llamar ahora mismo a la policía. Han… —Le falló la voz—. Han asesinado al señor Puck. Y el asesino está aquí dentro, en el museo.

MUCHOS GUSANOS
1

A base de alusiones a gente importante, y de algunas presiones, Bill Smithback había conseguido el mejor asiento. ¿Dónde? En la sala de prensa de la jefatura de policía, una sala enorme cuya pintura tenía ese color institucional que se conoce en todo el mundo como «verde vómito». En aquel momento estaba a reventar de equipos de televisión y periodistas, atareados los unos, enloquecidos los otros. A Smithback le encantaba la atmósfera electrizante de las ruedas de prensa importantes, las que se convocan con prisas cuando ha pasado algo muy grave, y a las que asisten cantidades industriales de funcionarios y polis convencidos (craso error) de poder manipular a un cuarto poder tan revoltoso como el de Nueva York.

Mientras alrededor reinaba el caos más absoluto, él se quedó tranquilamente en su butaca, con las piernas cruzadas, cinta virgen en la grabadora y el micro a punto. Su olfato profesional le decía que no era lo de siempre. Se percibía un matiz de miedo; o, más que de miedo, de histeria mal disimulada. Lo había notado por la mañana, al ir en metro y caminar por la zona del ayuntamiento. Los tres asesinatos seguidos eran demasiado raros. No se hablaba de nada más. Toda la ciudad estaba al borde del pánico.

Reconoció a Bryce Harriman en un lateral, quejándose a un policía de que no le dejara acercarse. Tanto gastar los codos en la facultad de periodismo de la Columbia para derrochar sus exquisitos conocimientos en el
New York Post
. Habría hecho mejor en ocupar una cátedra en su antigua alma máter, y enseñar a los imberbes a escribir una pirámide invertida perfecta. Cierto, el muy hijo de puta le había robado la exclusiva del segundo asesinato ydel carácter imitativo de los crímenes, pero bueno, eso más que nada era chiripa, ¿no?

Se observó cierto revuelo. La puerta de la sala de prensa escupió a un grupo de polis seguidos por el alcalde de Nueva York, Edward Montefiori. Era alto, fornido y muy consciente de acaparar todas las miradas. Mientras se tomaba el tiempo de saludar a algunos conocidos con gestos de la cabeza, su expresión reflejó la gravedad del momento. La precampaña a la alcaldía de Nueva York ya estaba muy encarrilada, y, como siempre, se llevaba a un nivel de niño de dos años. Montefiori estaba obligado a capturar al asesino y poner fin a los asesinatos por imitación, so pena de darle más pasto a su rival para aquella porquería de espacios televisivos donde salía denunciando el repunte de la delincuencia de los últimos meses. Fue subiendo más gente al estrado: la portavoz del alcalde, Mary Hill (una mujer negra muy alta y con clase), el gordo de Sherwood Custer (el capitán de policía en cuyo distrito había empezado el follón), el jefe de policía Rocker (alto y con aspecto fatigado) y, por último, el doctor Frederick Collopy, director del Museo de Historia Natural, seguido por Roger Brisbane. Al ver a Brisbane hecho un figurín, con traje gris, Smithback sucumbió a un momento de rabia. Era el culpable del encontronazo entre él y Nora. Incluso después del horrible descubrimiento del cadáver de Puck, y de que el Cirujano la persiguiera y estuviera a punto de cogerla, Nora se había negado a verle y dejarse consolar. Casi parecía que le echara la culpa de lo que les había ocurrido a Puck y Pendergast.

El nivel sonoro de la sala empezaba a ser ensordecedor. El alcalde subió al estrado y levantó una mano, gesto que tardó muy poco en verse recompensado por el silencio. A continuación leyó las declaraciones que llevaba preparadas, llegando hasta el último rincón de la sala con su acento de Brooklyn.

—Señoras y señores de la prensa —dijo—: nuestra gran ciudad, precisamente por ser tan grande y tan diversa, sufre de vez en cuando la acción de asesinos en serie. Afortunadamente, desde la última vez han pasado muchos años. Sin embargo, todo indica que volvemos a encontrarnos con la presencia de un asesino en serie, un verdadero psicópata. En el transcurso de una semana han sido asesinadas tres personas, cuya muerte ha revestido una especial violencia. En un momento así, en que la ciudad goza del índice de asesinatos más bajo entre todas las regiones metropolitanas del país (gracias al vigor de nuestras medidas de seguridad y nuestra política de tolerancia cero ante el delito), es evidente que esos tres asesinatos están de más, y no se pueden permitir. He convocado esta rueda de prensa con dos objetivos: exponer a la ciudadanía las iniciativas, firmes y eficaces, que estamos adoptando para encontrar al asesino, y responder lo mejor que podamos a las preguntas que puedan tener ustedes sobre el caso, y sus aspectos digamos que sensacionalistas. Ya saben que una de mis máximas prioridades en el ejercicio del cargo siempre ha sido la transparencia. Por eso me acompaña Karl Rocker, el jefe de policía, Sherwood Custer, capitán de distrito, y Frederick Collopy y Roger Brisbane, director y vicepresidente, respectivamente, del Museo de Historia Natural de Nueva York, lugar donde ha sido descubierto el último homicidio. Las preguntas las responderá mi portavoz, Mary Hill, pero antes voy a pedirle al señor Rocker que les facilite un resumen del caso.

Retrocedió, y cedió el micrófono a Rocker.

—Gracias, señor alcalde. —La voz grave e inteligente del jefe de policía, de una extrema sequedad, resonó en la sala—. El jueves pasado, en Central Park, se descubrió el cadáver de una joven, Doreen Hollander. La habían asesinado, y le habían practicado una disección u operación quirúrgica muy peculiar en la región inferior de la espalda. Antes de que hubiera concluido la autopsia oficial, y con los resultados pendientes de análisis, ocurrió otro asesinato: el de Mandy Eklund, una joven cuyo cadáver apareció en Tompkins Square Park. Por último, ayer se descubrió en el archivo del Museo de Historia Natural el cadáver de un hombre de cincuenta y cuatro años, Reinhart Puck. Era el archivero del museo. El cadáver presenta mutilaciones idénticas a las de Mandy Eklund y Doreen Hollander.

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