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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

Limpieza de sangre (15 page)

BOOK: Limpieza de sangre
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—¿No hay forma de ayudar a Íñigo?

El conde esbozó entre el humo una mueca amistosa y apenada.

—Me temo que no. Sabes como yo que caer en manos de la Inquisición significa quedar preso en una máquina implacable y eficaz… —arrugó la frente, acariciándose pensativo la perilla—. Lo que me sorprende es que no te hayan cogido a ti.

—Vivo escondido.

—No me refiero a eso. Disponen de medios para averiguar lo que sea menester, y además ni siquiera han registrado tu casa… Luego aún no tienen pruebas acusatorias.

—Las pruebas se les dan un ardite —dijo Don Francisco, apoderándose de la jarra de moscatel—. Se fabrican o se compran:

Pues que da y quita el decoro

y quebranta cualquier fuero…

Recitó, entre dos sorbos. Guadalmedina, que se llevaba la pipa a la boca, detuvo el gesto a la mitad.

—No, disculpadme, señor de Quevedo. El Santo Oficio es muy puntilloso en según qué cosas. Si no hay pruebas, por mucho que Bocanegra jure y perjure que el capitán está metido hasta el cuello, la Suprema no aprobará nunca una actuación contra él. Si no hacen nada oficial es porque el chico no ha hablado.

—Siempre hablan —el poeta bebió un largo trago, y luego otro—. Y además, es casi un niño.

—Pues a fe mía que éste no lo ha hecho, por muy niño que sea. Es lo que dan a entender las personas con quienes llevo todo el día conferenciando. Que por cierto, Alatriste, con el oro que hoy he derrochado en tu servicio, podríamos bien quedar en paz con aquel asunto de las Querquenes… Si ciertas cosas se pagaran con oro.

Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Guadalmedina, grande de España, confidente del Rey nuestro señor, admirado por las damas de la Corte y envidiado por no pocos gentiles hombres de la mejor sangre, le dirigió a Diego Alatriste una mirada cómplice, de amistad sincera, que nadie hubiera creído posible entre un hombre de su calidad y un oscuro soldado que, lejos de Flandes y de Nápoles, se ganaba la vida como espadachín a sueldo.

—¿Tiene vuestra merced lo que le pedí? —preguntó Alatriste.

Se ensanchó la sonrisa del conde.

—Lo tengo —había dejado la pipa a un lado, sacando de su jubón un pequeño paquete que entregó al capitán—. Helo aquí.

Otro menos íntimo que Don Francisco de Quevedo habríase sorprendido de la familiaridad entre el aristócrata y el veterano. Era notorio que Guadalmedina había recurrido más de una vez al acero de Diego Alatriste para solventar asuntos que requerían buena mano y pocos escrúpulos, como la muerte del marquesito de Soto y algún otro lance al uso. Pero ello no significaba que quien pagare contrajese obligación con el contratado; y mucho menos que un grande de España, que además tenía posición en la Corte, anduviese de correveidile en asuntos de Inquisición, por cuenta de un Don nadie cuya espada podía comprar con sólo sacudir la bolsa. Pero, como bien sabía el señor de Quevedo, entre Diego Alatriste y Álvaro de la Marca había algo más que turbios negocios resueltos en común. Casi diez años atrás, siendo Guadalmedina un boquirrubio que acompañaba a las galeras de los virreyes de Nápoles y Sicilia en la jornada desastrosa de las Querquenes, habíase visto apurado cuando los moros cayeron sobre las tropas del Rey católico mientras vadeaban el lago. El duque de Nocera, con quien iba Don Álvaro, había recibido cinco terribles heridas; y de todas partes acudían alarbes con alfanjes, picas y mucho tiro de arcabuz. De manera que a poco todo fue mortandad para los españoles, que terminaron peleando no ya por el Rey sino por sus vidas, matando para no morir, en una espantosa retirada con el agua por la cintura. Aquello, según contaba Guadalmedina, era ya cuestión de cenar con Cristo o en Constantinopla. Cerróle un moro, y perdió él la espada al clavársela, de modo que el siguiente le dio dos golpes de alfanje cuando se revolvía buscando su daga en el agua. Y ya veíase muerto, o esclavo —más lo primero que lo segundo— cuando unos pocos soldados que aún resistían en grupo dándose ánimos con gritos de «España, España» y cuidándose unos a otros, oyeron sus demandas de auxilio pese a la escopetada, y dos o tres se vinieron a socorrerlo chapoteando en el barro, acuchillándose muy por lo menudo con los alarbes que lo rodeaban. Uno de aquellos era un soldado de enorme mostacho y ojos claros, que tras abrirle la cara a un moro con la pica se pasó un brazo del joven Guadalmedina sobre los hombros y llevólo a rastras por el fango rojo de sangre, hasta los botes y las galeras que estaban frente a la playa. Y todavía allí hubo que reñir, con Guadalmedina desangrándose sobre la arena, entre arcabuzazos y saetas y golpes de alfanje, hasta que el soldado de los ojos claros pudo por fin meterse con él en el agua y, cargándolo a la espalda, llevarlo hasta el esquife de la última galera, mientras atrás sonaban los alaridos de los infelices que no habían logrado escapar, asesinados o hechos esclavos en la playa fatídica.

Aquellos mismos ojos claros estaban ahora frente a él, en el garito de Juan Vicuña. Y —como ocurre contadas veces, pero siempre en ánimos generosos— los años transcurridos desde la jornada sangrienta no habían hecho que Álvaro de la Marca olvidara su deuda. Que aún fue más puesta en razón cuando conoció que el soldado a quien debió la vida en las Querquenes, al que sus camaradas llamaban con respeto capitán, sin serlo, habíase batido también en Flandes bajo las banderas de su padre, el viejo conde Don Fernando de la Marca. Una deuda que, por otra parte, Diego Alatriste nunca hacía valer sino en casos extremos; como había ocurrido en la reciente aventura de los dos ingleses, y ahora que andaba mi vida de por medio.

—Volviendo a nuestro Íñigo —prosiguió Guadalmedina—. Si no testifica contra ti, Alatriste, la cosa se detiene ahí. Pero él sí está detenido, y al parecer cuentan con testimonios graves. Eso lo convierte en reo de la Inquisición.

—¿Qué pueden hacerle?

—Pueden hacerle de todo. A la moza la van a quemar, tan fijo como que Cristo es Dios. En cuanto a él, depende. Igual sale librado con unos años de prisión, doscientos azotes, un encorozamiento o qué sé yo. Pero riesgo de hoguera, haylo.

—¿Y qué pasa con Olivares? —preguntó Don Francisco.

Guadalmedina hizo un gesto vago. Había vuelto a coger la pipa de barro y chupaba de ella, entornando los ojos entre el humo.

—Ha recibido el mensaje y verá el asunto, aunque no debemos esperar mucho de él… Si tiene algo que decir, nos lo hará saber.

—Pardiez, que no es gran cosa —apuntó Don Francisco, malhumorado.

Guadalmedina miró al poeta frunciendo un poco el ceño.

—El privado de Su Majestad tiene otros negocios que atender.

Lo dijo en tono algo seco. Álvaro de la Marca admiraba el talento del señor de Quevedo, y lo estimaba como íntimo del capitán y por gozar entrambos de amigos comunes —habían coincidido además en Nápoles, con el duque de Osuna—. Pero el aristócrata era también poeta en ratos perdidos, y le escocía que el señor de la Torre de Juan Abad no apreciara sus versos. Y más cuando, para congraciarse, habíale dedicado una octava que era de las mejores salidas de su pluma; aquella bien conocida que empezaba:

Al buen Roque en sufrido claudicante…

El capitán no les prestaba atención, ocupado en desenvolver el paquete que había traído el aristócrata. Álvaro de la Marca dio más chupadas a la pipa sin quitarle ojo.

—Ve con mucho tiento, Alatriste —dijo al cabo.

Éste no respondió; miraba con atención los objetos de Guadalmedina. Sobre la arrugada manta del jergón había un plano y dos llaves.

Hervía la olla del Prado. Era la rúa del atardecer, y los carruajes que venían desde la puerta de Guadalajara y la calle Mayor demorábanse entre las fuentes y bajo las alamedas, mientras el sol poniente rozaba ya los tejados de Madrid. Entre la esquina de la calle de Alcalá y la desembocadura de la carrera de San Jerónimo todo era un ir y venir de coches cubiertos y descubiertos, jinetes al estribo de las damas, tocas blancas de dueñas, mandiles de criadas, escuderos, vendedores con agua del Caño Dorado y aloja, mujeres que pregonaban fruta, pucherillos de nata, vidrios de conserva y golosinas.

Como grande de España, con fuero de estar cubierto ante el Rey nuestro señor, el conde de Guadalmedina tenía derecho a usar un coche de cuatro mulas —el tiro de seis quedaba reservado a Su Majestad—; más para la ocasión, que requería discreto aparato, había elegido en sus cocheras un modesto carruaje sin divisa a la vista, con dos razonables mulas grises y cochero sin librea. Era, sin embargo, lo bastante amplio para que él mismo, Don Francisco de Quevedo y el capitán Alatriste pudieran acomodarse con espacio de sobra y aguardar, Prado arriba y Prado abajo, la cita concertada. Pasaban, por tanto, inadvertidos entre las docenas de coches que se movían despacio en aquella hora crepuscular en que el Madrid elegante se esparcía en las proximidades del convento de los Jerónimos, con canónigos graves que paseaban abriendo el apetito para la cena, estudiantes tan ricos de ingenio como pobres de maravedís, comerciantes o artesanos con espada al cinto y apellidándose de hidalgos, y sobre todo mucho galán templando terceras —y no me refiero precisamente a cuerdas de guitarra—, muchas manos blancas abrochando y desabrochando cortinillas de carruaje, y mucha dama tapada o sin tapar, descubriendo, fuera del estribo y como al descuido de la basquiña, media vara de seductor guardainfante. A medida que fueran languideciendo los restos del día, el Prado se iría llenando de sombras; y, retirada la gente de respeto, camparían por el lugar tusonas, caballeros en busca de aventuras y pícaros en general, tornándose el lugar escenario de lances, citas galantes y encuentros furtivos bajo los álamos. Todo eso se preñaba ahora con disimulo y muy buenas maneras, cambiándose billetes de coche a coche entre miradas, golpes de abanico, insinuaciones y promesas. Y algunos de los más respetables caballeros y damas que allí se cruzaban sin aire de conocerse, iban a dar en amorosos apartes en cuanto se pusiera el sol, aprovechando la intimidad del coche, o el resguardo de una de las fuentes de piedra que adornaban el paseo, para hacer buena presa. Y no eran inusuales las consabidas cuchilladas, en que lo mismo andaban enamorados, amantes celosos, o maridos que se topaban con especias ajenas en la olla. Sobre este último género había escrito el difunto conde de Villamediana —a quien por lenguaraz habíanle reventado las asaduras de un ballestazo en plena rúa de la calle Mayor— aquellos celebrados versos:

Llego a Madrid y no conozco el Prado
,

y no lo desconozco por olvido
,

sino porque me consta que es pisado

por muchos que debiera serpacido.

Álvaro de la Marca, que era rico, soltero y habitual de Prado y calle Mayor, y por tanto de los que hacían en Madrid cornudos en reatas de a doce, andaba aquel atardecer en otro registro. Vestido con discreto traje de paño tan gris como su cochero y sus mulas, procuraba no llamar la atención; hasta el punto de que, atisbando por las cortinillas entornadas, retiróse con presteza al paso de un coche descubierto donde iban damas con guarnición copiosa de pasamanos de plata, seda y abanillos de Nápoles, a las que no le interesaba saludar y de las que, sin duda, era conocido más de lo conveniente. En la otra ventanilla, Don Francisco de Quevedo estaba también al acecho tras su cortina a medio cerrar. Diego Alatriste venía entre ambos, estiradas las piernas cubiertas por sus altas botas de cuero, mecido por el suave balanceo del coche y silencioso como de costumbre. Los tres llevaban la espada entre las rodillas y puesto el sombrero.

—Ahí está —dijo Guadalmedina.

Quevedo y Alatriste se inclinaron un poco hacia el lado del conde, para echar un vistazo. Un carruaje negro parecido al suyo, sin divisa en la portezuela y con las cortinas echadas, acababa de pasar la Torrecilla y se adentraba en el paseo. El auriga vestía de pardo, con una pluma blanca y otra verde en el sombrero.

Guadalmedina abrió la trampilla y dio instrucciones a su cochero, que sacudió las riendas para ponerse al paso del otro. Anduvieron así corto trecho hasta que el primer carruaje se detuvo en un rincón discreto, bajo las ramas de un viejo castaño junto a las que corría el agua de una fuente rematada por delfín de piedra. Detúvose el segundo coche a su lado. Abrió la puerta Guadalmedina, y descendió al estrecho espacio que quedaba entre ambos. Lo mismo hicieron Alatriste y Quevedo, quitándose los sombreros. Y al descorrerse la cortinilla apareció un rostro sanguíneo y firme, endurecido por ojos oscuros, inteligentes, barba y mostacho feroces, una cabeza grande sobre hombros poderosos, y el dibujo de una roja cruz de Calatrava. Aquellos hombros soportaban el peso de la monarquía más vasta de la tierra, y pertenecían a Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, privado de nuestro señor Don Felipe IV, rey de las Españas.

—No esperaba volver a veros tan pronto, capitán Alatriste. Os hacía camino de Flandes.

—Ésa era mi intención, Excelencia. Pero se cruzó un asunto.

—Ya veo… ¿Os han dicho alguna vez que poseéis una rara habilidad para complicaros la vida?

Era un diálogo insólito, habida cuenta que lo mantenían el privado del Rey de España y un oscuro espadachín. En el estrecho espacio que mediaba entre los dos coches, Guadalmedina y Quevedo escuchaban en silencio. El Conde de Olivares había intercambiado con ellos saludos convencionales, y ahora se dirigía al capitán Alatriste con una atención casi cortés que atenuaba la altivez de su gesto adusto. No era usual tamaña deferencia en el valido, y el hecho no escapaba a nadie.

—Una habilidad asombrosa —repitió Olivares, como para sí.

Guardóse el capitán de comentarios y permaneció quieto, descubierto y con un respeto no exento de aplomo, junto al estribo del carruaje. Tras dedicarle una última ojeada, se dirigió el privado a Guadalmedina:

—Sobre el particular que nos ocupa —dijo—, sabed que no hay nada que hacer. Agradezco vuestras informaciones, más nada puedo ofreceros a cambio. En materia de Santo Oficio, ni siquiera el Rey nuestro señor interviene —hizo un gesto con la mano fuerte y ancha, anudada con poderosas venas—… Aunque, por supuesto, ése no sea negocio con el que podamos molestar a Su Majestad.

Álvaro de la Marca miró a Alatriste, que permanecía impasible, y volvióse luego hacia Olivares.

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