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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (26 page)

—¿Por qué saca el tema justo ahora? —preguntó la anciana a bocajarro.

Nora comprendió que debía de haber leído el artículo de prensa, o haberse enterado por alguna vía de los asesinatos por imitación del Cirujano. Mientras pensaba qué decir, paseó la mirada por la estancia, oscura, congelada en su acumulación de adornos Victorianos. No quería ser ella quien le trastocara el mundo a aquella mujer.

—Es que investigo sobre los primeros gabinetes de curiosidades.

La anciana clavó en ella una mirada brillante.

—Un tema muy interesante, hija. Aunque podría ser peligroso.

11

El agente especial Pendergast estaba en su cama de hospital. Lo único que movía eran sus ojos casi blancos, con los que vio a Nora Kelly salir de la habitación y cerrar la puerta. Echó un vistazo al reloj de la pared: las nueve en punto de la noche. Buena hora para empezar.

Repasó mentalmente todas las palabras pronunciadas por Nora en su visita, buscando algún dato trivial, o alguna referencia hecha de pasada, que pudieran habérsele escapado la primera vez que lo había oído, pero no tuvo suerte.

La visita de Nora a Peekskill había confirmado las peores sospechas de Pendergast, que hacía tiempo que estaba convencido de que Leng había matado a Shottum e incendiado el gabinete. También estaba seguro de que la desaparición de McFadden era, igualmente, obra de Leng. Sin duda Shottum, poco después de dejar la carta en la pata de elefante, había plantado cara a Leng, y este, tras asesinarle, había usado el incendio como tapadera.

Quedaban en pie, sin embargo, las preguntas con más carga de profundidad. ¿Por qué Leng había elegido el gabinete como base de operaciones? ¿Por qué, un año antes de matar a Shottum, había empezado a colaborar gratuitamente con los asilos? Y, una vez arrasado el gabinete por el fuego, ¿adonde había trasladado su laboratorio?

Pendergast sabía por experiencia que los asesinos en serie solían ser desordenados y dejar pistas por descuido. No era, desde luego, el caso de Leng. Tampoco se trataba de un asesino en serie propiamente dicho. Tomaba admirables precauciones. Siempre, a su paso, dejaba una especie de huella negativa. Parecía definirsepor lo poco que se sabía de él. Quedaban más cosas por averiguar, pero estaban enterradas en las toneladas de información que Pendergast tenía desperdigadas por el suelo de su habitación de hospital. Sólo existía una manera de sonsacarlas. No bastaba con la pura investigación.

Otro problema añadido, y cada vez más grave, era el de que Pendergast perdiera objetividad en proporción inversa a su implicación emocional en el caso. O se dominaba con un golpe brusco de timón, reafirmándose en su habitual disciplina, o bien fracasaría. Y eso no se lo podía permitir.

Había llegado la hora de hacer el viaje.

Recorrió con la mirada las montañas de libros, mapas y prensa antigua que colmaban la media docena de carritos que había en la habitación. Fue observándolas, a cual más inestable. El documento de mayor importancia se hallaba en la mesita de noche: los planos del gabinete de Shottum. Lo cogió por última vez y lo memorizó en detalle. Pasaron los segundos, y finalmente dejó el mapa amarillento.

Había llegado la hora, sí, pero antes era necesario tomar medidas contra el paisaje de ruidos que le rodeaba, intolerable.

Una vez fuera de peligro, Pendergast se había hecho trasladar desde el Saint LukeVRoosevelt al hospital Lenox Hill, cuyas viejas instalaciones de la avenida Lexington contaban con paredes más gruesas que cualquier otro edificio de la ciudad salvo el propio Dakota, donde se alojaba él; y, sin embargo, seguían agrediéndole diferentes sonidos: la nota aguda del oxímetro de encima de la cama, la cháchara de las enfermeras, los siseos y pitidos de los aparatos de telemetría y los ventiladores, el ronquido de los pacientes con pólipos de la habitación de al lado, la vibración de los conductos de ventilación dentro de las paredes y del techo… Físicamente no había manera de luchar contra ellos, pero su desaparición podía lograrse por otros medios. Se trataba de un juego mental muy poderoso, adaptado por él a partir del Chongg Ran, antiguo método de meditación de los budistas de Bután.

Cerró los ojos e invocó la imagen de un tablero de ajedrez sobre una mesa de madera, iluminado por un círculo de luz amarillenta. A continuación creó dos jugadores. Uno de ellos realizó un movimiento, el inicial, y su contrincante hizo lo propio. Fueron desplegándose varias partidas sucesivas de ajedrez. Los dos jugadores cambiaban de estrategia e ideaban contraataques adaptados a cada situación.

Los ruidos más lejanos se fueron apagando.

Al quedar en tablas la última partida, Pendergast borró el tablero de ajedrez y, en la oscuridad de su visión mental, creó a cuatro jugadores de cartas alrededor de una mesa. El bridge siempre le había parecido un juego más noble y sutil que el ajedrez, pero apenas lo practicaba, porque fuera de su difunta familia había encontrado pocos contrincantes que estuvieran a su altura. Empezó la partida: cada jugador conocía exclusivamente sus trece cartas, y se diferenciaba de los demás por sus estrategias y capacidades mentales. La partida inició su desarrollo a base de cortes, slams y finesses. Pendergast manipulaba a los jugadores a su antojo, ejecutando tácticas de enorme sutileza.

Cuando el primer rubber llegó a su conclusión, las distracciones habían desaparecido. No quedaba ni rastro de ruidos, y en el cerebro de Pendergast campaba a sus anchas un silencio absoluto. Profundizó aún más.

Había llegado el momento de emprender la travesía por la memoria.

Transcurrieron varios minutos de intensa concentración mental, hasta que se sintió preparado.

Se vio a sí mismo levantándose de la cama. Tenía la sensación de ser etéreo, inmaterial, como un fantasma. Se vio caminando a solas por pasillos, bajando por las escaleras, cruzando el recibidor abovedado y saliendo a la ancha escalinata del hospital.

El edificio, sin embargo, ya no era un hospital. Ciento veinte años antes recibía el nombre de Sanatorio de Tísicos de Nueva York.

Miró desde la escalinata. Anochecía, y al oeste, en dirección a Central Park, el Upper East Side se había convertido en un mosaico de granjas porcinas, páramos y salientes rocosos. En algunos puntos brotaban concentraciones de barracas, acurrucadas como para protegerse de los elementos. La avenida estaba bordeada por farolas de gas —elemento inhabitual tan al norte del ajetreado centro—, cuyos círculos de luz, pequeños, quedaban como impresos en el macadán.

Era un panorama impreciso, borroso. En aquel emplazamiento no eran necesarios los detalles. Aun así, Pendergast se permitió paladear el aire. Olía mucho a humo de carbón, tierra mojada y estiércol de caballo.

Bajó a la calle, se metió por la Sesenta y seis y caminó hacia el este, en dirección al río. Estaba penetrando en una zona de mayordensidad, donde se codeaban casas nuevas, hechas de piedra rojiza, y viejas edificaciones de trama de madera. Por la calle, sembrada de paja, iban pasando carruajes. Se cruzó con varios transeúntes silenciosos. Los varones llevaban trajes largos, con solapas estrechas, y las mujeres miriñaques y sombreros con velo.

En el siguiente cruce subió a un tranvía y pagó cinco centavos por el trayecto hasta la calle Cuarenta y dos. Llegado a esta, efectuó el transbordo al ferrocarril elevado del cruce de Bowery y la Tercera avenida, transbordo que le costó otros veinte centavos. Tal derroche le hacía acreedor a un vagón palaciego, dotado de visillos y de asientos de felpa. La locomotora de vapor que gobernaba el tren llevaba el nombre de
Chauncey M. Depew
. Cuando el tren salió lanzado hacia el sur como una centella, Pendergast se quedó inmóvil en su butaca afelpada, y poco a poco permitió que en su mundo volvieran a penetrar sonidos: primero el traqueteo de las ruedas en las vías y después las conversaciones de los pasajeros, enfrascados en los grandes temas de 1881.

Seguía, cómo no, habiendo lagunas (zonas brumosas y oscuras, como de niebla) de las que Pendergast poseía escasa o nula información. Los viajes por la memoria nunca eran completos. Había detalles de la historia que se habían perdido irrevocablemente.

Cuando el tren llegó al tramo inferior de Bowery, Pendergast desembarcó y se quedó un rato en el andén, aguzando un poco más la vista. Las vías elevadas, más que encima de la calzada, lo estaban de las aceras, y los toldos de debajo aparecían cubiertos por una capa grasienta de manchas de aceite y ceniza. La
Chauncey M. Depew
profirió un alarido e inició su loca carrera hacia la siguiente parada. Su chimenea desprendía eructos de humo y de cenizas ardientes, que se desperdigaban por el aire plomizo.

Bajó a la calle por una escalera de madera reducida a su esqueleto. Ante sus ojos, la espaciosa vía pública era un mar de sombreros en movimiento, por cuyo centro se lanzaban con arrojo los tranvías de caballos. La acera, además de ser estrecha, estaba tomada por una verdadera multitud de vendedores ambulantes, absortos en pregonar su mercancía a los interesados. «¡Ollas y sartenes! —exclamaba un calderero—. ¡Arregle sus ollas y sartenes!» Una chica joven, con un caldero humeante sobre ruedas, entonaba: «¡Ostras! ¡Buenas ostras para quien las quiera!». Pendergast tenía a mano izquierda a un vendedor de maíz, que sacó una mazorca de un carrito de bebé, la embadurnó con un trapo empapado de mantequilla y se la ofreció. Después de rechazarla con un movimiento de la cabeza, el agente se internó por el gentío en plena ebullición y sufrió varios empujones. Tras un momento de niebla, de pérdida de concentración, se recuperó, y con él la escena.

A medida que caminaba hacia el sur, fue despertando los cinco sentidos a su entorno. El ruido casi era ensordecedor: impactos de herraduras, innumerables retazos de música y canciones, gritos, alaridos, relinchos, palabrotas… El aire reventaba de olores a sudor, estiércol, perfume barato y carne a la brasa.

Más adelante, en el número 43 de Bowery, estaba en cartel un espectáculo con Buffalo Bill:
Scout of the Plains
, en el Windsor. Se trataba del primero de una larga fila de teatros, con carteles enormes donde se anunciaban las correspondientes funciones. Entre las dos puertas de entrada, un ex-combatiente ciego de la guerra civil tendía su gorra, suplicante.

Pendergast pasó de largo casi sin mirar. Hizo un alto en una esquina, para orientarse, y se metió por East Broadway. Ya no le rodeaba el frenesí de Bowery, sino un mundo más silencioso. A aquella hora, los numerosos comercios de la parte vieja estaban cerrados y a oscuras: talabarterías, sombrererías, casas de empeño, mataderos… Algunos edificios eran nítidos; otros, en cambio (lugares que Pendergast no había logrado identificar), aparecían como vagas sombras sumidas en una misma niebla.

Al llegar a la calle Catherine se encaminó al río. Ahí, a diferencia de East Broadway, todos los comercios estaban abiertos: tabernas, pensiones para marineros… Fuera, en la calle, las farolas proyectaban franjas de luz de un rojo chillón. La esquina estaba ocupada por un edificio bajo y ancho de ladrillo, estriado por manchas de hollín. Las cornisas de granito, y la arcuación de los vanos, delataban una mala imitación del estilo neogótico. Encima de la puerta había un letrero de madera, con letras doradas y bordes negros:

GABINETE DE PRODUCCIONES

Y CURIOSIDADES NATURALES

J. C. SHOTTUM

La entrada estaba iluminada por tres bombillas desnudas, cada una en su jaula de metal, que arrojaban a la calle una luz cruda. El gabinete estaba abierto, y en su puerta había un pregonero a sueldo. Con tanto ruido y ajetreo, Pendergast no entendió lo que decía. En la acera de enfrente, un letrero grande enunciaba los atractivos del gabinete: «Pasen y vean al niño con dos cerebros. No dejen de visitar nuestro nuevo anexo, con seductoras bañistas en agua de verdad».

Pendergast se quedó en la esquina y se concentró en el edificio que tenía delante, reconstruyéndolo en detalle y con meticulosidad, mientras el resto de la ciudad se volvía nebuloso. Poco a poco las paredes ganaron nitidez —las ventanas sucias, los interiores, las extrañas colecciones, el laberinto de salas de exposición—, a medida que el cerebro del agente integraba y daba forma a la gran cantidad de información que había recogido.

Cuando estuvo preparado, se puso al final de la cola, pagó dos centavos a un individuo con chistera sucia y entró. Le recibió un vestíbulo de techo bajo, dominado al fondo por un cráneo de mamut. Al lado del cráneo había un oso Kodiak apolillado, una canoa india de madera de abedul y un tronco petrificado. Recorrió la habitación con la mirada, y en la pared del fondo vio el largo fémur de un «monstruo antediluviano». Por lo demás, los especímenes estaban expuestos sin ton ni son, y se caracterizaban por su eclecticismo. Pendergast sabía que las mejores piezas se hallaban más adelante, en las salas interiores del gabinete.

Tanto a la izquierda como a la derecha había pasillos que llevaban a auténticos hormigueros humanos. En un mundo sin cine, televisión ni radio —y donde, además, sólo los más ricos podían permitirse viajar—, la popularidad de aquella diversión no tenía nada de sorprendente. Pendergast entró por la izquierda.

El principio del pasillo estaba ocupado por una colección de pájaros disecados, sistematizada en varios estantes. Aquella tentativa de instrucción, tan tímida, era ignorada por el público, que pasaba de largo en su camino hacia piezas posteriores y menos edificantes.

El pasillo desembocaba en una sala grande, calurosa y asfixiante, cuyo centro estaba ocupado por lo que a primera vista parecía un ser humano disecado: arrugado, marrón, con las piernas muy arqueadas y agarrado a un poste. En la etiqueta de debajo ponía: «Pigmeo varón del África más negra, que a la edad de trescientos cincuenta y cinco años murió por mordedura de serpiente». Prestando atención se veía que era un orangután afeitado, disfrazado de ser humano y, a juzgar por su aspecto, conservado por ahumado. Cerca había una momia egipcia con su sarcófago de madera, todo ello apoyado en la pared. Un esqueleto ensamblado, al que le faltaba la calavera, tenía por etiqueta: «Restos de la bella condesa Adéle de Brissac, ejecutada en la guillotina, París, 1789». Al lado había un trozo de hierro oxidado y manchado con pintura roja, donde ponía «La cuchilla que le cortó la cabeza».

Pendergast, que estaba en medio de la sala, se fijó en el público, ruidoso, y se llevó una pequeña sorpresa. Había más jóvenes de lo previsto, así como una mayor variedad social, tanto hacia lo alto como hacia lo bajo. Pasaban hombres elegantes fumando puros y burlándose, condescendientes, de lo expuesto. Había chicas de asilo, prostitutas, chavales de la calle, vendedores ambulantes y taberneros. Se trataba, en suma, de una exacta representación del gentío de las calles. Muchos, terminada la jornada laboral, habían acudido al gabinete de Shottum a pasar una tarde divertida. Los dos peniques de entrada estaban al alcance de cualquiera.

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