A pesar de encontrarse en desacuerdo con los manejos políticos y la ideología del líder egipcio Nasser, rescataba una frase sabia, casi profética, de su libro
Filosofía de una revolución:
«El petróleo, hermanos míos, es el nervio vital de la civilización. Sin él no habría ya medio alguno de existir». Sí, nervio vital de la civilización, pero con Irán y Libia por aliado, que entregarían buques llenos hasta el tope, la preponderancia del reino saudí perdía valor relativo.
Sin embargo, Kamal conservaba un as en la manga: la participación de Arabia en el seno de la OPEP. El cártel no llevaría adelante ningún cambio sustancial si los saudíes no lo apoyaban. Era, pues, la preponderancia de Arabia Saudí en la OPEP lo que negociaría Al-Saud con los yanquis, que significaba, en otras palabras, evitar el tan temido embargo, porque, ¿quién podía asegurar a Occidente que los socios árabes con los que contaba, que representaban a pueblos complejos, pasionales y aguerridos, respetarían el statu quo por tiempo indefinido? Hasta el mismo Reza Pahlevi no se mostraba tan dócil como en un principio, y sus palabras con motivo de la rebaja del
posted price
lo demostraban: «Aunque esta iniciativa de las compañías pudiese parecerles justificada por el estado del mercado, es absolutamente inadmisible para nosotros, ya que se ha tomado sin consultarnos y sin nuestro acuerdo». ¿Quién podía afirmar a los gobiernos americano e inglés que no volvería a surgir un Mossadegh o un Nasser? Nadie, pero Al-Saud podía garantizarles que, mientras contara con su apoyo, en la OPEP ningún miembro volvería a amenazarlos, al menos no seriamente, con el monstruo del embargo petrolero.
Camino a la Casa Blanca, donde los esperaban el secretario de Estado y el de Recursos Naturales del gobierno de Kennedy, Al-Saud y Ahmed Yamani leían los últimos estudios acerca de la capacidad petrolera de los campos de Texas. Kamal sesgó los labios con sorna al comparar los misérrimos diecisiete barriles diarios que obtenían los yanquis de sus pozos texanos en contraposición con los veinte mil que, en el mismo lapso, daban las tierras saudíes, sin contar las apabullantes diferencias de calidad.
—Esta mañana me informaron que en la reunión estarán presentes Howard Page y Harold Snow —comentó Yamani.
El primero, avezado en cuestiones de Medio Oriente, asesor del Consejo Directivo de la Esso, había sido de los pocos en advertir en el año 60 que, si se rebajaba el
posted price,
las reacciones de los países productores serían de una magnitud difícil de contener. El segundo, inglés y empleado jerarquizado de la British Petroleum, vaticinó, tras conocer la noticia de la baja en el precio del crudo, que el mundo se tambalearía. La presencia de ambos especialistas significaba un punto a favor para Al-Saud y una muestra de buena voluntad por parte de los secretarios de Kennedy.
—Con Page y Snow presentes, se nos facilitarán las cosas —manifestó Ahmed.
El chófer atendió una llamada telefónica y se lo pasó a Kamal.
—Es para usted, su majestad —indicó, y le alcanzó el tubo—. Es de Nueva York, de la joyería Tíffanny's.
—Sí, él le habla. No, dije perlas de Bahrein. Cuatro vueltas. Sí, un solitario. No, todo en platino. Prefiero el más grande, el de siete
carats.
Muy bien. Hasta luego.
Kamal devolvió el teléfono al chófer y retomó la lectura. Ahmed se quedó mirándolo, sin saber cómo referirse a un tema de la vida privada de Al-Saud cuando jamás le daba cabida en ella.
—Tu madre me dijo que piensas casarte con la secretaria de Mauricio —se aventuró a decir Yamani.
—Mi madre haría bien en quedarse callada —dictaminó Kamal, sin apartarse del informe.
—¿Cuántos años tiene?
Al-Saud levantó la vista y traspasó a Ahmed con su mirada de azor.
—Veintiuno —concedió.
—Por su carácter y vivacidad pensé que tendría más.
—¿Tú también me dirás que soy un viejo para ella? —replicó con picardía—. Empiezan a aburrirme con la misma cantinela.
—Era simple curiosidad. —Después de un silencio, tomó coraje y espetó—: Es hermosa y muy atractiva, aunque occidental y cristiana. Si la haces tu mujer, la convertirás en el blanco de los ataques. Ella será tu mayor debilidad.
«Mi debilidad», repitió Al-Saud para sí, y sonrió, confundiendo a su amigo.
—Como tu amigo te lo digo —prosiguió Ahmed—, pero también como tu asesor: lo que se avecina te convierte en un miembro de la realeza saudí antes que en un hombre. Deberías quitártela de la cabeza, primero por tu bien, después por el de ella. Sabes que tu familia jamás la aceptará. La harán pedazos antes de verla casada contigo.
El aire taciturno de Dubois se había acentuado en los últimos días con motivo de las malas noticias que llegaban desde la Argentina. El agregado militar, el teniente Barrenechea, comentaba acerca del descontento de las Fuerzas Armadas, y era sabido que «el descontento» de los militares en la Argentina sólo podía significar que se avecinaba un golpe de Estado. A diario, Mauricio hablaba a la Cancillería para recabar noticias y profundizar en la situación política del gobierno de Frondizi. Las novedades, sin embargo, arribaban confusamente y parecían más chismes que versiones de un organismo oficial. La verdad era que nadie sabía con certeza lo que acaecería.
En medio del nerviosismo y la desorientación que se vivía en la embajada, Francesca supo que esperaba un hijo. Las náuseas y mareos diurnos, el inexplicable cansancio durante la jornada y la alteración de su estado de ánimo preanunciaron lo que, días después, le confirmó el retraso de la regla. Sentía una felicidad que no sabía si debía permitirse, pues un hijo de Al-Saud complicaría aún más su ya intrincada relación. Temía que el propio Kamal tomara a mal la noticia, que le recriminase la falta de cuidado y prevención. De igual modo, se sentía feliz y no deseaba resistirse a esa felicidad. Le resultaba un milagro que un ser minúsculo y frágil creciese en sus entrañas, una criaturita nacida del amor entre ella y Al-Saud.
En contra de todas las suposiciones, Sara vivió el embarazo de Francesca como si se tratase de su propio nieto. La colmaba de cuidados, atenciones y consejos; la obligaba a comer carne de cordero en el almuerzo y en la cena, y a beber un litro de leche de cabra por día; le preparaba un tónico nauseabundo para evitar que se le destruyera la dentadura y que los huesos se le hicieran polvo; le masajeaba las piernas con un mejunje de miel y limón que mantenía las venas a raya y propiciaba la buena circulación. «Sería un pecado que en unas piernas como éstas te salieran varices», decía. Francesca la dejaba hacer, porque, en medio de tanta incertidumbre y soledad, Sara le recordaba a su madre.
A menudo pensaba en Antonina y en Fredo y, pese a mantener una correspondencia fluida con ellos, no había encontrado la forma de comunicarles semejante noticia. En verdad, no temía la reacción de Fredo, abierto y liberal como era, sino la de su madre, tan arraigada a las costumbres y ritos cristianos. Por fin, tomó coraje y les escribió para confesarles que se casaría con Al-Saud.
Además de los cuidados, Sara resultaba excelente compañía cuando terminaba la jornada de trabajo. Le gustaba escucharla hablar pues sabía mucho acerca de las costumbres árabes. Una tarde Francesca le preguntó por qué, si en un principio había estado tan enojada y disconforme, ahora se mostraba contenta y predispuesta.
—Ahora es distinto —aseguró la mujer—, llevas a su hijo en el vientre. Los árabes son ladinos y banales, pero se les amansa el corazón cuando de un hijo se trata. A causa de este bebé, el príncipe Kamal jamás te abandonará.
Le contó acerca de la costumbre islámica de circuncidar, y le aclaró que, a diferencia de los hebreos, que la practican a los recién nacidos, los árabes lo hacen a la edad de ocho años y con festejos que llegan a durar tres días. Francesca no sabía que los musulmanes se circuncidaban y Sara encontró muy graciosa su ignorancia cuando había concebido un hijo con uno de ellos.
—Las de tu raza ven muy sugerente acostarse con un circuncidado; dicen que gozan más. —Luego, dejó de reír y sentenció—: Él te desvirgó, por eso te hace su esposa; si no hubieses sido virgen, jamás te desposaría.
A Francesca le costaba pensar en un Kamal tan obtuso y medieval; sin embargo, no se animaba a desechar de raíz los comentarios de Sara cuando a ella misma la habían asaltado dudas acerca de la naturaleza de las creencias y pensamientos de su amante. No dudaba de su amor, de eso estaba segura; no obstante, sus silencios, sus miradas inextricables, los secretos que le escondía, la apabullante realidad de que, sobre todo, era árabe, la enfrentaban a la verdadera índole de Kamal, un hombre más bien duro e insensible, aunque pasional y mundano, a veces fogoso como el desierto, frío en ocasiones, al igual que sus noches de cielo despejado y luna llena, como si la característica climática de la tierra en la que había nacido le hubiese moldeado el espíritu a su imagen y semejanza, calentándole la sangre con la misma facilidad que se la enfriaba.
Sara aumentó sus dudas e inquietudes al recordarle la calidad de polígamos de los árabes, que, según indicó, podían desposar hasta a cuatro mujeres. Recitó de memoria el párrafo del sura que habla acerca del matrimonio: «No os caséis más que con dos, tres o cuatro mujeres. Elegid las que os agraden. Si no podéis mantenerlas debidamente, no escojáis más que una, o contentaos con vuestras esclavas». El párrafo le resultó de tal palmaria insolencia y desvergüenza que permaneció afligida el resto del día.
Una tarde, la última de marzo, Sara y Francesca conversaban en la cocina de la embajada cuando Malik se presentó con un telegrama.
—Es para usted, señorita —dijo, en ese tono de fingido respeto que a Francesca fastidiaba tanto.
—No me gusta Malik —dictaminó Sara, una vez que el chófer hubo salido—. No me gusta cómo te mira. Es callado y tranquilo, pero no debemos engañarnos: es resentido y malicioso. Fue él quien nos vino con el cuento de tu relación con el príncipe Kamal. «Lo tiene en un puño», dijo, y el gesto se le endureció de cólera. No me gusta para nada —repitió.
Francesca, ansiosa por leer el telegrama, pasó por alto el comentario y rasgó el papel deprisa.
—¡Kamal llega mañana! —exclamó.
El
jet
Lear de Kamal aterrizó en el aeropuerto de Riad a primera hora de la mañana siguiente. Antes de presentarse en el palacio del rey, donde lo aguardaban su hermano Faisal y sus tíos Abdullah y Fahd, pasó por su casa, tomó un baño y desayunó. No había pegado ojo en todo el viaje, con la mente puesta en Francesca y en las decisiones que tomaría una vez que llegase a la ciudad. Por más que sabía que los asuntos del reino ocupaban el primer lugar en las prioridades, no le agradaba la idea de retrasar la boda.
A lo largo de su vida, nunca había temido nada ni a nadie; ahora, sin embargo, experimentaba el miedo por primera vez a causa de ella; porque quizá todos tenían razón y, con la decisión de desposarla, le causaba daño. Cada noche, al regresar al hotel, mientras Ahmed Yamani contestaba llamadas telefónicas y leía la correspondencia, él se paseaba por la habitación con la ansiedad de una fiera enjaulada. Se daba una ducha fría y, luego, envuelto en su bata, se echaba en el sillón a desgranar los abalorios de su
masbaha
en busca de sosiego.
«Este no soy yo», se decía, y no lo era desde hacía casi un año, desde aquella noche en la fiesta de la Independencia venezolana cuando sus ojos descubrieron en un rincón de la sala al ser fascinante y luminoso que arruinaría la paz de su existencia. Descollaba en medio de tanto oropel gracias a la pureza de su mirada y de su belleza. Contemplaba el boato con superioridad y, sin embargo, nada en ella lucía presuntuoso; hablaba con decisión, pese a que sus movimientos no dejaban de ser sumamente gráciles y femeninos. Y cuando la vio bailar, la habría arrancado de manos del inexperto que la conducía, que osaba tocar ese cuerpo espigado y tierno, que él ya había decidido, le pertenecía. Francesca se había vuelto su obsesión desde esa noche en adelante, y el haberla poseído no sofocaba la revolución de sentimientos y sensaciones sino que la recrudecía, pues quería más, la quería toda para él. No le gustaba el cariz que tomaba la situación, pues, por primera vez en sus treinta y seis años, dependía de alguien para vivir.
Por eso se había impuesto, como una especie de cilicio alrededor del corazón, atender primero los asuntos de gobierno y luego encontrarse con ella.
Llegó al antiguo palacio del rey Abdul Aziz, que ahora Saud usaba como lugar de trabajo, pues para él y su familia había hecho construir una descomunal residencia en el barrio Malaz, el de la clase alta de Riad. El viejo palacio, con la imponencia y sobriedad de una típica fortaleza medieval, construida con adobe y piedra, pobre en ventanas y aberturas, era, sin embargo, el lugar más querido de Kamal, pletórico de recuerdos de la infancia, una etapa feliz de su vida.
Traspuso el portón rastrillo y estacionó su Jaguar cerca de la entrada principal, donde el guardia, después de una reverencia espartana, le indicó que lo esperaban en el despacho del rey. Kamal, que tenía la esperanza de no toparse con su hermano, caminó resignado por el patio embaldosado, escenario de sus juegos con Faisal y Mauricio. A la entrada del despacho, saludó con afecto a los guardaespaldas de Saud, El-Haddar y Abdel, apostados como pilares sobre las jambas de la puerta. Esclavos de la familia primero, al manumitirlos en 1953, no habían querido abandonar al rey Abdul Aziz, por quien profesaban una devoción ciega, y él los nombró sus guardaespaldas. Fieles hasta la muerte, habían demostrado arrojo en varias ocasiones: en el atentado de 1950, por ejemplo, donde El-Haddar perdió un ojo, que orgullosamente cubría con un parche negro, mientras Abdel debió luchar entre la vida y la muerte durante tres días a causa de las heridas en el estómago. Como ya no estaban para esos trotes, Saud los conservaba como chóferes o recaderos, pero siempre a su lado, pues en nadie confiaba más que en esos dos. Se decía que si se deseaba conocer o saber algo acerca del rey y de sus secretos se debía preguntar a Abdel o a El-Haddar; ahora bien, que alguno soltara prenda era harina de otro costal, pues, se aseguraba, ni las torturas más aberrantes los habrían ablandado.
Además de Saud, Kamal encontró en el despacho a su tío Abdullah, encargado de la Secretaría de Inteligencia, a su tío Fahd, ministro de Relaciones Exteriores, a su hermano Faisal, secretario de Estado, al ministro del Petróleo, el jeque Tariki, y a Jacques Méchin, que se acercó para saludarlo con sincera alegría. Al poco, llegó Ahmed Yamani, que se disculpó por la demora. Conversaron de trivialidades sin prisa y, aunque parecían relajados, ninguno pasaba por alto la tensión reinante desde la llegada de Kamal, como si junto a él, hubiese entrado un aire gélido y una sombra lúgubre. Abdullah, hermano dilecto de Abdul Aziz, su mano derecha junto a Méchin, tomó la palabra y explicó las medidas financieras propuestas por el rey.