Kamal rió con ganas y le mostró.
—Yo no sabía que estabas circuncidado.
—Eso me complace —expresó él.
—¿Qué te complace?
—Que yo haya sido y sea el único en tu vida.
—Sí, lo eres —aseguró la muchacha, y volvió preguntar—: ¿Cuántas mujeres tuvo tu padre?
Kamal rió de nuevo. Al notar cierta burla en su risa, Francesca se enfurruñó.
—¿Por qué ríes?
—Porque me resulta divertido verte escandalizada. Tengo que reconocer que mi padre parecía querer poblar el reino sólo con su descendencia. Incluso tuvo hijos con algunas de sus esclavas. Un verdadero semental el viejo.
—¡
Mamma mia
!
—Y a ti, ¿qué cosa te salta en mente? ¿Que yo voy a tener muchas mujeres porque mi padre las tuvo o porque el Corán lo permite? Debes entender que, en este sentido, nos guían los mismos criterios que a cualquier hombre occidental. Aquel árabe que encuentra a una mujer que quiere y con la cual se halla en plenitud, seguramente no siente necesidad de contraer matrimonio con otra. ¿Tienes idea de cuántos europeos conozco que mantienen por años a dos mujeres, la esposa y la amante? Cuando no se trata de varias amantes a la vez. Lo de los occidentales es una poligamia encubierta y, me atrevería a decir, socialmente aceptada. Cuantas más mujeres, más viriles. Lo que ocurre es que los occidentales cambian el sentido a las palabras y confunden las cosas; hacen promesas y no las respetan. ¿O acaso no juran frente al altar fidelidad hasta que la muerte los separe?
Kamal la dejó callada y meditabunda. Le vino a la mente el amor furtivo entre el señor Esteban y Rosalía, y se acordó también de ella misma, aquella noche, la noche en que Aldo Martínez Olazábal llamó a su ventana y que, oculta en las penumbras del parque, casi sucumbe a su deseo. Estos recuerdos, sumados a la concisión del razonamiento de Kamal, le devolvieron la tranquilidad perdida la tarde que Sara le recitó el sura coránico. Entonces, hizo un agujero en la espuma y apoyó las manos de él sobre su vientre.
—Vamos a tener un bebé —dijo, y se giró para ver la reacción de su amante.
Al-Saud perdió el color cetrino de las mejillas y él, que nunca distraía la mirada, por un momento fue reflejo del desconcierto y la sorpresa.
—¿Qué te sucede? ¿Acaso no te complace la idea de ser papá?
Kamal no habló, prendado del contraste de su mano oscura sobre el vientre níveo de Francesca.
—Alá sea loado —musitó después, con la voz quebrada—. Un hijo mío creciendo dentro de ti. Un hijo mío dentro de ti —repitió—. ¿Por qué no me lo dijiste en cuanto llegaste? No te habría tocado. ¿Y si lo hemos dañado? He sido muy brusco contigo. ¡Lo hicimos en el piso! ¡Y en realidad fui una bestia! —se alteró, y Francesca encontró muy divertida su preocupación—. No te rías, no seas inconsciente. Salgamos de la bañera. Iremos a ver al doctor Al-Zaki. ¿No sientes dolores? ¿No tienes contracciones?
—¡Kamal, por amor de Dios! —se sorprendió Francesca—. ¡Tranquilízate! Tu hijo y yo estamos en perfectas condiciones. Y ni se te ocurra dejar de hacerme el amor porque estoy embarazada. No seas ignorante, eso no le hace daño al bebé. Me siento muy bien, salvo algunas descomposturas matinales.
—¿Descomposturas matinales?
—Las habituales, las que sufre cualquier mujer embarazada durante los primeros meses.
—No me importa, quiero que Al-Zaki te vea. Él se ocupa de los nacimientos de mi familia. Vamos.
Salieron de la bañera. Kamal la envolvió en una toalla y la cargó hasta el dormitorio como si se tratase de una inválida. La depositó en el lecho y se arrodilló junto la cabecera. Parecía haber recobrado la mesura y, mientras le sonreía y le despejaba la frente de los mechones, la contemplaba con una ternura que la emocionó.
—Te amo tanto —susurró Francesca—. Tenía miedo de que no lo quisieras.
—Cómo se te ocurre. Nuestro hijo es lo más grande que Alá me ha dado.—Le besó el vientre y descansó su mejilla sobre él—. Para mí, tú y el bebé son la razón que tengo para existir.
Francesca se reprochó la desconfianza y se preguntó qué la llevaba a atribularse con interrogantes vanos cuando sabía que Al-Saud era un buen hombre. ¿Por qué, después de todo lo vivido, aún sentía escrúpulos respecto a él? Lo observó mientras se cambiaba, serio y adusto como de costumbre, la mente afanada en vaya a saber qué cosa, inmerso en un mundo arcano al cual ella no accedía.
—En tres días parto hacia Ginebra —informó Kamal—. Se trata de un viaje corto; en menos de una semana estaré de regreso y comenzaremos con los preparativos de la boda. Ahora que mi hijo viene en camino, no hay razón para esperar.
—Otro viaje —se desazonó Francesca—. Otra vez sola.
—Los días pasarán como un suspiro.
—Cómo pueden pasar como un suspiro si prácticamente no tengo permitido salir al parque de la embajada. Abenabó y Káder no quieren llevarme al zoco de compras. Me paso el día entero encerrada en mi oficina, en la del embajador o en la cocina.
—Y así seguirá siendo —dictaminó Al-Saud, con dureza—. Abenabó y Káder cumplen órdenes mías. No quiero que te expongas, menos aún si yo no estoy en la ciudad. —Y ante la aflicción de la joven, Kamal se ablandó—: Escúchame, mi amor, éste no es un momento fácil para mí; existen cuestiones importantes que debo resolver antes de poder estar completamente tranquilo. Te pido que me comprendas y obedezcas. ¿Cómo podría seguir viviendo si algo te ocurriese, a ti o a nuestro bebé? No me lo perdonaría.
—¿Qué puede ocurrirme?
—Tú no debes preocuparte. Debes vivir tranquila, cuidarte y alimentarte para que nuestro bebé sea sano y fuerte como su padre. Le diré a Jacques que te visite a diario; sé que te gustaba conversar con él en otro tiempo. —Tomó perspectiva y, tras dirigirle una mirada estricta, le dijo—: Te noto más delgada. ¿Acaso no estás comiendo bien?
—No soporto nada en el estómago, vomito casi todo. Al principio, no toleraba el olor a leche; ahora, me ha dado también con la carne y el perfume que usa Mauricio. No tienes idea de las peripecias que hago para verlo lo mínimo e indispensable.
—No le has dicho que estás embarazada, ¿verdad?
—No, pensé que tú querrías hacerlo. Sólo Sara lo sabe.
—¿Cómo está Mauricio?
—Muy preocupado; las noticias que llegan de la Argentina hacen prever que el golpe de Estado es inminente. Si los militares toman el poder, ¿Mauricio tendrá que renunciar al cargo de embajador?
—No si puedo evitarlo. Con respecto a lo del embarazo, por el momento que nadie se entere.
Kamal se acercó a la mesa de noche y extrajo del cajón un primoroso estuche de terciopelo azul y se lo entregó. Francesca lo abrió con manos trepidantes y descubrió una gargantilla de cuatro vueltas de perlas que Kamal le colocó alrededor del cuello.
—Son perlas del archipiélago de Bahrein, las mejores que existen. Lo mejor del mundo para ti, Francesca —y le besó el cuello.
La joven levantó la vista y le sonrió para ocultar un mal pensamiento, pues su madre siempre decía que las perlas traían lágrimas.
La última tarde de abril Francesca la pasó llorando después de hablar por teléfono con su madre. Antonina le espetó las palabras como si quisiera que la atravesaran. Entre otras expresiones, manifestó que la idea de que su única hija se uniera en matrimonio a un musulmán le revolvía las tripas. Antonina terminó por soltar el auricular y Fredo lo tomó en el aire.
—Tu madre está muy enojada ahora, pero verás que con el tiempo se acostumbrará a la idea. Yo la convenceré.
Francesca sabía que no sería así: Antonina jamás aceptaría a un islámico por yerno. «¿Por qué tanto problema? ¿Qué interesa la religión si nuestro amor es verdadero y puro?». A nadie parecía importarle lo que para ella resultaba esencial, ni a su familia ni a la de Kamal. Siguió llorando, y en las lágrimas se confundieron el dolor por la hostilidad de su madre y la angustia por la ausencia de Kamal, que le había prometido un viaje de días que terminó por convertirse en uno de semanas. Se preguntó si siempre sería igual, si se pasaría la vida esperándolo. Al rato llamó Sofía, enterada de la boda por Fredo. «Llámala», le había dicho, «le va a hacer bien». Escuchar la voz de su amiga después de tanto tiempo le levantó el ánimo. Sofía no mencionó a Aldo, en parte por prudencia, en parte porque el tema de la boda de su amiga con un príncipe saudí le resultaba más interesante que la lúgubre existencia de su hermano y, en su ansiedad por conocer los pormenores, casi no daba tiempo a contestar.
Tras el período en Ginebra, enredado en cuestiones de la OPEP y del petróleo, Al-Saud viajó a París, donde asuntos de sus empresas particulares lo reclamaban urgentemente. Con anhelo adolescente, esperaba la hora del día para comunicarse con Francesca y preguntarle por su hijo. Inusualmente locuaz, le recontaba lo que le había comprado al bebé: alguna prenda del ajuar, la cuna y el moisés también, y juguetes, tantos que ya no sabía dónde ponerlos, y un cochecito para llevarlo de paseo, y una cadena y una medalla de oro iguales a las que su padre le había regalado a él cuando nació, un andador para cuando comenzara a dar los primeros pasitos. Francesca escuchaba el listado interminable con paciencia, luego preguntaba: «¿Cuándo regresas?» y Kamal le respondía invariablemente: «Dentro de poco». Esa tarde, sin embargo, Kamal llamó para decirle que volvía al día siguiente.
Por la noche, cerca de las diez, se sentó a responder la carta de Marina donde le confirmaba lo de su boda y lo del embarazo. Sara entró en la recámara con su habitual sigilo y paso cansino, y le apoyó la mano sobre el vientre.
—¿Cómo te sientes? —susurró, para no alterar la paz reinante.
—Mejor ahora que Kamal regresa. Aunque estoy tan ansiosa que no pegaré un ojo en toda la noche.
—Eso no es bueno para el bebé —dictaminó la argelina—. Te prepararé una manzanilla para relajarte.
Sara marchó hacia la cocina y, al entrar, se topó con Malik sentado a la mesa. Lo miró de reojo y pasó a su lado sin hablarle. Ella sabía que Malik, como fanático de los preceptos
wahabitas,
llevaba una existencia de asceta: abominaba el lujo y los excesos, comía frugalmente, no fumaba, no bebía, no apostaba, odiaba la música y la danza, cumplía a rajatabla las cinco oraciones diarias y el mes de Ramadán, peregrinaba seguido a La Meca y resultaba común encontrarlo en su dormitorio meditando de rodillas sobre el suelo en actitud de faquir. Hacía manifiesto que aborrecía todo aquello que provenía de Occidente, en especial a las mujeres, a quienes llamaba «concubinas del demonio», impertinentes con aires de libertad, tentadoras con sus cuerpos casi desnudos, llamativas con sus rostros excesivamente maquillados, embriagadoras con los vahos agobiantes de sus perfumes, e irreverentes al desplegar esa voluptuosidad para caminar y hablar.
—Buenas noches, Sara —dijo, con inusual buen humor, aunque no pasó inadvertido a la argelina que se hallaba inquieto—. ¿Qué haces?
Sara le echó otro vistazo receloso antes de contestarle.
—Preparo un té para Francesca.
Malik se puso de pie y caminó sin rumbo por la cocina. Se estregaba las manos y se mordía el labio inferior. Detuvo repentinamente su andar y permaneció quieto como estatua cuando escuchó el borboteo del líquido en la taza.
—Te está llamando Kasem —le dijo a Sara de manera enérgica—. Anda, Sara, ve, te llama Kasem —acució Malik, y la mujer dejó la cocina.
—Alá sea bendito por esta oportunidad —exclamó el hombre entre dientes, al tiempo que tomaba del bolsillo una ampolla color caramelo. La tarde entera había elucubrado una idea y en ese momento, que todo parecía en vano, la ocasión se presentaba ante él. Rompió por el cuello la botellita de vidrio, vació el contenido en el té de camomila y lo revolvió. Juntó los restos de la ampolla, los guardó nuevamente en el bolsillo y echó un vistazo a su alrededor antes de abandonar la cocina por la puerta trasera.
Sara, desconcertada al ver que nada quería Kasem de ella, se detuvo a la entrada al comprobar que Malik había desaparecido.
—Hombre idiota —masculló la mujer, y volvió a la manzanilla, que azucaró antes de llevársela a Francesca—. Bébelo todo, querida; te hará dormir.
Francesca terminó la carta de Marina y, mientras aguardaba que la camomila se entibiara, se desvistió y se puso el camisón y el
déshabillé.
Volvió al tocador, donde comenzó una misiva para su madre. «Si supieras lo feliz que soy...» escribió en la primera línea, y sorbió un trago de té que sabía más amargo que de costumbre. «Tal vez Sara dejó reposar las hebras demasiado tiempo», supuso, y continuó escribiendo y bebiendo.
Las letras comenzaron a desdibujarse ante sus ojos. Se dio cuenta de que hacía un esfuerzo para no bajar los párpados. Los brazos le pesaron y, como sin vida, cayeron a los costados de su cuerpo. Un cosquilleo le recorrió las piernas hasta la punta de los dedos, y supo que no habría podido ponerse de pie. Trató de dominar aquel sopor que la gobernaba, pero tenía los músculos desmadejados y el entendimiento agotado. Su mano dejó escapar la pluma, que, al dar contra el suelo, esparció gruesas gotas azules. Miró el ruedo del
déshabillé,
salpicado con tinta, y se inclinó para limpiarlo. Como si tuviera voluntad propia, su cabeza se echó hacia delante y arrastró a Francesca, que cayó torpemente al suelo. Tuvo la impresión de que la tragaba una garganta sin fin. Allí tendida, comenzó a sollozar, un gemido seco, casi inaudible. Experimentó una angustiante soledad antes de desvanecerse.
Malik entró en la recámara de Francesca minutos después; se había movido con cautela por la embajada, completamente a oscuras y silencioso, guiado por la seguridad que le daba conocer con precisión la cantidad de pasos a recorrer y la ubicación de los muebles. Hacía días que practicaba caminar a ciegas por el largo corredor que unía la zona de servicio con las habitaciones.
En el dormitorio encontró la cama aún tendida, el velador encendido y ningún rastro de Francesca. Avanzó sigilosamente hasta hallarla inconsciente en el suelo; la movió con el pie y comprobó que dormía un sueño profundo del cual regresaría en varias horas. La cargó como un saco y se aventuró en el corredor; ya había decidido que si escuchaba voces o ruidos, la abandonaría ahí mismo y desaparecería.
Alcanzó la puerta trasera, la que daba al patio de servicio y, antes de salir, se percató de que el guardia también durmiera. Cruzó con precaución el parque, pues si bien no corría riesgos en ese sector, la entrada principal se hallaba custodiada por Káder, el guardaespaldas de Al-Saud. A media cuadra divisó el Mercedes Benz que, le habían indicado, encontraría estacionado. Desde el interior del automóvil, alguien abrió el maletero y bajó apenas la ventanilla del lado del conductor.