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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

Limpieza de sangre (16 page)

BOOK: Limpieza de sangre
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—¿Ninguna salida, entonces?

—Ninguna. Y siento no ayudaros —había un punto de sinceridad condescendiente en el tono del privado—. En especial porque el tiro que ha sido dirigido a nuestro capitán Alatriste también me era cercano. Pero así son las cosas.

Guadalmedina inclinó la frente, que pese al título de grande de España también mantenía ahora descubierta ante Olivares. Álvaro de la Marca era cortesano, y sabía que cualquier toma y daca en la Corte contaba con límites. Para él ya era un triunfo que el hombre más poderoso de la monarquía concediera un minuto de su tiempo. Y aun así, insistió:

—¿Van a quemar al mozo, Excelencia?

El valido se arreglaba las puntas flamencas que asomaban por los puños de su jubón trencillado de verde muy oscuro, sin joyas ni adornos, tan austero como las vigentes pragmáticas contra el lujo que él mismo había hecho firmar al Rey.

—Mucho me temo que sí —dijo desapasionadamente—. Y a la moza. Y pueden darse gracias de que no tengan a nadie más que llevar al brasero.

—¿Qué tiempo nos queda?

—Poco. Según mis noticias se están acelerando los pormenores del proceso, y puede haber plaza Mayor de aquí a un par de semanas. En el estado actual de mi relación con el Santo Oficio, eso apuntará un lindo tanto a su favor —movió la poderosa cabeza, asentada sobre una golilla almidonada que apresaba el cuello robusto, sanguíneo—… No me perdonan lo de los genoveses.

Sonrió apenas, melancólico, entre la negra barba del mentón y el feroz bigote, y alzó levemente la mano enorme. Aquello era dar por concluido el asunto, y Guadalmedina hizo otra breve inclinación de cabeza, lo justo para ser político sin menoscabo de la honra.

—Vuestra Excelencia ha sido muy generoso con su tiempo. Estamos profundamente agradecidos, y en deuda con Su Grandeza.

—Ya os pasaré la factura, Don Álvaro. Mi Grandeza nunca hace las cosas gratis —el valido se volvió a Don Francisco, que oficiaba de convidado de piedra—… En cuanto a vos, señor de Quevedo, espero que esto mejore nuestras relaciones. No me irían nada mal un par de sonetos alabando mi política en Flandes, de esos anónimos pero que todo el mundo sabe son escritos por vuestra merced. Y un poema oportuno sobre la necesidad de reducir a la mitad el valor de la moneda de vellón… Algo en la línea de aquellos versos que tuvisteis la bondad de dedicarme el otro día:

Que la cortés estrella que os inclina

a privar, sin intento y sin venganza
,

milagro que a la envidia desatina…

Don Francisco miró de soslayo a sus acompañantes, incómodo. Tras su larga y penosa caída en desgracia, que empezaba por fin a remontar con buenos augurios, el poeta pretendía recuperar la posición perdida en la Corte, saliendo de pleitos y reveses de fortuna. El asunto del convento de las Benitas llegaba en inoportuno momento para él; y decía mucho en favor de su hombría de bien que, por una antigua deuda de honor y amistad, pusiera en peligro su actual buena estrella. Odiado y temido por su acerba pluma y su extraordinario ingenio, en los últimos tiempos Quevedo procuraba no mostrarse hostil al poder; y eso lo llevaba a compaginar el elogio con su acostumbrada visión pesimista y los accesos de malhumor. Humano a fin de cuentas, escasamente inclinado a volver al destierro, y dispuesto a rehacer un poco su menguada hacienda, el gran satírico procuraba morder el freno, por miedo a estropearlo todo, Además, entonces aún creía sinceramente, como muchos otros, que Olivares podía ser el cirujano de hierro necesario para el viejo y enfermo león hispano. Más hemos de consignar, en honor del amigo de Alatriste, que incluso en esos tiempos de bonanza escribió una comedia,
Cómo ha de ser el privado
, que no dejaba en absoluto bien parada la creciente privanza del futuro conde—duque. Y aquella amistad cogida con alfileres, a pesar de los intentos de Olivares y otros poderosos de la Corte por atraerse al poeta, terminaría rompiéndose años más tarde; dicen las lenguas ociosas que con el famoso memorial de la servilleta, aunque yo tengo para mí que fue cosa de más enjundia la que los convirtió en enemigos mortales, despertó la cólera del Rey nuestro señor, y fue causa de la prisión de Don Francisco, ya viejo y enfermo, en San Marcos de León. Eso ocurrió más adelante, llegado el tiempo en que, trocada la monarquía en máquina insaciable de devorar impuestos, sin dar a cambio al esquilmado pueblo más que desastres bélicos y desaciertos políticos, Cataluña y Portugal se alzaron en armas, el francés —como de costumbre— quiso sacar tajada, y España se sumió en la guerra civil, la ruina y la vergüenza. Pero a tan sombríos tiempos me referiré en su momento. Lo que ahora interesa referir es que ese atardecer, en el Prado, el poeta asintió adusto, pero comedido y casi cortés:

—Consultaré a las musas, Excelencia. Y se hará lo que se pueda.

Olivares movió la cabeza, el aire satisfecho de antemano.

—No me cabe duda —su tono era el de quien no considera ni por lo más remoto otra posibilidad—. En cuanto a vuestro pleito por los ocho mil cuatrocientos reales del duque de Osuna, ya sabéis que las cosas de palacio van despacio… Todo se andará. Pasad a verme un día y platicaremos despacio. Y no olvidéis mi poema.

Saludó Quevedo, no sin volver a mirar de reojo a sus acompañantes con cierto embarazo. Observaba en especial a Guadalmedina, acechando en él cualquier signo burlón; pero Álvaro de la Marca era cortesano avezado, conocía las dotes de espadachín del satírico, y mantenía la prudente actitud de quien nada oye. Volvióse el privado hacia Diego Alatriste.

—En cuanto a vos, señor capitán, siento no poder ayudaros —el tono, aunque de nuevo distante como correspondía a la posición de cada cual, era amable—. Confieso que, por alguna razón extraña que tal vez vos y yo conozcamos, siento una curiosa debilidad por vuestra persona… Eso, aparte la solicitud de mi querido amigo Don Álvaro, me lleva a concederos este encuentro. Pero sabed que, cuanto más poder se alcanza, más limitada es la ocasión de ejercerlo.

Alatriste tenía el sombrero en una mano y la otra en el pomo de la espada.

—Con todo respeto, vuecelencia puede salvar a ese mozo con sólo una palabra.

—Supongo que sí. Bastaría, en efecto, una orden firmada de mi puño y letra. Pero no es tan fácil. Eso, verbigracia, me pondría en la necesidad de hacer otras concesiones a cambio. Y en mi oficio, las concesiones deben administrarse muy por lo menudo. Vuestro joven amigo alcanza poco peso en la balanza, en relación con otras gravosas cargas que Dios y el Rey nuestro señor han tenido a bien poner en mis manos. Así que no me queda sino desearos suerte.

Terminó con una mirada inapelable que daba por zanjado el asunto. Pero Alatriste la sostuvo sin pestañear.

—Excelencia, no tengo más que una hoja de servicios que a nadie importa un ochavo, y la espada de la que vivo —el capitán hablaba muy despacio, cual sí más que dirigirse al primer ministro de dos mundos se limitara a reflexionar en voz alta—… Tampoco soy hombre de mucha parola ni recursos. Pero van a quemar a un mozo inocente, cuyo padre, que era camarada mío, murió luchando en esas guerras que son tan del Rey como vuestras. Quizá ni yo, ni Lope Balboa, ni su hijo, pesemos en esa balanza que vuecelencia tiene a bien mencionar. Pero nunca sabe nadie las vueltas que da la vida; ni si un día no serán cinco cuartas de buen acero más provechosas que todos los papeles y todos los escribanos y todos los sellos reales del mundo… Si ayudáis al huérfano de uno de vuestros soldados, os doy mi palabra de que tal día podréis contar conmigo.

Ni Quevedo, ni Guadalmedina, ni nadie, habían oído nunca pronunciar tantas palabras seguidas a Diego Alatriste. Y el privado lo escuchaba impenetrable, inmóvil, con sólo un brillo atento en sus sagaces ojos oscuros. El capitán hablaba con un respeto melancólico, no exento de firmeza, que tal vez hubiera parecido algo rudo de no mediar su mirada serena, el tono tranquilo sin un ápice de jactancia. Parecía limitarse a enunciar un hecho objetivo.

—No sé si hasta cinco, hasta siete o hasta diez —insistió—… Pero podréis contar conmigo.

Hubo un larguísimo silencio. Olivares, que estaba a punto de cerrar la portezuela para dar por concluida la entrevista, se detuvo. El hombre más poderoso de Europa, a quien bastaba un gesto para mover galeones cargados de oro y plata y ejércitos de punta a punta de los mapas, miró fijamente al oscuro soldado de Flandes. Bajo su terrible mostacho negro, el valido parecía sonreír.

—Pardiez —dijo.

Mirólo durante lo que pareció una eternidad. Y luego, muy despacio, tomando papel de un cartapacio forrado en tafilete, el valido escribió con un lápiz de plomo cuatro palabras:
Alquézar. Huesca. Libro Verde
. Leyó después lo escrito varias veces, pensativo, y por fin, tan lentamente como si hasta el último momento considerase una duda, terminó por entregárselo a Diego Alatriste.

—Tenéis mucha razón, capitán —murmuró, aún reflexivo, antes de echarle un vistazo a la espada en cuya empuñadura Alatriste mantenía apoyada la siniestra—. En realidad nunca se sabe.

VIII. UNA VISITA NOCTURNA

Sonaban dos campanadas en San Jerónimo cuando Diego Alatriste hizo girar muy despacio la llave en la cerradura. Su inicial aprensión se trocó en alivio cuando ésta, engrasada desde dentro aquella misma tarde, giró con un suave chasquido. Empujó la puerta, franqueándola en la oscuridad sin el menor chirrido de sus goznes.
Auro clausa patent
. Con el oro se abren las puertas, habría dicho el Dómine Pérez; y Don Francisco de Quevedo, referido a él como poderoso caballero, el tal Don Dinero. En realidad, que el oro procediese de la bolsa del conde de Guadalmedina y no de la escuálida faltriquera del capitán Alatriste, era lo de menos. A nadie importaba su nombre, origen u olor. Había bastado para comprar las llaves y el plano de aquella casa, y gracias a él alguien iba a llevarse una sorpresa desagradable.

Se había despedido de Don Francisco un par de horas antes, cuando acompañó al poeta a la calle de las Postas antes de verlo salir al galope, en un buen caballo, con ropas de viaje, espada, portamanteo y pistola en el arzón de la silla, llevando en la badana del sombrero aquellas cuatro palabras que el conde de Olivares les había confiado. Guadalmedina, que aprobaba el viaje del poeta, no había mostrado el mismo entusiasmo por la aventura que Alatriste se disponía a emprender esa misma noche. Mejor esperar, había dicho. Pero el capitán no podía esperar. El viaje de Quevedo era un tiro a ciegas. Él tenía que hacer algo, mientras. Y en eso estaba.

Desenvainó la daga, y con ella en la mano izquierda cruzó el patio procurando no tropezar en la oscuridad con algo que despertase a los criados. Al menos uno de ellos, el que había proporcionado llaves y plano a los agentes de Álvaro de la Marca, dormiría aquella noche sordo, mudo y ciego; pero el resto era media docena y podía tomarse a pecho que le turbaran el sueño a tales horas. En previsión de un mal lance, el capitán había adoptado precauciones propias de su oficio. Iba con ropas oscuras, sin capa ni sombrero que estorbasen; al cinto cargaba una de sus pistolas de chispa, bien cebada y a punto, y a la espada y daga añadía el viejo coleto de piel de búfalo que tan señalados servicios prestaba en un Madrid que el mismo Alatriste contribuía, y no poco, a hacer insalubre. En cuanto a las botas, habían quedado en el garito de Juan Vicuña; en su lugar calzaba unas abarcas de cuero y suela de esparto, muy adecuadas para moverse con la rapidez y el silencio de una sombra: socorrido recurso de tiempos aún más ásperos que aquellos, cuando era menester deslizarse de noche entre fajinas y trincheras para degollar herejes en los baluartes flamencos, en el transcurso de crueles encamisadas donde ni se daba cuartel ni cabía esperarlo de nadie.

La casa estaba callada y a oscuras. Alatriste diose con el brocal de un aljibe, rodeólo a tientas y halló por fin la puerta buscada. Hizo la segunda llave su trabajo a satisfacción, y se vio el capitán en una escalera razonablemente ancha. Subió, contenido el aliento, agradeciendo que los peldaños fuesen de piedra y no madera, ahorrándole crujidos. Una vez arriba se detuvo a orientarse al resguardo de un pesado armario. Luego dio unos pasos, dudó en las sombras del pasillo, contó dos puertas a la derecha, y entró vizcaína en mano, recogiendo la espada para que no golpease en ningún mueble. junto a la ventana, en un contraluz de penumbra aliviado por el suave resplandor de una lamparilla de aceite, Luis de Alquézar roncaba a pierna suelta. Y Diego Alatriste no pudo evitar sonreír para sus adentros. Su poderoso enemigo, el secretario real, tenía miedo de dormir a oscuras.

Alquézar, sólo a medias desvelado, tardó en comprender que no se trataba de una pesadilla. Y cuando hizo gesto de volverse a dormir del otro lado y la daga que tenía bajo el mentón se lo impidió con una dolorosa punción, alcanzó que aquello no era un mal sueño, sino una ingrata realidad. Entonces, espantado, irguióse con sobresalto mientras abría ojos y boca para dar un grito; pero la mano de Diego Alatriste se lo impedía sin miramientos.

—Una sola palabra —susurró el capitán— y os mato.

Entre el gorro de dormir y la mano de hierro que lo amordazaba, los ojos y el bigote del secretario real se agitaban con espasmos de pavor. A pocas pulgadas de su rostro, la débil lucecita de aceite insinuaba el perfil aquilino de Alatriste, el frondoso mostacho, la afilada hoja larga de la daga.

—¿Tenéis guardas armados?

El otro negó con la cabeza. Su aliento humedecía la palma de la mano del capitán.

—¿Sabéis quién soy?

Parpadearon los ojos espantados, y al cabo de un instante la cabeza hizo un gesto afirmativo. Y cuando Alatriste retiró la mano de la boca de Luis de Alquézar, éste permaneció mudo, la boca abierta, congelado el gesto de estupor, mirando la sombra inclinada sobre él como quien mira a un aparecido. El capitán apretó un poco más la daga en su garganta.

— ¿Qué vais a hacer con el muchacho?

Alquézar puso en la daga los ojos desorbitados. El gorro de dormir había caído en la almohada, y la lamparilla iluminaba sus cabellos escasos, desordenados y grasientos, que acentuaban la mezquindad de la cara redonda, la gruesa nariz, la barbita rala, estrecha y recortada.

—No sé de quién me habláis —articuló, con voz débil y ronca.

La amenaza del acero no alcanzaba a disimular su despecho. Alatriste apretó la daga hasta arrancarle un gemido.

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