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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (35 page)

—Ponla dentro del baúl —le ordenó una voz gruesa y profunda, y Malik se apresuró a cumplir el mandato—. Ahora regresa a la embajada y actúa con normalidad.

Convencido de que participaría en el secuestro, Malik palideció. Anhelaba con fervor malsano conocer personalmente los detalles del destino atroz que aguardaba a «la puta occidental», como llamaba a Francesca desde su relación con el príncipe saudí. Bien conocía él qué clase de criatura despreciable y diabólica se escondía detrás de ese biombo de oropel. Jamás lo habían confundido sus modos de niña candida, su voz suave y su buen trato, menos aún, su apabullante hermosura. Desde el día en que la conoció, escuchó la voz de Alá que lo prevenía contra su malicia encubierta y le confiaba salvaguardar al Islam y a su gente de las artimañas de esa infiel, que llegaba con claras intenciones de desprestigiar y blasfemar, y casi lo había conseguido, y nada menos que con el dilecto del rey Abdul Aziz. Sería una satisfacción verla padecer. Por otra parte, él no era idiota y sabía que las investigaciones pronto lo apuntarían como el contacto interno que la había entregado. Imposible permanecer en la embajada.

—Me habían dicho que iría con ustedes —intentó argumentar.

—Vuelve a la embajada —repitió la voz— y mantén la boca cerrada.

—Pero...

—¡Haz lo que te ordeno!

El Mercedes Benz se puso en marcha, y Malik se quedó mirándolo en medio de la calle hasta que desapareció unas esquinas más adelante.

Mauricio Dubois, sentado junto a Méchin en la parte posterior del automóvil de la embajada, intentaba comprender de qué forma las cosas habían llegado tan lejos, a causa de qué maldito designio se habían trastornado de tal modo. No obstante, y más allá de las razones y los motivos, la realidad era única e incontrastable: Francesca había sido secuestrada, no existía duda. En ese momento, camino al aeropuerto de Riad para recibir a Kamal, se preguntaba cómo se lo diría, porque pese a los reparos del principio, ahora se encontraba seguro de que su amigo estaba perdidamente enamorado de ella. Lo culparía; después de todo, antes de partir hacia Ginebra semanas atrás le había dicho: «Cuídala, Mauricio». La culpa, la vergüenza y la incertidumbre estaban enloqueciéndolo.

—Cuéntame de nuevo cómo ocurrieron los hechos —pidió Jacques Méchin.

—No hay mucho para decir —admitió Mauricio—. Esta mañana, Sara, el ama de llaves, se percató de la ausencia de Francesca. Verificamos que no hubiese salido con Abenabó y Káder, o con Malik, el otro chófer que tenemos, pero nadie la había visto ni sabía nada de ella. Es como si se la hubiese tragado la tierra.

—¿No existe la posibilidad de que Francesca haya escapado por propia voluntad?

—Imposible —afirmó Mauricio—. Ese argumento está fuera de discusión. Francesca no abandonaría Arabia por ningún motivo, puedo asegurártelo. Como te decía, las cerraduras de las puertas no están forzadas.

Káder, al volante del vehículo, les indicó que el
jet
Lear de su majestad acababa de aterrizar. Méchin, Dubois y los dos guardaespaldas bajaron del coche y avanzaron en dirección del avión que maniobraba varios metros más allá. Kamal descendió y cambió unas palabras con el piloto y la azafata al final de la escalerilla; luego, buscó con la mirada su jaguar y se sorprendió al ver a Méchin y a Dubois que, escoltados por Abenabó y Káder, se aproximaban a paso rápido. El asombro dio lugar a un mal presentimiento, y se le anudó la garganta. Cubrió el trecho en dos zancadas y atinó a preguntar:

— ¿Dónde está Francesca?

Sólo Jacques consiguió hablar.

—Creemos que fue secuestrada ayer por la noche.

Con la rapidez de un felino, Kamal se abalanzó sobre Abenabó y Káder, los cogió de las solapas y comenzó a insultarlos. Méchin y Dubois lograron someterlo y subirlo al coche. Mauricio tomó el lugar del conductor, arrancó haciendo chirriar las gomas y dejó a los guardaespaldas en medio de la pista en estado de conmoción.

Capítulo Diecisiete

Un nauseabundo olor a aceite rancio y a goma quemada le inundaban la nariz y le recrudecían el mareo. Sentía las manos entumecidas y las muñecas doloridas. Tenía las piernas recogidas y pegadas al estómago, ateridas y yertas. Trató de moverlas, y un dolor agudo la surcó desde la punta del pie hasta la ingle. La abrumadora oscuridad de la habitación le impedía ver dónde se hallaba. En la cama evidentemente no; tal vez se había caído al suelo. La pluma, las gotas de tinta, el
déshabillé
manchado. Los difuminados recuerdos centelleaban en medio de la confusión. Trató de levantarse, pero no consiguió separar las manos ni las piernas y, al tratar de articularlas, sólo consiguió una nueva oleada de dolor. Se mecía acompasadamente; por momentos se detenía para retomar un segundo después con un movimiento brusco.

Francesca, atada de pies y manos, con los ojos vendados, se hallaba en el piso de la parte trasera de un
jeep
viejo y sucio, camino al lugar donde sus captores habían decidido mantenerla prisionera. Sólo advertía la sequedad en la garganta, el martirio en tobillos y muñecas y el calor agobiante. Gotas de sudor le recorrían el pecho y se le perdían en el vientre, pero ella no las notaba y, sumida en una telaraña de imágenes, seguía creyendo que aún estaba en la embajada. «Tengo mucha sed», pensó, e intentó alcanzar un vaso con agua que Sara le dejaba cada noche en la mesa de luz. Le vino a la mente Antonina y la discusión telefónica de esa tarde.


Mamma...
—pronunció en voz alta, y tembló a causa del dolor de garganta que le significó el esfuerzo.

—Está despertando —dijo una voz en árabe.

—Aplícale la dosis —ordenó otra más intimidante.

—Ya está muy drogada. No podría matar ni a una mosca.

—Haz lo que te digo.

El hombre sentado al lado del conductor tomó una jeringa de una cajita metálica, le quitó el capuchón plateado e inyectó en el antebrazo a Francesca, que, al cabo de unos minutos, volvió a sumergirse en un mundo ininteligible de sueños extraños.

Camino a la embajada, entre Jacques y Mauricio expusieron a Kamal los confusos hechos que llevaban a pensar que Francesca había sido secuestrada.

—Esta mañana-expresó Dubois—, Sara, el ama de llaves, notó su ausencia y fue a su dormitorio, donde encontró la cama tendida y la luz del tocador encendida. Le resultó extraño y comenzó a buscarla por la casa, de donde nadie la había visto salir. Kasem, uno de los chóferes, aseguró que él se había levantado muy temprano y que Francesca no había aparecido por la cocina o la zona de servicio.

—¿Y el tal Malik? —interrumpió Kamal—. ¿Que ha pasado con él?

—Ahí, creemos, está el meollo del asunto —manifestó Méchin— pues Malik tampoco aparece y nadie lo ha visto salir de la embajada. De hecho, el automóvil que tiene asignado está en el garaje como de costumbre.

—Además —retomó Dubois—, lo que contó Sara es más que sospechoso. Ayer Francesca, tras una discusión telefónica con su madre, se pasó la tarde llorando. Después, al saber de tu regreso, se alteró sobremanera y no conseguía dormir. Ella le ofreció una manzanilla para tranquilizarla y, al llegar a la cocina, se encontró con Malik, a quien asegura haber notado inusualmente nervioso. Mientras Sara preparaba el té —prosiguió Mauricio—, Malik le aseguró que la llamaban y ella, durante algunos minutos, se ausentó de la cocina para atender una llamada que no existía. Al regresar, Malik ya no estaba. No notó nada extraño. Terminó de preparar el té y lo llevó a la recámara de Francesca. Esa fue la última vez que la vio. Tu tío Abdullah mandó analizar los restos de la camomila, pues suponemos que Malik vertió algún somnífero para sacar a Francesca de la embajada.

—Creemos que la sacó por la parte trasera —apuntó Dubois—. El guardia confesó que durmió gran parte de la noche, cosa inusual en él, pues es uno de los mejores que tenemos. Estamos casi seguros que él también fue narcotizado, pues bebió un café que Malik le llevó hasta la garita con la excusa de un poco de conversación y compañía.

—Pues bien, no hay dudas: Malik la entregó —dictaminó Kamal—. Mauricio, de inmediato, llévame a la oficina de mi tío Abdullah.

—Ahora nos dirigimos a la embajada —intervino Méchin—, ahí nos esperan tu asistente, Ahmed Yamani, y tu tío Abdullah, que ya ha tomado cartas en el asunto y está realizando algunas investigaciones.

En la embajada encontraron a Abdullah Al-Saud, jefe de los servicios secretos de Arabia, impartiendo órdenes a dos especialistas que atiborraban de cables y aparatos el despacho de Mauricio Dubois. Ahmed Yamani interrogaba por enésima vez a Sara, quien, pese a la
abaaya,
dejaba entrever su desconsuelo y miedo.

—Fue él, señor —aseguró la argelina—, fue Malik. Es un hombre raro y nunca vio con buenos ojos a Francesca. Fue él, él la secuestró.

—Está bien, Sara, vaya.

La argelina intentó decir algo, pero se arrepintió y guardó silencio. Kamal, aún de pie en la entrada, la siguió con la vista hasta que la mujer se perdió en un recodo del pasillo. Volvió la mirada al interior del despacho y observó a su tío, enfrascado en las directivas que impartía para conectar la grabadora al teléfono; a Yamani, que miraba con fijeza el piso y se acariciaba el mentón; a Méchin, que conversaba con Dubois, pálido y descompuesto. Se preguntó por dónde comenzar. ¿O sólo restaba afrontar una agónica espera en tanto los secuestradores se ponían en contacto?

—Despide a tus hombres, tío —ordenó Kamal en francés, y Abdullah indicó a los técnicos que dejaran la oficina.

Kamal cerró la puerta tras los especialistas y avanzó hacia el centro del salón. El resto lo miraba con fijeza y, aunque esperaban una palabra suya, cuando por fin habló, la voz de trueno que inundó la habitación les conmocionó los ánimos crispados.

—¿Se informó a Saud de esto? —inquirió Kamal.

—Todavía no —respondió Abdullah—. Tu hermano no se encuentra en Riad; partió ayer a Grecia donde pasará unos días en su palacio de la isla del mar Egeo.

—Bien —dijo Kamal, en tono bajo y duro—. ¿Y el ministro Tariki?

—Hace dos días partió a Ginebra, por asuntos de la OPEP.

—Mejor así —aseguró—. Que no se informe de esto a nadie hasta que yo lo autorice. Y tú, Mauricio, ¿diste parte a las autoridades argentinas?

—No, aún no.

—Perfecto. Y no lo harás por el momento.

—No puedo, Kamal —se opuso Dubois—. Debo hacerlo, debo dar aviso —agregó, con gesto pusilánime—. El secuestro de un miembro de la embajada es un hecho de extrema gravedad. El canciller no debe permanecer ajeno a esto. ¿Qué sucedería si Francesca...? ¡Esto es gravísimo! —prorrumpió, y todos pensaron que perdería el control.

Kamal se acercó a su amigo con presteza y le puso una mano sobre el hombro.

—La encontraré, Mauricio, te lo prometo. Nadie me arrebatará a Francesca, te lo aseguro. Ni a ella, ni al hijo mío que lleva en el vientre.

—¿El hijo que lleva en el vientre? —acertó a repetir Méchin.

—Francesca está embarazada. Y como que Alá es mi Dios, los recuperaré. Pero necesito tiempo, Mauricio; te pido setenta y dos horas. No des aún aviso a la Cancillería de tu país. Te juro que la encontraré. Si hacemos pública su desaparición, quizá la maten. Debemos manejarnos con cautela y, por sobre todo, con extrema reserva.

Se produjo un silencio mientras aguardaban la respuesta de Dubois, que sólo asintió con la cabeza para, de inmediato, echarse en el sofá y cubrirse el rostro con las manos. Ahmed Yamani le acercó una taza de café y se sentó a su lado. Méchin, en cambio, se alejó en dirección a la ventana, donde se quedó meditabundo con la vista fija en el parque de la embajada, seguro de que la decisión de Mauricio era errónea. Kamal, que no reparó en el derrumbe de su amigo ni en la palmaria disconformidad de Méchin, se encaminó al escritorio y tomó una fotografía de Malik.

—Tío —dijo—, quiero conocer los antecedentes de este hombre.

—Antes de que llegaras, hice una llamada a un contacto en la CIA, pues quiero confirmar algunas sospechas. Prometió llamarme en breve. Por ahora te puedo adelantar que, según nuestros archivos, Malik bin Kalem Mubarak no es justamente un ángel: de ideas extremistas hasta la demencia, durante la década pasada mantuvo contacto con la secta terrorista Yihad. He dado orden de captura contra él. También he dispuesto el cierre de los aeropuertos y del puerto de Jeddah. En las carreteras y en las fronteras, mis agentes están controlando cuanto vehículo transita.

—¿Crees que ya la hayan sacado del país? —habló Méchin.

—No lo sé. La verdad es que han tenido tiempo suficiente para hacerlo, si, como creemos, fue secuestrada entre las once y la una de la mañana. Además, es sabido que por el norte, en la frontera con Irak y Jordania, hay grandes extensiones de desierto que nadie controla. Por allí podrían huir de Arabia sin ser vistos ni dejar rastro.

—Eso es imposible —intervino Ahmed Yamani—. Ni los beduinos se aventuran en esa región. Es casi tan inhóspita como el desierto Rub Al Khali, prácticamente inaccesible para el hombre. Morirían en el intento.

—Es cierto —acordó Abdullah—, pero hay quienes lo han logrado.

El
jeep
alcanzó el norte del reino saudí alrededor del mediodía, cuando el sol calcinante y el viento voraz, en complicidad con la arena, tornaban casi imposible la vida. El-Haddar y Abdel, los fieles guardaespaldas del rey Saud, se embozaron cuidadosamente y descendieron del vehículo.

—Dijeron que vendrían a buscarnos a las doce —se quejó Abdel, a quien, desde un principio, el encargo no le había gustado en absoluto.

—Aún no son las doce —argumentó El-Haddar—. Vamos, volvamos al auto, casi no puedo respirar con esta ventisca.

—¿Y si no vienen a buscarnos? —se inquietó Abdel—. Moriremos como ratas asadas, no tenemos suficiente combustible para alcanzar ninguna población.

—¡Cállate, pájaro de mal agüero! —se enfureció El-Haddar—. Tienen que venir a buscarnos: nosotros tenemos la mercancía que les interesa.

—Te equivocas —aseguró Abdel—: la muchacha ya no les interesa. Lo único que querían era que desapareciera para poder reclamar el rescate. Si de todas formas van a matarla, ¿qué mejor que librarse de ella sin tener que tomarse la molestia de tocarle un pelo?

El-Haddar aceptó lo acertado de la teoría de su compañero, pero se cuidó de manifestárselo y refunfuñó como solía hacer cuando ya no deseaba escucharlo. Abdel, más cauto y reflexivo, en ocasiones se tornaba una molestia, siempre con escrúpulos y miramientos; no obstante, El-Haddar lo respetaba como hombre y lo quería como amigo. Se conocían desde la adolescencia, cuando juntos habían prestado servicios en el ejército del rey Abdul Aziz. Tiempo después, el arrojo y la lealtad los posicionaron en un lugar de privilegio, y se convirtieron en los hombres de confianza del amo y señor de Arabia Saudí. Antes de morir, Abdul Aziz los había mandado llamar a Taif, donde les hizo jurar que serían tan fieles a su hijo Saud como lo habían sido con él.

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